miércoles, 20 de noviembre de 2019

CAPITULO 69 (SEGUNDA HISTORIA)





El incidente quedó relegado al olvido en cuanto entraron en la mansión. Julia y Daniela se encargaron de curarle las heridas a Mario en la cocina. Las dos parejas cenaron en el salón pequeño junto a sus hijos. Después, los cuatro decidieron jugar al billar, llevándose los cucos a la sala. Se dividieron en chicas contra chicos.


—No tengo ni idea de jugar —confesó Zaira.


—Mi rubia, sí —dijo Pedro con una pícara sonrisa—. Ha practicado muy bien hoy.


Mi rubia... ¡Oh, Dios mío! Te como enterito, soldado...


Y empezaron la partida. Zai lanzó la primera, derribando el triángulo de las bolas. Se coló una rayada en la tronera.


—¡He metido una! —se emocionó, colgándose del cuello de Mau y brincando.


Los tres se rieron. Y continuaron, pero Zaira falló enseguida. Les tocó el turno a los chicos. Su cuñado era bastante bueno y metió dos lisas de un solo tiro, pero, después, falló.


—Vamos, rubia —la picó su marido, colocándose detrás de ella.


—No hagas trampas —le avisó, apuntándolo con el taco.


Él levantó las manos en señal de paz. Paula se inclinó sobre la mesa, ajustó el taco y lanzó. Metió una rayada. Rodeó el billar hasta encontrar otra bola fácil. Repitió los movimientos y, cuando fue a tirar, recibió una caricia en el trasero que la sobresaltó y falló.


—¡Eso no es justo! —se quejó, arrugando la frente y dedicando a Pedro la peor de sus miradas.


—Mi turno —anunció su marido, escondiendo una risita.


Ella entornó los ojos y esperó a que él se confiara. Permitió que colara tres lisas y, en la cuarta, le pellizcó la nalga justo antes de que lanzase el taco.


—¡Joder! —exclamó Pedro, frotándose el trasero.


—Déjame a mí, Zai —le pidió Rose a su amiga.


Sin esperar a que Zaira se pronunciase, se situó en posición y, cuando retiró el taco para tirar, recibió un fuerte azote en las nalgas.


—¡Ay! —chilló del susto—. ¡Eres un bruto, imbécil! —se enfadó.


—Eso te pasa por desconcentrarme antes, víbora —tenía el ceño fruncido —. Me toca a mí, Paula —añadió, sin dejar de observarla a ella con un enfado no disimulado.


La otra pareja se sentó en el suelo. Y comenzó la guerra. Paula y Pedro no consiguieron colar ninguna bola más porque se lo impedían el uno al otro en cada lanzamiento. Y así hasta que Zai y Mau estallaron en carcajadas.


—Nos vamos a dormir —anunció Pedro, poniéndose en pie—. Que disfrutéis de vuestra partida privada.


Los dejaron solos.


—¡Mira lo que has conseguido! —le increpó Paula a su marido, con los puños en la cintura.


—¿Yo? —se señaló a sí mismo.


—Has empezado tú con las trampas, no te hagas el inocente ahora, imbécil.


—Cuida esa lengua, víbora —la apuntó con el dedo índice—. Se acabó, no juego más.


—¡Claro! —bufó, conduciendo el cuco, que tenía ruedas, hacia el dormitorio—. Sabes que soy mejor que tú, por eso me hiciste trampas esta tarde y me las has hecho ahora. ¡Has empezado tú las dos veces!


—No eres mejor que yo.


—A ver si te crees que tu brillante inteligencia —hacía aspavientos, descontrolada— te hace el mejor en todo, porque ya te aseguro yo que no. Cuentas con muchos puntos débiles, Pedro. Asúmelo.


—¿Y qué puntos débiles son esos? Ilústrame, por favor —sonrió sin humor.


—Las mujeres y el billar, entre otros muchos —colocó el cuco junto a la cuna y se irguió, altanera.


—Yo creía que estabas bastante satisfecha con el bruto de tu marido —se cruzó de brazos—, sobre todo por lo bien que gritas cuando te hago mía, víbora. Tan mal no se me dará, ¿no?


—¡Yo no grito! —su rostro estaba tan encendido que le pareció ver humo a su alrededor.


—Tienes razón —sonrió con suficiencia—. No gritas... ¡chillas de placer! Antes te ha escuchado la mansión entera.


¡Oh, Dios mío!


—¿Lo dices en serio? —le preguntó ella, sofocada, de repente, olvidándose del enfado. Se tapó la cara con las manos—. Qué vergüenza...


—Joder... —Pedro acortó la distancia. La sostuvo por los hombros—. Me encanta que chilles de placer, rubia, no sabes cuánto... —se humedeció los labios y se mordió el inferior, observándola como un animal famélico frente a un suculento manjar—. Dime en qué fallo contigo —le susurró, áspero y sugerente— y te prometo que haré lo imposible para solucionarlo.


Pedro... —gimió sin querer. Se sujetó a sus brazos—. No tienes fallos... —se le debilitaron las piernas—. Solo lo he dicho porque estaba molesta.


—Yo también estaba molesto —la tomó por la nuca—. Tienes razón. Eres mejor que yo con el billar —sonrió con travesura—. Perdóname por las trampas —se inclinó y le rozó los labios con los suyos—. Rubia... Te necesito ahora mismo... —le apresó el labio inferior y tiró—. Ahora... mismo.


Paula emitió un suspiro entrecortado. Estaba tan caliente que le sorprendió que su ropa no ardiera en llamas. Cerró los ojos. Él la empujó contra la pared, entre el armario y el baño. La obligó a abrir las piernas con una rodilla.


—¿Te puedo... hacer una pregunta... Pedro?


Era imposible hablar cuando estaban tan cerca. Se le nublaba el cerebro y no conseguía formular un pensamiento con coherencia.


—Espera —le pidió su marido, desabrochándole el vaquero con premura y bajándoselo de un tirón.


Le quitó las manoletinas, las medias y los pantalones. Arrodillado, le retiró las braguitas. Esos ojos se tornaron negros ante la piel descubierta.


—Eres insaciable, Pedro —susurró, atónita.


—Contigo siempre. Y tenemos que aprovechar.


—¿El qué? —ya notaba cómo un intenso calor invadía cada centímetro de su piel, mientras se dejaba desnudar por su imperioso soldado.


—Pues que estamos al principio, rubia. Tenemos que aprovechar ahora, que luego dirás que te duele la cabeza, que estás cansada, que los niños pueden oírnos, que...


Ella no pudo evitarlo y rompió a reír.


—¿Y si el que pone excusas eres tú? —inquirió Paula, tirándole del pelo para que se incorporara.


—¿Excusas? —arrugó la frente—. ¿Yo? ¿Contigo? —se levantó, con una expresión de confusión—. ¿Estás de coña? —hizo una mueca de incredulidad, repasándola con una mirada tan hambrienta que le debilitó las piernas—. ¿De verdad crees que podría rechazarte una sola vez? —se desabrochó el pantalón a una rapidez asombrosa y se lo bajó, calzoncillos incluidos.


—Nunca se sabe... —la diversión se desvaneció—. Quizás, necesito que me demuestres tus palabras, ya sabes que las palabras se marchitan como las flores... —se sentía vulnerable, pero tremendamente ansiosa por pertenecerlo de nuevo, y poderosa, porque era la única que lo volvía loco.


—Quizás, yo también necesito demostrarte mis palabras —le susurró, ronco, en sus labios, un instante antes de abandonarse a ellos...


Y, durante escasos minutos, contra la pared, permitieron que la locura los invadiera y no los soltara hasta que culminaron de placer y cayeron al suelo con los cuerpos enredados. La demostración fue... gloriosa.


—¿Cuál era... la... pregunta? —quiso saber su marido, sin alejarse un milímetro.


Paula se rio, aunque de manera intermitente porque le costaba respirar todavía.


—Si sabes que existen las camas.


Él la observó confuso unos segundos y rompió a reír al entenderla.


—Tengo miedo, Pedro... —ella agachó la cabeza y se frotó los brazos al sentir un escalofrío—. Tengo miedo de que te canses de esto, de mí... De que esto solo sea un juego para ti, que me veas como a uno de tus ligues... Ya me hiciste daño una vez.


—No eres un ligue, nunca podrías serlo —su voz se rasgó por la emoción —. Y no te imaginas cuánto me arrepiento por haberte abandonado en el ascensor.


Paula alzó la barbilla para mirarlo. Y se sorprendió. Los cálidos ojos de su marido batallaban la misma lucha que había apreciado por la tarde, al encontrarlo en la sala del billar. Y su semblante revelaba castigo.


Pedro, yo... —ella tragó. Las lágrimas amenazaron con aparecer—. Eres... Eres importante para mí —confesó, sonrojada y tímida—. No solo eres el padre de nuestro bebé, yo... —inhaló una gran bocanada de aire y la soltó despacio y de manera discontinua—. Yo te... Yo no quiero que juegues conmigo —se rectificó antes de hacer el ridículo—. Si esto para ti es solo sexo, entonces prefiero... —tragó de nuevo. Su rostro comenzó a mojarse—. Prefiero que te busques a otra. Respetaré tu decisión. Me dolerá más que a nada...



CAPITULO 68 (SEGUNDA HISTORIA)





Descendieron los peldaños y se dirigieron al salón pequeño, donde adivinó que estarían su hermano, su cuñada y los niños. Y no se equivocó.


—Enseguida vuelvo —anunció él. La sospecha se acrecentaba a cada segundo. Entró en la cocina—. ¿Habéis visto un gorro perdido? —les preguntó a Julia y a Daniela, que preparaban la cena.


—Sí —contestó el ama de llaves, secándose las manos con un trapo—. Hace un ratito —caminó hasta el tablero de madera y cogió un gorro de lana verde oscuro. Se lo entregó.


—Gracias —se lo acercó a la nariz. Olía a mandarina—. ¿Dónde estaba?


—Lo encontró Anabel. Está en su habitación, si quieres hablar con ella.


Pedro salió de la estancia. Se topó con la doncella en el recibidor.


—Te lo dio Mario, ¿verdad? —inquirió él, sin esconder la rabia.


Pedro, yo...


—Responde, Anabel.


—Yo... Yo... Lo encontré en... Estaba en el salón pequeño.


—¡Y una mierda! —vociferó Pedro.


—¿Qué son esos gritos? —preguntó Mauro, reuniéndose con ellos, seguido de Zaira y Paula.


Julia y Daniela también surgieron en el hall.


—Estás mintiendo —continuó él, ignorando a los presentes.


—Ese es mi gorro —anunció su mujer—, el que se me perdió.


—Lo sé —y añadió a la doncella—: Te lo dio Mario.


Anabel, sonrojada, agachó la cabeza y asintió. Pedro gruñó como nunca y abrió la puerta principal. Caminó hacia los establos.


—¡Pedro! —gritaban a su espalda.


Pero no se detuvo hasta que vio a Mario en la pista exterior. Estaba iluminada por cuatro grandes focos. Sujetaba las riendas de un caballo sin silla.


— ¿Qué hacías en los pasillos de la mansión? —le reclamó él, parándose a su espalda.


Shaw sonrió al fijarse en el gorro y se bajó de un salto del animal.


—Ya viene el señorito Pedro con sus aires de grandeza. No tengo prohibida la entrada en la mansión. Por cierto —arqueó las cejas—, es de tus abuelos, no tuya.


—Tienes prohibido el acceso a cualquier parte que no sea la cocina —lo corrigió Pedro, controlando la respiración. Su corazón latía tan rápido que podía explotar—. ¿Qué hacías en los pasillos? ¿Ahora, una de tus funciones es asustar a la gente?


—Por gente te refieres a tu mujer —afirmó Shaw, irguiéndose y sin perder la diversión—. Solo ha sido una broma, nada más. La creía más valiente. Al menos, grita bien.


—Serás... —musitó Paula, avanzando—. ¡Imbécil!


—¡Eh! —se quejó Pedro, agarrándola del brazo. Y le susurró—: Imbécil soy yo, nadie más, víbora.


Ella sonrió con las mejillas arreboladas, se alzó de puntillas y lo besó en el pómulo. Zaira se rio y él estuvo a punto de hacerlo, pero Mario interrumpió la escena.


—Ella tiene la culpa —lo picó Shaw, introduciendo las manos en los bolsillos de la chaqueta—. El otro día, se mecía muy bien entre mis piernas. Y sus miraditas siempre me piden que le meta un poco de caña, tú ya me entiendes, ¿verdad, Pedro? —le guiñó el ojo.


—¡No te he mirado de ninguna manera! —le increpó Paula, interponiéndose entre los dos para evitar la inminente pelea.


—Ahora, no pretendas negarlo, Pauli. Ambos sabemos que eres como el resto de mujeres a las que se tira tu marido.


Pedro, cegado por la ira, empujó a su mujer a un lado y agarró de la pechera a Shaw.


—Retira tus palabras —siseó.


—¿Vas a pegarme? —se carcajeó. No retrocedió ni se inmutó.


—¡Pedro! —gritó Paula, tirando de su jersey—. Olvídate de él. No merece la pena.


—Ganas no me faltan, Shaw —lo soltó como si se hubiera quemado y se giró.


— Buena calientabraguetas se ha buscado el señorito —musitó Mario a su espalda—. Dios los cría y ellos se juntan. Seguro que está tan aprovechada como tú.


—¡Oh! —exclamaron los presentes.


Pedro se giró, tiró el gorro a la arena y se lanzó contra Shaw. Rodaron por la pista, propinándose puñetazos los dos con una furia inhumana. Y no frenaron los violentos ataques hasta que Mauro lo separó de Mario con gran esfuerzo.


—¡Ya basta! —bramó su hermano.


—¡Pedro! —su mujer corrió hacia él y le sujetó la nuca para obligarlo a mirarla—. ¿Estás bien? —le rozó el pómulo, que le ardía. Frunció el ceño y rumió incoherencias. Se separó y caminó hacia Shaw—. ¿Sabes qué, Mario? —le dio una patada en la entrepierna—. Para que ahora tengas tu bragueta caliente y me insultes con propiedad.


Shaw, que no se lo esperaba, cayó de rodillas, pálido y enmudecido por el dolor.


Todos se echaron a reír. Pedro alzó a Paula por el trasero, quedando los dos rostros a la misma altura. Ella le envolvió las caderas con las piernas y el cuello con los brazos. Y la besó, posesivo y henchido de orgullo.


¡Cuánto amo a mi rubia, joder!







CAPITULO 67 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula estaba paralizada y contenía el aliento. Pedro le abrió las piernas con la rodilla. Ella apretaba tanto el taco que sus nudillos estaban más blancos de lo normal. Era tal la voracidad que sentía hacia esa mujer, que cerró los ojos y la mimó... muy despacio. Y Paula comenzó a gemir y a arquearse contra su mano... Él introdujo la otra por dentro de la camiseta y veneró sus senos.


Pedro...


Pedro continuó, incapaz de detenerse. No le importaba nada que no fuera su rubia. Solo quería el goce de su mujer, que tocara el cielo, que gritara su nombre, que implorase sus caricias, que soñara con sus manos acariciando su cuerpo, que suplicase su amor...


—No te gustan... los halagos... pero... —pronunció él entre resuellos y con la garganta seca—. Eres preciosa... Así... Entregada a mí... Preciosa...


Le subió la tela y se la sacó por la cabeza, pero Paula no movió los codos flexionados en el tapete, por lo que la camiseta descansó arrugada en ellos. La besó en la espalda. Le lamió la nuca, le mordió la oreja... Tomó sus pechos con la mano libre, pero eran tan generosos que se le escapaban.


Pedro... No puedo...


Pedro gruñó y aceleró el ritmo.


—Confía en mí... —le dijo en un ronco susurro—. Déjate llevar... Conmigo, solo conmigo...


—Solo... contigo... —y gritó, deshaciéndose por culpa del clímax que la sobrevino.


Pero él no le concedió un instante para que se recuperara, sino que se bajó los boxer y la penetró con lentitud. Ella exhaló un suspiro entrecortado y se curvó, recostándose en el billar. Pedro se retiraba lánguidamente y arremetía con vigor.


Fue lo más intenso que experimentó en su vida. 


El éxtasis fue tan enérgico que lo enmudeció.


—Me encanta tu mandarina, rubia... —la estrechó entre los brazos, respirando de forma irregular sobre su pelo.


Paula se paralizó un segundo y al siguiente estalló en carcajadas. Pedro se contagió. Se separó de ella con extrema delicadeza para no dañarla, se ajustó los calzoncillos y la cogió en brazos sin esfuerzo, adorando su cuerpo acurrucado contra el suyo. En el servicio, la desnudó y preparó la bañera.


Unos minutos después, se encontraban abrazados en el agua, tranquilos y limpios. La espalda de Paula estaba pegada a su pecho, su rostro escondido en el hueco de su clavícula y las piernas de los dos entrelazadas. Él besaba sus cabellos mojados de manera distraída.


Pedro.


—Dime.


—No hemos... —titubeó, agitada, de repente. Se incorporó, posó las manos  en sus pectorales. La gravedad cruzó su semblante—. No hemos utilizado preservativo, ninguna de las veces que lo hemos hecho.


—Lo sé —asintió Pedro—, pero te tomas la píldora. Tienes las pastillas en tu neceser. Tenía que haberlo hablado contigo —se puso nervioso— y no dar por hecho que...


—No pasa nada, confío en ti —Paula habló en voz baja, temerosa—, pero...


—¿Qué ocurre? —arrugó la frente, sintiéndose abatido por un posible rechazo—. Si lo prefieres, usaremos preservativo, no quiero que te sientas incómoda o...


Pedro... —desvió la mirada, ruborizada—. ¿Alguna vez, has hecho... con otras...?


—No —la interrumpió, serio. Se sentó y la acomodó a horcajadas—. Siempre tomé precauciones, independientemente de ellas. Y me reviso muy a menudo.


Su mujer frunció el ceño. La rigidez la poseyó.


—¿Qué pasa? —se preocupó él, sujetándola por la nuca.


—No me gusta hablar de tus ligues —declaró en tono hostil, soltándose con brusquedad de su agarre.


Pero Pedro no se lo permitió, gruñó y la apretó contra su cuerpo con fuerza.


—¡Quita, déjame! —le golpeó el pecho.


—¡No! —la inmovilizó—. Tú fuiste la última con la que me acosté — confesó al fin.


—Pero... —se quedó boquiabierta—. Las fotos en internet... Cada semana...


—No hice nada con ellas. Nada —negó con la cabeza—. No ha habido ninguna mujer después de ti. Ninguna. No pude...


Pedro... —sonrió, con los ojos inundados en lágrimas.


—Por favor, no llores... —se angustió y empezó a respirar con dificultad.


—Me acabas de hacer muy feliz —declaró Paula, arrojándose a su cuello —. Muy feliz, mi guardián.


Salieron de la bañera y se vistieron el uno al otro como los amantes que eran, entre mimos y besos que prometían el paraíso y las tinieblas a partes iguales.


—¿De dónde venías antes? —quiso saber él.
Entraron en el laberinto, de la mano.


—De los establos —respondió ella, deteniéndose y mirándolo, asustada—. Pedro... —se rodeó a sí misma.


—¿Qué sucede? —se alertó y la envolvió en su calor.


—Antes me perdí —se aferró a Pedro con pánico—. Escuché... golpes... pasos... Por eso, te encontré en la sala de billar. Yo... Llevaba un gorro y se me cayó, pero no sé dónde. Cuando llegué a la habitación, alguien llamó a la puerta. Abrí y no había nadie. Cerré y oí los mismos pasos de antes en los pasillos. Me asusté y... y te vi.


—¿Cómo eran esos pasos? —se cruzó de brazos—. ¿Cortos y rápidos o lentos y amplios?


Su mujer arrugó la frente, pensativa.


—Lentos... Sí —asintió—. Eran pausados.


Aquello solo significaba que se trataba de un hombre, no de Anabel, como creyó al principio.


—¿Se ha vuelto a repetir? —se interesó él, reanudando la marcha—. El primer día, Zai y tú también escuchasteis golpes.


—No consigo aprenderme el camino. Zaira venía a buscarme todos los días y luego me acompañaba por las noches.


Pedro quiso atizarse a sí mismo por ser tan estúpido. Se había preocupado tanto por mantenerse alejado, que se le había olvidado su miedo a perderse en la mansión.


—Lo siento, rubia —se disculpó, pasándose las manos por la cabeza—. He sido un imbécil. No tenía que haberte dejado sola.


—No, Pedro —lo sujetó de los brazos, deteniéndose al inicio de la gran escalera principal de la casa—. No importa —sonrió con dulzura.


—Sí importa —la corrigió y la abrazó con rudeza un instante—. No te dejaré sola otra vez.