domingo, 15 de septiembre de 2019

CAPITULO 23 (PRIMERA HISTORIA)



Detuvo un taxi enseguida. Prefería caminar; sobre todo, de noche, para admirar las mágicas luces de la ciudad, pero la idea de llegar tarde a su cita con el doctor Alfonso la aterraba, por lo que no se lo pensó dos veces. Apenas lo conocía, pero la fama del jefe de Pediatría era de extrema rectitud.


Los nervios la poseyeron de inmediato. 


Encendió su móvil repetidas veces para controlar la hora. Quedaban diez minutos y el tráfico era muy denso, pero, por fin, alcanzó el portal de los tres mosqueteros a las nueve en punto.


Sonrió. Solo cuatro manzanas separaban su casa de la de Pedro Alfonso.


¿Haría él también ejercicio en el parque cada mañana? Se mordió la lengua ante tal pensamiento.


Un hombre uniformado le abrió la puerta.


—Buenas noches, señorita —sonrió el portero.


—Buenas noches —le devolvió el gesto—. Voy al número catorce, creo que es —dudó, no lo recordaba con exactitud—, a casa de los hermanos Alfonso.


—Por supuesto —le indicó con la mano que lo siguiera hasta los ascensores, al fondo, después de subir una escalinata ancha de tres peldaños, a pocos pasos de la entrada—. Piso número catorce.


—Gracias.


—De nada. Buenas noches.


—Buenas noches.


Se metió en el gran elevador y pulsó el número catorce. Había dieciséis.


Golpeó el suelo con el pie. El ascensor se detuvo en la planta correspondiente.


Tocó el timbre de la única puerta que había; ya solo con eso, se sintió desfallecer. Vivir en ese bloque era carísimo, y el apartamento, no se lo quiso ni imaginar, claro que...


La puerta se abrió despacio, en silencio, interrumpiendo su parloteo mental. Y su respiración acelerada se esfumó en cuanto vio al desconocido que se presentó ante ella. ¡Un completo desconocido! ¿Dónde estaban el traje de tres piezas, las camisas, los pantalones de pinzas, los zapatos de lazada y el peinado perfecto? Camiseta blanca de cuello redondo, remangada en los antebrazos y levemente ceñida a sus músculos, vaqueros claros y gastados, zapatillas informales grises de ante, cabellos revueltos... ¡¿Dónde estaba el doctor Alfonso?!


¡Peligro, peligro, peligro!


¿En qué momento se me ocurrió aceptar la dichosa reunión, en su casa y de noche?, pensó, obnubilada por tal atractivo.


—Paula —la saludó Pedro, escueto—. Pasa, por favor.


Sus piernas se activaron por sí solas ante la voz aterciopelada, tan atrayente, de ese hombre, de ese extraño...


—¿Me permites el abrigo? —le solicitó él. Estiró los brazos y se lo retiró a pesar de que Paula no respondió—. Joder...


Aquello la despertó de golpe. Lo miró, parpadeando confusa, hasta que comprendió lo que sucedía... Su corazón frenó en seco. El doctor Alfonso la analizaba de los pies a la cabeza, embobado.


Entonces, Pedro le arrebató el gorro de lana de un tirón y sus ojos, grises por completo, le debilitaron las rodillas. También le quitó la bufanda, alucinado, sin dejar de escrutarle el pelo. Paula carraspeó, era imposible estar más colorada... Notaba un intenso calor en el rostro. 


Se sintió vulnerable y retorció las manos en la espalda, balanceándose. Pero él no reaccionaba...


Decidió echar un vistazo a la vivienda y así tranquilizarse.


—Madre mía... —ella se cubrió la boca, atónita por las impresionantes vistas de la noche iluminada de la ciudad, gracias a la cristalera de la terraza, al fondo, detrás del salón minimalista, de tonos blancos y negros.


El apartamento era diáfano, de altos techos y decorado de un modo simple y muy masculino, todo estaba perfectamente ordenado y colocado con estilo.


Sofás de piel, formas rectas, aire moderno. Se trataba de la guarida de los tres mosqueteros: elegante, pero, a la vez, sexy, y, lo que era peor aún, peligrosa...


—Perdona... —murmuró Pedro—. ¿Una cerveza?


Paula se giró y frunció el ceño.


—¿Voy a tener que soportar mucho más tiempo sus bromitas de la cerveza, doctor Alfonso? —le preguntó con voz suave y firme, posando los puños en la cintura.


—Llámame Pedro —contestó, observándola con fijeza.


—Prefiero doctor Alfonso—agachó la cabeza, avergonzada.


Él gruñó y le indicó la cocina, a la izquierda, una estancia que estaba separada del salón por un pasillo que atravesaba el piso de un extremo a otro.


A la derecha de la puerta principal, al fondo de ese extremo del pasillo, Pau contó dos puertas bien alejadas entre sí y enfrentadas; al fondo del otro extremo, solo había una. Dedujo que serían las habitaciones.


Se sentó en uno de los taburetes giratorios, en torno a la barra americana, apoyó el codo y reposó la barbilla en su mano. Observó el espacio, a juego con el resto de la casa. Era una estancia cuadrada, con los electrodomésticos grises, a la izquierda; la vitrocerámica y la pila, a la derecha; y la encimera, con armarios bajos y baldas en la pared, enfrente de Paula.


Pedro le sirvió un vaso de cerveza. Él se abrió un tercio y bebió... ¡a morro! Menudos secretos ocultaba el jefe de Pediatría... Lo imaginaba con
copas del más fino cristal y del vino más caro del mundo. Estaba claro que las apariencias engañaban... ¿Qué más escondería ese hombre?


Ella aceptó la cerveza, incorporando la espalda, y dio un trago corto. Se dijo a sí misma que no tomaría más que una, por si acaso hacía algo ridículo.


—He estado pensando en cómo enfocaremos el seminario —le comunicó el doctor Alfonso, rompiendo el silencio, y se acomodó a su lado, en otro taburete.


—Yo, también —asintió, sonriendo. Agradeció enfocar la conversación en las conferencias, eso la relajaría. Apoyó el vaso en la barra y metió la mano en el bolso, que no había soltado aún. Sacó su libreta repleta de papeles y su bolígrafo—. Podríamos dividir cada conferencia en dos partes que uniríamos a medida que vamos hablando: la teoría y la práctica. Es importante hacerles partícipes para que aprendan a comportarse delante de los niños.


Pedro le arrebató el pequeño cuaderno de las manos y, sosteniéndolo en alto, le preguntó.


—¿Tú te enteras de algo con esto?


—¡Cuidado! —exclamó ella, al ver que algunas hojas se deslizaban hacia el suelo. Se inclinó para recoger los papeles, pero perdió el equilibrio y aterrizó en el regazo del doctor Alfonso—. Lo siento... —se levantó enseguida, ruborizada. Estaba claro que en presencia de ese hombre se convertía en la más patética de las mujeres.


Él se agachó y la ayudó, murmurando incoherencias que ella no entendió, pero que la hicieron sentirse diminuta de nuevo.


—Perdona —se disculpó Pedro.


—No importa —musitó Pau, con un nudo en la garganta—. Gracias — guardó las hojas en la libreta con manos temblorosas.


—Paula —le apresó las manos entre las suyas—, ¿por qué estás tan nerviosa? —quiso saber, en un tono áspero.


—Yo no... —sopló un mechón que le dificultaba la visión.


Entonces, él le retiró los cabellos detrás de la oreja, paralizándola en el acto. Se miraron. El doctor Alfonso sonreía con tanta dulzura que Paula experimentó una punzada en el vientre, algo que empezaba a ser costumbre...


La soltó, carraspeó y bebió de la botella. Ella lo imitó. El ambiente, de repente, se tensó; estaban incómodos, no sabían cómo actuar.


—Dime qué habías pensado —le pidió Pedro, cruzándose de brazos y estirando la camiseta, un gesto que a ella le provocó tal desazón que a punto estuvo de caerse del taburete.


—Pues... —suspiró y se centró—. Usted podría aportar la parte referente a la psicología. Habrá hablado con millones de familiares para informar sobre el estado crítico de un niño.


—Sí —se recostó en los codos a su espalda, en la barra americana—. Nunca es fácil. Jamás me acostumbraré —permaneció unos segundos callado, perdido en el infinito—. Me parece buena idea. ¿Qué más?


—Yo les hablaría sobre la importancia de que un niño, a pesar de la enfermedad, sigue siendo un niño —desvió la mirada, el pasado retumbó con fuerza en sus entrañas.


Él arrugó la frente al percatarse de su estado.


—¿Estás bien? —se preocupó.


—Sí, sí... —sonrió para restarle importancia—. Como son cuatro viernes —regresó al tema en cuestión—, he pensado que podemos tratar cuatro puntos fundamentales —abrió la libreta y procedió a leerle sus apuntes.


Una hora más tarde, terminaron de coordinar el seminario.


—Tendremos que quedar para repasar —comentó el doctor Alfonso mientras le rellenaba el vaso de cerveza.


—Solo puedo los viernes por la tarde —aceptó la bebida con las mejillas ardiendo—. Le dije que no quería otra cerveza.


—La estabas pidiendo a gritos —sonrió Pedro con picardía—. Prometo no reírme si te emborrachas.


—¡Fue culpa de Manuel! —exclamó Pau, fingiendo indignación—. Me dijo que en casa de tus padres no podía sobrar la bebida y yo... —se ruborizó sin límites— me lo creí —lo miró y se sobresaltó; él la estaba observando con las cejas levantadas.


—Acabas de tutearme —afirmó, sorprendido.


—Lo siento, doctor Alfonso—ella agachó la cabeza, tímida, se incorporó del asiento y guardó la libreta.


—¿Adónde vas? —la agarró del brazo, serio—. Llámame Pedro, por favor... —articuló en un tono apenas audible, íntimo.


Ay, Dios...


Él acortó la distancia y enterró la mano libre en su pelo, embobado...


Paula no podía moverse, estaba atrapada por la barra y por ese cuerpo que le robaba pulsaciones de manera irregular.


—Ya estoy aquí —anunció una voz familiar en la lejanía—. Uy, perdón...





CAPITULO 22 (PRIMERA HISTORIA)




Stela Michel estaba muy solicitada; algunas semanas, el número de clientas era superior y su organización se desbordaba. En esas ocasiones, telefoneaba a Paula para que la ayudara en su tarde libre del viernes, como había sido el caso ese día.Pau estaba encantada, y no por el dinero. Cobraba un desorbitado sueldo por trabajar dos días para esa diseñadora tan famosa, un sueldo al que había accedido a regañadientes porque Stela se había negado a pagarle menos. Pero era demasiado. No solo le pagaba con dinero, también con vestidos para ella y para su abuela, complementos, ¡hasta zapatos! Paula poseía un armario exquisito y, ¿para qué? Para nada, porque no utilizaba ese tipo de ropa, excepto cuando estaba con la diseñadora, quien la obligaba a cambiarse en cuanto entraba en el taller.


—Quiero verte salir por la puerta tal cual estás ahora —le ordenó la diseñadora con las manos en la cintura.


El metro verde alrededor del cuello y el alfiletero morado en la muñeca derecha —era zurda— formaban ya parte de ella. Nunca la había visto sin esas dos herramientas.


Stela era una mujer alta, esbelta y extremadamente elegante. Vestía por completo de negro, aunque jamás repetía atuendo. Unos altos tacones de salón, sencillos, nunca faltaban. 


Sus cabellos eran castaños, siempre peinados con raya lateral y recogidos en un moño bajo y tirante simulando una flor, mostrando un ancho mechón canoso, su distintivo especial. Caminaba con los hombros relajados y el mentón ligeramente elevado, una imagen que transmitía sabiduría y formalidad; imagen que, en ocasiones, la gente confundía con altanería. 


Sin embargo, aquella señora era dulce, paciente, divertida y amorosa. No era guapa en el sentido clásico, pero tenía clase y sabía arreglarse, lo que la convertía en una mujer muy atractiva a sus sesenta y cuatro años de edad.


—Sabes que no puedo —le contestó Paula. 


Frunció el ceño y adelantó una pierna.


—¿Algún día me contarás la verdadera razón por la que te pones esas prendas tan grandes y estridentes que dañan mis delicados ojitos? —pestañeó a conciencia.


Pau soltó una carcajada.


—¡Con lo maravillosa que estás así! —se desesperó Stela, alzando las manos, implorando un milagro con dramatismo.


—Así no me toman en serio —farfulló, molesta y ruborizada. Eran las ocho y media, si no se daba prisa, llegaría tarde a su cita con el doctor Alfonso—. Y me siento desnuda —estiró el vestido.


La diseñadora vivía en un imponente, precioso, enorme y lujoso dúplex en el centro de Boston. Los dos pisos estaban separados, como dos apartamentos independientes; cosa cierta, porque en uno vivía y el otro lo utilizaba de taller, al que se accedía por el portal del edificio, a la izquierda del hall, en la planta baja.


El piso era amplísimo, cuadrado y contenía seis apartados, uno de los cuales era donde se encontraban en ese momento, el gigantesco probador — nada más entrar en el taller, y en el centro del apartamento—. Una moqueta beis, pulcra y siempre limpia delimitaba el espacio. Había un podio circular, de terciopelo rojo, en medio, rodeado por un biombo, formado este por espejos altos y anchos que delimitaban tres cuartas partes del mueble, y sofás para las clientas.


A la izquierda, estaba la habitación donde sus cuatro empleadas cosían los trajes; cada una, con su propia mesa, enseres y máquinas correspondientes. A la derecha, había dos puertas: la estancia dedicada exclusivamente a la confección de los vestidos de novia —la segunda colección de la diseñadora —, y el almacén. Al fondo, otras dos puertas: el despacho, de donde Paula procuraba no salir, y el baño.


—Ven aquí —le pidió Stela, que la empujó con suavidad para que se acercara a los espejos. Sonrió con ternura—. Estás preciosa, señorita. Y es viernes por la noche, ¿no te apetece desconectar?


Pau suspiró, observando su reflejo. Llevaba un vestido tipo camisero, de algodón, de color crema con cuadros grandes y finos en rojo y azul oscuro, ceñido en la cintura por un cinturón de piel marrón claro, remangado por debajo de los codos y largo hasta la mitad de los muslos. Las medias, tupidas, eran azules y los pies descansaban dentro de unos botines planos, con hebillas y del mismo tono que el cinturón. Le encantaba su atuendo...


—No importa la razón por la que una mujer se vista como quiera —señaló la señora Michel, en tono bajo—, lo que importa es que esa mujer se sienta hermosa con la ropa que elija, y tú ahora mismo te sientes hermosa, ¿me equivoco?


—Pero lo has elegido tú, siempre lo haces —refunfuñó ella.


La diseñadora se echó a reír.


—Elijo lo que sé que te va a sentar bien.


—Y no sé para qué —se cruzó de brazos y se giró—, no salgo del despacho.


—Tómatelo como un aprendizaje, cielo —le guiñó un ojo—. Nos vemos mañana a mediodía —le besó la mejilla—. Y, por cierto, si no sales del despacho no será porque yo no lo haya intentado, señorita.


Paula meneó la cabeza, provocando que su pelo suelto bailara sobre sus hombros. Adoraba trabajar para Stela, y, aunque no se lo había reconocido, adoraba más aún entrar en el taller y cambiarse de ropa. La señora Michel la obligaba, desde su primer día, a quitarse su vestimenta colorida para ponerse un conjunto diferente que guardaba en el almacén, conjunto que le regalaba al finalizar la jornada laboral y que ella aceptaba porque Stela no aceptaba un no por respuesta.


Normalmente, se lo quitaba y regresaba a sus faldas acampanadas llamativas y camisetas con mensaje, pero esa noche se le había echado el tiempo encima y no se cambió. Se colocó el abrigo, la bufanda de lana y el gorro con pompón, su favorito, cosido por Sara. Cogió el bolso y salió a la calle.




CAPITULO 21 (PRIMERA HISTORIA)




Él inhaló aire y lo expulsó sonoramente. Se quitó la bata y se colocó la chaqueta y el abrigo. Se enroscó la bufanda de cachemira en el cuello y se marchó. Manuel le mandó un mensaje, diciéndole que lo esperaban en el bar que había enfrente del hospital. Pedro odiaba ese local porque solo acudían médicos. Prefería desconectar, no oír parlotear sobre enfermedades, operaciones y quejas del servicio. Procuraba no frecuentarlo, salvo lo necesario, que se resumía a los cumpleaños de sus compañeros.


Sus hermanos estaban en un lateral de la barra. Bruno tenía la misma expresión desolada que por la mañana.


—¿Alguna novedad? —se interesó Pedro—. Una cerveza, Mike, por favor — le pidió al dueño.


El bar era un cuadrado pequeño, de altos techos y acristalado en tres de las cuatro paredes.


—La intervención será el sábado —les informó el pequeño, en un susurro —. Mañana no voy al hospital, tengo que repasar mis apuntes.


—Has hecho miles de operaciones de ese tipo —lo animó el mediano.


—Lo siento, me voy. No estoy de humor —pagó las bebidas de los tres y añadió—: Luego nos vemos —y se fue, taciturno, muy preocupado.


—¿Tú qué vas a hacer mañana por la noche? —le preguntó Pedro a Manuel.


—¿Tú qué crees que voy a hacer mañana por la noche? —se rio su hermano antes de apurar la cerveza—. Espera... —entrecerró los ojos—. ¿Vas a llevar a alguna mujer a casa?


Pedro gruñó como respuesta.


—¡Joder! —profirió Manuel—. ¿Desde cuando llevas mujeres a casa? ¡Jamás lo has hecho! —estaba alucinado—. Te recuerdo que Manuel va a estar estudiando, así que intenta no hacer demasiado ruido —se carcajeó—. Por mí, no te molestes, dormiré fuera.


—Ya vale —le avisó, conteniéndose. Todo el local los observaba con mucha curiosidad. Bebió un largo trago.


—¿Y cómo es que vas a romper tu regla número uno?


—Déjalo —clavó los ojos furiosos en su hermano—, no me sacarás información.


—Nunca te saco información —sonrió, pícaro—, me entero por mis propios medios. Por cierto —adoptó una actitud seria y pidió otra cerveza—, ¿qué quería el director de Paula y de ti?


Aquel nombre aceleró sus latidos. Incómodo, se removió en el taburete.


—¡Joder! —repitió su hermano, boquiabierto—. ¡Es Paula a quien vas a llevar a casa!


—¡Baja la voz! —sus cejas estaban tan unidas que parecían una sola—. Es imposible ocultarte nada, tío... Ni un solo comentario, ¿entendido? —lo apuntó con el dedo—. Es por trabajo, nada más.


—¿Trabajáis juntos un viernes por la noche? ¿Y desde cuándo, si puede saberse?


—El director quiere organizar un seminario para ayudar a los padres de los niños enfermos a afrontar situaciones de crisis —se encogió de hombros, fingiendo indiferencia—. Nos ha pedido que lo hagamos entre los dos. Serán cuatro viernes de conferencias, desde la semana que viene hasta Navidad.


—Pero mañana por la tarde no trabajáis ninguno de los dos —recordó Manuel, extrañado—. ¿Por qué...? —de repente, sonrió—. Parece que, después de todo, la niña colorida se está convirtiendo en...


—Ni se te ocurra —lo cortó, malhumorado—. Es trabajo, nada más — insistió, y aprovechó para intentar convencerse a sí mismo. Apuró la bebida y se levantó.


—¿Y Alejandra? La vi ayer y me preguntó por ti. Me dijo que no le devuelves las llamadas desde hace casi quince días, los tiene bien contados —no varió su innegable alegría—. Doy por hecho que tampoco la vas a ver este fin de semana —y añadió en un murmullo—: Esto se pone interesante, Pa, pero que muy interesante...


Pedro apretó los puños un segundo y se fue, echando pestes.


No le hacía falta hablar con Alejandra. Su esporádica relación estaba clara desde el principio, aunque sí era cierto que últimamente le mandaba mensajes casi todos los días, contándole tonterías. Él le respondía con monosílabos, las explicaciones se las guardaba, una norma que aplicaba a cualquier persona de su entorno. Su vida era suya y de nadie más.