sábado, 2 de noviembre de 2019

CAPITULO 32 (SEGUNDA HISTORIA)





La hora que duró la sesión de fotos fue un suplicio. Lo bueno fue que el fotógrafo no les pidió que posaran, sino que actuaran con normalidad, así que pudo hartarse de mirar a su mujer; lo malo, el dichoso aroma a mandarina y el tierno rubor de ella... No se atrevió a besarla porque tocarla ya lo quemaba, y si la besaba...


Su familia se les unió al final, incluidos Carlos y Sara. Sara, la abuela de Zaira, era una anciana de mirada tan clara, franca y aguda como la de su nieta, de pelo corto y blanco como la nieve, bajita, menuda y propietaria de una prominente nariz. Adoraba a Pedro y siempre le pellizcaba las mejillas cuando lo veía.


También acudieron sus propios abuelos, los padres de Samuel, Ana y Miguel Alfonso. La sonrisa tranquilizadora de Bruno pertenecía a su abuela, una anciana de porte aristocrático, rellenita y con los cabellos grisáceos recogidos siempre en un moño sobrio a la altura de la nuca. Su padre era una copia de su abuelo, pero sin el bigote.


Eternos minutos más tarde, al fin, se dirigieron al jardín, donde habían montado una enorme carpa blanca con calefactores. El lugar estaba dividido en tres partes. Las numerosas mesas para la comida se hallaban en el centro.


El rectángulo del fondo estaba vacío, salvo por unos altavoces en una esquina, junto a la mesa de mezclas del disc-jockey que habían contratado.


Los camareros, en cuanto vieron aparecer a los novios, les ofrecieron bebidas y canapés fríos y calientes. Los recién casados cogieron una cerveza helada y dieron un largo trago.


—Madre mía... Tenía la garganta seca —comentó Paula, alzando las cejas —. Qué agobio de día...


—¿Te lo imaginabas así?


Ella lo observó muy seria y negó con la cabeza.


—Si te soy sincera, hubiera preferido que solo asistieran tu familia y la de Pau, nadie más —miró a su alrededor—. Hay demasiada gente. Intimida un poco.


—Si necesitas respirar, ya sabes... —bromeó él, guiñándole un ojo.


—Lástima, no he traído las llaves de mi supercoche —chasqueó la lengua.


—Entonces —posó una mano en su pecho—, me presto voluntario para realizarte la reanimación cardiopulmonar si te ahogas.


—¿Me masajearías el pecho —se acarició el escote, provocándolo a posta — y me darías aire por la boca? —se rozó los labios con los dedos lentamente.


Pedro jadeó. Paula acortó la distancia, posó las manos en su abdomen y ascendió despacio hacia su cuello, que enroscó a la misma tortuosa velocidad.


—¿Por qué no empiezas ahora, soldado? —le sugirió, en tono áspero, a escasos milímetros de su boca—. Requiero oxígeno cuanto antes...


—Porque como empiece ahora, no voy a parar —la abrazó con fuerza por la cintura, excitándose a un límite indescriptible al apreciarla... Era exquisita...


—Pues no pares... —tiró de él y le chupó el labio inferior—. Nadie tiene por qué enterarse, será nuestro secreto.


—Joder...


Pedro cerró los párpados, notándolos demasiado pesados. Su anatomía rugía el nombre de su mujer. Un año y veintiocho días de celibato por amarla como la amaba... O la tomaba en ese momento o tendrían que operarle de urgencia porque, a ese paso, iba a sufrir una castración por el lacerante dolor de su erección.


Pero no podían. Estaban en su boda, eran los novios.


—Bésame, Pedro... Solo un beso... por favor...


—Joder... —se rindió—. Y todos los que quieras, rubia...


Se inclinó, cerró los ojos y la besó con sorprendente ternura. Le sujetó la nuca y se deleitó en su dulce boca sin prisas. Paula suspiró sonoramente, rindiéndose también. Pedro le mimó los labios, los veneró con suavidad, pero, después, con ardiente agonía, jugando con su lengua hasta marearse los dos...


Trastabillaron y gimieron.


Él la ciñó con un brazo por los hombros y con el otro, por las caderas, extasiado por notar cada curva de su cuerpo pegado al suyo, a la perfección...


Sin embargo, un rayo de lucidez lo obligó a detenerse.


—No podemos... —pronunció Pedro, con la frente apoyada en la suya, respirando ambos con dificultad.


—Sí podemos...


Atrevida y segura de sí misma, ella se apoderó de su boca, arrancándoles otro gemido, uno irregular y ronco. Se besaron con mayor rudeza, rapidez... más acelerados, más fogosos... Se adhirieron como pegatinas, incapaces de apartarse. Besarla era alucinante...


—¿Os importaría parar? —los interrumpió Mauro, con el ceño fruncido, acompañado de Zaira, que procuraba esconder las carcajadas—. La gente intenta arrimarse a vosotros y no hay manera... ¡Que sois los novios, por el amor de Dios! —añadió, gesticulando con los brazos de forma frenética.


Desorientados, los novios interpusieron una distancia prudencial entre ellos y carraspearon. Zai se llevó a Paula y él se mezcló con los invitados.


No obstante, a los pocos minutos, Zaira se acercó a Pedro y lo agarró del brazo para hablarle sin que la escucharan los demás.


—Tienes que venir —le pidió ella en voz baja. Su semblante estaba cruzado por la gravedad—. Paula se ha mareado. Está en el baño.


—¿Qué ha pasado? —quiso saber él, con su característica calma en situaciones de crisis, caminando hacia los servicios a grandes zancadas.


—No sé... —se angustió, retorciéndose los dedos—. Entramos en el baño y, de repente se puso pálida. Dijo que olía raro. Abrió mucho los ojos y se cayó de rodillas al suelo. No se desmayó, pero no la veo bien. Está extraña, como ida...




CAPITULO 31 (SEGUNDA HISTORIA)





Tomó a la novia del brazo para obligar a Bruno a retirarse, quien gruñó, pero obedeció, y la condujo hacia la mesa, donde Zai y Mauro los esperaban, uno a cada lado.


—Queridos hermanos, familiares y amigos... —comenzó el padre Albert.


Pedro y Paula tuvieron las manos entrelazadas durante toda la ceremonia; las de ella estaban sudorosas y frías, pero a él no le importó, sino que, de vez en cuando, se las apretaba o las rozaba con los dedos. Y, cuando eso ocurría, ambos sonreían, abstraídos de la realidad, pendientes solo el uno del otro.


—Os declaro marido y mujer —anunció el sacerdote.


—¿Puedo besarla ya? —quiso saber Pedro, ansioso.


Los invitados se echaron a reír por su atrevimiento. El padre Albert asintió.


—Por fin, rubia...


Rodeó la cintura de su mujer, sin perder más tiempo. Paula apoyó las manos en su pecho, colorada, hermosa como ninguna. Él cerró los ojos y la besó.


Joder...


Ella lo correspondió; al principio, titubeante, temerosa, incluso, pero, en cuanto él le lamió los labios para que los separara, y así poder engullirla como tanto anhelaba, Paula envolvió su cuello, se puso de puntillas y el beso se tornó febril.


La estancia aplaudió con fuerza. Algunos vitorearon. Pero él no escuchó nada, excepto el palpitar violento de su corazón y los intermitentes gemidos que emitía la garganta de su esposa, comparables a sus propios jadeos discontinuos.


Su esposa...


La enfermera Paula Chaves se había convertido en su mujer, ante Dios, ante la ley y ante el mundo entero. Ese beso, indomable y urgente, lo confirmaba. Y se prometió a sí mismo enamorarla, porque lo único que codiciaba era ganarse el corazón, el cuerpo y el alma de la madre de su hijo, de su rubia... La quería a ella, solo a ella. Un amor inefable... Y no sabía cómo hacerlo, pero la conquistaría, y lo haría a través de besos y caricias, por medio de sus labios, sus manos y toda su anatomía, entregándose por entero. La haría suya en todo el sentido de la palabra, costara lo que costase.


—¡Enhorabuena, cuñados! —exclamó Zaira, entre lágrimas, abrazándolos.


Los invitados los separaron durante una condenada media hora. Después, harto y agobiado, Pedro se encaminó hacia el baño para refrescarse.


Justo cuando cruzaba el hall, entraba una familia en la mansión. Pedro se escondió detrás de la escalera, necesitaba un poco de aire, escapar del bullicio. Aunque extrañaba a su esposa, decidió permanecer oculto y espiar a los recién llegados, que, en ese momento, entregaban sus abrigos al mayordomo.


El hombre era alto, robusto, amenazador, con los cabellos rubios engominados hacia atrás, revelando unas pequeñas entradas, y de expresión autoritaria en un rostro que, seguramente, sería atractivo si sonriera, pensó, convencido. Pedro entrecerró los ojos. Había algo en su cara, algo que le pinchó el estómago, pero que no supo definir.


La mujer era todo lo contrario: morena, menuda, de cálidos ojos azules y dulce rostro angelical. Sonreía a Augusto y le agradecía sus servicios en un tono frágil. Su cara también lo perturbó, incluso más que la del marido.


Los acompañaban sus dos hijos. El adolescente tenía los cabellos rubios y desordenados, ojos castaños y almendrados, estatura normal para, calculó, un chaval de diecisiete años de edad, y complexión delgada. La hija parecía mucho más mayor, quizás treinta años; era alta, esbelta, estirada, muy maquillada, de pelo oscuro y liso como una tabla, fríos ojos zafiro, y no dejaba de burlarse de su hermano, que la ignoraba adrede para molestarla; era guapa, no cabía duda.


¿Quiénes eran? Se encogió de hombros y entró en el servicio. Se refrescó la nuca y regresó al gran salón.


—Cariño —lo interceptó su madre—, busca a Paula, que el fotógrafo os está esperando en el comedor.


—¿Qué? Ni hablar —se negó en rotundo—. Quiero disfrutar de dos rubias y lo voy a hacer ahora.


—¿Dos rubias? —repitió Catalina, frunciendo el ceño—. Pedro Alfonso — lo apuntó con el dedo índice—, como se te ocurra...


—Me refiero a mi mujer y a una cerveza, mamá —la interrumpió, riéndose.


—Me traes en un sinvivir, hijo... —suspiró de forma teatral, pero sonrió—. Sin embargo, tendrás que posponer la cerveza. Vamos —lo empujó para que se moviera.


Él se enfadó y obedeció a regañadientes.




CAPITULO 30 (SEGUNDA HISTORIA)





Catalina había elegido el azul marino para su vestido, en honor a su hijo, por ser su color favorito. El traje era largo, de corte en la cintura, falda de satén, corpiño bordado y cuyas mangas se ajustaban desde los hombros hasta las muñecas. Perfecta. El orgullo de ser su hijo emocionó a Pedro.


—¡Oh, cariño! —exclamó Catalina, lanzándose a su cuello sin previo aviso y llorando—. ¡Estoy tan feliz!


En ese momento, la orquesta comenzó a tocar la primera canción, el precioso Canon de Pachelbel. Los invitados silenciaron sus voces y ocuparon los asientos. Sus padres lo abrazaron por última vez y se situaron en las sillas de la primera fila, junto al padre y a la abuela de Zaira, Carlos y Sara, que sostenían a los bebés, adorables de rojo, un color que los favorecía. El sacerdote se situó detrás de la mesa.


El novio se acercó a la alfombra roja y dirigió los ojos a la entrada de la estancia. Su cuñada estaba espectacular, de un intenso rojo, a juego con los bebés y similar a sus cabellos de fuego, recogidos en la nuca. El vestido era largo, de corte en la cadera, manga tres cuartos, cerrado al cuello y con un profundo escote en la espalda, que pudo admirar porque se giró unos segundos. Sujetaba una cestita de pétalos blancos. Sonrió y empezó la lenta marcha por el paseíllo, esparciendo los pétalos con suavidad.


Él escuchó a su hermano resoplar sin delicadeza y, adrede, le dijo:
—Tu bruja está preciosa.


—Mi bruja no lo está, lo es —lo corrigió Mauro con una sonrisa de pura embriaguez.


Zaira los alcanzó, besó a los dos y se colocó enfrente, en su lugar de dama de honor.


Entonces, los presentes se levantaron para recibir a la novia.


Y la alegría desapareció del rostro de Pedro en el instante en que divisó a Paula, acompañada de Bruno como padrino. La imagen le robó el aliento. Los nervios afloraron en su pecho y el témpano de hielo que preservaba su enardecido corazón se fragmentó por completo.


Los murmullos en el gran salón compitieron con la música. Entre las mujeres se vieron gestos de admiración, sorpresa, envidia y algún reproche de las más tradicionales. Los hombres parecían hipnotizados. No les culpó.


—Te lo dije —le susurró Pedro.


Pedro le flaquearon las rodillas. A punto estuvo de caerse al suelo.


Ay, rubia, yo ya estoy perdido, pero haré que te pierdas conmigo...


No se trataba de una novia común, no... ¡Paula Chaves vestía de rojo sangre!


El traje, de seda, era distinguido, inigualable... 


Tenía las dos manos entrelazadas en torno al brazo de su acompañante, sin ramo; el brazo derecho estaba desnudo, y el izquierdo iba cubierto por una manga larga y estrecha, hasta la muñeca; el escote era en forma de corazón, resaltando sus altos, redondeados y exquisitos senos, hasta el corte de cintura baja del vestido, en el que había cosido un fajín de dos centímetros, con diminutos cristales, que brillaban parpadeantes por sus movimientos al andar y al respirar; la falda, de volantes desiguales, poseía una abertura en el muslo derecho, permitiendo admirar su interminable pierna y un zapato rojo con el talón al aire, punta redondeada y refinado tacón; la cola, corta, irregular por el original diseño de los volantes, acariciaba la alfombra con delicadeza.


Las ondas de sus cabellos rubios se deslizaban sueltas por sus hombros; llevaba un turbante, también de seda roja, a modo de ancha tiara, con un nudo en el centro de su frente. Los labios, pintados de carmín, dibujaban una fascinante sonrisa tímida que se iba ampliando a medida que se acercaba al novio. La serpiente de rubíes era su única joya.


Sus hombros relajados y erguidos, su sereno caminar, su deslumbrante tez de porcelana y su indiscutible divinidad natural convertían a las demás mujeres en meras sombras. Normal que muchas celosas la estuvieran censurando por no vestir de blanco virginal.


—Cuídala, Pedro —le advirtió Bruno, en voz baja.


Pedro y su hermano pequeño se dedicaron una mirada hostil. No se dirigían la palabra desde la boda de Mauro.