domingo, 1 de diciembre de 2019
CAPITULO 104 (SEGUNDA HISTORIA)
A la mañana siguiente, Pedro la despertó demasiado pronto para su gusto.
Hubiese permanecido entre las sábanas muchas más horas.
—Vamos, Bella Durmiente —le azotó el trasero.
—¡Ay! —brincó.
—Te espero en la ducha —le guiñó el ojo y caminó desnudo hacia el baño.
—Por Dios... —murmuró ella, acalorada de repente—. Cómo se puede estar tan bueno... —gimió, mordiéndose el labio—. Vaya culo, madre mía...
—Te he oído —se asomó por la puerta y le sonrió con satisfacción y petulancia.
—Pues lo que le faltaba a tu ego... —se incorporó de la cama—. ¿Debería salir de la habitación? —lo picó, adrede, colocando las manos en la cintura y adelantando una pierna—. Empiezo a ahogarme —ironizó.
—Ven aquí y te lo diré.
Paula se dirigió al baño, en la pared de enfrente de la terraza. Sin embargo, antes de entrar, se fijó en que su marido la analizaba de los pies a la cabeza con un hambre voraz. Se paró a solo un par de pasos.
—Rubia...
—Soldado... —sonrió, traviesa, y empezó a retroceder.
Pedro imitó su gesto y avanzó. Ella, entonces, corrió por la suite en dirección contraria, desinhibida por completo. Su marido la atrapó enseguida y la cargó sobre el hombro.
—¡Me he casado con un neandertal! —estalló en carcajadas—. ¡Socorro!
Él, entre risas, la azotó de nuevo.
—¡Ay! —se sobresaltó, pero no perdió el humor.
La llevó a la ducha, accionó el chorro del agua, pero, como no esperó, salió fría. Paula gritó por la impresión. Pedro la bajó al suelo, de piedra gris, y la estrechó entre sus brazos, tiritando ambos.
Cuando el agua cambió de temperatura, se enjabonaron y se lavaron el pelo el uno al otro, entre risas y toqueteos nada inocentes.
—Tendremos que comprar también un champú de mandarina —le susurró él al oído.
Y aquello desencadenó que Paula girara sobre los talones, le enroscara las manos en la nuca, se alzara de puntillas y lo besara con abandono... Y se perdieron los dos. Pedro la alzó por el trasero, instándola a que lo rodeara con las piernas, salieron de la ducha, besándose de manera desquiciada, y no llegaron a la cama.
La estrelló contra la pared del dormitorio y la poseyó con su característico y delicioso ímpetu.
Ella chilló en cada embestida.
Frenético. Poderoso. Impresionante...
Cayeron al suelo, resoplando alterados.
—¿Te he hecho daño? —se preocupó él, acariciándole las mejillas.
Paula sonrió y lo abrazó. Quizás un poco, pero había merecido la pena.
—Ha sido perfecto... —lo besó en el hombro, debilitada, pero dichosamente consentida por su guerrero.
Él se levantó y la sentó en el colchón. Cogió dos toallas y le entregó una.
Se vistieron con la ropa que traían, aunque ella sin las medias, hacía un sol radiante y la temperatura, durante el día, era cálida, en torno a los veinticinco grados. Se calzó los tacones, abiertos en la parte delantera. En ese instante, se alegró por haberse pintado las uñas de los pies y de las manos de color azul oscuro para la cita. Frente al espejo de los lavabos del servicio, se remangó la seda por encima de las muñecas.
Llevaba unas horquillas en el bolso y un pintalabios rosa; se retiró varios mechones hacia atrás y se revolvió los cabellos para acentuar las ondas húmedas.
El atractivo rostro de Pedro apareció en el espejo. Tenía el ceño fruncido.
—Es un poco corto el vestido. ¿Y si te pones mis pantalones?
—Creía que te gustaban mis piernas —se rio.
—Me encantan tus piernas —la corrigió, acortando la distancia. Le acarició el lateral de los muslos con las yemas de los dedos—. Lo que no soporto es que te miren otros.
—También te van a mirar a ti —se dio la vuelta y le sonrió, ruborizada.
Él no se había puesto la chaqueta y se había remangado la camisa. El pantalón del traje se ajustaba con distinción a sus músculos y los zapatos de lazada eran preciosos. Estaba demasiado guapo, por supuesto que lo iban a mirar otras.
Salieron de la suite, se cogieron de la mano y, automáticamente, se olvidaron de los celos, de miradas ajenas y de cualquier cosa que no fuera disfrutar, disfrutar y disfrutar...
CAPITULO 103 (SEGUNDA HISTORIA)
Se besaron, agonizando. Se abrazaron y se devoraron como dos salvajes.
Pedro la sujetó por las caderas y se puso en pie con ella, sin esfuerzo. Paula lo envolvió con el cuerpo, insólitamente agitada. Ninguno despegó su boca del otro. Continuaron besándose, gimiendo y respirando con ese ímpetu tan propio de ellos, solo de ellos...
De repente, Pedro la lanzó a la cama. Ella gritó por el susto al notar cómo volaba y aterrizaba en el colchón, rebotando entre los almohadones. Por un instante, se quedó desorientada.
—Desde que he visto la cama, he querido hacer esto —le dijo su marido, sonriendo con malicia.
—A lo mejor debería hacértelo yo también —masculló Paula, tapándose los pechos.
—No puedes conmigo, rubia, soy demasiado... —observó sus senos escondidos— grande —se rio.
—¡No te rías, imbécil! —retrocedió, abrazándose las rodillas.
Pedro amplió su sonrisa y le dijo:
—Ven aquí, víbora.
—¡No! —lo encaró, entornando los ojos.
—Mi mujer —se agachó y agarró el borde del edredón con ambas manos —, mis normas. Parece que precisas un recordatorio, señora Alfonso.
—¡Eres un cavernícola y un machista! ¡Y eso no era una norma, sino una orden! ¡Eres un...!
Pero él tiró con fuerza, arrastrándola hasta el borde de la cama.
—¡Ay! —chilló la joven, tumbada en ese momento boca arriba y con los brazos en cruz.
La estructura era tan alta que las caderas de los dos encajaron a la perfección. Rápidamente, Pedro se inclinó, la ciñó por la cintura y la elevó para lanzarla de nuevo hacia los cojines. Sin embargo, en esa ocasión, se tumbó encima de ella y le apresó las muñecas por encima de su cabeza con las dos manos.
—Pregunta sencilla —pronunció él en tono áspero—. ¿Dónde estamos?
—En Miami.
—Frío, frío... —sonrió, a escasa distancia de su boca.
—Estamos en un hotel —lo abrazó con las piernas y se arqueó ligeramente.
—Templado... —le propinó un suave empujón con las caderas que les robó el aliento a ambos.
Ella gimió.
—Es... Estamos en... una habitación...
—Caliente... —le delineó los labios con la lengua.
—Pedro... —cerró los ojos.
—¿Dónde estamos, rubia? —la besó en la mandíbula y fue bajando hacia la oreja.
—En...
—¿Dónde? —le chupó el lóbulo y se lo mordisqueó.
—¡Dios, en una cama! —gritó, apretándolo con los muslos.
—Te quemas...
Y la besó en la boca, embistiéndola con la lengua sin concederle tregua para tomar aire. La soltó para estrecharla entre sus poderosos brazos. Paula le devolvió el beso de forma devastadora. No se quemó, no, se chamuscó...
Se acariciaron de un modo descontrolado, se tocaban de manera atrevida, se manoseaban como dos adolescentes inexpertos cegados por sus hormonas disparadas, jadeando de manera escandalosa...
Ella le desabrochó el pantalón y él detuvo el beso y salió de la cama para quitárselo. Se quedó con los boxer, blancos con una línea azul oscuro en el borde. Eran de firma y no quiso imaginarse cuánto costaban, le sentaban tan bien... Era elegante hasta en la ropa interior, y hasta en eso también se parecían.
Paula se incorporó de la cama y, coqueta, sonrió y apoyó una mano en su abdomen plano.
Comenzó a girar a su alrededor, silueteando los calzoncillos, que se ajustaban a sus caderas, mostrando el inicio de aquella uve enloquecedora de sus ingles. Se colocó a su espalda y le bajó los boxer lentamente, muy lentamente... Pedro contuvo la respiración. Ella se sentó de nuevo en la cama, recostándose en los codos, sin perder su traviesa sonrisa.
Levantó una pierna y posó el pie en el vientre de él. Repitió el movimiento con el otro, procurando ser tan seductora como pudo. Pedro sonrió con malicia, se inclinó y le retiró las braguitas... muy despacio.
—Ahora —anunció Paula, retrocediendo hacia el centro del lecho—, ven aquí —se tumbó y alzó los brazos hacia él— y hazme el amor como solo tú sabes, mi guardián.
—Eres tan hermosa... —susurró, embelesado en todo su cuerpo, en su cara...
—Pedro... —se quejó, nerviosa por el examen al que estaba siendo sometida. A punto estuvo de tirarse de la oreja izquierda—. Te quiero aquí...
Pedro la miró a los ojos con férrea determinación al contestarle:
—Y yo te quiero solo a ti.
A ella se le nubló la vista y se le formó un nudo en la garganta.
Por favor, que nada ni nadie nos destruya... Por favor...
—Como un bruto, rubia. ¿Eso es lo que quieres? —se acomodó entre sus muslos.
—Sí... —se acercó a su boca. Él bajó los párpados, emitiendo un rugido—. Eso es justo lo que quiero...
Y la besó.
Y se emborracharon de pasión...
Paula lloró al alcanzar el éxtasis, no pudo evitarlo. El amor que sentía por él excedió sus límites. Escondió la cara en su cuello. Pedro la abrazó, todavía unidos e intentando recuperar la estabilidad física y emocional.
Ella era feliz, pero había algo en su interior que la pinchaba de forma desagradable, como un mal augurio. Quizás, no se creía que aquello fuese real.
Lo apretó con excesiva fuerza, aferrándose a él.
Pedro la sujetó por la nuca y la observó con detenimiento, era demasiado perspicaz como para engañarlo.
—Mi Paula —sonrió.
Ella emitió un sollozo al escuchar su nombre. Él se giró para tumbarse bocarriba y acunarla en su pecho. Y se quedaron dormidos.
CAPITULO 102 (SEGUNDA HISTORIA)
¡Oh, Dios mío!
Pedro no había dudado un instante en responder...
—Respira, rubia, que te vas a desmayar —le aconsejó su marido, sonriendo con picardía—. Aunque no me importaría hacerte el boca a boca — le guiñó un ojo.
Paula estalló en carcajadas, relajándose.
—Apenas has probado la cena —comentó él con el ceño fruncido—. ¿Estás cansada?
Ahora mismo no podría dormir ni comer...
—Es muy tarde y mañana nos espera un día bastante ajetreado —continuó Pedro, poniéndose en pie para recoger los platos.
—Espera, que te ayudo —le indicó ella, incorporándose.
—No —sonrió—. Vete a la cama. Ya me encargo yo.
Paula suspiró de manera irregular por tantas atenciones. Asintió y salió del salón hacia el dormitorio.
La suite era majestuosa, lujosa, enorme y preciosa. Atravesó un salón más pequeño; a partir de ahí, cada sala estaba enmoquetada, muy limpia y perfecta.
Los muebles eran marrones, de estilo moderno e innovador, y los sillones, beis como las sillas del comedor. Chaise longues, sofás, pufs... ¡De todo! Y no había puertas, pero sí vanos enmarcados que separaban las estancias entre sí.
Lo que más le gustó fueron las altas plantas que decoraban la suite, que se encontraban en huecos abiertos en las paredes, iluminadas con luces blancas de neón, aportando vida y sosiego al lugar.
El dormitorio constituía una belleza increíble, combinando los claros con los oscuros, ofreciendo un hogar lejos de casa. La cama era la más grande que jamás había visto y ocupaba la mayor parte del espacio; las sábanas, los almohadones y el edredón eran blancos con un borde fino a modo de redecilla, beis; los cojines tenían un estampado en tonos marrones claros. Las mesillas de noche, cajoneras, iban a juego con el resto del ornamento de la suite y las lámparas eran de gruesa madera con relieves circulares y pantalla amarilla de tela rígida.
Salió a la terraza, a la derecha, donde había una mesita cuadrada con una lamparita para poder escribir o leer; encima de esta, se hallaba un jarrón estrecho y pequeño con flores verdes artificiales, que desprendían un suave olor a menta. Se sentó en una de las dos sillas que flanqueaban otra mesita — esta era redonda y estaba a un metro de la barandilla de cristal—, y flexionó las rodillas al pecho. Sonrió e inhaló el aroma del mar.
Estaban muy altos y no vio vecinos por ningún lado, ni siquiera si se asomaba, a no ser que se inclinara hacia los pisos inferiores. Y la idea de estar en su burbuja particular le arrancó un revoloteo en la tripa.
De repente, una mano le tapó los ojos. Dio un brinco.
—¡Pedro! —se asustó.
Él se rio.
—¿Quién creías que era? —le susurró al oído—. Abre la boca, rubia.
Paula obedeció, todavía con las pulsaciones alteradas por el sobresalto.
Saboreó azúcar, crema y bizcocho esponjoso. Era...
—Un pastelito de crema... —suspiró, extasiada, al tragar.
Su marido se arrodilló a sus pies. Se había descalzado y remangado los pantalones en los tobillos, además de que se había sacado la entallada camisa por fuera de los mismos. Se le veía tan cómodo, tan despreocupado, tan seguro de su propio atractivo, en especial destilando ese aspecto de interesante informalidad, que a ella se le atascaron las palabras.
—Te he traído otro más, el resto lo he metido en la nevera, porque, si no, te los comes todos de una sentada —bromeó él, y le ofreció el otro pastelito.
Sin embargo, cuando lo fue a coger, Pedro lo retiró y sonrió con picardía.
—Abre la boca y no lo muerdas, solo sostenlo entre los dientes.
Ella así lo hizo, con las pulsaciones ya disparadas. Entonces, su marido se apoyó en los brazos de la silla, se inclinó y le arrebató la mitad del dulce en un beso tan lento y sensual que Paula gimió y abrió las piernas para que él se acomodara, pero sin bajarlas al suelo.
—Muy, pero que muy, dulce... —pronunció Pedro, ronco, antes de humedecerse la boca como si todavía degustase el pastelito.
Se miraron con los ojos cargados de apetito, deseo y amor... No le hacía falta escucharlo de su boca para saber que la amaba. No sabía cómo explicarlo, porque nada relacionado con él poseía lógica, pero así lo sentía ella. Nunca había experimentado tanto cariño, tantas atenciones, tantos detalles, tanta ternura y tanta pasión de y por una persona. Nunca se había sentido tan hermosa y tan mimada...
Pedro la cogió por el trasero y la pegó a sus caderas. Paula lo envolvió con las piernas.
—Sujétate a la silla.
Ella volvió a obedecerlo, aunque con temblores porque su cuerpo vibraba de expectación. Él le subió el vestido hasta sacárselo por la cabeza y sus ojos, negros en ese momento, refulgieron al admirarla en ropa interior, un conjunto de seda azul oscuro con transparencias insinuantes, que estrenaba para la ocasión y en honor a su marido por ser su color favorito. Recostó la espalda en el asiento para que la observara a placer.
—¿Te gusta? Me lo compré para ti.
Él subió las manos por sus brazos, erizándole la piel con las yemas de los dedos, hacia sus hombros. Paula sufrió un escalofrío tras otro.
—Muy sexy —suspiró, mirándola fijamente a los ojos—. Es precioso.
Ella jadeó, más por el halago que por las caricias... Y esa frase jamás se marchitaría como las flores, sino que quedaría grabada a fuego en su alma.
Pedro alcanzó las tiras del sujetador y las deslizó despacio hasta donde llegaron, sin quitárselas. Acercó la boca a la seda y lamió un seno, mojando el sujetador. Paula se arqueó, y echó la cabeza hacia atrás. Apretó los reposabrazos del asiento y cerró los párpados.
Él le clavó los dientes. Ella gritó...
Él succionó con fuerza. Ella gritó...
Quemazón y sedante, una mezcla explosiva.
Pedro la rodeó por la cintura para atraerla más a su cuerpo, notando Paula enseguida la erección que pugnaba por salir de los pantalones. Le clavó los talones en las nalgas, dominada por esa boca llameante que la estaba conduciendo al desvarío. Y gimió cuando su guerrero utilizó una mano para prodigar al otro pecho iguales atenciones... Y cuando cambió de seno... Y cuando utilizó los dientes para bajarle el sujetador y exponerlos a la fresca noche de Miami...
—Joder... —resopló él, desabrochándole el sujetador para dejarlo caer al suelo—. Podría estar horas adorándolos...
Constituía una parte de su físico que le encantaba de sí misma. En el pasado, a pesar de la anorexia, se había desarrollado antes de tiempo y había heredado el extraordinario pecho de su madre, bonito, suave y alzado a la perfección, como correspondía a su tamaño, incluso a su edad actual.
Y a su marido también le encantaban, pues escondió la cara entre ellos y los besó con mimo candente. Ella se rio entre gemidos.
—Son... un poco... grandes...
—Son perfectos, rubia, perfectos... —y continuó besándolos entre aullidos lastimeros—. Joder... —soltó un gruñido y los devoró, friccionándolos a su vez con los dedos—. Son míos... solo míos...
Y tú eres mío, soldado, solo mío...
Por tal pensamiento, Paula, que ya no aguantaba más, se impacientó, levantó la cabeza y le desabotonó la camisa, aunque estaba tan ansiosa por verlo, por acariciarlo, por perderse en su extraordinaria anatomía, por abandonarse a su protección... que sus dedos temblaron demasiado y tardó. Pedro se incorporó y ella se la retiró por los anchos hombros, sin despegarse de la silla.
Descansó las manos en su clavícula unos segundos y descendió hacia los pectorales,
calcinándose por el intenso calor que desprendía su piel, más bronceada que
la suya. Siguió por su abdomen, mordiéndose el labio inferior con saña, admirando su perfección masculina... Él extendió una mano y tiró con suavidad para evitar que se hiciera sangre. Se miraron. Sonrieron, ruborizados los dos, pero la sonrisa se evaporó.
Y se encontraron a mitad de camino.
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