sábado, 2 de noviembre de 2019

CAPITULO 31 (SEGUNDA HISTORIA)





Tomó a la novia del brazo para obligar a Bruno a retirarse, quien gruñó, pero obedeció, y la condujo hacia la mesa, donde Zai y Mauro los esperaban, uno a cada lado.


—Queridos hermanos, familiares y amigos... —comenzó el padre Albert.


Pedro y Paula tuvieron las manos entrelazadas durante toda la ceremonia; las de ella estaban sudorosas y frías, pero a él no le importó, sino que, de vez en cuando, se las apretaba o las rozaba con los dedos. Y, cuando eso ocurría, ambos sonreían, abstraídos de la realidad, pendientes solo el uno del otro.


—Os declaro marido y mujer —anunció el sacerdote.


—¿Puedo besarla ya? —quiso saber Pedro, ansioso.


Los invitados se echaron a reír por su atrevimiento. El padre Albert asintió.


—Por fin, rubia...


Rodeó la cintura de su mujer, sin perder más tiempo. Paula apoyó las manos en su pecho, colorada, hermosa como ninguna. Él cerró los ojos y la besó.


Joder...


Ella lo correspondió; al principio, titubeante, temerosa, incluso, pero, en cuanto él le lamió los labios para que los separara, y así poder engullirla como tanto anhelaba, Paula envolvió su cuello, se puso de puntillas y el beso se tornó febril.


La estancia aplaudió con fuerza. Algunos vitorearon. Pero él no escuchó nada, excepto el palpitar violento de su corazón y los intermitentes gemidos que emitía la garganta de su esposa, comparables a sus propios jadeos discontinuos.


Su esposa...


La enfermera Paula Chaves se había convertido en su mujer, ante Dios, ante la ley y ante el mundo entero. Ese beso, indomable y urgente, lo confirmaba. Y se prometió a sí mismo enamorarla, porque lo único que codiciaba era ganarse el corazón, el cuerpo y el alma de la madre de su hijo, de su rubia... La quería a ella, solo a ella. Un amor inefable... Y no sabía cómo hacerlo, pero la conquistaría, y lo haría a través de besos y caricias, por medio de sus labios, sus manos y toda su anatomía, entregándose por entero. La haría suya en todo el sentido de la palabra, costara lo que costase.


—¡Enhorabuena, cuñados! —exclamó Zaira, entre lágrimas, abrazándolos.


Los invitados los separaron durante una condenada media hora. Después, harto y agobiado, Pedro se encaminó hacia el baño para refrescarse.


Justo cuando cruzaba el hall, entraba una familia en la mansión. Pedro se escondió detrás de la escalera, necesitaba un poco de aire, escapar del bullicio. Aunque extrañaba a su esposa, decidió permanecer oculto y espiar a los recién llegados, que, en ese momento, entregaban sus abrigos al mayordomo.


El hombre era alto, robusto, amenazador, con los cabellos rubios engominados hacia atrás, revelando unas pequeñas entradas, y de expresión autoritaria en un rostro que, seguramente, sería atractivo si sonriera, pensó, convencido. Pedro entrecerró los ojos. Había algo en su cara, algo que le pinchó el estómago, pero que no supo definir.


La mujer era todo lo contrario: morena, menuda, de cálidos ojos azules y dulce rostro angelical. Sonreía a Augusto y le agradecía sus servicios en un tono frágil. Su cara también lo perturbó, incluso más que la del marido.


Los acompañaban sus dos hijos. El adolescente tenía los cabellos rubios y desordenados, ojos castaños y almendrados, estatura normal para, calculó, un chaval de diecisiete años de edad, y complexión delgada. La hija parecía mucho más mayor, quizás treinta años; era alta, esbelta, estirada, muy maquillada, de pelo oscuro y liso como una tabla, fríos ojos zafiro, y no dejaba de burlarse de su hermano, que la ignoraba adrede para molestarla; era guapa, no cabía duda.


¿Quiénes eran? Se encogió de hombros y entró en el servicio. Se refrescó la nuca y regresó al gran salón.


—Cariño —lo interceptó su madre—, busca a Paula, que el fotógrafo os está esperando en el comedor.


—¿Qué? Ni hablar —se negó en rotundo—. Quiero disfrutar de dos rubias y lo voy a hacer ahora.


—¿Dos rubias? —repitió Catalina, frunciendo el ceño—. Pedro Alfonso — lo apuntó con el dedo índice—, como se te ocurra...


—Me refiero a mi mujer y a una cerveza, mamá —la interrumpió, riéndose.


—Me traes en un sinvivir, hijo... —suspiró de forma teatral, pero sonrió—. Sin embargo, tendrás que posponer la cerveza. Vamos —lo empujó para que se moviera.


Él se enfadó y obedeció a regañadientes.




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