viernes, 25 de octubre de 2019

CAPITULO 6 (SEGUNDA HISTORIA)





Era una sonrisa impresionante, dibujada con picardía en unos labios ligeramente carnosos, perfilados con sensualidad, que incitaban a exprimir la mayor fantasía femenina: perderse en esa boca, grande, en consonancia con el resto de su anatomía. Aunque no se había podido fijar en su cuerpo desnudo, enfundado en sus trajes sin corbata que utilizaba para trabajar, o en el chaqué que llevaba por la boda, se intuía que no poseía ningún defecto físico; su cuerpo parecía esculpido como si de un dios griego se tratase. Sus dos encuentros sexuales en uno de los elevadores del hotel Liberty habían sido tan rápidos y tan desesperados que no se habían quitado más ropa que la necesaria.


Su mandíbula cuadrada y fuerte, semejante a la de un guerrero, causaba estragos en las mujeres, al igual que su nariz recta y elegante —la misma que Catalina— y su pelo muy corto. Recordaba que, en el Hospital General, se rumoreaba que si el jefe de Oncología no se dejaba crecer los cabellos era porque estorbaban a su brillante inteligencia. En efecto, era superdotado, aunque nunca le había escuchado alardear.


Pedro Alfonso era atractivo hasta más allá del infinito. Sus ojos, del más puro chocolate, de un tono marrón tan oscuro que parecían casi negros, eran su mejor atributo; en su opinión, estaban rodeados por pestañas demasiado largas para un hombre, pero que incrementaban la profundidad y la divinidad de su mirada, esos ojos de chocolate negro eran extraordinarios...


Su más de metro noventa, sus estrechas caderas, sus largas y torneadas piernas y sus anchos hombros lo convertían en el único hombre capaz de fundir el hielo del mayor iceberg existente. Si él hubiera viajado en el Titanic, el transatlántico no se hubiera hundido, pensó ella.


Y su aroma... Olía a madera acuática, fresca, limpia, a placer en estado puro... Su fragancia suponía, en sí misma, un radar de virilidad, ninguna mujer estaba a salvo.


—Hay un par de cláusulas en nuestro acuerdo —anunció Pedrointroduciendo las manos en los bolsillos del pantalón, que se ajustaba a sus músculos de forma arrebatadora.


—¿A qué te refieres? —arrugó la frente al instante. No se fiaba en absoluto de nada proveniente de ese infame conquistador, sobre todo porque, en ese momento, sonreía con suficiencia.


—En primer lugar, está mi familia. No puede salir demasiado salpicada por el escándalo. La gente hablará, pero no deseo que critiquen a mis padres, a mis hermanos o a mis abuelos. La semana pasada, publicaron una foto en la prensa sensacionalista en la que estoy con una morena muy... apetecible —se humedeció los labios lentamente.


Paula desorbitó los ojos. Su corazón colapsó.


Por favor, Señor, ayúdame, ¡te lo suplico! ¡No me merezco esto!


Y él lo sabía. Pedro conocía el efecto devastador que provocaba en la población femenina. Sin embargo, sus gestos eran naturales, distraídos, no estaban sujetos a un papel teatral. Él era así, un conquistador nato. La seducción constituía una parte esencial tanto de su aspecto como de su personalidad.


—Lo que quiero decir es que nos casaremos en dos semanas —continuó Pedro—. No voy a esconderme en relación a Gaston. No puedo evitar que me fotografíen con el niño si paseo con él por la calle, como tengo toda la intención de hacer, y que los periodistas comenten sobre mi vida privada — inhaló aire y lo expulsó de forma sonora—. Esto significa que la gente adivinará las razones por las cuales contraemos matrimonio. No obstante — levantó una mano hacia el techo—, cambiaremos su opinión; de ese modo, a mi familia no le salpicará tanto el escándalo. Al fin y al cabo, esto nos lo hemos buscado tú y yo, ellos solo desean lo mejor para Gaston y, aunque no te lo creas, yo, también —sonrió sin humor un instante.


—No pienso fingir que estoy enamorada de ti, ¡ni loca! ¡Vamos, lo que me faltaba! —desvió la mirada y frunció los labios.


Le soltaría una letanía de insultos y, aun así, no se quedaría satisfecha, porque la enervaba como nadie.


Con lo tranquila que he estado en Europa...


—Te has puesto colorada —señaló él, divertido, ladeando la cabeza, sin perderla de vista.


—¡Oh! —exclamó, en efecto acalorada—. ¡Yo no me he puesto colorada, imbécil! —movió los brazos como una posesa.


Pedro estalló en carcajadas y le contestó:
—Lo has hecho, pero, no te preocupes, será nuestro secreto —le guiñó un ojo. Paula emitió un gritito demasiado agudo como respuesta. 


Respiró hondo repetidas veces para serenarse, caminando sin rumbo por la estancia.


—¿Hay más cláusulas? —quiso saber ella.


—Solo una más: yo.


—¿Qué diantres significa eso? —el enfado se acrecentaba por segundos.


—Verás —avanzó, despacio y pausado—, si no quieres que las mujeres se lancen a mi cuello, porque lo hacen, te lo aseguro —sus ojos chispearon—, tendrás que marcar territorio.


—¿Qué? —no comprendió sus palabras.


—Ya sabes —se encogió de hombros, despreocupado—, besarme, abrazarme, ser cariñosa de cara a la galería, parecer enamorada... Eso es marcar territorio. Y, a lo mejor, necesitarás espantarlas también.


—Debería salir de la habitación —le dijo ella en un suspiro teatrero—. Tu ego es demasiado grande, no cabemos los tres.


Pedro sonrió con sinceridad. Paula deseó imitarlo, pero no bajó la guardia.


—¿Y cómo explicaremos mi ausencia del hospital estos diez meses? — quiso saber ella, cruzándose de brazos en actitud defensiva—. Algunos compañeros de trabajo también influyen en esto, porque se mueven en tu círculo.


—Nuestro círculo —la corrigió—, ahora formas parte de él. Y en el trabajo será igual: actuaremos como una pareja feliz en presencia de cualquiera que no sea mi familia —permaneció unos segundos pensativo, golpeándose el mentón con los dedos—. Se me ocurre que tu viaje a Europa pueda responder a que tú y yo discutimos porque yo no quería nada contigo, pero que, al irte, te eché tanto de menos que te pedí que regresaras porque me di cuenta de que estoy enamorado de ti.


El tiempo se suspendió. Ambos contuvieron el aliento. El corazón de Paula se precipitó al cielo. Los dos, avergonzados, se aclararon la voz y se dirigieron a la puerta.


—Necesito hablar con Ariel ahora —le pidió ella.


—Le diré que suba —asintió y se marchó.


—Ay, Dios mío... —emitió, en un hilo de voz, cuando se quedó sola.


Se apoyó en la pared, respirando acelerada. Su cuerpo vibraba con evidente nerviosismo. Se frotó las sudorosas manos en la seda del vestido.


Había aceptado casarse con Pedro Alfonso


Estaba viviendo una pesadilla...


Había sido un completo error volver a Boston.


—¿Paula?


La voz de Howard la rescató de la locura en la que estaba sumida. Se lanzó a su cuello, recostando la cabeza en su hombro. Ariel la abrazó de inmediato.


Cualquiera se sentiría más que encantada de poseer el enternecedor corazón de Ariel Howard. Era un hombre admirable: fiel, honesto, cariñoso, sincero, responsable, serio cuando la ocasión lo requería, maduro, leal, un amigo indiscutible... Además, era muy guapo. La mayoría de las mujeres se giraban al cruzarse con él, pero ella no lo amaba. Y lo lamentó mucho, porque hubiese sido un padre maravilloso para su hijo.


Se separó unos pasos y procedió a relatarle lo sucedido sin omitir ningún detalle. Howard la escuchó con atención, cada instante arrugando más el ceño, hasta que ella terminó de hablar. Él sonrió con una inmensa tristeza en sus bonitos ojos azules.


—Te lo dije muchas veces, Paula, Pedro merecía saberlo. Tiene razón, tiene derechos sobre Gaston y tú no actuaste bien al huir de él. Lo sabes tú, lo sé yo y, ahora, lo sabe la familia Alfonso al completo, incluido Pedro —inhaló una gran bocanada de aire—. Me duele mucho alejarme de Gaston y de ti, Paula, no te imaginas cuánto me duele... —se le enrojeció la voz. Se acercó y le tomó el rostro entre las manos. La besó en la frente—. Pero entiendo a Pedro. Jamás olvidaré estos diez meses, mi pequeña flor —sonrió.


—Ariel... —se sorbió la nariz—. No sé qué voy a hacer sin ti... —agachó la cabeza y lloró en silencio. Le partía el alma separarse de él—. Siento tanto no poder corresponderte... Yo...


—No, Paula —le alzó la barbilla con cuidado—. Tu corazón ya tenía nombre cuando te conocí. Y no me arrepiento de nada —le rozó la cara con los nudillos—. Aunque no podamos vernos, ni hablar, nunca dudes de que siempre estaré para ti, siempre. Por ti, sería capaz de hacer cualquier cosa.


Y su mejor amigo se fue sin mirar atrás.



CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)





Howard, a regañadientes, obedeció. Zaira se hizo cargo del bebé. La pareja de aludidos entró de nuevo en la estancia. Catalina se les unió y cerró tras de sí. Los cuatro se miraban con extrema seriedad.


—Esto es complicado —dijo Samuel, entrelazando las manos en la espalda. Era robusto, de aspecto intimidante y casi tan alto como sus hijos. Su pelo, ligeramente encanecido, poseía las entradas propias de su edad, sesenta y nueve años. Ocupaba el cargo de director del Boston Children's Hospital, el mejor hospital infantil de Estados Unidos—. Hay un niño de por medio, a quien queréis marcar ya de por vida con acusaciones legales.


—¡Qué! —exclamaron los dos al unísono, incrédulos.


—No necesito saber las razones por las que se lo escondiste, ni tampoco por las que huiste de Boston, Paula, eso es algo entre vosotros. No obstante, Pedro tiene razón en cuanto a que es su padre y desea ejercer su derecho como tal. Pero ninguno vais a meter abogados en esto —los miró largos segundos. Una fugaz sonrisa cruzó su semblante—. La solución es sencilla: os casaréis.


—¡¿QUÉ?! —repitieron a la par.


La señora Alfonso parpadeó, confusa.


—Viviréis juntos —continuó el señor Alfonso, inamovible en su decisión, sin variar su expresión autoritaria—. Lo haréis por el niño. Ahora, vosotros no importáis, quien importa es Gaston. Y por Gaston os casaréis. Paula, terminarás tu relación con Howard y, Pedro, se acabó tu vida mujeriega.


—No pienso casarme con ella —resopló Pedro, rabioso.


Aquello la enfadó hasta límites insospechados, y le rebatió:
—¡Ni yo contigo, imbécil!


—¡No me insultes, joder!


—¡Te llamaré como me dé la gana! ¡Imbécil! —recalcó con excesivo énfasis, cruzándose de brazos. Se colocaron uno frente a otro, a escasos centímetros, olvidándose por completo de los presentes—. Porque eso es lo que eres: un imbécil que me dejó tirada en un ascensor, un imbécil que ahora quiere quitarme a mi hijo, un imbécil que se acuesta con una mujer diferente cada noche y que así pretende ser un ejemplo para su hijo, un imbécil sin escrúpulos ni respeto que desea arrancar a un bebé de los brazos de su madre. ¡Imbécil, Pedro, imbécil! —hizo aspavientos como una demente.


Él desorbitó los ojos, respirando como un animal a punto de embestir.


—¡Y tú eres una víbora! —la apuntó con el dedo índice, sin disminuir los gritos—. Yo seré un mujeriego, jamás he pretendido ser alguien que no soy y, mucho menos, he huido de mis responsabilidades, pero lo que tú hiciste fue peor: te entregaste a otro hombre embarazada de mí, ¿cómo llamas a eso, Chaves? Dices que nació prematuro —arqueó las cejas—, ¿debería creérmelo? Al fin y al cabo, ¿no conociste a Howard en la gala, la misma noche que tú y yo nos acostamos en el jodido ascensor?


La respuesta de Paula no se hizo esperar... Lo abofeteó con tanta fuerza que le arañó la cara. Su mano hormigueó. Pedro la contempló con una ira inhumana.


—La próxima vez que vuelvas a ponerme una mano encima —le advirtió él, con voz afilada, inclinándose, amenazante—, te quito al niño y me largo lejos, víbora —añadió el apelativo con repugnancia.


—¡Oh, por Dios! —exclamó Catalina, pálida.


Samuel masculló una serie de incoherencias.


Pero ella no se amilanó, sino que se irguió en su corta estatura.


—La próxima vez que vuelvas a dudar de Gaston, soy yo la que se larga lejos con el niño, imbécil —respondió en el mismo tono.


—Basta ya —gruñó el señor Alfonso, situándose entre ambos, obligándolos a alejarse unos metros—. ¿Tienes familia en Boston, Paula?


—No —agachó la cabeza—. Soy de Nueva York. Mis padres y mis hermanos viven allí, pero ellos no... —se detuvo y se giró, ofreciéndoles la espalda.


La señora Alfonso inhaló aire y se acercó a ella con una triste sonrisa, adivinando a la perfección que algo sucedía con la familia Chaves. La tomó de las manos y se las apretó.


Era la mujer más elegante y caritativa que Paula había conocido. Su increíble belleza, de cabellos negros, ojos marrón grisáceo y admirable sonrisa, se igualaba a la simpatía y a la bondad de su corazón; una persona preciosa en el exterior y en el interior.


Catalina tenía sesenta y tres años; había sido cirujana, pero, al nacer Mauro, el mayor de los hermanos Alfonso, había renunciado a su puesto para cuidar de su hijo; después, fundó Alfonso & Co, una asociación sin ánimo de lucro que organizaba eventos para ayudar a niños y adultos sin techo a conseguir una casa, una escuela e, incluso, una familia. Zaira también formaba parte de la asociación.


—¿Cuáles eran tus planes, tesoro? —se interesó la señora Alfonso con dulzura—. Me refiero a antes de hoy.


—Pensaba hablar con Mauro para incorporarme al hospital —respondió Paula, tras tragar saliva para desvanecer el nudo de su garganta al recordar a su familia—. Aterrizamos ayer por la tarde. Me estoy quedando en el hotel de Ariel. Dejé mi apartamento cuando decidí irme a Europa.


En realidad, Ariel no era su novio, pero no tenía ninguna intención de aclararlo. Ni siquiera se habían besado una sola vez. Ella había sido sincera desde el principio. Howard sí estaba enamorado, se lo había dicho en repetidas ocasiones, incluso le había propuesto matrimonio cuando nació Gaston, pero ella se había negado.


El empresario hotelero había insistido en permanecer a su lado a pesar de no ser correspondido en sus sentimientos. Cuidaba de Gaston y de Paula con una paciencia y una devoción asombrosas. Siempre estaría agradecida a Ariel, siempre. En los últimos diez meses se había convertido en su mejor amigo. No lo amaba, no podía, porque su corazón, por desgracia, ya poseía dueño, aunque este no se lo mereciera...


—Un hotel no es el lugar apropiado para cuidar de un bebé —farfulló Pedro.


Paula se soltó de Catalina y lo encaró.


—Y tú no eres el más idóneo para cuidar de un bebé —entrecerró la mirada.


—No empecemos, por favor —les regañó Samuel, levantando las manos para poner orden—. Pedro tiene razón: un hotel no es el lugar apropiado para un bebé. Gaston necesita un hogar —sonrió—. El mejor sitio es el apartamento de Pedro; después de todo, mi adorable nieta, Carolina, vive allí.


—¡Ni hablar! —negaron los dos, a la vez.


—¡Es una magnífica idea! —convino la señora Alfonso, colgándose del brazo de su marido—. Allí están Zaira, tu mejor amiga —le dijo a Paula—, y Caro, la prima de Gaston. De ese modo —observó a Pedro—, tú no tendrás que modificar mucho tus costumbres y tú —la miró a ella— dispondrás de una casa muy cerca de tu trabajo, cosa que te encantará, te hablo por propia experiencia. Una madre solo desea estar al lado de su hijo. Además, viviendo allí Bruno y Mauro también, habrá jueces de paz que evitarán que os matéis. Y el piso es grande.


—Asunto arreglado —zanjó el señor Alfonso, feliz, sin atisbo de la seriedad mostrada antes—. Ahora, os dejaremos a solas para que discutáis cómo proceder, aunque yo creo que la boda ha de celebrarse en cuanto estén los papeles arreglados. Yo me encargaré de todo. La semana que viene es Nochevieja, lo mejor será que os caséis a principios de enero. Hablaré con mi amigo Albert, el sacerdote que ha casado a Mauro y Zaira.


—Pues vamos, cariño —le dijo la señora Alfonso, pletórica, caminando los dos hacia la puerta—. Albert está en la fiesta. No perdamos más tiempo —y se fueron.


Pedro y Paula estaban boquiabiertos.


—No quiero casarme contigo —declaró ella, apretando la mandíbula.


—Yo tampoco, pero... —respiró hondo, echando hacia atrás la cabeza—. Mis padres tienen razón. Por el bien de Gaston, estoy dispuesto a sacrificarme.


—¿Sacrificarte a qué? —le exigió.


—Sacrificarme a vivir contigo —la contempló con rudeza—. Créeme, va a ser el mayor reto de mi vida.


¿Reto?


Chaves sintió que su pecho se oprimía hasta casi asfixiarse. Las lágrimas amenazaron con explotar, pero tragó repetidas veces para no ridiculizarse en su presencia, ya había llorado delante de él y no tenía intención de repetir. En ese momento, se prometió a sí misma no derramar una sola lágrima más delante de Pedro Alfonso.


—Tendrás que sacrificarte en más cosas —lo corrigió ella, señalándolo con el dedo—. Se terminaron tus relaciones esporádicas. Gaston no conocerá a ninguna de tus mujeres, como tampoco saldrás más en la prensa con otra que no sea yo. Eres famoso y no voy a permitir que mi hijo se vea perjudicado por tu falta de escrúpulos. Si de verdad deseas hacer esto por Gaston, tendrás que cambiar de raíz.


—¿Y tú? —inquirió él, mirándola con desdén—. Romperás tu relación con Howard y no volverás a verlo. Si yo no puedo ligar, tú tampoco, rubia.


—No me llames rubia —tembló como un volcán a punto de estallar.


Pedro, entonces, sonrió.


¡Oh, Dios mío!


Ahí estaba esa sonrisa... una sonrisa que había extrañado los últimos diez meses. Nadie sonreía como él...


¡Nadie, maldita sea!




CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)




—¡¿Qué?! —se horrorizó Paula, cubriéndose la boca con las manos.


—Es mi hijo —le recordó Pedro, sin elevar el gélido tono de su voz—. Todas las acciones traen consecuencias, Chaves—chasqueó la lengua—. Tú decidiste ocultármelo, pues yo decido que el niño se queda conmigo. Y te aseguro que no vas a ganarme. Soy su padre —entrecerró los ojos—. Puedes entregármelo por las buenas o por las malas.


Catalina y Zaira se petrificaron. Mauro, Bruno y Samuel gruñeron, al igual que Ariel, que rodeó los hombros de Rose en señal de protección. Pero ella no requería protección, aunque agradeció que la sujetara, porque, si no, saltaría.


—No me lo quitarás —anunció Paula, caminando hacia Gaston. Howard había logrado que se calmara lo suficiente como para no arrojarse y destrozar, con las uñas afiladas, el perfecto rostro de Pedro Alfonso.


Él fue más rápido y retrocedió con el bebé, alejándose cuanto pudo.


—¡Pedro! —chilló, encolerizada—. ¡Es mi hijo!


—También es mío —alzó una ceja, insolente—. Desde este momento, se quedará conmigo, que es con quien debe estar, con su padre. Mi abogado se pondrá en contacto con el tuyo; no te preocupes, que no me gusta dejar un cabo suelto, nunca se sabe la clase de personas con las que uno se puede topar en su vida —añadió, con evidente desagrado.


—¿Por qué haces esto? —le recriminó ella, llorando en silencio—. ¡Jamás te he importado! ¡No te preocupaste de preguntarme si me había quedado embarazada, imbécil! ¿Y ahora, de repente, quieres ser padre?


—Tienes razón: tú nunca me has importado —declaró con tranquilidad, haciendo carantoñas a Gaston, que reía dichoso—, pero un bebé es otra historia. Hubiera preferido que la madre de mi hijo fuera otra, pero ¡qué se le va a hacer! —le sonrió con frialdad.


—¡Pedro! —le regañó la señora Alfonso, pasmada, como el resto de los presentes.


—No, mamá —negó Pedro con la cabeza—. Ella me lo ocultó. Y si lo he descubierto ha sido porque ha venido a la boda. Ni siquiera me dio una mísera oportunidad para reaccionar ante la noticia, sino que me juzgó sin conocerme. No ha querido que yo supiera de la existencia de mi hijo —frunció el ceño—. Vale, pues, como no se puede echar el tiempo atrás, ahora actuaré yo en consecuencia. Hoy es veinticuatro de diciembre, lo que significa que mi hijo tiene cuatro meses y veintidós días de vida; pues, de momento, será el tiempo que Gaston permanecerá conmigo. Después, solicitaré la custodia. Estoy en mi derecho. Y nadie —contempló a todos con fiereza— me lo arrebatará.


Paula no cabía en sí del infinito odio que sentía hacia ese hombre. ¿Cómo se le había ocurrido acostarse con él, y en un ascensor, y dos veces, y sin precaución? ¡¿Cómo?! ¿En qué momento se había vuelto tan loca como para sentirse atraída por Pedro Alfonso, la peor persona que había conocido en sus veintisiete años, ese hombre que pretendía quitarle a su hijo? 


Entrecerró la mirada.


—Pues será por las malas —decretó ella, cruzándose de brazos—. Pero Gaston se viene conmigo, si no quieres que te denuncie por secuestro. Hasta que un juez no dictamine que la custodia es tuya, que eso está por ver, no verás a mi hijo —anduvo con rapidez hasta Pedro, que se había paralizado por sus palabras, y tomó al bebé, que acunó con dulzura en su pecho—. Vámonos, Ariel, aquí no tenemos nada más que hacer. Lo siento —agregó hacia la familia Alfonso, compungida por la terrible situación en la que se encontraban
—. Como comprenderéis, no permaneceré un segundo más en un sitio donde esté Pedro.


Howard recogió la bolsa del niño y la cuna, que dobló al instante por la pericia adquirida en los meses de vida que tenía Gaston, y salieron al pasillo.


—Si no quieres que sea yo quien te denuncie por llevarte a mi hijo — advirtió Pedro, colocándose frente a ellos, obstaculizándoles el camino—, Gaston se queda conmigo.


Ariel avanzó, pero Paula lo detuvo, agarrándolo del brazo.


—Esperad. Hay una solución —anunció el señor Alfonso—. Pedro, Paula, entrad en la habitación otra vez. Los demás, regresad a la fiesta.