miércoles, 16 de octubre de 2019
CAPITULO 126 (PRIMERA HISTORIA)
La conversación entre Paula y su novio incluyó a Manuel y a Bruno. Los dos mosqueteros y ella permanecieron mudos escuchando a Pedro relatarles lo que Sullivan le había confesado y averiguado. Como era natural, Pau se estremeció.
—¿Georgia Graham ha pretendido matarte? —inquirió el mediano, pasmado.
—El coche se alquiló a nombre de un tal John White —les informó el mayor, el único que estaba de pie, los demás permanecían en el sofá, inmóviles.
—¿John White? —repitió el pequeño—. Ese nombre es demasiado común, será falso, seguro.
—El policía está en ello. Cuando tenga noticias, Ernesto me llamará.
—Georgia ya lo hizo una vez con Sullivan, es obvio que fue ella otra vez, pero ¿por qué? —quiso saber Bruno—. No entiendo su obsesión contigo. Y, si a quien quiere para su hija es a ti, porque Paula se interpone, ¿por qué quiso atropellarte a ti y no a ella? El coche iba directo a ti.
—No hay pruebas de que haya sido Georgia —se sulfuró él, arrodillándose a los pies de Paula—. Tendremos que quedarnos aquí y no salir, mínimo hasta que tu pierna esté perfecta, o hasta tener el informe del policía.
—¿Y si probamos a Georgia? —sugirió ella.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Manuel, arrugando la frente.
—Ayer, hablé con vuestra madre y me dijo que, en cuanto yo estuviera bien, me harían el rito de iniciación. Quizá, podría hablar con Georgia, de todas formas, ya me amenazó una vez con hundirme si no me apartaba de tu lado — añadió, mirando a su novio—. A mí, a solas, me dirá la verdad, no soy nadie para ella. Ni siquiera se imaginará que la estamos investigando.
—¿Que te hizo qué? —exclamó Pedro, levantándose de un salto—. ¡Joder!
—¿Y si hablas tú con Alejandra? —insistió Paula, sin prestar atención a sus gritos.
—¿Cómo? —pronunciaron los tres Alfonso, al unísono.
—Ernesto te dijo que Alejandra es un títere de Georgia. En la gala, fue la madre quien mintió a los invitados asegurándoles que Alejandra era tu novia. Y, cuando te acercaste a ella para detener el falso rumor, Alejandra te contestó, demostrando que estaba al tanto de lo que su madre había filtrado y de que yo quedaba con Ernesto.
— Claro —convino el mediano, asintiendo despacio con la cabeza—, es decir, que Alejandra no es tan títere como cree Ernesto. Paula tiene razón: debes quedar con Alejandra, hacer que confíe en ti y que confiese.
—¡Y una mierda! —se negó él, en redondo—. No pienso acercarme a esa tía.
Paula sonrió, cojeó hasta su novio y lo agarró de los brazos.
—Pero tampoco podemos encerrarnos —señaló ella—. Entonces, sí sospecharán que sabemos algo. Debemos hacer nuestra vida normal.
Él la cogió en el aire.
—No quiero que te hagan daño, Paula.
—Yo tampoco quiero que te hagan daño a ti, doctor Alfonso —le enroscó las manos en la nuca.
—De momento, estoy de acuerdo con Pa —anunció Bruno, incorporándose —. Hasta que no andes bien, será mejor que no salgáis, excepto lo necesario. Luego, haréis vida normal porque Paula también tiene razón, no hay que levantar sospechas.
Pedro la llevó a la cama, zanjando la conversación, de pronto.
—¿Sigues enfadada conmigo? —le preguntó él, muy serio, tumbado a su lado, sin tocarla.
—No estoy enfadada contigo —frunció el ceño—. No sé a qué te refieres. Si es por el localizador del móvil, bueno —arqueó las cejas—, hubiera preferido enterarme de otra manera. Entiendo que lo mantuvieras en secreto para no asustarme, pero... —se le formó un nudo en la garganta—. Tendrás que correr el riesgo de que me asuste, o no, en cosas importantes, ¿no crees?
Cómo puedo ser tan hipócrita... Le pido que se abra a mí, pero yo sigo con secretos...
—No te lo decía por eso —le aclaró su novio, clavando los ojos en el techo—. Has estado tres días sin mirarme, desde que te confesé que no he utilizado protección contigo sin tomarte en cuenta. Perdóname, Paula... — bajó los párpados— de verdad que no lo pensé, no lo pienso, yo solo...
—Pedro —lo interrumpió, sentándose. Se retorció los dedos en el regazo.
—¿Qué ocurre? —se preocupó él.
—Yo... —tragó repetidas veces.
—Paula, por favor, ¿qué pasa? —se colocó enfrente—. ¿Es sobre el doctor Rice? —añadió con suavidad.
—¿Lo sabes? —se alertó Pau, pálida de repente.
Se miraron en trance un eterno momento.
—No debería darte vergüenza que yo te acompañe al ginecólogo; primero, porque soy tu novio y, segundo, porque soy médico.
Ella soltó el aire que había retenido. No estaba preparada, prefirió esperar los resultados de los análisis y tener la confirmación por escrito.
Mentirosa... Estoy muerta de miedo...
—Tienen que sacarme sangre —le dijo Paula—. Odio las agujas... — musitó como una niña pequeña.
Él se rio y la acomodó en su regazo.
—Pues iremos mañana, nada más despertarnos.
—¿Has sacado sangre alguna vez? —quiso saber, curiosa.
—Sí, pero Rocio te lo hará mejor, está harta de hacerlo —le aconsejó, antes de besarla en la sien.
—Está bien.
—¿De verdad que no estás enfadada conmigo? —le susurró al oído.
—Soy inocente e inexperta —sonrió con dulzura—, lo sabes tú y lo sé yo, pero no soy ingenua, Pedro. Y si yo tampoco te he dicho nada sobre tomar precauciones —se ruborizó inevitablemente— es porque me pasa igual que a ti —agachó la cabeza, avergonzada—. No puedo pensar cuando me besas, tampoco cuando me miras. Yo... me pierdo —confesó en un suspiro—. Y no me imagino estar con nadie más que no seas tú... Sé que es pronto, que apenas llevamos juntos unas semanas. Quizá, vamos demasiado rápido, o, quizá, te agobia tenerme aquí contigo, o, quizá...
—Paula —la cortó, alzándole la barbilla con los dedos—, no quiero que te marches cuando tu pierna sane por completo, quiero que te mudes conmigo. Para mí, no es rápido, porque necesito que seas lo primero que vea cada mañana y lo último, cada noche. No quiero que te vayas cuando termines la rehabilitación —apretó la mandíbula—. Entiendo que está tu abuela, y no lo había pensado hasta ahora mismo, pero podemos comprarnos otro apartamento o una casa con jardín, lo que más te guste, y que Sara viva con nosotros.
Aquella declaración le paralizó el corazón. La emoción la desbordó. Lloró sin contención, emitiendo ruiditos a modo de sollozos entrecortados.
No puede ser real, es un sueño...
—¿De...? ¿De verdad, Pedro? ¿Lo dices en serio?
—Espera aquí —le pidió él, y se fue de la habitación.
Paula parpadeó, confusa.
Al segundo, su móvil, metido en el bolso, colgado del perchero, sonó con un mensaje.
Cojeó para llegar hasta él y lo sacó:
Pedro: Te vienes a vivir conmigo, quieras o no.
Paula soltó una carcajada. Tecleó la respuesta, recostada sobre los almohadones:
Paula: Eres un mandón, doctor Alfonso.
Pedro: Si te lo preguntase, correría el riesgo de que te negaras.
Paula: Siempre tendrías la opción de raptarme...
Pedro: Joder, no me digas esas cosas...
Paula: Esa boca, doctor Alfonso, esa boca... Voy a tener que lavártela.
Pedro: A besos, por favor...
Se mordió el labio para reprimir un gemido. Su cuerpo entero vibró de excitación.
Paula: Pedro...
Pedro: Paula...
Paula: Quiero lavarte a besos... todo el cuerpo... cuando tenga la pierna sana.
Escuchó un jadeo grave y ronco proveniente del pasillo.
Pedro: ¿Es una promesa?
Paula: Sí, doctor Alfonso, y no te imaginas cuánto deseo cumplirla...
CAPITULO 125 (PRIMERA HISTORIA)
Paula no soportaba más la espera. Telefoneó a Rocio el domingo para contarle sus sospechas y su angustia. Su amiga decidió ir a buscarla al día siguiente para ayudarla. Pedro había salido a comprar comida y a Sara le pareció buena idea que su nieta tomara el aire.
—Me quedo aquí a esperarlo —le aseguró su abuela—. Se va a poner hecho una furia cuando sepa que te has ido con las muletas y sin él —se rio, divertida—. No te preocupes, cariño —le acarició la mejilla—. Yo lo tranquilizaré hasta que vuelvas.
Las dos amigas se marcharon. En silencio, cogieron un taxi y se dirigieron al hospital.
—No quiero que nadie me vea y aquí me conoce todo el mundo —se lamentó Pau.
—Por eso, entraremos por un lateral —le explicó Moore, caminando a su lado— y usaremos el montacargas, no los ascensores. El doctor Rice sabe que debe guardar el secreto.
El montacargas las llevó directamente a un pasillo vacío. El complejo estaba atestado de gente, aunque, en ese corredor, no había nadie, mejor para ella. Se había convertido en una celebridad, no solo por su trabajo en la planta de Pediatría con los niños, sino por el boom que había ocasionado su accidente. Gracias a la prensa, todo Boston estaba al corriente de su relación con Pedro Alfonso. Paula no se había molestado en leer la noticia, no tenía interés en verse medio muerta en la calzada, solo la prensa sensacionalista era capaz de ser tan insensible.
Entraron en un despacho.
—Doctor Rice —lo saludó Rocio, con una sonrisa.
Trevor Rice era un hombre de sesenta años, de complexión fuerte, abundante pelo canoso, nariz achatada y expresión bonachona. Se levantó de la silla y acudió a su encuentro. Las recibió con cariño, reconociendo a ambas.
—Me alegro de conocerte en persona, Paula —le dijo, con los claros ojos risueños—. Me han hablado maravillas de ti con los niños. Pasad, por favor —les indicó otra sala, separada del estudio por una cortina blanca y pesada, donde estaba la camilla—. Túmbate.
Moore se sentó en un taburete, sujetando el bolso y el abrigo de su amiga.
Paula estaba tan nerviosa que le resultaba imposible respirar con normalidad.
El médico la ayudó con las muletas, antes de acomodarse en una banqueta giratoria. Encendió un monitor.
—Esto no duele. Inhala hondo —le pidió Rice con una sonrisa, mientras le desabrochaba el pantalón y se lo bajaba por las caderas—. ¿Te has hecho la prueba?
—No —suspiró de nuevo, apoyando un brazo flexionado en la frente y clavando los ojos en el techo—. No quiero que Pedro... Prefiero estar segura y, con él en casa, no puedo hacer nada sola. No se me ocurrió...
—Tranquila, Paula, todo va a salir bien —le indicó Trevor, ampliando su sonrisa. Le subió la camiseta y el jersey hasta el estómago—. Háblame de tu menstruación.
—Me dolía mucho, por eso, mi ginecólogo me recetó la píldora hace unos años —respondió en un susurro—. Con el accidente... —las lágrimas se deslizaron por sus mejillas— se me olvidó.
—¿Hace cuánto que no la tomas?
—Más de tres semanas. El día antes del atropello me la tomé por última vez. Me tenía que haber bajado el periodo hace diez días —se frotó la cara—. Nunca se me ha retrasado...
—Esto está un poco frío, ¿vale? —el médico le untó una sustancia gelatinosa en el vientre y, a continuación, posó un aparato encima que movió despacio, a la vez que observaba la pantalla—. A ver, Paula —la observó—,
cuando una mujer interrumpe la píldora, corre el riesgo de quedarse embarazada, como también sucede con el consumo del antibiótico, que reduce sus efectos.
—¿Y el atropello? Me dieron muchos medicamentos, ¿y si...?
De repente, un latido apresurado invadió la estancia. Paula contuvo el aliento.
—Ay, madre mía... —articuló en un hilo de voz.
La emoción la hizo llorar al instante, no de miedo, sino de pura felicidad.
Moore le apretó la pierna sana y la imitó. Rieron entre lágrimas.
—Enhorabuena —le dedicó el doctor Rice, con sus claros ojos brillantes —. Conozco a Pedro, créeme, Paula, le vas a hacer muy feliz. Ese muchacho adora a los niños —le limpió el vientre y apagó el monitor—. Por el atropello, no te preocupes, porque todo parece indicar que el feto está perfecto. Aún así, lo confirmaremos con los análisis que tienes que hacerte, ¿de acuerdo? —la ayudó a vestirse y a incorporarse. Las dos amigas se abrazaron.
Al segundo escaso, escucharon la puerta del despacho abrirse con estruendo. Seguidamente, Pedro irrumpió en la sala. Estaba furioso. Llevaba el móvil encendido en la mano.
—¿Qué demonios haces aquí? —rugió él.
Paula se quedó boquiabierta.
—Doctor Alfonso, ¿qué tal, muchacho? —lo saludó Trevor.
—Doctor Rice —correspondió, controlando el mal genio.
El ginecólogo y Rocio se marcharon, dejándolos a solas.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —inquirió Paula, alucinada todavía, sosteniéndose en las muletas.
—Porque te activé un localizador en el móvil.
—¡¿Qué?! —gritó, colérica—. ¿Tú te has vuelto loco? ¡No te he dado permiso, ni siquiera sabía nada, Pedro!
—¡Maldita sea, Paula! —contestó en el mismo tono, revolviéndose los cabellos—. ¡El atropello no fue un accidente, por eso tienes el localizador!
Ella se petrificó. Tuvo que sujetarse a la camilla porque se le debilitó la rodilla sana. Las muletas cayeron al suelo. Pedro acudió de inmediato y la sentó.
—¿Alguien quería...? ¡Oh, Dios mío! —se tapó la boca—. Pedro... Dios mío...
Él la estrechó con fuerza, temblando tanto como ella.
—No te lo quise decir porque lo último que deseaba era asustarte —le susurró Pedro, acariciándole el pelo—. Me vibró el teléfono cuando saliste de casa. Lo ignoré porque no me imaginé que te hubieras ido a ninguna parte sin mí, hasta que tu abuela me lo confirmó. Paula —la tomó por la nuca, obligándola a mirarlo—, lo siento si soy tan protector, lo siento si te agobio... —se mordió el labio—. Nunca lo hemos hablado, pero no te imaginas el pánico que sentí cuando te vi tirada en el suelo... No respirabas... —se le quebró la voz—. Y cuando estuviste tres días sin abrir los ojos...
—Pedro... —le envolvió la cintura con los brazos, apoyando la cabeza a la altura de su corazón.
—Te quise traer a casa para cuidarte yo mismo, Paula, porque necesitaba tenerte a mi lado y no dejar de mirarte para darme cuenta de que no era un sueño, que de verdad estabas a salvo, que despertaste... Nunca permitiré que te marches de mi lado —la besó en la cabeza—. Y ahora que sé que no fue un accidente...
—¿Cómo lo sabes?
—Ernesto Sullivan me lo ha dicho, por eso vino el otro día a casa. Un amigo suyo, policía, se está encargando de investigar por su cuenta.
—Pedro... Yo te empujé. El coche iba directo hacia ti, no hacia mí... ¿Quién querría hacerte daño? —el miedo la devoró. Un sudor frío la recorrió.
—Paula, tenemos que hablar, pero no aquí, ¿de acuerdo?
Ella asintió. Recogieron su abrigo y su bolso y se despidieron del doctor Rice y de Moore.
CAPITULO 124 (PRIMERA HISTORIA)
No volvió a verla hasta bien entrada la noche, cuando se cercioró de que se había dormido.
Cuando Manuel había acompañado a la anciana a su casa, Pedro no había intentado acercarse a Paula. Era obvio que la había fastidiado y pensó que ella necesitaría reflexionar.
Sin embargo, la situación fue a peor...
Transcurrieron dos días sin mirarse ni intercambiar palabra. Sara se percató, un ciego también lo hubiese hecho, pero no comentó nada. Manuel y Bruno le preguntaron si sucedía algo, que el apartamento se encontraba más silencioso de lo habitual. Pedro les respondió que todo estaba bien.
Tengo que arreglar esto, pero ¿cómo?
Ernesto contactó con él esa tarde. Era sábado.
Quedaron en un bar cerca de su casa, cosa que agradeció, así se mantenía próximo a Paula por si le sucediese algo.
Sullivan vestía vaqueros y jersey, un aspecto que le aportaba un toque juvenil que le sentaba bien. Se acomodaron en torno a una mesa pegada a la ventana. Le pidieron dos cervezas a la camarera.
—Ya tengo los datos del coche —anunció Ernesto, tras probar la bebida—. Pertenece a una empresa que se dedica a alquilar automóviles de lujo. Ofrecen el servicio de chófer. Normalmente, los alquilan a extranjeros de gran poder adquisitivo que, en época de vacaciones, prefieren recorrerse el Estado a permanecer en la ciudad, o a gente de nuestro círculo social, para asistir a eventos.
Pedro entrecerró los ojos.
—No he querido levantar sospechas —continuó Sullivan, gesticulando con las manos—. El problema —adoptó una actitud de gravedad— es que yo conozco esa empresa. Pedro, tengo que contarte algo antes, para que comprendas lo que quiero decir.
—Claro —asintió Pedro, antes de dar un largo trago a la cerveza, impaciente.
—Hace tres años, Eduardo Graham se presentó en mi despacho sin avisar. Alejandra y yo acabábamos de comprometernos —frunció el ceño—. Me resultó extraño, no te lo voy a negar, nunca me había hecho una visita en mi trabajo. Cuando coincidíamos, era en cenas o comidas familiares a las que yo asistía como pareja de Alejandra —hizo una pausa para beber un poco—. La cuestión es que me pidió ayuda. Dinero. Mucho dinero —recalcó, alzando las cejas y sonriendo sin humor—. Yo tengo muchísimo dinero y él iba a ser mi suegro, así que no dudé en prestárselo. No obstante, indagué por mi cuenta.
—¿No te explicó para qué lo quería?
—No —contestó, con los ojos perdidos en la mesa—. Yo tampoco pregunté.
—¿Qué averiguaste? —se interesó él, atento por completo a la historia y con un mal presentimiento.
—Bueno —suspiró—, estaba en quiebra. Su negocio se había hundido.
—No había escuchado nada... —murmuró Pedro, atónito.
—Quizá, desconoce la razón; o lo sabe, pero no le conviene airearlo — ladeó la cabeza—. El amante de Georgia siempre ha sido el socio de Eduardo.
—¿Qué? —desorbitó los ojos—. ¿Amante? ¿Siempre?
—A ver —dijo Sullivan—, hablé con un buen amigo mío que es policía, y muy discreto y sigiloso, para que vigilara a Eduardo. Y descubrió que la empresa se había ido a pique, pero no solo eso —levantó el dedo índice—, sino que el socio de Eduardo había desaparecido y que la empresa acumulaba
un sinfín de deudas que sumaban menos que el importe que yo le presté. Eduardo pagó las deudas y remontó la empresa. Nunca ha vuelto a ser lo que era, perdió clientes, pero, a día de hoy, su vida no ha cambiado, ni social ni económicamente hablando, por lo menos en cuanto a la fachada que ofrece.Quiso devolverme el préstamo hace unos meses, pero no lo acepté.
—¿Qué tiene que ver Georgia con todo eso?
—Mi amigo investigó la causa de las deudas. También, descubrió que el socio de Eduardo llevaba años desviando fondos de la empresa. Y todo respondía a regalos, todo eran productos de mujer o propiedades a nombre de... —lo instó a que lo adivinara.
—Georgia Graham —contestó Pedro, que se recostó en la silla.
—Georgia Ruth Watkins —lo corrigió—, su nombre de soltera.
—¿Eduardo lo sabe?
—Es demasiado bueno para sospechar nada, yo siempre lo he visto bien con Georgia. Siempre me parecieron la pareja perfecta y Alejandra jamás me contó que tuvieran ningún problema —respiró hondo y terminó la bebida.
Pedro intentaba asimilar tanta información. De repente, halló la respuesta a sus incertidumbres.
—Georgia se enteró y por eso se canceló la boda —aseveró él, convencido.
—Sí —asintió Ernesto lentamente—. Para ser honestos —apoyó los codos en el borde de la mesa—, Georgia maneja a Alejandra a su antojo desde que nació. Lo sé. Tres años con ella fueron suficientes para darme cuenta. Cualquier cosa que hacíamos tenía que ser aprobada por Georgia. Hasta que me negué. Discutimos. Le pedí que nos dejara vivir en paz y que no se inmiscuyera en nuestra relación, si no, me encargaría personalmente de que Eduardo supiera toda la verdad.
—Creo que no me va a gustar lo que sigue a continuación...
—Esa misma noche, Alejandra y yo asistíamos a una gala —bajó el tono de voz —. Alejandra se empeñó en recogerme en mi casa. Un coche me esperaba, pero ella no estaba. En el último momento, su madre le había pedido que la ayudase en el evento. Los frenos fallaron, aunque no sucedió nada que lamentar. El chófer era un buen conductor y nos chocamos contra una farola. Cuando llegué a la gala —soltó una carcajada sin alegría—, tenías que haber visto la cara de Georgia... —negó con la cabeza, furioso—. Lo investigué. Habían alterado el coche. No fue un accidente —lo miró con el ceño fruncido—. El vehículo había sido alquilado a nombre de Georgia Graham.
—Era de la misma empresa que el que atropelló a Paula —adivinó Pedro, sin ninguna duda.
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