miércoles, 23 de octubre de 2019

CAPITULO FINAL (PRIMERA HISTORIA)




Minutos más tarde, se metía en el Rolls Royce con la ayuda de Manuel. Verlo, la turbó.


—¿Tantos nervios tienes que ni siquiera me dices hola? —sonrió su amigo.


Permaneció en un tenso silencio casi todo el trayecto.


—Manuel... —lo miró, aterrada—. Quiero que sepas que yo no tenía ni idea, te lo prometo, pero...


—¿De qué estás hablando? —arrugó la frente.


El coche se detuvo a unos pasos del Hospital General de Massachussets.


Un sinfín de reporteros y flashes se agolpaban a ambos lados de la alfombra blanca con pétalos azul turquesa que conducía a la puerta principal.


—No te entiendo, peque —le dijo Manuel—, ya me lo explicarás en otro momento. Ahora, te toca a ti —se inclinó y la besó en la frente—. Espera que te abro.


Paula despertó del trance y se percató, al fin, del lugar donde se hallaba.


¡Ay, madre mía!


Su amigo-padrino la ayudó a descender del automóvil, le sonrió y le ofreció el brazo izquierdo. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Paula, que sujetó el ramo en la mano izquierda y aceptó el gesto.


—Menudo frío, joder... —se quejó Manuel—. Es que solo se os ocurre a vosotros casaros la mañana de Nochebuena.


Ella se echó a reír y emprendieron la marcha hacia el hospital. Bajaron las escaleras hacia la cafetería, el sendero que marcaba la alfombra especial que habían colocado.


Los niños se arremolinaron a su alrededor en el último peldaño, chillando a coro:
—¡Cenicienta ya está aquí!


Ava, una muñequita vestida de azul turquesa, medias, diadema y zapatitos blancos, acudió junto a Paula, portando en las manitas el cojín donde descansaban los anillos.


—¡El príncipe Pedro está guapísimo! —gritó la niña, eufórica.


Jorge había movilizado al hospital al completo para que el sueño de Paula se hiciera realidad: casarse con Pedro donde se habían conocido.


A la izquierda, al fondo, en la pared a modo de cristalera, habían dispuesto un pequeño templete sencillo y blanco. Giraron a la derecha para continuar hasta el inicio del paseíllo. Los numerosos invitados se levantaron de las sillas forradas de tela blanca, a los dos lados de la alfombra, silenciando sus voces y ahogando exclamaciones de asombro ante la novia. De repente, el vals de La Cenicienta resonó en el espacio, gracias a los altavoces en las esquinas del techo. Giraron ahora a la izquierda, colocándose en posición. Ava se paró delante de ellos, seria y concentrada.


—¿Preparada, peque? —le susurró su amigo al oído.


Paula miró a Pedro, que estaba con Samuel, al final del paseíllo, esperándola. Su vientre sufrió un pinchazo al verlo tan, pero tan, extraordinario, con un chaqué deliciosamente entallado: la chaqueta, los pantalones y los zapatos eran negros y brillaban; el chaleco y la corbata, grises; la camisa, blanca; y el pañuelo de seda del bolsillo de la levita, azul turquesa. Los cabellos se los había peinado casi perfectos, pues sus ondas se revelaban, como siempre, aportándole ese travieso matiz que potenciaba tanto su atractivo. Las gafas completaban su impactante imagen.


A Paula se le secó la garganta. Su corazón se ralentizó hasta casi apagarse.


—De verdad que no hay un hombre más guapo que él... —suspiró de forma distraída, hechizada por su futuro marido.


En ese momento, Rocio surgió para acompañar a la niña. Paula notó que Manuel se quedaba rígido y le pellizcó el brazo. Manuel se sobresaltó, y comenzaron.


Mientras recorría el pasillo, Paula recordó los últimos meses. Sonrió.


Carlos Chaves aceptó la idea de Samuel y Catalina de entrevistarse con el mejor cirujano plástico del país. La operación se llevó a cabo seis meses atrás y el resultado fue... indescriptible. Cuando le retiraron las vendas del rostro, ella y Sara lloraron de felicidad al ver, al fin, la cara de Carlos Chaves después de ocho años. No estaba exactamente igual, pero la intervención había sido un rotundo éxito. Además, las quemaduras del resto del cuerpo estaban cicatrizando de forma milagrosa gracias a un nuevo tratamiento. Su padre había estado tanto tiempo aislado del mundo, que no se había interesado por los importantes cambios que había experimentado la medicina en cuanto a la
cirugía plástica.


Y ahí estaba Carlos, sosteniendo en brazos a su nieta, Caro, pelirroja como Paula y de ojos grises como Pedro; dormía con la cabeza recostada sobre el hombro de su abuelo. Pau besó a su bebé de tres meses y su padre la besó a ella. Carlos había preferido cuidar de su nieta y no ser protagonista, por lo que le había pedido a Manuel que fuera su padrino. Paula contempló a su padre, incapaz de sentirse más dichosa que en ese instante.


Y pensar que, por papá, mi doctor Alfonso se especializó en pediatría... Es el destino...


—Qué guapo estás, papá...


—Te pareces tanto a tu tía, cariño —la abrazó, con cuidado por la bebé.


Paula suspiró y se dio la vuelta, en dirección a...


—Mi doctor Alfonso.


Las lágrimas estallaron al fin.


El padrino entregó a la novia. Pedro la tomó de la mano libre, la levantó y le besó la cara interna de la muñeca. Ella se mordió el labio, reprimiendo un gemido.


—Estás impresionante, bruja —le susurró al oído, antes de mordisqueárselo.


—Pues no has visto lo mejor, doctor Alfonso...


Paula se alzó la falda del vestido para mostrarle las Converse que se había comprado para la boda: azul turquesa y gris, la combinación perfecta.


El doctor Alfonso dibujó una lenta sonrisa en su rostro, irresistible...





CAPITULO 146 (PRIMERA HISTORIA)




—¡Rocio! —chilló Paula, antes de salir corriendo al encuentro de su amiga.


—¡El vestido, niña! —la regañó su abuela.


Pero Paula y Rocio se abrazaron, brincando de felicidad.


—¡Estás guapísima! —le dijo Paula a su amiga.


—¡Y tú estás increíble! —la contempló, con las lágrimas a punto de explotar.


Paula la observó con asombro. Rocio estaba muy cambiada, tenía el pelo mucho más largo y su figura había sufrido una transformación, poseía sus características curvas, pero estaba más estilizada, más seductora, más glamurosa, su largo vestido de seda así lo demostraba, de color azul turquesa, elegido por Paula.


—¿Y Ariel? —se interesó.


Moore sonrió y se giró hacia la puerta.


—Ariel, puedes pasar —elevó el tono de voz para que Howard la oyera.


Él apareció ante ellas, con un bebé en los brazos. Stela, Catalina, Sara y Paula enmudecieron. Rocio se rio, cogiendo al niño. Ariel besó a la enfermera en la mejilla, con ternura.


—Os presento al pequeño Gaston —anunció Moore.


La señora Alfonso se acercó lentamente, analizando al niño.


—¿Qué es esto que tiene aquí? —preguntó Catalina, con el ceño fruncido, bajándole el cuello de la camisa al bebé—. ¡Ay, Dios mío! — desorbitó los ojos, retrocediendo.


Paula también lo vio. Era un curioso lunar que su preciosa hija de tres meses, Caro, casi del mismo tamaño que Gaston, tenía en la nalga derecha, el mismo que Catalina Alfonso poseía en el tobillo, marca registrada de la familia.


—¿Cuánto tiempo tiene? —se inquietó Paula—. ¿Por qué no me lo has contado, Rocio? ¡Eres mamá!


Su amiga palideció y se marchó con Ariel, sin responder.


—Catalina, reacciona —le pidió Paula, zarandeándola del brazo.


—Es... Gaston es... es mi nieto... —susurró la señora Alfonso, en un tono apenas audible. Carraspeó—. Tengo que hablar con ella ahora mismo. Nos veremos en la iglesia —y se fue.


—Vamos, señorita, falta el velo —la instó Stela, la diseñadora de su traje de novia.


Cuando Paula observó su propio reflejo en el biombo del probador de la señora Michel, formado por espejos altos y anchos, contuvo el aliento.


El exquisito vestido blanco era sencillo, de seda, de manga larga y estrecha, cuello redondo, sin escote, ceñido hasta las caderas, donde se habían bordado flores en color gris perla, a modo de fajín de cinco centímetros, y detrás, justo al inicio del trasero, desde el borde del cinturón, se ampliaba la falda con una cola de un metro. El suave y delicado velo de tul de seda se lo anudó Stela a la trenza de raíz que recogía sus cabellos, en lo alto de la cabeza.


Respiró hondo y agitó las sudorosas manos. Su abuela le entregó el ramo de flores silvestres. Las tres se abrazaron, emocionadas.




CAPITULO 145 (PRIMERA HISTORIA)




Y la pareja regresó en taxi a casa. No obstante, en lugar de dirigirse al parking del edificio, Pedro pulsó el botón número catorce del ascensor; el BMW podía esperar, ellos, no... Y la llenó de húmedos mordiscos. Los gemidos se les escaparon sin control. Se devoraron, rozándose un cuerpo contra otro.


Sin embargo, Paula lo frenó al entrar en el piso. 


Él gruñó.


—No, no —chasqueó la lengua—. Espérame con Pepe Alfonso, y sin husmear, ¿queda claro? —imitó su tono mandón, apuntándolo con el dedo índice.


Pedro suspiró y obedeció, a regañadientes. Se quitó la americana, que dejó en el respaldo del sofá. Abrió la terraza. El cachorro de Terranova, el mejor regalo que, en efecto, había recibido en su vida, se lanzó a sus piernas.


Se sentó y le lanzó la vieja pelota de tenis, pero el adorable perrito solo deseaba caricias.


—Cierra los ojos —le pidió ella, a su espalda.


Él acató el mandato, ansioso por la sorpresa. 


Entonces, un olor fresco, afrutado y...


—Chocolate... —suspiró Pedro, alzando los párpados, y se quedó paralizado.


Paula, sonriendo con timidez, se acomodó enfrente. Sostenía un plato con trocitos de pomelo rociados de chocolate caliente. Pepe Alfonso ladró, saltando hacia la comida.


—¿Le apetece, doctor Alfonso?, ¿o todavía no está preparado para catar el pomelo? Tengo entendido que le gusta mucho, pero que hace meses que no lo prueba.


Pedro se sacudió la muñeca para contemplar la hora del reloj, las doce y un minuto.


—Hoy, hace justo once meses que no lo como —declaró él, con la voz áspera—. Y es cierto —se inclinó y le arrebató el plato de la mano—, es mi fruta favorita. No obstante —cogió una de las pequeñas fracciones, manchándose los dedos, y la acercó a la boca de Paula—, no soy de los que deja una sola miga y, aquí, veo más pomelo fuera del plato...


Ella entreabrió los labios.


El doctor Pedro Alfonso colocó el trocito entre sus dientes y... se apoderó del pomelo de su vida...