lunes, 6 de enero de 2020

CAPITULO 44 (TERCERA HISTORIA)




Paula los siguió, cerró con llave y salieron a la calle. El Audi A8L de su padre estaba aparcado al final de la calle. Se montaron y emprendieron el trayecto hacia el barrio de Back Bay, donde estaba el restaurante donde comerían, L'Espalier, uno de los más elegantes de Boston, de cocina francesa, y que se erigía en un edificio de finales del siglo XIX.


—Deberías hacerle una copia de las llaves de tu casa a Ramiro—declaró Karen, girándose para mirarla—. Tenemos una tu padre y yo. Y él es tu prometido. ¿No crees que ya es hora?


Tal idea le produjo escalofríos.


Se bajaron del coche. Un empleado del restaurante se hizo cargo del Audi, dándoles la bienvenida.


Su prometido los esperaba en la puerta, ojeando el iPhone. Llevaba unos pantalones de pinzas en color beis, su favorito, en consonancia con su pelo engominado, una camisa de rayas azul y una americana azul. Sus mocasines de borlas no faltaban.


—¡Ramiro! —Karen lo abrazó con cariño.


—Paula —le dijo su novio, sonriendo y cogiéndola de la mano. Le besó los nudillos—. Me perdonas, ¿verdad? Tengo que controlar mi genio cuando pierdo un partido. Lo siento.


Ella asintió. Ramiro entrelazó la mano con la suya y tiró hacia el interior del restaurante.


Era muy luminoso, espacioso, de techos altos, estilo innovador, formas rectas, mesas cuadradas, manteles blancos, lámparas anaranjadas y sillones marrones como asientos. La colección de vinos estaba a la vista, separada de los comensales por una cristalera, al fondo y a la derecha de la entrada principal. 


Estaba lleno de familias que disfrutaban de una comida de domingo tranquila.


El maître los guio hacia su mesa, a la izquierda.


—Deberías saludar a tus nuevos amigos —le susurró su novio en el oído.


Paula arrugó la frente. Ramiro la giró despacio, apretándole la palma.


Y lo vio.


Pedro...


La familia Alfonso al completo, incluidos dos señores mayores, que dedujo serían los abuelos, estaban frente a ellos.


—Presentía que te gustaría comer aquí, precisamente hoy —añadió Ramiro, sin alzar la voz—. Ayer escuché por casualidad a Catalina Chaves decir que hoy celebraban el cumpleaños de su suegra en L'Espalier.


Paula dio un respingo. ¿Lo había hecho adrede? ¡Qué pretendía!


—¡Paula! —exclamó Zaira, levantándose—. Es Paula—les indicó a los demás antes de acudir a ella, con su hija Caro en brazos—. ¡Hola! —la
abrazó.


—¡Qué casualidad! —señaló Rocio, que la besó en la mejilla.


—Estamos celebrando el cumpleaños de Ana, la abuela Alfonso —le explicó Zaira, sonriendo.


Entonces, la familia Alfonso al completo se acercó.


—Hola, cielo —la saludó Catalina, frotándole el brazo.


Pero Paula no veía ni escuchaba a nadie, excepto a él...


—Paula—pronunció Pedro en su particular tono bajo y profundo.


Pedro... Doctor Pedro —se corrigió en el último segundo, ruborizada.


Ninguno sonrió, ni se rozaron siquiera. Él la miraba con una expresión de fiereza contenida. 


¿Dónde estaba su serenidad? 


Paula lo sabía... 


Estaba enfadado y no lo disimulaba. Y lo peor de todo era que estaba guapísimo...


Converse negras, vaqueros negros y rotos en las rodillas, camisa blanca remangada en los antebrazos, por fuera de los pantalones, y el pelo en su perfecto desaliño... Ella experimentó la tentación de enredar los dedos entre esos mechones, como la noche anterior...


Y pensar que ese hombre la había besado... 


¿Besado? 


No... Eso no había sido un beso... Había sido una auténtica liberación...


Lo contempló sin esconder el malestar que le sobrevino, la angustia que sintió al recordar lo que ocurrió después del beso, incapaz de esconder sus emociones. Agachó la cabeza, pero Pedro la sorprendió al tomarla de la
mano. Ella alzó los ojos, desesperada por que la abrazara, por resguardarse en sus brazos, por que no la odiara, por que no le guardara rencor... 


La culpabilidad la carcomía por dentro. Se le formó un grueso nudo en la garganta.


¿Por qué todo se ha complicado?


—Te presentaré a la cumpleañera, aunque ya la conoces de mi cumpleaños —le indicó él, girándose hacia la señora mayor—. Es mi abuela Ana — sonrió con dulzura—. Esta es Paula, abuela.


El parecido entre abuela y nieto era extraordinario. Ambos poseían la misma expresión relajada, la misma sonrisa, los mismos ojos, hasta el mismo color castaño, e irradiaban la misma paz mística que envolvió a Paula en un estado de pura calma. Y sonrió. Con la mano de él sobre la suya y su mera presencia, ella se olvidó del presente.


—Es un placer volver a verte, Paula—le dijo Ana Alfonso, una mujer de más de setenta años, bajita y algo rellenita, y con el pelo canoso recogido en la nuca en un moño elegante y sobrio.


—Igualmente, señora Alfonso —convino—. Feliz cumpleaños.


—Gracias, cariño. Llámame Ana, por favor —sonrió con picardía hacia Pedro—. Si mi nieto me ha presentado como Ana es que eres especial para él, y por lo tanto, también para mí —la pellizcó en la nariz con naturalidad y confianza.


—Abuela... —gruñó Pedro, cuyos pómulos se tiñeron de rojo al instante.


Ana se rio. Paula, en cambio, se acaloró, tanto por el gesto de la anciana como por sus palabras.


—Doctor Pedro —lo saludó Elias, que se fijó en sus manos enlazadas y entornó la mirada, no receloso, pero sí desconcertado. Paula se desenganchó de inmediato y se alejó un paso. Carraspeó—. Siempre es un placer volver a verlo.



—Igualmente, señor Chaves —convino él, tendiéndole la mano para que se la estrechara.




CAPITULO 43 (TERCERA HISTORIA)




Paula no supo cuántas horas estuvo llorando en la entrada de su apartamento.


Nada más cerrar, se había deslizado al suelo y había permanecido allí hasta que el sol anunció un nuevo amanecer, cuando se había tumbado en la cama.


Se despertó porque escuchó un portazo. Se levantó, restregándose los ojos, hinchados por la cantidad de lágrimas que había derramado. Le dolían, pero, más que eso, le pesaba el corazón.


Atravesó los flecos blancos y descubrió a sus padres. Estaban serios, demasiado... Y no habían tocado el timbre, y siempre lo hacían aunque tuvieran una copia de las llaves.


—Será mejor que te duches y te arregles —le dijo su padre en un tono suave, pero autoritario—. Tenemos reserva en una hora para comer con Ramiro y antes queremos hablar contigo.


Elias Chaves era un hombre que infundía férreo respeto por su altura, su aspecto correcto e impecable y la arruga perenne en su frente. 


Exudaba una poderosa y fría elegancia aristocrática. Cualquiera se sentiría cohibido en su presencia. Además, era un tiburón en los tribunales. Arrasaba. Nunca había perdido un juicio. Jueces, fiscales e incluso los abogados contrarios lo admiraban.


Su físico, a sus cincuenta y seis años, todavía conseguía atolondrar a las mujeres a su paso, algo por lo que Karen se enorgullecía. Paula recordaba que sus compañeras de la universidad estaban enamoradas platónicamente de él. Era muy atractivo, de facciones selladas, masculinas, cejas gruesas, nariz recta y boca un poco carnosa y perfilada. 


Dominaba los rizos de sus cabellos rojizos, ligeramente encanecidos, con gomina, peinados con la raya lateral.


Sus enormes ojos castaños solían revelar bondad, aunque en ese momento transmitían demasiada seriedad. Elias imponía en apariencia, pero luego era el hombre, el marido, el padre, el amigo y el vecino más bueno del universo, el más leal, el más justiciero, el más entregado, el más dispuesto a ayudar.


—No te pongas zapatillas, hija —le aconsejó su madre—. Vamos a...


—Déjala, que se ponga lo que quiera, Karen —la cortó él.


Elias y Karen se sentaron en el sofá a esperar.


Paula se metió en el baño. Se duchó con premura. Se secó el pelo al aire y se lo sujetó en una coleta lateral con una cinta rosa perla. Eligió un vestido camisero a juego, liso, sin dibujos, con botones diminutos y cerrados hasta el pecho, de mangas cortas y abombadas en los hombros, de cuello redondo y con un cinturón fino y redondeado de piel marrón en las caderas. 


Se calzó las Converse rosas y cogió el bolso bandolera.


Cuando se reunió con sus padres, Elias se incorporó y acudió a su encuentro delineando una dulce sonrisa.


—Mi niña —la tomó de las manos—. Tan bonita como tu madre —la besó en la cabeza y la condujo al salón.


Karen también sonreía, aunque sin humor. Paula se sentó entre los dos.


—Por cierto, Adela nos ha dicho que subirá por la tarde, que quiere hablar contigo sobre un asunto de la comunidad de vecinos —le informó su padre.


Ella asintió como respuesta.


—Cuéntanos qué pasó ayer, cariño —le pidió su madre—. Ramiro nos ha dicho que discutisteis y que te marchaste antes de empezar a cenar. Eso no es propio de ti —negó con la cabeza, chasqueando la lengua.


—Se enfadó porque jugamos un partido de polo y perdió. Ganó mi equipo.


—Ahora lo entiendo —dijo su padre, riéndose—. Ramiro es un perdedor horrible.


—Elias, por favor —lo reprendió Karen—. ¿Y el vestido nuevo? —añadió hacia su hija—. ¿Te regala un vestido precioso y no te lo pones? Eso es un desplante, Paula. Y más desplante aún es no presentarte a la cena solo por una discusión.


¿No presentarme a la cena? Pero ¡si me humilló delante de todos!


—Pero...


—Ramiro nos ha llamado asustado hace un rato —la interrumpió su madre, levantándose—. Dice que no le contestas a las llamadas desde anoche y que vino aquí, pero que no abriste.


Paula sacó el móvil del bolso y comprobó las llamadas y los mensajes.


No había rastro de su novio. ¡Había mentido!


—Será mejor que nos vayamos a comer ya —anunció Ramiro—. Es solo una discusión, Karen.




CAPITULO 42 (TERCERA HISTORIA)





Pedro procuró moderar el beso porque, si seguían así, él cometería una locura. Avanzó hasta aplastarla contra la pared de la piscina. 


Sollozaron cuando sus caderas chocaron por el golpe.


—¡Ay! —exclamó ella, interrumpiendo el beso, y se frotó el trasero con una expresión de dolor.


Él parpadeó para espabilarse y recordó la caída que había sufrido con el caballo por la mañana.


—Perdona... —se disculpó Pedro, procurando hallar la regularidad de su aliento, enérgico en exceso, como el pujante palpitar de su ingobernable corazón.


Bajó una mano a su nalga lastimada y se topó con la diminuta hinchazón.


Paula dio un respingo. Pedro le rozó el bulto con suavidad, frunciendo el ceño. La miró. Esos luceros verdes, brillantes, esos labios enrojecidos y trémulos, esos mofletes ruborizados... Esa leona blanca lo despojó de sensatez, de cordura y de cualquier resquicio de estabilidad. Un gemido esporádico brotó de su garganta al contemplar su boca, su pecaminosa y preciada boca.


Sin embargo, antes de inclinarse de nuevo hacia esa maravilla de mujer, una risa a lo lejos lo devolvió al presente. Su familia y sus amigos estaban en el césped, ajenos a la pareja, permitiéndoles intimidad. ¿En qué momento se habían ido? No importaba.


—Pau... —le acarició las mejillas. Suspiró de forma entrecortada—. No pienso pedirte perdón por haberte besado. No me arrepiento. ¿Y tú?


Paula le agarró los brazos. La pesada imposición regresó a sus ojos, que se mortificaron al instante. Los cerró con fuerza, negando con la cabeza.


Pedro la besó en la frente. Su interior se sacudió, orgulloso y feliz, por la respuesta recibida.


Ella sufrió un escalofrío.


—¿Tienes frío? —se preocupó Pedro, abrazándola con cariño.


Paula asintió, resguardándose en él, escondiendo el rostro en su cuello.


Permanecieron unos segundos en esa postura hasta que Pedro la elevó por los costados para sentarla en el borde de la piscina. A continuación, él se impulsó y salió del agua. Cogió una de las toallas secas y la cubrió desde atrás, sentándose a su espalda y cercándola con los brazos y con las piernas. Ella se recostó en él hecha un ovillo.


—¿Estás enamorada de... Anderson? —le preguntó Pedro en un susurro ronco.


—¿Tú qué crees, Pedro? —se incorporó y se giró para mirarlo.


—Creo que si estuvieras enamorada de él, me hubieras frenado. Y no lo has hecho.


Paula suspiró de forma prolongada y tranquila antes de contestar:
—No. No estoy enamorada de Ramiro.


—¿Y por qué estás con él? —le exigió Pedro, rechinando los dientes.


—Es lo que quieren mis padres —declaró ella en un hilo de voz—. Lo adoran desde hace años, como si fuera su propio hijo.


—Pero tú, no. No lo entiendo —se revolvió los húmedos cabellos con frustración.


—Si rompo con Ramiro, los decepcionaré. Y no puedo hacer eso, bastante han sufrido ya.


—¿No piensas romper con él? —inquirió él, enfadado. Se levantó—. ¿Nos acabamos de besar y no ha significado nada para ti? —se cruzó de brazos a la defensiva—. Dices que no te arrepientes, entonces, ¿qué, Paula? Porque no comprendo nada. ¿Acaso soy un juguete? —bufó, herido en su corazón, por desgracia, que se agrietó ante la cruda verdad.


Paula se puso en pie. La toalla cayó al suelo.


—Soy su única hija, Pedro—señaló ella, seria y decidida—. Solo me tienen a mí. Es una situación complicada que tú jamás entenderías —lo apuntó con el dedo índice—. No sabes el dolor que supuso la muerte de Lucia —las lágrimas se agolparon en sus ojos—. No te haces una idea de lo que es ver a tu
madre y a tu padre consumidos por la pena de haber perdido a uno de sus hijos, aunque hayan pasado ya más de tres años —tragó—. Solo me tienen a mí —repitió, apretando la mandíbula—. Lo único que deseo es su felicidad, la mía no importa. Yo —posó una mano en su pecho, solemne— no importo. Solo ellos. Y si tengo que sacrificarme, lo haré —se irguió y estiró el vestido en las piernas—. Perdóname por haberte besado. Ha sido un error. No pretendía jugar contigo, ni utilizarte. Me dejé llevar por lo que... —se aclaró la voz,
desviando la mirada—. Quiero irme a casa, por favor. Necesito mi maleta para cambiarme, que está en tu coche, si no es molestia.


Pedro no pudo evitar enfurecerse, y mucho... Lo había rechazado... Había sido un error para Paula... Su orgullo se resintió, al igual que otras partes de su ser. Cogió las llaves del todoterreno, que había dejado en la mesa, y salió a la calle, descalzo. Le tendió la bolsa a Paula y esta se metió en la casa y se encerró en el baño. Pocos minutos más tarde, eternos para Pedro, volvió al jardín para despedirse de todos, que habían presenciado la discusión, aunque simularon lo contrario. Él se calzó para llevarla.


—No —le dijo ella—. He llamado a un taxi. Me está esperando.


Pedro se sobresaltó al escucharla.


—Lo mejor será que no nos veamos más —le susurró Paula, de perfil a él —. Adiós... doctor Pedro.


Y se fue sin mirar atrás.