viernes, 22 de noviembre de 2019
CAPITULO 75 (SEGUNDA HISTORIA)
Se había acostado con Sabrina en el despacho de su hermano Mauro hacía más de un año. Y, al día siguiente, la enfermera se había vuelto loca...
Había estado una semana entera mandándole mensajes cada minuto del día, en los que le decía lo mucho que lo amaba y las ganas que tenía de presentarlo a su familia. En la actualidad, Sabrina lo odiaba, porque Pedro la había frenado, y no de buenas maneras; eso sin incluir que se había visto obligado a cambiar de número de teléfono. La enfermera lo había amenazado con vengarse en el futuro.
—Tengo que ir a verla —dijo él, dirigiéndose a la puerta.
—No, doctor Alfonso —lo agarró del brazo—. Si lo hace, será peor para su mujer.
—No voy a permitir que le hagan daño.
—En primer lugar —sonrió Bonnie, soltándolo—, la enfermera Chaves es una mujer de armas tomar y no necesita a nadie para defenderse. Por lo poco que la conozco, puedo asegurarlo, y más gente aparte de mí. Y, en segundo lugar —levantó una mano para enfatizar—, si usted la vigila, la perjudicará. Mire —suspiró—, no sé... —titubeó.
—Habla sin problemas, Bonnie —le pidió Pedro, con una sonrisa serena.
—Olvídelo, porque no soy nadie para meterme en su vida privada —se giró para regresar a su escritorio.
Él la siguió.
—Habla sin problemas —repitió de igual modo—. No me voy a enfadar. Te lo prometo —mostró un gesto cómico en el rostro.
Su secretaria emitió una suave carcajada.
—Bueno, resulta extraña su boda de cara a los demás, que no a mí — comentó Bonnie, que dejó la agenda y el bolígrafo sobre la mesa—. Creo que soy la única persona en el hospital que puede afirmar que usted está enamorado de la enfermera Chaves desde que ella empezó a trabajar aquí, hace un par de años, ¿me equivoco? —arqueó las cejas.
Pedro no se inmutó, pero su corazón se precipitó en picado.
—Su mujer se marchó a Europa casi un año y, cuando volvió —continuó su secretaria, gesticulando con las manos—, lo hizo con un bebé de cinco meses, su bebé, doctor Alfonso. Anunciaron la boda, sin relación previa, y, en menos de dos semanas, se casaron, dos semanas en las que han salido en la prensa demostrando un profundo amor —sonrió—. La luna de miel ha durado sus tres semanas de vacaciones y se incorporan los dos a la vez al trabajo, en el mismo hospital. Ella —alzó el dedo índice hacia el techo— se reincorpora —recalcó adrede la corrección— después de casi un año. Para la enfermera Chaves, debe de ser duro por muchas razones.
La ansiedad arremetió contra él como un puñetazo en el estómago.
—Una de ellas, la principal —prosiguió Bonnie, seria—, es precisamente entrar a trabajar en un lugar donde ya la conocen, pero donde ahora la odian por haberse casado con usted. Seamos sinceros, doctor Alfonso... El noventa por ciento de las mujeres de este hospital besa el suelo que usted pisa. Hasta hace nada, usted era uno de los solteros más codiciados de la alta sociedad y salía en la prensa cada semana con un nuevo ligue. De repente —dio una palmada en el aire—, se casa con la mujer a la que, supuestamente, odiaba. Eso no cuadra para ese noventa por ciento, algunas de las cuales, además, lo conocen a usted en la cama... ¿Me entiende? Y no lo sé, pero me imagino que algunas querrán verificar la información.
—¿A qué te refieres con verificar? —preguntó en un hilo de voz, paralizado.
—A que, seguramente, querrán probarla a ella, o a usted; por ejemplo, que intenten acercarse a usted más que antes porque piensen que su boda solo se ha llevado a cabo por el niño, no por amor. Y no se olvide de los celos que sienten ya hacia ella —se sentó en la silla para descansar y respiró hondo—. Las mujeres somos muy malas si queremos, cuando se trata de un hombre, y más si ese hombre es alguien como usted: muy guapo, con mucha labia y rico —le guiñó un ojo.
—¡Por eso quiero comprobar que esté bien, joder! —se desquició, moviendo los brazos de forma frenética.
—¿Le recuerdo que las enfermeras Emma y Sabrina están en la planta de su mujer? —inquirió su secretaria—. Permítale batallar su primer día sola. Una novia que viste de rojo en su boda es una mujer fuerte y valiente —sonrió—. Si quiere, puedo hacerlo yo.
—¿Bajarías a comprobar que esté bien? —sonrió.
—Lo haré, doctor Alfonso —se rio—. No me equivoqué antes, ¿verdad? —lo miró con cariño.
Pedro entendió sus palabras al instante y no varió su sonrisa.
—No —admitió él en un ronco suspiro.
—Y le diré más —se levantó y acortó la distancia—. Su mujer también lo ama desde hace mucho tiempo.
—Eso es imposible... —se le cortó el aliento.
—Soy mujer, doctor Alfonso, y estoy loca por mi marido. Conozco la mirada de una mujer enamorada, y su mujer lo está de usted desde el minuto cero que se cruzaron sus vidas.
—¿De verdad crees...?
Un sinfín de imágenes de los últimos días pasaron por su mente como una película muda en blanco y negro. Las ilusiones se acrecentaron.
—Lo creo, doctor Alfonso —le apretó el brazo—. Estuve en la boda. Fui testigo de cómo se miraban, cómo se besaban y cómo estaban pendientes el uno del otro, no solo usted, sino también ella. Y el baile fue maravilloso... — sonrió, con los ojos brillantes.
—¡Oh, no! No te pongas a llorar, Bonnie —retrocedió, asustado, negando con la cabeza.
Bonnie estalló en carcajadas.
—Es el embarazo —inhaló una gran bocanada de aire y la expulsó despacio—. Si me permite un consejo: tenga detalles con ella en el hospital.
—¿Detalles? —frunció el ceño.
—Sí —asintió su secretaria—. No se guarde un beso, una caricia o un gesto amable con ella por miedo, o por que estén la doctora Laurence, Emma, Sabrina o cualquiera presentes —arrugó la frente—. Me refiero a que haga lo que le salga de aquí —se tocó el pecho a la altura del corazón—. Lo conozco bien, doctor Alfonso —sonrió con picardía—. Usted tiene una manera
de ser muy traviesa. Habla como si coquetease todo el tiempo. No digo que lo haga aposta, simplemente, usted es así. Una sonrisa suya hace babear a las mujeres, pero —su mirada se endulzó—, con Paula Chaves nunca ha sido así.
Ahora, más que nunca, debe resaltar tal hecho: que ella es diferente.
—No quiero que le hagan daño —se lamentó Pedro, cabizbajo—, ni que mi pasado la salpique.
—Eso no puede evitarlo. Su pasado es el que es, pero, con mayor motivo, haga lo que le digo, así ella se sentirá resguardada por usted sin sentirse, a su vez, vigilada. A las mujeres nos gusta que nos protejan —asintió, vehemente —, pero también nos gusta hacernos valer. Y si a eso le sumamos que su mujer ahora es compañera de un antiguo ligue suyo... —chasqueó la lengua—. Por eso, dije antes que será duro para ella. Esté a su lado sin agobiarla. Y así verá cuánto le importa a usted.
—Gracias, Bonnie. ¡Qué haría sin ti! —le estampó un beso en la frente.
—Voy a prepararle su café —anunció, y se dirigió a la estancia contigua, a la que se accedía por dentro del despacho, pues estaban comunicadas.
Pedro, más animado, sacó su iPhone del bolsillo del pantalón del traje y le escribió un mensaje a Paula:
Pedro: Ánimo en tu primer día, rubia. ¿Comemos juntos?
Guardó el teléfono creyendo que no contestaría, pero se equivocó, pues al minuto escaso vibró.
Leyó la respuesta con manos temblorosas:
Paula: No sé si podré comer contigo. Digamos que he empezado fuerte el día, tengo una jefa adorable... Por cierto, tu reputación te precede. ¿No conocerás a una tal Sabrina? Ella a ti, sí.
Se le cayó el teléfono al suelo.
Joder... ¿Y ahora qué hago?
CAPITULO 74 (SEGUNDA HISTORIA)
En la recepción, a la izquierda, estaba su secretaria, Bonnie Taylor, que lo esperaba charlando con dos enfermeras.
—Buenos días, doctor Alfonso —lo saludó con su característica sonrisa radiante.
Bonnie era rubia, de pelo corto hasta los hombros, siempre liso e impecable, de ojos verdes saltones, bajita y delgada. Tenía treinta años y estaba felizmente casada y embarazada. Su barriga de cinco meses lo confirmaba. Era un amor de persona: amable, alegre y responsable.
La había escogido para el puesto, cuatro años atrás, por ser rubia y así no fijarse en ella de otro modo que no fuera laboral, y se había sorprendido porque era muy inteligente, solucionaba los problemas antes de que acontecieran y parecía leerle el pensamiento, sabía lo que quería en cada momento. Era perfecta.
—Buenos días, Bonnie —sonrió.
Ambos se dirigieron al despacho. Atravesaron el recto pasillo, lleno de habitaciones a los dos lados, hasta una bifurcación; a la izquierda, otro corredor conducía a los laboratorios; de frente, seguían las estancias para los pacientes ingresados y, a la derecha, un tercer pasillo, que llevaba a cuatro puertas paralelas: un aula grande de reuniones, la sala de enfermería, una habitación que hacía las veces de saloncito de descanso al que solo accedían él, Bonnie y la jefa de enfermeras, Charlotte Swann, y su despacho.
Entraron en su despacho. Era como el de sus hermanos. Sin embargo, a la derecha, en vez de un sofá, estaban la mesa y la silla de su secretaria, separados de su gran escritorio por un biombo de tela blanca.
Bonnie y Pedro colgaron los abrigos en sus correspondientes taquillas, en la pared de la izquierda. Él, además, se quitó la chaqueta azul del traje y se colocó la bata blanca y el estetoscopio, alrededor del cuello.
—Su primera consulta comienza en una hora, doctor Alfonso —le anunció Bonnie con la agenda en la mano—. Por cierto —sonrió, mostrando una deslumbrante dentadura—, fue una boda maravillosa. Su mujer estaba increíble.
Pedro se rio. Su secretaria, acompañada de su marido, había sido invitada a la ceremonia y habían asistido encantados. Bonnie seguía sin tutearlo, pero se trataban muy bien el uno al otro, había cierta familiaridad entre ambos. De hecho, su secretaria era la persona en la que más confiaba de todo el hospital, después de sus hermanos.
—¿De verdad lo crees? —quiso saber él, recostándose en su elegante silla de piel—. Muchas la criticaron por vestir de rojo. Las oí —añadió en un gruñido.
—¿Me toma el pelo? —desorbitó sus ojos saltones—. ¡El vestido era impresionante! Me atrevería a decir que se ha casado con la horma de su zapato, doctor Alfonso.
Pedro soltó una carcajada, notando un regocijo en sus entrañas.
—¿Por qué lo dices?
—Porque solo una mujer con arrestos es capaz de vestir de rojo en su propia boda —ladeó la cabeza, divertida—. Y usted necesita a una mujer hecha y derecha en su vida, no a las damiselas debiluchas que frecuentaba — hizo un cómico ademán—. Perdone mis palabras, pero ya sabe lo que opino al respecto.
Su secretaria había sido siempre muy sincera con él, y abierta en su pensamiento. Y por eso, Pedro la consideraba una amiga, además de ser una de las poquísimas mujeres en el General que no intentaban ligar con él. No lo reconocería en voz alta para no parecer arrogante, pero hacía mucho tiempo que se había cansado de las constantes insinuaciones que recibía cada vez que daba un paso en el hospital.
—¿Sabe? —continuó Bonnie, con una dulce sonrisa—. Me crucé muchas veces con la enfermera Chaves en la cafetería, cuando trabajaba en el hospital antes de irse a Europa. Siempre me gustó. Tiene una seguridad en sí misma admirable. Me pareció diferente a las demás, quizás, influyeron los rumores —se encogió de hombros.
—¿Qué rumores? —se cruzó de brazos, como si se preparase para un ataque.
—Era la única que lo enfrentaba, doctor Alfonso. Decían que la enfermera Alfonso lo odiaba y que el sentimiento era mutuo, que ninguno de ustedes se soportaba y que era evidente que entre los dos —lo señaló con el bolígrafo— había una tensión sexual no resuelta. Cuando el río suena...
No hizo falta que terminara la frase. Pedro se sonrojó de forma inevitable y se irguió en el asiento. Encendió el ordenador. Bonnie emitió una melodiosa risa y se acomodó en su lugar.
—Bonnie —frunció el cejo.
—¿Sí, doctor Alfonso? —se acercó de nuevo.
—Hoy comienza a trabajar aquí —declaró él, serio—. Mi mujer.
—Lo sé. También se ha comentado —respondió con gravedad.
—Explícate —le exigió, nervioso, incorporándose.
—La doctora Laurence ha comenzado con sus burlas —gruñó—. Pero no se preocupe, doctor Alfonso, que solo su corrillo la escucha, nadie más.
Pedro se enfureció. La jefa de Maternidad, Laurence, había sido apodada como Daryl, en honor al personaje del diablo que interpretaba Jack Nicholson en la película Las brujas de Eastwick. Se la consideraba una de las mejores de Massachusetts en su especialidad de Neonatología, pero era una déspota con los que no poseían un rango como el suyo o superior. Ningún residente quería trabajar con ella y las enfermeras de su planta estaban amargadas o solicitaban un traslado, nunca duraban más de un año.
Había intentado cazar a Pedro; en realidad, lo acorraló una vez en su despacho, presentándose sin previo aviso y entrando sin llamar. Se había desabrochado la bata blanca para enseñarle su conjunto de lencería de encaje rojo. Él se había petrificado en la silla y había empezado a ahogarse cuando la doctora se había subido a su mesa, como una striper torpe y ansiosa. Pedro todavía sentía el sudor frío que se había colado por su cuerpo al verse en esa situación. Gracias a Bonnie, que los había descubierto a tiempo, no hubo incidente que lamentar. Desde entonces, rehuía a Daryl como si se tratase de una serpiente venenosa.
—¿Y en su corrillo hay alguien de la planta de Neurocirugía? —quiso saber él, preocupado por su esposa.
—Me temo que sí —respondió su secretaria, apenada—. La jefa de enfermeras, Emma Clark, y la enfermera Sabrina.
—¡Joder! —exclamó, pasándose las manos por la cabeza.
Me había olvidado de Sabrina... ¡Joder!
CAPITULO 73 (SEGUNDA HISTORIA)
—¿Preparada? —le preguntó Pedro, con una dulce sonrisa.
Paula inhaló aire y lo expulsó de forma sonora.
—Estoy preparada —contestó ella, erguida y con el ceño fruncido, preocupada—. Nací preparada, soldado.
Él soltó una carcajada.
—¡Mucha suerte en tu primer día! —exclamó Zaira, abrazándola.
Catalina y Samuel también estaban en el ático. Habían traído a Alexis en coche por ser el primer día de trabajo de su nuera, deseaban animarla en persona. Pedro había besado a su madre con efusividad cuando les había abierto la puerta, pues le había encantado que aparecieran. Eran las cinco de la madrugada, muy temprano, pero su horario laboral comenzaba a las seis.
—Por favor, Alexis —le rogó Paula a la niñera—, para cualquier cosa, por mínima que sea, llámame.
Los presentes se rieron.
—Vámonos ya —anunció Bruno.
Se despidieron y se marcharon rumbo al hospital. Pedro y su mujer bajaron al parking del edificio; sus hermanos, como siempre, decidieron ir caminando.
Se montaron en el Aston Martin y condujo hacia el General, a apenas diez minutos. Cuando aparcaron, ya los esperaban Mauro y Bruno.
Habían transcurrido ya tres días desde su regreso de Los Hamptons. Habían estado tranquilos, disfrutado de su hijo, paseado por las calles, almorzado en restaurantes los tres solos como una verdadera familia, dormido juntos, charlado de tonterías, pero los besos ardientes y las caricias secretas se habían quedado en Los Hamptons...
Pedro estaba en un persistente estado de excitación. Horrible. Frustrante. Impotente. Su erección no se serenaba. Era tal su deseo hacia su rubia, que se estaba convirtiendo en un problema. Se sentía patético. La deseaba tanto como la amaba. Tenía que estar a menos de un metro de distancia de Paula, si no, se enfadaba y celaba. ¡Profesaba celos hasta de su propia familia! ¡Ridículo!
Ella, además, lo cuidaba a él con la misma entrega y ternura que a Gaston.
Eso era algo novedoso para Pedro, algo que lo desorientaba sin cesar, pero que le robaba el aliento, que lo desbordaba. Paula estaba pendiente de él y del bebé. Se sentía mimado, incluso querido, se emocionaba como un niño pequeño ante la chuchería más grande del mundo. ¿Llegaría su enfermera a amarlo, a corresponder sus sentimientos? Las ilusiones crecían en cada amanecer, cuando ella le besaba la mejilla en la cama y sonreía, somnolienta, como una diosa, hermosa, tentadora y cariñosa.
Sin embargo, desde la última noche de la luna de miel, había optado por no buscarla. Desde que habían hablado, desde que Paula le había confesado su miedo a que Pedro solo la viera como un ligue más, a que se cansara de ella
por el tema del sexo, decidió que la mejor manera de demostrarle lo contrario era no hacerle el amor, por muy desesperado que estuviera. Necesitaba que fuera su mujer quien se lo pidiera o lo buscara, segura y confiada en él.
A eso se le añadía lo distraída que había estado. Pedro se consideraba una persona que podía atisbar determinadas cosas que para el resto eran invisibles. Y Paula estaba muy nerviosa por volver a trabajar. A veces, la descubría con la mirada perdida, y la noche anterior, además, se había quejado de migrañas.
—Os acompaño —anunció él, al entrar en el General por la puerta lateral.
Se montaron en el ascensor para uso exclusivo del personal. Mauro salió en la tercera planta, después de besar en la mejilla a su cuñada y desearle suerte; ella dibujó una sonrisa débil como respuesta. Continuaron hasta el quinto piso: Neurocirugía.
Bruno se acercó a la recepción y preguntó por la jefa de enfermeras, Emma Clark, una mujer de treinta y seis años, divorciada, morena teñida de pelo y ojos negros y fríos. Pedro la conocía demasiado bien porque ella se le había insinuado en varias ocasiones. La había rechazado siempre, no por su físico, era atractiva y poseía un cuerpo esbelto y bonito, pero Emma era una arpía, aunque Bruno estaba muy contento con su eficiente trabajo.
—La reunión será en diez minutos —le dijo Bruno a Clark.
La jefa de enfermeras miró a Pedro y le dedicó una sonrisa coqueta. Él carraspeó, incómodo, arrugó la frente y rodeó la cintura de su mujer. Emma, entonces, frunció el ceño.
—Por supuesto, doctor Alfonso.
—Gracias, Emma —se giró—. ¿Te quedas a la reunión, Pedro?
—Sí, yo...
—No —lo interrumpió Paula—. De ninguna manera —tiró de su brazo y lo arrastró a un rincón para que nadie los escuchara—. Vete, por favor. No quiero que te quedes. No quiero que mi marido me proteja, ¿entiendes? Ya te lo comenté antes de irnos a Los Hamptons. Por favor.
—Soy tu marido y te protejo porque me da la puta gana —contestó en un tono bajo y firme.
—Pedro, por favor... —le suplicó.
—Está bien —accedió a regañadientes—, pero bajaré a verte cuando me plazca.
Ella sonrió y le besó la mejilla. Pedro se ruborizó y refunfuñó. El gesto le encantó y le incrementó las pulsaciones. Se contuvo para no besarla en la boca, porque anhelaba devorar sus labios.
Cuatro malditos días sin besarla...
Masculló una despedida y ascendió por las escaleras al siguiente piso, Oncología, su planta.
Todos los pisos eran iguales, excepto dos: el último, donde se encontraban el despacho del director y las salas de juntas, y el suyo, más grande y amplio porque contenía los laboratorios dedicados exclusivamente a la investigación contra el cáncer, una tercera parte de la planta de Oncología.
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