jueves, 7 de noviembre de 2019
CAPITULO 48 (SEGUNDA HISTORIA)
Se había olvidado por completo de Anabel...
¡Joder!
La doncella era guapa, nunca lo había negado.
Su cuerpo era delgado, pero llamativo; no obstante, Pedro no sentía nada por ella. La había visto crecer.
Anabel tenía veinte años y, aunque fuera una niña a sus ojos, siempre procuraba rozarlo, hablar con él o, incluso, vigilarlo, porque, en muchas ocasiones, se había chocado con ella al doblar una esquina.
No era ningún tonto, pero tampoco se consideraba un maleducado. Anabel era una de las hijas de Julia, la cocinera, una mujer adorable que amaba a los hermanos Alfonso como si se tratase de sus propios hijos, por lo que jamás se le había pasado por la cabeza ser desconsiderado con sus hijas, aunque ganas no le faltaban a veces...
Sin embargo, ahora surgía un gran problema: Pedro se había casado y no podía permitir un solo coqueteo inofensivo por parte de Anabel.
—De verdad que no hace falta, Anabel —le aseguró él, al detenerse en el hall de su pabellón.
Soltó las maletas en el suelo y echó un vistazo a la puerta abierta de la derecha, por si su mujer estuviera escuchando.
—Todo lo que necesites, Pedro, ya lo sabes —ronroneó ella, tirando de su brazo.
—Dile a tu madre que bajaré en un rato para presentarle a mi mujer.
Lo dijo adrede y logró lo que buscaba... Aquello enfadó a Anabel, que frunció el ceño y se marchó.
—¿Ya se fue tu amiguita? —le preguntó Paula con un deje exasperante en la voz. Pedro la vio apoyada en el marco de la puerta. La profunda arruga de su frente revelaba lo molesta que estaba.
—Sí —respondió él, cogiendo el equipaje y entrando en la estancia—. ¿Te gusta? —se interesó, de pronto nervioso por su opinión.
Ella se ruborizó, agachó la cabeza y caminó por el dormitorio en línea recta, atravesando la alfombra de estampado verde que separaba la puerta del baúl, a los pies de la gigantesca cama con dosel, en el centro de la pared del fondo, cuyas cortinas estaban descorridas y atadas a los cuatro postes de madera. Los muebles en ese ala del edificio eran gris claro y gastados, de
estilo antiguo; cortinas, sábanas, cojines y demás textiles, eran blancos, irradiando limpieza y pulcritud, y olía a limón, como su habitación de Boston.
El ancho ventanal se hallaba a la izquierda y a la derecha, la preciosa chimenea encendida, de piedra, también gris, que soltaba chispazos de madera quemada y desprendía un calor muy agradable y embrujador.
El armario, con tres largos espejos verticales en la fachada, estaba enfrente de la cama, a la izquierda de la puerta, donde Pedro dejó las pesadas maletas antes de cerrar tras de sí. Paula tumbó al bebé, dormido, encima del edredón.
Lo protegió con almohadones por si se movía y montó la cuna de viaje entre la cama y la chimenea. Luego, metió a Gaston en la cuna y lo arropó. A continuación, se dedicó a deshacer el equipaje, sacando la ropa a manotazos, farfullando incoherencias.
—Rubia, ¿qué...? —fue a agarrarla del brazo, pero ella saltó para alejarse todo lo posible.
—No me llames rubia —le espetó con voz contenida, observándolo como si quisiera asesinarlo.
—No he hecho nada —entornó los ojos—. Tus celos son infundados.
—¡Ja! —bufó, orgullosa—. No son celos, es rabia —cerró las manos en puños.
—No he hecho nada —insistió él en voz baja
—¿Te has acostado con ella? —le exigió, lanzando al suelo la camiseta que tenía en las manos—. No me mientas. No soy estúpida.
—¡No! —respiró hondo para serenarse—. Nunca me he acostado con ninguna de aquí.
—No te creo —tensó la mandíbula con fuerza y se cruzó de brazos, adelantando una pierna, segura de sí misma, decidida y firme.
Esos vaqueros negros que llevaba se ajustaban a su cuerpo de una manera enloquecedora, y los finos tacones de sus elegantes botines de piel beis aumentaban la admirable longitud de sus extremidades. El jersey rosa incrementaba la divinidad de su cara...
¡Espabila, campeón! ¡Céntrate, que estáis discutiendo!
—Te lo prometo, rubia —empleó un tono apenas audible. Se le secó la garganta. Su erección golpeó la cremallera de sus vaqueros claros—. No me he acostado con ninguna.
—¿Y por qué se ha tomado tantas confianzas contigo? —inquirió Paula y añadió, gritando y gesticulando, furiosa—: ¡Te ha besado en la boca!
—No me ha besado en la boca.
—Besarte en la comisura es besarte en la boca.
Él acortó la distancia, pero ella retrocedió. La coleta alta y tirante que sujetaba sus largos cabellos se deshacía por segundos debido a sus frenéticos movimientos. Algunos mechones revolotearon por su rostro y los sopló sin delicadeza. Su dulce rostro estaba tan colorado, tan apetecible, que Pedro se desorientó. Parpadeó para enfocar la tentadora visión. Se humedeció los labios en un acto reflejo, un gesto en el que su mujer se fijó y ahogó una exclamación, pero volvió a estar rabiosa.
—Lo he visto, Pedro —siseó—. No lo niegues.
—Anabel no... —carraspeó, malhumorado por no poder controlar su agitado interior, pero no logró tranquilizarse, se achicharró más porque ella eligió ese momento para quitarse el jersey de un arrebato, arrastrando consigo la camiseta blanca que tenía debajo. Un atisbo del sujetador blanco de seda y encaje estuvo a punto de aniquilarlo—. Joder... —gimió sin darse cuenta.
Ella se tapó con torpe premura, nerviosa, y desvió los ojos al suelo. Seguía profundizando la arruga de su frente, pero sus mejillas ardían mucho más que un momento antes. Aquella mujer era una belleza fiera.
—Ven aquí —le ordenó Pedro, con aspereza.
Paula lo miró y negó con la cabeza.
—Rubia —avanzó.
—¡No me llames rubia! —lo regañó, reculando para girar a la cama—. ¡Me llamo Paula, maldita sea! ¡No es tan difícil, Paula Chaves!
Él se enfadó al ver cómo huía, pero no frenó, sino que la acosó. La diversión se mezcló con la excitación. Le encantaba picarla, ¡era tan fácil!
Aunque corría el riesgo de quedar atrapado en su propia red.
Ella se subió a la cama de un salto y se bajó en el otro extremo. Pedro no paró.
—Pedro, por favor... —le suplicó, al chocarse con la pared, junto a la chimenea.
—¿Qué quieres, rubia?, ¿escapar? —se situó a un milímetro, abrió las piernas y cercó las de ella con las suyas—. Ni de coña —apoyó las manos a los lados de su cabeza y se inclinó para susurrarle—: Nunca me acosté con Anabel. Tampoco la he besado. No la deseo, ni a ella ni a ninguna.
—¿A... ninguna? —repitió en un suspiro entrecortado.
Esos senos ceñidos a la camiseta se irguieron, alzándose con tanta rapidez que Pedro emitió un aullido ante la erótica imagen.
—A ninguna... —la contempló con deleite— que no seas tú —le retiró la tela muy despacio sin rozarle la piel. Paula dejó de respirar—. Solo quiero verlos —inhaló una gran bocanada de aire—. Quítate el sujetador —su corazón se suspendió—. Solo quiero... —tragó el grueso nudo que se le formó en la garganta. Cerró los ojos un segundo—. Hazlo —añadió con rudeza, observando sus exóticos ojos castaños, que libraban una batalla entre el deseo y el orgullo.
Ella se quitó el sujetador con manos temblorosas, se irguió y contrajo el estómago, desviando la mirada a un lado. Su timidez lo embriagó de deseo.
—No te avergüences. Tienes unos pechos increíbles, rubia...
¡¿Qué clase de masoquista soy?!
Pedro quiso llorar de angustia. Si la tocaba, la tomaría en la pared como hizo en el ascensor, y tras el ridículo protagonizado dos días atrás, estaba a un paso de convertirse en el eterno hazmerreír. Pero era tan condenadamente bonita, parecía tan frágil y tan seductora a la vez... Poseía unos senos suculentos, delicados, pero, al mismo tiempo, sobresalientes, rosados y tiernos a la par, altos, espléndidos, llenos, preciosos...
Son... perfectos... Pero como los toque, adiós a mi autocontrol...
—Nunca te avergüences conmigo. Nunca —enfatizó él después de morderse la lengua—. Necesito mirarte y que veas cómo te miro. Necesito que no te pierdas un solo segundo, porque estoy tan hambriento de ti que las palabras tampoco sirven conmigo —tragó saliva.
Paula giró la cara y alzó los párpados.
Automáticamente, resopló al darse cuenta de sus palabras. Él observó su cuello, su escote, su ombligo, la curva apenas perceptible de su tripa, una diminuta redondez con la que soñaba desde que la había desnudado en casa de sus padres. Otra vez hundió los dientes en la lengua, recordando lo mucho que le disgustaban los halagos. Era extraño que no desease escuchar cuán soberbia era su belleza. Cualquiera estaría ansiosa por que le regalasen piropos, pero ella, no; ella era diferente en todo.
De repente, notó una mano en la cinturilla del pantalón. La frenó al instante.
—No —gruñó Pedro—. Si me tocas solo un poco...
Pero Paula lo interrumpió desobedeciéndole con la mano libre. Desató el cinturón y desabrochó el vaquero con una lentitud abrasadora. Se soltó de él y, con las dos manos, le bajó la ropa hasta el trasero. Su dolorosa erección le dio la bienvenida.
—No... —imploró Pedro, incapaz de moverse y de inhalar aire.
—Creía que un no era un sí, soldado.
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