jueves, 7 de noviembre de 2019

CAPITULO 49 (SEGUNDA HISTORIA)




Y lo hizo. Lo acarició. Lo tomó en sus cálidas y suaves palmas y lo arrastró al infierno... La fortaleza de Pedro se quebrantó. Su frente cayó en la pared, al lado de la cabeza de ella. Y gimió sin control.


Joder... Esto es demasiado bueno para ser real...


Tanto tiempo soñando con que esa mujer lo tocase, tanto tiempo deseando que lo hiciera... Y la realidad superaba con creces su imaginación... Se le debilitaron las rodillas. Ella, que respiraba tan acelerada como él, no varió el ritmo, continuó martirizándolo hasta cegarlo de lujuria. Entonces, Pedro se incorporó y contempló sus gloriosos senos. Los apresó entre las manos y los devoró con la boca.


—¡Pedro! —gritó, curvándose.


Él los comprimió sin piedad, los mordisqueó y los succionó, intercalando los labios con los dedos. Debía ir lento y cuidadoso, se dijo, pero aquella mujer lo trastornaba, tanto por su mano como por sus tiernos pechos, los mejores que había probado en su vida. Con ella fantaseaba... Y eran fantasías oscuras, repletas de una pasión inmortal. Necesitaba impregnarla de su propio aroma a base de besos ardientes, de caricias y de amor, mucho amor...


Paula aumentó la cadencia de su mano. Se arqueaba ofreciéndole los senos con un candor abrumador. Era muy, pero que muy, receptiva y ruidosa, gemía y gemía sin timidez alguna, se dejaba llevar por un delirio que prometía el mismísimo edén.


Pedro se separó con un esfuerzo sobrehumano, la empujó contra la pared y se arrodilló a sus pies. Le quitó los botines y las medias. Subió las manos desde los tobillos hasta el botón de los pantalones. Un rayo de lucidez le cruzó
el cerebro, pero la codiciaba con tanta urgencia que lo ignoró. Rompió el botón y la cremallera del vaquero.


—Dios... mío... —jadeó su mujer, de forma irregular, sosteniéndose a la pared.


Él se levantó, la izó por el trasero y la lanzó a la cama sin miramientos.


Antes de que ella tuviese tiempo de reaccionar, le atrapó los pies y tiró del pantalón.


—Joder... —emitió Pedro en un tono lastimero, al observarla vestida solo con las pequeñas braguitas, a juego con el sujetador.


Él se deshizo de la sudadera y la camiseta a la vez. Después, le tocó el turno a las zapatillas y a los calcetines. Sin molestarse en cubrir su propia intimidad, se subió a la cama encima de Paula, colocándose entre sus piernas, que lo envolvieron de inmediato.


Pedro... —se mordió el labio inferior, con los ojos entornados. Admiraba su musculatura con ese centelleo de deseo en sus ojos que lo volvía loco. Dirigió las manos a su torso y lo mimó con las yemas de los dedos, dibujando cada músculo—. Eres...


Pedro la besó; tampoco requería halagos, solo acciones. Absorbió su boca con deleite. Le lamió los labios y la embistió enseguida con la lengua. Ella le rodeó la cabeza con las manos y se arqueó, frotándose sin ninguna vergüenza.


Pero Pedro alejó las caderas de las suyas al notar el elástico de la seda en su erección; estuvo a punto de sucumbir al éxtasis, tan pronto... Se despegó de su boca para besarle la mandíbula y fue descendiendo lentamente por su cuello, su escote, entre sus senos, su ombligo, su vientre... La miró, sin aliento. 


Paula suspiró de manera muy sonora y discontinua. Entonces, él se incorporó y la
desnudó, sin despegar los ojos de los suyos. 


Pedro se tumbó con la cara entre
sus muslos y la sujetó por las nalgas.


—¡No! —exclamó ella, de pronto.


Él frunció el ceño y se acomodó de nuevo con los rostros a la misma altura.


Sonrió, acariciándole las mejillas con ternura. Su mujer temblaba, asustada.


—Tranquila, rubia —la besó en la frente—. No tengas miedo —la besó en la nariz—. Jamás te haría daño, Bella Durmiente —la besó en la barbilla—. Solo quiero comerte.


Pedro... —se relajó en sus brazos.


—Mi rubia... —la besó, muy dulce, en los labios—. Mi mujer... —la besó durante más segundos. Ambos se aceleraron—. Solo mía... —la besó, más delirante.


—Mi guardián... —pronunció, correspondiéndolo de igual modo y recorriéndole la espalda con las manos, hacia su trasero—. Mi soldado... —se lo masajeó con fuerza.


—Joder, rubia... Me gusta mucho, pero mucho... —inhaló aire con dificultad—, que me llames así...


Más que gustarle, incrementaba su ego, y también su ilusión hacia ella. Se percató en ese momento de que Paula Alfonso sentía más que deseo por él, y él estaba más que dispuesto a investigar qué era ese más...


—Mi soldado... —repitió Paula, en un gemido exquisitamente suave.


Pedro fue incapaz de aguantar un segundo más, la engulló con rudeza, mientras conducía una mano hacia su intimidad. Gruñó al comprobar cuán dispuesta estaba... Ella gritó, levantando las caderas, buscando su liberación.


Y Gaston se despertó...


¡Qué oportuno, joder!


Se detuvieron de golpe.




CAPITULO 48 (SEGUNDA HISTORIA)





Se había olvidado por completo de Anabel...
¡Joder!


La doncella era guapa, nunca lo había negado. 


Su cuerpo era delgado, pero llamativo; no obstante, Pedro no sentía nada por ella. La había visto crecer.


Anabel tenía veinte años y, aunque fuera una niña a sus ojos, siempre procuraba rozarlo, hablar con él o, incluso, vigilarlo, porque, en muchas ocasiones, se había chocado con ella al doblar una esquina.


No era ningún tonto, pero tampoco se consideraba un maleducado. Anabel era una de las hijas de Julia, la cocinera, una mujer adorable que amaba a los hermanos Alfonso como si se tratase de sus propios hijos, por lo que jamás se le había pasado por la cabeza ser desconsiderado con sus hijas, aunque ganas no le faltaban a veces...


Sin embargo, ahora surgía un gran problema: Pedro se había casado y no podía permitir un solo coqueteo inofensivo por parte de Anabel.


—De verdad que no hace falta, Anabel —le aseguró él, al detenerse en el hall de su pabellón.


Soltó las maletas en el suelo y echó un vistazo a la puerta abierta de la derecha, por si su mujer estuviera escuchando.


—Todo lo que necesites, Pedro, ya lo sabes —ronroneó ella, tirando de su brazo.


—Dile a tu madre que bajaré en un rato para presentarle a mi mujer.


Lo dijo adrede y logró lo que buscaba... Aquello enfadó a Anabel, que frunció el ceño y se marchó.


—¿Ya se fue tu amiguita? —le preguntó Paula con un deje exasperante en la voz. Pedro la vio apoyada en el marco de la puerta. La profunda arruga de su frente revelaba lo molesta que estaba.


—Sí —respondió él, cogiendo el equipaje y entrando en la estancia—. ¿Te gusta? —se interesó, de pronto nervioso por su opinión.


Ella se ruborizó, agachó la cabeza y caminó por el dormitorio en línea recta, atravesando la alfombra de estampado verde que separaba la puerta del baúl, a los pies de la gigantesca cama con dosel, en el centro de la pared del fondo, cuyas cortinas estaban descorridas y atadas a los cuatro postes de madera. Los muebles en ese ala del edificio eran gris claro y gastados, de
estilo antiguo; cortinas, sábanas, cojines y demás textiles, eran blancos, irradiando limpieza y pulcritud, y olía a limón, como su habitación de Boston.


El ancho ventanal se hallaba a la izquierda y a la derecha, la preciosa chimenea encendida, de piedra, también gris, que soltaba chispazos de madera quemada y desprendía un calor muy agradable y embrujador.


El armario, con tres largos espejos verticales en la fachada, estaba enfrente de la cama, a la izquierda de la puerta, donde Pedro dejó las pesadas maletas antes de cerrar tras de sí. Paula tumbó al bebé, dormido, encima del edredón.


Lo protegió con almohadones por si se movía y montó la cuna de viaje entre la cama y la chimenea. Luego, metió a Gaston en la cuna y lo arropó. A continuación, se dedicó a deshacer el equipaje, sacando la ropa a manotazos, farfullando incoherencias.


—Rubia, ¿qué...? —fue a agarrarla del brazo, pero ella saltó para alejarse todo lo posible.


—No me llames rubia —le espetó con voz contenida, observándolo como si quisiera asesinarlo.


—No he hecho nada —entornó los ojos—. Tus celos son infundados.


—¡Ja! —bufó, orgullosa—. No son celos, es rabia —cerró las manos en puños.


—No he hecho nada —insistió él en voz baja


—¿Te has acostado con ella? —le exigió, lanzando al suelo la camiseta que tenía en las manos—. No me mientas. No soy estúpida.


—¡No! —respiró hondo para serenarse—. Nunca me he acostado con ninguna de aquí.


—No te creo —tensó la mandíbula con fuerza y se cruzó de brazos, adelantando una pierna, segura de sí misma, decidida y firme.


Esos vaqueros negros que llevaba se ajustaban a su cuerpo de una manera enloquecedora, y los finos tacones de sus elegantes botines de piel beis aumentaban la admirable longitud de sus extremidades. El jersey rosa incrementaba la divinidad de su cara...


¡Espabila, campeón! ¡Céntrate, que estáis discutiendo!


—Te lo prometo, rubia —empleó un tono apenas audible. Se le secó la garganta. Su erección golpeó la cremallera de sus vaqueros claros—. No me he acostado con ninguna.


—¿Y por qué se ha tomado tantas confianzas contigo? —inquirió Paula y añadió, gritando y gesticulando, furiosa—: ¡Te ha besado en la boca!


—No me ha besado en la boca.


—Besarte en la comisura es besarte en la boca.


Él acortó la distancia, pero ella retrocedió. La coleta alta y tirante que sujetaba sus largos cabellos se deshacía por segundos debido a sus frenéticos movimientos. Algunos mechones revolotearon por su rostro y los sopló sin delicadeza. Su dulce rostro estaba tan colorado, tan apetecible, que Pedro se desorientó. Parpadeó para enfocar la tentadora visión. Se humedeció los labios en un acto reflejo, un gesto en el que su mujer se fijó y ahogó una exclamación, pero volvió a estar rabiosa.


—Lo he visto, Pedro —siseó—. No lo niegues.


—Anabel no... —carraspeó, malhumorado por no poder controlar su agitado interior, pero no logró tranquilizarse, se achicharró más porque ella eligió ese momento para quitarse el jersey de un arrebato, arrastrando consigo la camiseta blanca que tenía debajo. Un atisbo del sujetador blanco de seda y encaje estuvo a punto de aniquilarlo—. Joder... —gimió sin darse cuenta.


Ella se tapó con torpe premura, nerviosa, y desvió los ojos al suelo. Seguía profundizando la arruga de su frente, pero sus mejillas ardían mucho más que un momento antes. Aquella mujer era una belleza fiera.


—Ven aquí —le ordenó Pedro, con aspereza.


Paula lo miró y negó con la cabeza.


—Rubia —avanzó.


—¡No me llames rubia! —lo regañó, reculando para girar a la cama—. ¡Me llamo Paula, maldita sea! ¡No es tan difícil, Paula Chaves!


Él se enfadó al ver cómo huía, pero no frenó, sino que la acosó. La diversión se mezcló con la excitación. Le encantaba picarla, ¡era tan fácil!


Aunque corría el riesgo de quedar atrapado en su propia red.


Ella se subió a la cama de un salto y se bajó en el otro extremo. Pedro no paró.


Pedro, por favor... —le suplicó, al chocarse con la pared, junto a la chimenea.


—¿Qué quieres, rubia?, ¿escapar? —se situó a un milímetro, abrió las piernas y cercó las de ella con las suyas—. Ni de coña —apoyó las manos a los lados de su cabeza y se inclinó para susurrarle—: Nunca me acosté con Anabel. Tampoco la he besado. No la deseo, ni a ella ni a ninguna.


—¿A... ninguna? —repitió en un suspiro entrecortado.


Esos senos ceñidos a la camiseta se irguieron, alzándose con tanta rapidez que Pedro emitió un aullido ante la erótica imagen.


—A ninguna... —la contempló con deleite— que no seas tú —le retiró la tela muy despacio sin rozarle la piel. Paula dejó de respirar—. Solo quiero verlos —inhaló una gran bocanada de aire—. Quítate el sujetador —su corazón se suspendió—. Solo quiero... —tragó el grueso nudo que se le formó en la garganta. Cerró los ojos un segundo—. Hazlo —añadió con rudeza, observando sus exóticos ojos castaños, que libraban una batalla entre el deseo y el orgullo.


Ella se quitó el sujetador con manos temblorosas, se irguió y contrajo el estómago, desviando la mirada a un lado. Su timidez lo embriagó de deseo.


—No te avergüences. Tienes unos pechos increíbles, rubia...


¡¿Qué clase de masoquista soy?!


Pedro quiso llorar de angustia. Si la tocaba, la tomaría en la pared como hizo en el ascensor, y tras el ridículo protagonizado dos días atrás, estaba a un paso de convertirse en el eterno hazmerreír. Pero era tan condenadamente bonita, parecía tan frágil y tan seductora a la vez... Poseía unos senos suculentos, delicados, pero, al mismo tiempo, sobresalientes, rosados y tiernos a la par, altos, espléndidos, llenos, preciosos...


Son... perfectos... Pero como los toque, adiós a mi autocontrol...


—Nunca te avergüences conmigo. Nunca —enfatizó él después de morderse la lengua—. Necesito mirarte y que veas cómo te miro. Necesito que no te pierdas un solo segundo, porque estoy tan hambriento de ti que las palabras tampoco sirven conmigo —tragó saliva.


Paula giró la cara y alzó los párpados. 


Automáticamente, resopló al darse cuenta de sus palabras. Él observó su cuello, su escote, su ombligo, la curva apenas perceptible de su tripa, una diminuta redondez con la que soñaba desde que la había desnudado en casa de sus padres. Otra vez hundió los dientes en la lengua, recordando lo mucho que le disgustaban los halagos. Era extraño que no desease escuchar cuán soberbia era su belleza. Cualquiera estaría ansiosa por que le regalasen piropos, pero ella, no; ella era diferente en todo.


De repente, notó una mano en la cinturilla del pantalón. La frenó al instante.


—No —gruñó Pedro—. Si me tocas solo un poco...


Pero Paula lo interrumpió desobedeciéndole con la mano libre. Desató el cinturón y desabrochó el vaquero con una lentitud abrasadora. Se soltó de él y, con las dos manos, le bajó la ropa hasta el trasero. Su dolorosa erección le dio la bienvenida.


—No... —imploró Pedro, incapaz de moverse y de inhalar aire.


—Creía que un no era un sí, soldado.




CAPITULO 47 (SEGUNDA HISTORIA)





Y así pasaron el día, tranquilos y contándose anécdotas del hospital.


A la mañana siguiente, mientras Zaira y Paula le daban el biberón a los niños, Pedro y Mauro guardaron las maletas en los coches. Y partieron rumbo a Los Hamptons, una zona que comprendía el este de Long Island, en el estado de Nueva York. Ella permaneció dormida todo el trayecto.


—¿Sabes? —le dijo él, unos minutos antes de parar—. Eres la auténtica Bella Durmiente.


—Ja —ironizó ella, restregándose los ojos. Miró por la ventanilla—. ¡Dios mío! —exclamó, atontada por las impresionantes mansiones a ambos lados del estrecho carril por donde transitaban. Y, para su completa alegría, estaba nevado—. ¿Esto es real? Es una preciosidad...


La opulencia y la riqueza del lugar le erizaron la piel. A pesar de ser neoyorkina, nunca había estado en Los Hamptons.


Se detuvieron frente a una verja no muy alta que Pedro abrió con un mando a distancia. Continuaron por un camino de gravilla con curvas a la derecha hasta un garaje techado en la parte trasera de la vivienda, donde había varios coches, que, dedujo, serían de los empleados. Aparcaron.


—¡Me encanta! —chilló Zai, brincando, emocionada, al bajar del coche.


Ambas amigas se abrigaron y tomaron a sus hijos en brazos. Siguieron a los hermanos Alfonso hasta una puerta. Entraron en un recibidor. En la pared de la izquierda, colgaba un enorme cuadro impresionista en el que se había pintado un colorido jardín con el mar de fondo, relajante y precioso. De frente, había un pasillo que se bifurcaba en cinco direcciones.


—¡Buenas tardes! —los saludó con jovialidad una anciana que, prácticamente, corrió a su encuentro.


Los hermanos se la presentaron: se llamaba Danielle y era el ama de llaves.


El vestido negro le alcanzaba la espinilla. 


Llevaba una rebeca de color gris claro encima. El pelo, tan blanco como los copos del exterior, estaba recogido en un perfecto moño en la nuca. Era pequeña y rellenita.


Los recibieron varios sirvientes más, todos en vaqueros, jerseys y zapatillas o botas, nada de uniformes. Una de las doncellas, muy joven, morena y delgada, se acercó a Pedro como si estuviera volando, balanceando su larguísima melena con coquetería, y lo besó en la comisura de la boca. Los presentes, incluido él, desorbitaron los ojos.


—Anabel —pronunció Pedro, retrocediendo un paso... ruborizado.


—Hola, Pedro —respondió Anabel, rozándole con un dedo el hombro mientras se humedecía los labios—. Siempre es un placer volver a verte. 


¿También se ha acostado con las que trabajan aquí?, ¡¿en serio?!


—Las vacaciones prometen... —le susurró Zaira a Paula, no demasiado contenta.


Sin embargo, antes de que esta pudiera responder, otra chica, castaña, de pelo recogido en una coleta alta y cuerpo exuberante, avanzó hacia Mauro y lo besó en el mismo sitio que la primera a Pedro, además de pestañear con irritante insinuación. Mauro imitó a su hermano, también sonrojado. Se llamaba Helena.


—Hacía mucho que no venía por aquí, señorito Mauro—comentó Helena, estirando bien pecho—. Lo echábamos de menos.


Zai y Paula gruñeron, levantaron el mentón y le pidieron a Danielle que les indicara cuáles eran sus dormitorios, para acomodar a los niños.


—No hagan caso de Anabel y de Helena —les aseguró el ama de llaves con un ademán. Caminaban por el segundo pasillo de la derecha. Las alfombras rectangulares y mullidas se sucedían una detrás de otra—. Son descaradas, pero inofensivas.


Las dos amigas, en exceso celosas y enfadadas, decidieron mantenerse calladas. Giraron a la izquierda, continuaron recto y volvieron a girar, a la derecha, hasta una escalera.


—Esto es un laberinto —murmuró Paula, con el ceño fruncido, subiendo los peldaños.


—Lo es —corroboró Danielle, con una sonrisa—. Primera parada —se detuvo frente a una puerta, que abrió, y les cedió el paso.


Se toparon con un amplio y cerrado hall. Una alfombra roja y cuadrada se disponía en el centro, sobre la que se ubicaba una mesita alta y circular, marrón oscuro, con un jarrón de cristal y preciosas rosas rojas en su interior.


Había dos puertas a cada lado, separadas dos metros entre sí. La luz se distribuía en lamparitas hogareñas, una en cada esquina.


—Estamos en el ala del señorito Pedro —anunció la anciana—. Para cualquier cosa que necesite, señorita Paula, no dude en tocar la campanilla que hay dentro de cada habitación —le dio un cariñoso apretón en el brazo y la dejaron sola.


Paula caminó hacia la primera puerta de la derecha y sonrió, pero la alegría se desvaneció de su rostro al escuchar una risita femenina acompañada de una voz masculina que le resultó bastante familiar.


Sí, las vacaciones prometen...