sábado, 21 de diciembre de 2019

CAPITULO 14 (TERCERA HISTORIA)




¡Pedro Alfonso estaba en su casa! Su esbelto cuerpo y su insuperable presencia absorbían por entero la acogedora luz del lugar, creando a su alrededor esa aura mística que la inundaba de seguridad, de paz.


Él depositó la bolsa en el sofá. La funda la dejó sobre la tarima.


—¡El vestido! —chilló ella, sobresaltada. Gateó—. ¡Ay! —se lastimó, deteniéndose de pronto por el pinchazo que sufrió en la piel.


—Cuidado, que las tienes en carne viva —con la frente arrugada, se acercó a Paula, que en ese momento se había sentado flexionando las piernas, para comprobar las heridas.


Sin previo aviso, Pedro se agachó y la cogió en brazos, pegándola a su dura anatomía. Paula desorbitó los ojos. Se sujetó a su cuello en un acto reflejo. La acomodó en el sofá y le quitó las Converse celestes que llevaba, a juego con el vestido camisero y la cinta de los cabellos.


—¿Dónde hay un botiquín? —quiso saber él.


—En el baño. Está... —pero no terminó la frase porque Pedro ya se estaba dirigiendo hacia el dormitorio.


Era muy fácil examinar su pequeño loft, estaba todo a la vista. Se daba por hecho que el baño se encontraba al traspasar la cortina de suaves flecos; aun así, se asombró por la resolución de ese hombre y las confianzas que se estaba tomando. No la molestó en absoluto, le encantó que estuviera allí con ella y que se moviera con tanta seguridad por el espacio.


Ramiro apenas había cruzado la entrada de la casa el único día que había ido. Se había horrorizado por culpa de Adela, por lo que ni siquiera había recorrido el piso. Y se había quejado del tamaño, claro que, en comparación con su apartamento de cuatrocientos metros cuadrados, cualquiera criticaba los sesenta de Paula.


En ese momento, a ella se le cruzó un disparatado pensamiento que rápidamente desestimó, asustada.


No te hagas ilusiones, porque de lo único que te va a servir es para hundirte todavía más...


Pedro se sentó en el borde del sofá, le dobló las rodillas con manos cálidas y suaves que le erizaron la piel. Paula se sofocó por la cercanía y por su contacto, que parecía querer convertirla en cenizas de tanto como se estaba abrasando.


Eres patética, por si no lo sabías...


Él le limpió y fue a desinfectarle las magulladuras.


—Ay... —musitó ella.


—Escuece.


—A buenas horas...


Estuvo a punto de retroceder. Y se hubiera alejado de Pedro, pero la tenía bien agarrada con la mano libre por detrás de la rodilla.


—Lo siento —se disculpó él, con una risita.


—Soy yo quien lo siente —se disculpó ella de inmediato—. Tú me estás curando y yo me quejo como una cría. Perdona.


—Si te arrojara a unas vías justo antes de que pasara un tren, ¿también me pedirías perdón? —inquirió Pedro.


—Pero... —balbuceó—. Yo solo...


—Pides perdón por todo —la interrumpió, retomando la tarea con el ceño fruncido—, incluso cuando estás enfadada.


—Yo no estoy enfadada —farfulló, estirándose el vestido—. Yo nunca me enfado.


—Te estás tocando la ropa.


—¿Qué? —lo miró sin comprender.


—¿Recuerdas que hace tres días te di el alta? —le preguntó él, guardando el alcohol en el botiquín.


—Sí...


—Te enfadaste porque te pedí que te sentaras, aunque pareció que te lo ordené más bien, porque no dejé que te marcharas —no le soltó la pierna, a pesar de que había acabado—. Yo me senté a tu lado y tú huiste al extremo del sofá. Luego, me llamaste grosero, pidiéndome perdón por adelantado — aclaró, arqueando las cejas—. Te firmé el alta y te levantaste del sofá estirándote el vestido, sin mirarme —sonrió—. Sí te enfadas, Paula — permaneció unos segundos callado—. Y, ahora, como no te he avisado a tiempo de que podía escocerte el alcohol, has estado muy cerca de huir de mí. He notado un tirón en esta pierna —le apretó la pierna que aún estaba agarrando—. Y estoy seguro de que lo hubieras hecho si yo te hubiera soltado. Y, ahora, te estás estirando el vestido.


Paula lo contempló boquiabierta.


—Si quieres —se inclinó Pedro—, te cuento también lo que hiciste el día de mi cumpleaños.


—¿Qué hice? —articuló ella, embobada en sus palabras, sin percibir la escasa distancia existente entre ambos.


Yo nunca me enfado... Bueno, sí me enfadaba, con Lucia, que me sacaba mucho de quicio, me picaba siempre, pero hace tanto de eso... Hace tanto que no...


—También te enfadaste —convino él. Su voz baja se convirtió en un áspero susurro. Sus ojos brillaron intensamente—. Cuando te acompañé a casa y te dije que no te adelantaras a los acontecimientos, que esperaras un tiempo hasta hacer tu vida normal, me regañaste, te estiraste el vestido y huiste a la puerta de tu portal.


—Yo nunca me enfado...


—Conmigo, sí —le aseguró Pedro al oído.


—Contigo, sí...


¡¿Quieres hacer el favor de reaccionar?!


Paula se percató de lo cerca que estaban al notar su aliento en la oreja, afectándola tanto que le resultó imposible moverse.


—Me gustas enfadada, aunque te prefiero nerviosa, como lo estás ahora mismo —le confesó él, apoyando la mano libre en el sofá, junto a la cadera de ella—. ¿Sabes qué haces cuando te pones nerviosa?


—No...


—Nada, porque te paralizas —emitió un profundo suspiro—. ¿Te pongo nerviosa, Pauli?


—Pau —lo corrigió sin pensar.


—¿Pau?


Ella asintió despacio.


—Siempre he querido que me llamaran Pau, como mi primera muñeca — arrugó la frente—. Y nadie lo hace. Adoraba esa muñeca... —suspiró, nostálgica.


—¿Te confieso algo que estoy convencido de que tampoco sabes? —sonrió.


—Adelante, doctor Alfonso —se rio.


—Doctor Pedro —susurró él, ronco, observando sus labios—. Dilo.


—Pero en el hospital te llaman doctor...


—No me suelen llamar doctor Alfonso porque es mi hermano Mauro el doctor Alfonso—la cortó, negando con la cabeza—, pero nadie me llama doctor Pedro.


Ella sonrió otra vez, mientras levantaba las manos hacia su corbata, también sin darse cuenta.


—A mí nadie me llama Pau.


—Me gusta Pau.


—Y a mí me gusta doctor Pedro.


—A partir de ahora te llamaré Pau y seré la única persona que lo haga — se agachó lentamente hacia su boca, sin perder de vista sus labios.


Paula soltó la corbata, en efecto, paralizándose...


—¿Te pongo nerviosa, Pau? —le preguntó Pedro, deteniéndose a un milímetro de su boca.


—Sí...


¡Me va a besar!


Y, por raro que pareciera, estaba... tranquila. 


¿Qué clase de poderes tenía Pedro Alfonso?


—¿Qué... me ibas... a confesar? —logró formular ella entre resuellos irregulares.


—Que te pega Pau porque eres una muñeca —sin apartar los ojos de su mirada, le rozó los labios con los suyos en una caricia tan sutil que creyó imaginársela.


—Doctor Pedro... —gimió.


¿Acabas de gemir?


Paula desorbitó los ojos, horrorizada.


¡Que estás prometida!


Retrocedió, asustada. Se levantó del sofá.


—Esto está muy mal —señaló ella, frotándose la cara—. Perdona, Pedro.


—No me pidas perdón —se incorporó, muy serio—. No has hecho nada malo. He sido yo. Perdóname tú a mí —introdujo las manos en los bolsillos del pantalón.


Paula lo miró. Pedro la observaba... furioso. Ella avanzó. No soportaba verlo distante, enfadado, molesto... En realidad, odiaba que la gente se enfadara, mucho más si era por su culpa, por eso, procuraba siempre agradar a los demás para que se sintieran a gusto, así, también controlaba la situación y evitaba problemas. Sin embargo, con ese hombre en particular le sucedía justo lo contrario...


—Deberías comprobar los daños del vestido —le indicó él, siendo ahora el que retrocedía.


—¡Ay, cielos! —exclamó, de pronto, al recordar el desastre.




CAPITULO 13 (TERCERA HISTORIA)




Pedro la analizó de la cabeza a los pies, frunciendo cada vez más el ceño en su examen hasta terminar por gruñir. Se agachó para coger el vestido. Con un movimiento de cabeza, le indicó a Paula que precediera la marcha. Ella
parpadeó y obedeció, aunque sus piernas se resintieron. Sin embargo, los nervios impidieron que cometiera el ridículo de caerse de nuevo. 


Sacó las llaves de su bolso bandolera y abrió la puerta del edificio.


—Hola, querida —la saludó la señora Robins, descendiendo las escaleras.


—Hola, señora Robins.


—¿Quién es tu guapo acompañante? —sonrió hacia él, atusándose el blanquecino pelo corto, decorosa.


—Es un amigo. Discúlpenos, señora Robins —la rodeó y continuó hacia el ascensor.


—Soy Adela. Es un placer, muchacho —los siguió.


—Hola, Adela. Yo soy Pedro —respondió, sonriente y educado. Se colocó los paquetes en un brazo y le tendió una mano—. Encantado de conocerla.


La anciana se la estrechó, escrutándolo a conciencia como la entrometida que era. Paula se avergonzó, pero el elevador los interrumpió.


—Os acompaño y así os ayudo —insistió la señora Robins, metiéndose con ellos en el ascensor.


—No hace falta, nosotros...


—Ni hablar, cariño —se negó Adela, pulsando el botón correspondiente—. Sabes que me gusta conocer a los visitantes de mis inquilinos.


—Es que tenemos prisa, nosotros...


—¿Y cuál es tu apellido, muchacho? —la cortó adrede—. El caso es que me suena tu cara —apoyó una mano en su hombro.


Paula agachó la cabeza, entre enfadada y abochornada. La anciana no podía ser más cotilla, obstinada y pesada. Pedro carraspeó.


—Alfonso, Pedro Alfonso.


—¡Claro! —sonrió deslumbrante—. Tú eres el hermano pequeño de Manuel Alfonso. Menudo mujeriego estaba hecho, ¿eh? —se rio—. Me gusta mucho su esposa. Una mujer es lo que necesita un hombre para sentar la cabeza, ¿verdad que sí?


—Cierto, Adela —contestó él en un tono ronco.


Paula alzó la barbilla. Pedro procuraba fingir seriedad, pero las comisuras de su boca temblaban, y eso le robó una sonrisa a ella.


Llegaron a la última planta.


—¿Y no tienes novia, muchacho?


—No. Las buenas están comprometidas. Me quedaré soltero de por vida, creo.


Paula se ruborizó al escucharlo. Entró en su apartamento.


—La veré luego, señora Robins —cerró lentamente.


—¡Adiós, muchacho! ¡Un placer! —le gritó a través de la puerta.


Paula resopló, deslizándose hacia el suelo por la pared.


—Perdona, Pedro, Adela es...


—¿Chismosa? —ladeó la cabeza, divertido—. No te preocupes —caminó decidido hacia el salón, envalentonando el corazón de ella.




CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)





—No hace falta, Ramiro, yo... —comenzó Paula.


—Lo sé, pero ya sabes que me encanta vestirte —la cortó su novio con su sonrisa de suficiencia—. ¿No te gusta el vestido?


—Claro —se giró para entrar en el probador y quitárselo.


El vestido no era su estilo, hasta un ciego se daría cuenta, pero Ramiro deseaba pasearla como un trofeo por haberse convertido en su prometida, algo que ella aborrecía porque no era ningún objeto y prefería pasar desapercibida.


Su vida ya no era suya. No podía opinar ni decidir. Bueno, solo había opinado y decidido una única vez en sus veinticinco años.


Paula ya se había comprado un vestido más acorde a sus gustos, y le encantaba, pero su novio lo había desestimado tachándolo de soso. 


Ella le había pedido consejo a su madre. Un error, por supuesto: Karen y Elias Chaves adoraban e idolatraban a Ramiro, una especie de hijastro para ellos. Su padre lo había adoptado tras el escándalo de su futuro suegro, Hector Anderson, acontecido cinco años atrás. 


Su novio había acudido al Bufete Chaves suplicando un empleo y Elias se había apiadado enseguida de él, porque era el hombre más bueno del universo.


Su novio empezó en el puesto más bajo, de mensajero. Elias deseaba probarlo, pues decía que por sus venas corría la sangre del diabólico Hector, que necesitaba cerciorarse de que Ramiro no era malo. Y se sorprendió al descubrir lo trabajador y lo inteligente que era. 


Rápidamente, escaló en el bufete hasta convertirse en la mano derecha del dueño, consiguiendo, así, un veinte por ciento de las acciones de la empresa y un sueldo millonario.


—Estoy lista —anunció ella, entregándole el vestido a la dependienta que los había atendido.


Estaban en una de las tiendas más exclusivas de la ciudad, en su barrio, Beacon Hill. Al día siguiente, asistirían a la fiesta que siempre daba el Club de Campo por el inicio del verano. El Club de Campo era una institución deportiva para la élite de Boston, que contaba con secciones de golf, equitación, polo, pádel, tenis, natación, hockey sobre hierba, lacrosse y tiro deportivo.


La familia Chaves era miembro, pero nunca habían asistido a ningún baile, recepción o fiesta porque sus padres no se relacionaban con la alta sociedad, simplemente no les interesaba. Elias y Karen eran un matrimonio muy sencillo, con su grupo de ocho amigos de toda la vida que se reunían en una cena mensual y en vacaciones. Las cinco parejas se habían conocido en la universidad y, desde entonces, no se habían separado. A raíz de la muerte de
Lucia, la amistad creció, eso siempre decía su madre, muy agradecida por el apoyo.


—Necesitas zapatos, bolso y hora en el salón de belleza —le dijo su novio, que ofreció su tarjeta de crédito para pagar la compra.


Paula no se molestó en desestimar el regalo, era inútil. Ramiro siempre la había invitado a todo. Jamás había permitido que pagase nada.


Su prometido se pasó las manos por el pelo con extremo cuidado. Ella desvió la mirada para no reírse, pues los rubios cabellos de Ramiro siempre estaban engominados hacia atrás, estáticos, no los movería ni un huracán.


Se fijó en que la dependienta observaba, por completo embelesada, al abogado Anderson. Ramiro también se percató y le dedicó su seductora sonrisa. Paula se dio la vuelta y caminó por el establecimiento mientras espiaba el coqueteo entre su novio y la desconocida. Aturdía al sector femenino. Sus ojos azules desprendían un frío convencimiento en sí mismo, su postura erguida y altiva revelaba una fiera determinación y su cuerpo alto y vigoroso de gimnasio —dedicaba dos horas diarias a labrar sus músculos desde hacía años—, ofrecía una sólida ambición. Y nunca salía de casa sin el traje, la corbata y los zapatos de las marcas más caras. Su aspecto era siempre perfecto y demasiado formal.


—Vamos, Paula —la agarró del brazo y tiró hasta soltarla en la calle.


Ella tuvo que correr para mantener el ritmo de su grandes y rápidas zancadas. Entraron en una tienda de complementos femeninos.


—Necesitamos unas sandalias de tacón y un bolso —le dijo su novio a la nueva dependienta—. El vestido es amarillo. Quiero los zapatos y el bolso de color negro.


Paula cerró los ojos un instante. Odiaba tal combinación. Y la mujer pareció leerle el pensamiento porque frunció el ceño y la miró, como si le pidiera opinión.


—¿Me ha oído, señorita? —le apremió Ramiro, interponiéndose entre las dos. La dependienta asintió y se alejó a realizar su cometido.


Y Paula ni siquiera se probó las sandalias, porque él desestimó tal idea porque tenía una importante comida de negocios y no deseaba llegar tarde.


Se dirigieron al chófer, que los esperaba en la misma puerta del último establecimiento. Se llamaba Juan. Era un hombre entrañable y muy cariñoso con ella. Tenía los cabellos encanecidos en las sienes y unas profundas entradas.


—¿Ya lo tiene todo, señorita Chaves? —le preguntó Juan.


—Sí —sonrió—, gracias, Juan.


—Seguro que va a ir preciosa, como...


—Tengo prisa —los interrumpió Ramiro, desabotonándose la chaqueta de su traje gris.


—Claro, señor —asintió el chófer, antes de abrir la puerta trasera.


Paula fue a meterse, pero su novio la sujetó del codo.


—Tengo prisa —repitió, sonriendo—. Lo siento, Paula, pero hoy no puedo llevarte.


—Podría dejarme Juan después que a ti —sugirió, esperanzada.


Ramiro la rodeó y se introdujo en el Audi. Cerró y bajó la ventanilla.


—Te recojo mañana a las diez —añadió, y subió el cristal.


Juan le dedicó una triste sonrisa antes de partir.


Paula suspiró y se acercó al borde de la acera para detener un taxi. La funda del vestido era muy grande y estaba haciendo malabarismos con la incómoda bolsa de los zapatos y del bolso.


—Voy a Garden St —le informó al taxista que paró, inclinándose hacia el coche.


—Pues vaya usted andando porque está a dos manzanas —le contestó y aceleró.


Ella se quedó patidifusa por tal descortesía. Y, lo peor de todo, no fue el único.


Al tercer intento fallido, decidió regresar a pie. 


Apretó tanto la mandíbula durante el trayecto que creyó que se le rompería. Y chocó con más de una persona, recibiendo, además, gratos insultos. Quiso gritar de frustración, y a punto estuvo de hacerlo cuando, al doblar la esquina de su calle, un indeseable la golpeó en el hombro, provocando que se tropezara con sus pies, perdiera el equilibrio y aterrizara de bruces contra el suelo. Por desgracia, no solo sucedió eso, sino que la funda aterrizó en el único charco del asfalto, justo un microsegundo antes de que un coche lo pasase por encima a la velocidad del rayo, y que la bolsa se precipitara debajo de un automóvil aparcado.


Ella se cubrió la boca, horrorizada. Se levantó, ignorando el dolor que sintió en las rodillas, y retiró el vestido del agua. Las lágrimas inundaron sus ojos. Tragó infinidad de veces. La funda, de tela, estaba empapada y manchada de grasa... Se acercó a por los zapatos y el bolso. 


Se tumbó en la acera, ensuciándose, pero por más que estiraba el brazo no los alcanzaba. 


Entonces, una mano desconocida agarró las asas desde el otro lado. Paula se incorporó de un salto. Iba a agradecer la ayuda recibida cuando descubrió que el buen samaritano había sido...


Pedro... —emitió en un hilo de voz, notando su rostro calentarse en el horno más potente del planeta.


Venía del hospital, a juzgar por el traje entallado y la corbata fina, negros ambos, la camisa blanca de cuello italiano y los elegantes zapatos marrones de piel y suela de cuero. Sus cabellos, en desbarajuste hacia arriba en miles de direcciones, aportaban a su refinada figura un contraste deliciosamente provocador. Se olvidó de todo menos de él...