domingo, 22 de diciembre de 2019
CAPITULO 16 (TERCERA HISTORIA)
Pedro se acercó a la cómoda que había pegada a la pared de la derecha del salón, detrás del sofá. Encendió la pantalla del iPod que estaba conectado a unos pequeños altavoces verdes, igual que la funda del dispositivo. No tenía contraseña, por lo que accedió a la aplicación de la música con facilidad. No debía cotillear, se dijo, pero sentía curiosidad por saber qué le gustaba. A él le encantaba la música, no para bailar, sino para desconectar o utilizarla como ambiente, ya fuera cocinando, estudiando o, incluso, en el quirófano, pues siempre operaba con la radio puesta.
Reprodujo la última canción escuchada, Let her go, de Passenger. Subió el volumen lo suficiente para disfrutarla sin que molestase al hablar. Se quitó la chaqueta, que colgó en una de las cuatro sillas de mimbre que rodeaban la mesa rectangular del comedor, en el extremo contrario al sofá. Había una esterilla rosa paralela a la mesa, que dedujo utilizaría para practicar sus ejercicios de yoga.
Pedro se remangó la camisa por encima de las muñecas y observó el loft.
Había un portátil, un MacBook Pro, encima de la mesa, pero no había televisión ni ningún aparato electrónico, excepto el iPod y el ordenador. No le
sorprendió.
Sonrió. Le gustaba mucho el apartamento de Paula. Era limpio, luminoso, sencillo, pequeño, bonito, femenino y puro, como ella. Se respiraba una apacible serenidad. El blanco gastado y el color crema predominaban. Y poseía el fresco aroma floral de ella en cada rincón. En las paredes, colgaban marcos finos, amarillos y cuadrados de láminas de flores en acuarela.
Se acercó a la cocina y abrió la nevera, a la izquierda, que estaba casi vacía. Sacó una jarra de limonada. Cogió un vaso de una balda de madera blanca, justo enfrente y encima de la encimera, y se sirvió la bebida. La probó.
Gimió de deleite.
—¿Está rica? —le preguntó ella a su espalda, sobresaltándolo.
—Está muy... —comenzó Pedro, mientras se giraba, pero se le atascaron las palabras al verla con el vestido que Ramiro había calificado de soso—. Está buenísima...
¿Soso? En comparación con la bazofia amarilla
chillona y de tul que, gracias a Dios, había quedado para el arrastre...
—Joder... —emitió él sin apenas voz, rodeándola lentamente para admirarla.
Los finísimos tirantes del vestido ofrecían un escote en pico, dividiendo cada seno con una tela distinta. El satén marfil comenzaba desde el pecho derecho hasta terminar en el suelo; el pecho izquierdo estaba cubierto por seda drapeada de color blanco, que continuaba en curva hasta el ombligo, cubría el costado y se detenía en la columna vertebral, dejando así el corpiño bien diferenciado en dos partes; la mitad superior de la espalda estaba descubierta.
El vestido se ajustaba a su anatomía hasta las caderas, desde donde se deslizaba suelto hasta arremolinarse en los pies. Sus senos, ni pequeños ni grandes, perfectos y acordes a su cuerpo menudo, su vientre plano, la sellada curva de su cintura y el incitante inicio del trasero se marcaban de forma elegante con el excitante punto exacto para no poder apartar los ojos de ella y calificarla de una mujer excepcional.
Pedro apoyó el vaso en la encimera, en forma de L, y le retiró la cinta celeste del pelo. Metió los dedos entre sus largas y sedosas hebras oscuras. Le colocó los cabellos por la espalda y por los hombros. Ella se paralizó, conteniendo el aliento, y él escondió una sonrisa al detectar sus nervios.
Te pongo nerviosa, Pau, y no te imaginas cuánto me gusta eso...
Nunca le había costado seducir a una mujer y ninguna se había negado a su cortejo, todo lo contrario. Pedro se consideraba un caballero de los de antaño, de los que protagonizaban las ficciones románticas, simplemente porque él era un galán nato. Para Pedro, la conquista, ya fuera larga o corta, era vital. Se esforzaba en los detalles, en abastecer las más pequeñas necesidades y en colmar a la mujer de atenciones, halagos, mensajes bonitos de texto, cenas en los mejores restaurantes, citas sensibles e, incluso, regalos. Eran apenas tres semanas como mucho lo que habían durado sus mini relaciones. Y todas acababan adorándolo, aunque las abandonase porque se hubiera fijado en otra.
Quizás, el amor no estaba hecho para él.
Siempre lo intentaba, pero ninguna había resultado ser la definitiva, no había sentido nada hacia ellas salvo atracción.
La aventura, la adrenalina, la fantasía, la atracción sexual, el éxtasis... Todo eso era temporal y, mientras acontecía, lo disfrutaba, pensando que ese era el primer paso hacia el amor. No obstante, las relaciones se rompían, el amor se extinguía, las personas fallecían, la felicidad completa no existía... Eso no quitaba que no se empeñase en buscar a su compañera, aunque aún no había tenido suerte.
Y jamás se había metido en medio de ninguna relación; de hecho, huía de las mujeres que tuviesen pareja, fueran casadas o no.
Todo se había ido al traste... Y se encontraba en un estado constante de frustración, de dudas y de nerviosismo. Pensaba constantemente en Paula, no se iba de su cabeza ni siquiera cuando soñaba. Su interior era un caos porque
sentía que había más que atracción, era algo más que físico y, por primera vez en su vida, con ella, no estaba actuando conforme a unas pautas de seducción para conquistarla, porque no quería conquistarla, pero se comportaba sin pensar en nada salvo en seguir sus instintos, y todos sus instintos querían a Paula. Era agotador luchar contra uno mismo, pero ¿cómo no hacerlo? Estaba prometida...
Antes, en el sofá, le había poseído un espíritu: el espíritu de la idiotez...
Había sido un completo mentecato al inclinarse con la intención de besarla...
¡Besarla, por Dios! ¡Estaba prometida! ¡Era una mujer prohibida! Pero, al cogerla en brazos para sentarla en el sillón y curarle las heridas de las rodillas, se había sentido próximo a ella, había experimentado algo extraño: el cierre de los extremos de una cinta rota que se habían unido al fin al reconocerse como las dos partes de una única unidad, como si se hubieran encontrado después de una vida eterna y solitaria en busca de su otra mitad...
Por eso, había deseado besarla con más anhelo del que había sentido jamás.
La quería para él.
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