sábado, 7 de diciembre de 2019
CAPITULO 124 (SEGUNDA HISTORIA)
—Su hermano pequeño acaba de irse, doctor Alfonso —le dijo Bonnie en el despacho, acariciándose el redondeado vientre de forma distraída.
—¿Y mi mujer? —se ajustó la bata blanca.
—No la he visto. El doctor Bruno me pidió que lo avisara cuando usted llegara.
—Ya lo hago yo. Gracias, Bonnie.
Salió al pasillo y se encaminó hacia la planta de Neurocirugía, así visitaba a Paula, la echaba terriblemente de menos. Se había vuelto dependiente hasta de su sombra. Cada vez que tenía un hueco libre, descendía al quinto piso y la espiaba, maravillándose de lo bien que trabajaba, lo mucho que se esforzaba y hasta lo fácil que le resultaba ser enfermera. Se entregaba la que más y siempre sonreía a todos los pacientes, les hablaba con dulzura y los trataba con cariño. Y si él se cruzaba con alguno de esos enfermos, lo felicitaban por la extraordinaria esposa que tenía. La enfermera Alfonso era la mejor. En menos de dos meses, se había ganado el respeto y el puesto con creces. Pedro no podía estar más orgulloso.
Tocó la puerta del despacho de Bruno y entró.
Su hermano estaba sentado en la silla de piel detrás del escritorio, leyendo unos informes.
—¿Me buscabas, Bruno?
El aludido levantó la cabeza. La expresión de gravedad de su recto semblante lo sorprendió.
—¿Le ha pasado algo a Nicole Hunter? —se preocupó él, acercándose a la mesa.
—Sigue igual —hizo una mueca. Cogió una carpeta y sacó una ecografía cerebral que le ofreció—. Dime qué ves.
Pedro la aceptó y avanzó hacia la derecha.
Ubicó la imagen en el negatoscopio, el dispositivo que permitía ver las radiografías a través de un sistema de iluminación por transparencia del negativo, colocado ante un vidrio esmerilado. Se cruzó de brazos y frunció el ceño. Había una diminuta mancha en el lado derecho del cerebro.
—Neoplasia —anunció él sin dudar—. ¿Está extendido?
—No. Está muy bien localizado. Es muy pequeño.
—Ausencia de necrosis y hemorragia.
La neoplasia, comúnmente, se denominaba cáncer, una masa anormal de tejido, en términos médicos. Y ese paciente, la tenía. Era muy pequeña, pero lo suficiente como para atisbar la irregularidad del cerebro.
—¿Capacidad visual, auditiva...? ¿Le has hecho ya todas las pruebas? — preguntó Pedro, girándose para mirar a Bruno.
—Todavía no. Te esperaba a ti.
—¿A mí? —repitió él, extrañado.
En ese momento, Mauro entró y clavó los ojos en Bruno. Ambos estaban demasiado serios.
Entonces, Bruno observó a Pedro unos interminables segundos y dijo:
—Hace un rato, Paula se desmayó. Estábamos subiendo los tres de la cafetería en el ascensor cuando empezó a encontrarse mal.
Pedro sufrió un shock. Dejó de respirar.
Palideció. Se acercó al negatoscopio. Un pánico atroz engullía su cuerpo a pasos agigantados.
Abajo, a la izquierda de la ecografía, estaba transcrito el nombre de la paciente.
—Dios mío...
Se le doblaron las rodillas. Retrocedió. Sus hermanos lo agarraron y lo sentaron en el único sofá.
—La he ingresado, Pedro —le comunicó su hermano pequeño—. Todavía está dormida. Tammy no se ha separado de ella y le he pedido que, en cuanto se despierte, me avise. Solo he podido realizarle la TC.
—Dios mío... —comenzó a sudar y, en un arrebato, se levantó y se quitó la bata a manotazos—. El problema no era la píldora... ¿Cómo he podido estar tan ciego?
—No lo podías saber, Pedro. Y lo has analizado tú mismo —intentó tranquilizarlo Bruno—. Es una mancha pequeña y bien localizada. Hay que realizarle las pruebas y operarla cuanto antes.
No puede ser... No es cierto... Es una pesadilla...
—Le he hecho la TC porque me olía algo —Bruno se encogió de hombros —. Cuando se desmayó el domingo y le pregunté, tú te enfadaste por el interrogatorio, pero me resultaban muy extraños los persistentes e intensos dolores de cabeza, además de la cantidad de horas que duerme. Y tras otro desmayo, por las dudas... —suspiró—. Lo siento, Pedro.
—Mírame, Pedro —le pidió Mauro, zarandeándolo por los hombros. Sonrió con tristeza—. No pasa nada. Bruno la operará y, en pocas semanas, nos habremos olvidado de esto. ¿De acuerdo?
—Además —continuó el pequeño de los Alfonso sin elevar el tono íntimo y respetuoso—, Paula dijo que la somnolencia le sucedía desde que regresó a Boston. Y la mancha es muy pequeña, lo que significa que la expansión es muy lenta. Eso es buena señal, Pedro.
Él se soltó con brusquedad. Su cuerpo iba a explotar de un momento a otro.
—¿Dónde está? —exigió Pedro, poniéndose la bata de nuevo.
—En la habitación quinientos dos, pegada a Nicole.
—¿Lo sabe alguien más?, ¿lo sabe ella? —se atrevió a formular.
—Solo Tammy, nadie más, ni siquiera Paula.
No esperó un segundo más, salió al pasillo.
Justo enfrente del despacho de Bruno, se encontraba la estancia quinientos dos: cerrada. Con manos temblorosas, giró el picaporte y empujó. La jefa de enfermeras de Neurocirugía se levantó de la silla del lado de la cama en cuanto lo vio.
—Doctor Alfonso —saludó Tammy, compungida, con los hombros caídos y una desolación en la cara imposible de esconder.
—Sigue dormida... —afirmó él en un susurro quebrado por la emoción.
La enfermera acarició la mano de Paula y se marchó.
Pedro se aproximó despacio. Se sentó en el borde de la cama y le retiró los mechones de la frente. Un nudo comprimió su corazón. Tenía el dulce rostro ladeado hacia él; ojeras, tez mortecina, labios entreabiertos y anémicos...
Llevaba el camisón blanco del hospital; sus serpentinos cabellos sueltos alcanzaban su pecho; los brazos se hallaban extendidos a ambos lados de su cuerpo y en la muñeca derecha le habían colocado la vía. La sábana la cubría hasta la boca del estómago.
Él respiró hondo de forma irregular, enlazó una mano con la de ella y rozó sus nudillos. De repente, Paula gimió y alzó los párpados con pesadez, sonriendo débilmente al verlo.
—Soldado... —fue a desperezarse, pero se topó con la vía. Se asustó—. ¡Pedro! —se sentó de golpe.
—No te muevas —la obligó a tumbarse—. Tranquila... —se mordió la lengua. Tragó infinitas veces—. Paula...
Su mujer se alteró tanto al escuchar su nombre en tales circunstancias que se le aceleró la respiración.
—Pedro, ¿qué hago aquí? —las lágrimas se agolparon en sus exóticos ojos desalentados—. Pedro... ¡Pedro!
Él se sobresaltó, despertando del trance.
Procuró sonreír. Imposible.
Procuró serenarse. Imposible. Procuró encontrar un timbre de voz normal.
Imposible.
—Tenemos que hablar, rubia...
¿Estaba preparado? ¿Lo estaría ella? Dios mío...
Se lo contó.
Y la reacción de ella lo desarmó... Paula estalló en llanto. Gritó. Lo empujó.
Lo echó de la habitación.
Y discutieron.
—¡Que me dejes sola, imbécil!
—¡Por supuesto que no te voy a dejar sola!
Ella forcejeó con la vía mientras salía de las sábanas.
—¡Ya basta! —exclamó Pedro, deteniendo sus movimientos e instándola a recostarse.
Paula le golpeó el pecho con rabia, pero él la abrazó.
—¡Suéltame! ¡Déjame en paz! ¡No!
Al instante, ambos lloraron, temblando, demostrando el pánico que sentían a perderse...
Ella lo nombró a él y a Gaston sin cesar...
Bruno y Mauro se presentaron en la habitación al oír tanto jaleo, pero se marcharon en cuanto comprobaron lo que sucedía.
—Pedro... no me dejes sola... por favor... —le rogó, entre sollozos, aferrándose a su cuerpo, rehilando con pavor.
—Nunca, rubia... Nunca...
Se tumbó, acunándola en el pecho. No se despegaron ni hablaron más el resto del día. Sus hermanos se encargaron de contárselo a la familia. Se presentaron todos tras enterarse, y sin poder ocultar la tristeza ni el miedo.
Juana y Ale se hundieron... Quisieron tocar a Paula, abrazarla, pero ella no se separaba de Pedro, sino que se apretaba más contra él cuando alguien se acercaba, escondiendo la cara en su cuello, cerrando los ojos y vibrando aún más. Los Chaves lo comprendieron y lo aceptaron, aunque supusiera un aumento horrible de su dolor; Catalina y Samuel los llevaron a la cafetería para que se despejaran.
El hospital ya estaba al tanto a última hora del día. Se había corrido el rumor. Algunas compañeras de Paula quisieron visitarla, pero ella se negó a ver a nadie. No cenó.
Fue la primera noche de las más largas de sus vidas...
CAPITULO 123 (SEGUNDA HISTORIA)
El viernes, Pedro se escapó del trabajo a la hora del almuerzo para comer con su suegra, su cuñado y su madre en la mansión Alfonso. Juana y Alejandro ya estaban al tanto del apartamento que les había comprado y habían puesto el grito en el cielo al enterarse. No obstante, al fin lo aceptaron. Decidieron, para evitar una posible discusión entre él y Paula, que esta jamás se enterase de que él lo había pagado.
—¿Se sabe algo de Melisa? —se interesó su suegra, retorciéndose los dedos en el regazo—. No me atrevo a salir de aquí, por si la vemos.
Estaban en los sillones del salón.
—Te lo he dicho muchas veces, mamá —la increpó Alejandro, enfadado—. Siempre dejas que Melisa y papá se salgan con la suya. ¡Estoy harto! —alzó los brazos al techo. Se levantó del sofá—. Siempre la misma historia... Ahora que nos hemos ido, ¿tenemos que escondernos? —se tiró del pelo con fuerza —. ¡Me niego!
Juana ahogó un sollozo, a punto de llorar.
—Tranquilízate, Ale —lo reprendió Pedro, incorporándose—. Tu madre se acaba de separar. Dale tiempo, porque una cosa es ser el hijo que ve cómo su padre maltrata a su madre —apretó la mandíbula—, y otra bien distinta es ser tu madre en esa situación. Son muchos años.
La estancia se silenció. Todos los pares de ojos se desorbitaron.
—Perdona, Juana —se disculpó él—, no debí...
—No, Pedro —lo interrumpió—. Tienes razón —se puso en pie—. Ale también tiene razón. Además, ya es hora de mudarnos, llevamos demasiados días abusando de tu hospitalidad, Catalina.
—¡Ah, no! —se quejó Catalina, tomándola de las manos—. Eso sí que no. Esta es vuestra casa. Podéis quedaros —mostró una sonrisa radiante— hasta que amuebléis la nueva. Y hay que inscribir a Ale en un instituto. En el que estudiaron mis hijos tiene una reputación muy buena. Conozco al director, es amigo de Samuel. Lo llamaré ahora mismo —cogió el móvil de la mesita y telefoneó a su marido.
Pedro adoraba a su madre. Siempre tenía una respuesta y una solución para todo y era tan persistente como él. Físicamente, solo se parecían en la nariz, pero, en cuanto a personalidad, lo único que los diferenciaba era que su madre tenía una paciencia infinita y Pedro, no.
Se despidió de todos y regresó al hospital.
CAPITULO 122 (SEGUNDA HISTORIA)
No me lo puedo creer... Primero, mi rubia y, ahora, mi cuñada... ¡Pero este tío de qué va, joder!
—¿Paula? —pronunció Howard, que apareció por el hueco que había a la derecha, cerca del escritorio de cristal, situado al fondo.
Pedro reconoció que James poseía un gusto impecable, pues no solo el hotel era increíble, parecía que el despacho iba a juego con el estilo innovador, luminoso y espacioso del edificio.
Melisa Chaves sonrió, entornando los ojos, antes de acercarse a Howard y colgarse de su cuello con familiaridad y coquetería. Ariel se tensó y sus pómulos se tiñeron de rubor.
Delicadamente, retrocedió, soltándose del agarre. Ella frunció el ceño por el rechazo y alzó el mentón.
—Howard —lo saludó Pedro, extendiendo una mano.
—Alfonso —se la estrechó.
Eran rivales, las chispas venenosas que se dedicaban siempre no habían desaparecido.
—¿Qué haces aquí, Melisa? —inquirió Paula, rechinando los dientes, conteniéndose, reaccionando al fin.
—¿Os conocéis? —preguntó Howard, extrañado.
Pedro observó a su cuñada, analizando cada uno de sus gestos, escrutando cualquier atisbo de la maldad que la caracterizaba. Primero, había intentado ligar con Bruno en la boda, luego, se había ofrecido al propio Pedro y, ahora, ¿Ariel Howard?
Malo, campeón, muy malo...
—Es Eli —anunció Melisa, adelantando una pierna, enfundada en medias.
Su aspecto seguía siendo el de siempre: vestido ajustado rojo, escote pronunciado, tacones de aguja altísimos, largos cabellos sueltos alisados y ojos de un azul glaciar.
—¿Tu hermana Eli? —pronunció Ariel en un hilo de voz, pálido—. Pero si se llama Paula...
—Elisabeth Paula Chaves —señaló Melisa, sonriendo— es mi hermana Eli...
—Alfonso—gruñó Pedro, corrigiéndola, cruzándose de brazos en el pecho—. Paula Alfonso, Melisa, que no se te olvide.
Lanzó la advertencia con dos propósitos: defender a su mujer, porque odiaba su primer nombre, y recalcar el hecho de que era suya. Y su cuñada lo entendió, enrojeció de rabia y le dedicó una mirada de indiscutible odio.
—¿Qué diantres haces aquí, Melisa? —repitió Paula, alterada, apretando tanto el carrito que sus nudillos se tornaron blancos.
—¿Acaso no es obvio, Eli? —se giró y contempló a Howard unos segundos, suspirando—. He venido a ver a mi novio. Tengo unos días libres en la clínica.
—¿No...? ¿Novio?
Pedro reprimió una carcajada incrédula.
—Y, ya de paso —continuó Melisa, que en ese momento comenzó a juguetear con la corbata de un estático Ariel—, ver a mamá.
—¡Ni se te ocurra! —estalló Paula, que avanzó hacia la extraña pareja—. Por eso estás con Ariel, ¿a que sí? —la apuntó con el dedo—. A mí no me engañas, Melisa. Pero ¿sabes qué? —se rió sin humor—. Ariel no tiene la más remota idea de dónde vivo, ni dónde viven mamá y Alejandro —miró a Howard, sin disimular la traición que sentía—. Habíamos venido para charlar un rato y que vieras a Gaston, pero debimos llamar antes —se giró y condujo el carrito hacia la puerta de acero—. Vámonos, Pedro.
Él acató la estricta orden al instante, aunque con cierto recelo. Su cuñada sonrió satisfecha y Ariel ni siquiera se inmutó.
—¿Estás celosa? —quiso saber Pedro cuando salieron al pasillo, agarrándola de la muñeca para frenar su avance.
Ella dio un respingo. Parpadeó, confusa.
—Pero ¿qué...? —se tambaleó, de pronto.
Él se asustó y la sujetó por la cintura.
—No me encuentro bien, Pedro... —se quejó Paula, tocándose la sien.
Pedro respiró hondo para calmarse. Telefoneó a Mauro para que los recogiera con el coche. No se arriesgaría a volver a casa caminando, aunque fueran quince minutos. Ayudó a su mujer a sentarse en uno de los sillones del hall, y esperaron la llegada de su hermano.
Una vez entraron en casa, ella se puso el camisón y se metió en la cama, con el cuerpo debilitado y un condenado dolor de cabeza. Él le cambió el pañal al niño, lo vistió con el pijama y se dirigió a la cocina con el bebé para prepararle el biberón. Gruñó una y mil veces. Gruñó infinitas veces.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Bruno, descalzo, en camiseta y en vaqueros, en la cocina—. Déjamelo a mí, tú prepárale la cena —tomó a Gaston en brazos y se acomodó en uno de los taburetes—. ¿Qué te pasa, Pedro?
—Se ha mareado —declaró Pedro, al introducir el frasco en el microondas para calentarlo.
—¿Otra vez?
—Sí... —suspiró, pasándose las manos por la cabeza, desquiciado—. Se ha acostado.
—Le duele la cabeza —afirmó su hermano, grave y en voz baja.
—¡Sí, joder!
El bebé se sobresaltó, pero Bruno lo acunó en el hombro y se relajó de inmediato. Pedro apoyó las caderas en la encimera, junto a la vitrocerámica.
Mauro se unió a ellos en ese momento, sentándose en el otro taburete.
—Howard tiene novia —les contó a sus hermanos—. Melisa Chaves.
—¡¿Qué?! —exclamaron los dos al unísono, atónitos.
—Paula y yo fuimos a su hotel y la vimos en su despacho. Se presentó como su novia y él no lo negó. De hecho —sonrió sin humor—, se quedó bastante traspuesto al enterarse de que Melisa y Paula son hermanas.
—Qué raro, ¿no? —comentó Mau, recostándose en la barra americana con los codos.
—De raro, nada —apuntó él, con los ojos fijos en el suelo—. Y tampoco es ninguna casualidad que, justo cuando Juana se separa del gilipollas de Antonio —escupió con desagrado—, Melisa haga una visita a su novio. Dice que se ha cogido unos días de vacaciones para ver a Howard. No me creo nada —los miró—. Tengo que contaros algo...
Sacó el biberón del microondas, ajustó la tetina y cogió a su hijo para darle de cenar en el sofá del salón, mientras les relataba el pasado de Paula: su infancia, su anorexia, su adolescencia, incluso el incidente de Diego, su huida de Nueva York, el octavo cumpleaños de Alejandro, los castigos a su suegra...
Todo. No omitió detalles. Mauro y Bruno, como era de esperar, enmudecieron un par de minutos, asimilando la información.
—¿Crees que Melisa se ha acercado a Howard para poder controlar a tu suegra como ha hecho siempre? —pensó Bruno, en el suelo, con las piernas flexionadas.
—No solo eso —convino Pedro en voz baja para no asustar a Gaston, que comía tranquilo—. No olvidéis su amenaza en mi boda. Me dijo que se encargaría personalmente de demostrarnos a Paula y a mí lo mujeriego que soy —gruñó—. ¿Qué se traerá entre manos? —chasqueó la lengua.
Continuaron murmurando sospechas y más sospechas sin llegar a ninguna solución ni a ninguna conclusión. Melisa era ahora la pareja de Howard y estaba en Boston, lo que significaba que algo quería, pero ¿qué?
Los interrogantes persistieron en su mente, agitando su interior, durante el resto de la semana. A eso se le añadía el malestar que padecía su mujer: estaba ojerosa, apenas conciliaba el sueño, se despertaba sudorosa y estremecida, los mareos no cesaban, las náuseas se sucedían, aunque no vomitaba, y las migrañas no desaparecían. Había dejado de tomarse la píldora anticonceptiva de inmediato y cuidaba mucho su alimentación, sin embargo,
Pedro no atisbaba cambio ninguno. Ella, además, fingía alegría con él y se esforzaba con el niño. Hacía muecas cuando se agachaba. No lo engañaba.
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