jueves, 12 de septiembre de 2019

CAPITULO 14 (PRIMERA HISTORIA)




Paula había caído, por segunda vez, en la trampa de Manuel y Bruno


Quiso estrangularlos. ¡Le habían dicho que Pedro no acudiría a la cena! Si lo hubiera sabido, jamás hubiera aceptado la invitación para cenar en la mansión de la familia Alfonso.


Horror, dulce horror...


Era imposible ser más guapo que el jefe de Pediatría del Hospital General de Massachussets... ¡Imposible! Acostumbrada a verlo con su traje de tres piezas, la informalidad de sus ropas de esa noche la estremeció. El color no variaba: gris. El pantalón era de pinzas, oscuro, la camisa era blanca y el jersey fino, de pico, claro, se ajustaba a la anchura de sus hombros, que le secaron la garganta. Los zapatos eran de ante y lazada, preciosos. Y no llevaba los cabellos peinados con raya lateral, sino revueltos; algunos mechones le caían por la frente en remolino, provocándole unas extrañas cosquillas en el vientre.


Ay, Dios...


Exudaba riqueza, inteligencia y vanidad, aunque sabía lo modesto que era en su trabajo. Su aspecto elegante y regio contrastaba con el peinado pícaro, otorgándole una imagen de auténtico cazador... Era su pose enderezada y segura lo que le ralentizaba la respiración. Su corazón podía pararse en cualquier segundo, menos mal que estaba rodeada de médicos...


¡Peligro, peligro, peligro!


Obligó a su mente a recordar el incidente con Ava, cuando Pedro acortó la distancia para saludarla.


—Paula —le dijo, escueto, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón.


Estaba tan serio que la asustó. Pau tragó saliva. El plan era hacer desaparecer las sonrisas en lo que a él se refería. Bien. Elevó una ceja, gesto que había aprendido durante esa jornada con Manuel; este la había instruido en un par de prácticas que sacaban de quicio a su hermano.


—Buenas noches, doctor Alfonso.


—¿Doctor Alfonso? —repitió, incrédula, Catalina, contemplando al susodicho como si quisiera tirarle de la oreja.


Samuel carraspeó para suavizar la tensión y anunció:
—Ya podemos sentarnos —les indicó, antes de pedirle a una doncella que comenzara a servir la cena.


Se acomodaron en torno a una lujosa mesa ovalada de roble oscuro, una auténtica belleza. La anfitriona sentó a Paula entre Samuel y Pedroenfrente, ella misma y sus otros dos hijos.


—Bueno, cuéntanos un poco a qué dedicas tu tiempo, tesoro —le pidió la mujer, sonriendo con ternura.


El matrimonio era un encanto: educados, cariñosos, amables y atentos, y amaban a sus tres hijos con locura; hablaban de ellos con orgullo, algo que Paula admiraba. Para ella, la familia era lo más importante que existía en el mundo, aunque solo viviera con su abuela Sara.


—Depende del día —contestó Pau, sonriendo—. Los lunes, miércoles y viernes imparto clases en una escuela para niños que no tienen familia.


—Disculpe, ¿desea tomar algo de beber, además de agua, señorita? —se interesó un sirviente, interrumpiéndola con suma educación.


—No, gracias —negó con la cabeza—. Solo agua es perfecto, gracias.


—A lo mejor, te apetece cerveza —comentó Pedro en un susurro—, aunque creo que agotaste las existencias.


Paula desorbitó los ojos. Palideció por completo.


—¿Cerveza, entonces, señorita? —le preguntó el sirviente.


—¡No! —exclamó ella, con la voz demasiado aguda.


Bruno y Manuel procuraron ocultar la risa detrás de las servilletas de tela suave y delicada, dándose sutiles codazos el uno al otro, pero no lo consiguieron. Catalina y Samuel se atragantaron con el vino; lo habían escuchado, fue más que evidente. La noche prometía...


—Continúa, Paula, por favor —le rogó la anfitriona tras haberse recompuesto—. ¿Decías que impartes clases?


Sirvieron el primer plato, que consistía en una ensalada de bogavante.


—Sí —asintió Paula—, tres mañanas a la semana, en una escuela para niños huérfanos —repitió, dichosa por poder hablar de ellos—. La mayoría se encuentran tan perdidos —explicó, entristecida— que un colegio normal les supone un tormento. Se sienten inferiores a los niños que tienen familia, independientemente de su poder adquisitivo —pinchó una pata del bogavante y esta salió volando al centro de la mesa—. ¡Dios mío! ¡Lo siento mucho! —se levantó al instante y se inclinó para recoger la comida, que ya había manchado el exquisito mantel, sin percatarse de que estaba echando la silla hacia atrás con las piernas.


Pedro gruñó a su lado.


—No te preocupes —le aseguró Catalina, antes de pedirle a una doncella que lo limpiara.


—¡Lo siento mucho, de verdad! —se sentó, pero, al haber movido la silla, no calculó bien, aterrizó en el borde y cayó al suelo—. ¡Ay!


—¿Estás bien? —se preocuparon todos, al unísono, incorporándose enseguida.


Bueno, no todos... Pedro convulsionaba los hombros y se tapaba la boca.


Manuel y Bruno se acercaron a auxiliarla. Se había quedado petrificada por la vergüenza y estaba completamente colorada. Sin embargo, frunció el ceño cuando vio que sus supuestos amigos también ocultaban la risa.


—¿El baño, por favor? —rogó Pau, irguiéndose, seria.


—Ya sabes dónde está, ¿no? —inquirió el doctor Pedro Alfonso, aposta y sin mirarla.


Sus mejillas se incineraron, pero asintió y salió del salón con la barbilla bien elevada y disimulando un pinchazo en el trasero por el golpe sufrido.


¿Pensaba estar toda la cena recordándole aquella fatídica noche?



CAPITULO 13 (PRIMERA HISTORIA)




Se puso unos calzoncillos y salió al salón. No había rastro de Manuel ni de Bruno. Le habían dejado una nota en el frigorífico, en la que le informaban de la cena en casa de sus padres. 


Se revolvió los cabellos y se dirigió otra vez al baño. Se duchó otra vez y se arregló. Escogió una chaqueta informal —el abrigo lo reservaba para el hospital y reuniones sociales a las que asistía junto con su familia y amigos—. Cerró el piso con llave y descendió las escaleras hacia el sótano. Le sorprendió ver el Aston Martin de Manuel y la ausencia del todoterreno gris metalizado de Bruno, un Mercedes GLC.


Pedro arrugó la frente, acercándose a su moto BMW F 800 ST, su tesoro más preciado. Su primera pasión en la vida eran sus pacientes; la segunda, las motos. No tenía coche, no lo necesitaba. Caminaba siempre que podía y, cuando no, se movía en su BMW, gris metalizada como el coche de Bruno. Se ajustó el casco, también gris, en la cabeza y partió rumbo a casa de sus padres, en el barrio de Suffolk, cruzando el río Charles y a menos de diez minutos sin tráfico del Boston Common. Disfrutó del corto trayecto.


Al llegar a la verja de hierro forjado de la pequeña mansión de la familia Alfonso, introdujo un código en el panel del muro lateral de la propiedad y esta se abrió. Avanzó por la rampa y aparcó en el garaje techado, junto al todoterreno de su hermano pequeño. Se quitó el casco mientras subía la cuesta para entrar por la puerta principal, en lugar de acceder desde el garaje, porque a su madre le encantaba recibirlos, aunque él era el único que mantenía esa tradición. Llamó al timbre.


—¡Cariño! —Catalina se lanzó a su cuello para abrazarlo.


Pedro se inclinó, su madre era veinte centímetros más baja.


—Hola, mamá —besó su mejilla y le sonrió.


El mayordomo, Augusto, se encargó del casco y de la chaqueta. El hombre, de mediana edad, enfundado en su uniforme de traje y corbata negros y camisa blanca, le sonrió con cariño. Había visto crecer a los tres mosqueteros y, más que un sirviente, era parte de la familia, igual que el resto de los empleados.


—¿Qué tal en el hospital, señorito Pedro? —se interesó Augusto.


—Rodeado de niños, así que muy bien —le palmeó el hombro.


Catalina se colgó del brazo de su hijo y lo condujo por la mullida alfombra rojiza del recibidor hacia el salón-comedor, la puerta de la izquierda, enfrente de la amplia escalera de mármol que ascendía al piso superior. El salón grande, situado detrás de la escalera, lo utilizaban para eventos concurridos o cenas de importancia.


—Tenemos visita esta noche —comentó su madre, pegándole un pellizco.


—¡Ay! —exclamó, sorprendido—. ¿A qué viene eso?


—Ya hablaremos tú y yo —entrecerró la mirada—. Pórtate bien, Pedrono me hagas regañarte.


—Pero ¿a qué...? —no terminó la pregunta. 


Frenó en seco.


Paula estaba sentada en uno de los sofás, entre Manuel y Bruno, a la derecha; la zona del comedor se encontraba a la izquierda. Los tres charlaban con su padre.


—¿Qué hace ella aquí? —le susurró a Catalina.


—He dicho —lo pellizcó de nuevo, sonriendo como la perfecta anfitriona que era— que te portes bien.


—¡Hijo! —Samuel se incorporó del sillón y se aproximó a él.


Pero Pedro solo tenía ojos para Paula, que había vuelto a ser esa niña llamativa que lo enervaba. Vestía sus Converse amarillas, medias y falda tableada rosas y camiseta a juego con las zapatillas, y que escondía la sorprendente cintura que había apreciado esa mañana. ¡Por Dios, si parecía un chicle de fresa y plátano! Si seguía aborreciendo frutas que le recordaran a ella, no podría comerlas nunca más...


Se fijó en sus cabellos, recogidos en su característica trenza de raíz, y sus mejillas sonrojadas, como de costumbre. Ella se levantó y también lo observó, aunque su rostro se tornó más colorado según lo iba inspeccionando, al igual que sus impresionantes ojos turquesa se agrandaban poco a poco conforme ascendían hacia los suyos.


Pedro se sintió ridículo, si su padre lo auscultase en ese instante, el diagnóstico sería arritmia a punto del colapso.


He vuelto a la adolescencia... ¡Joder!


¿Desde cuando una mujer lo agitaba tanto? O, mejor dicho, ¿desde cuándo esa mujer lo agitaba tanto? ¿Y si lo ocurrido unas horas atrás había sido un sueño, o una pesadilla, según cómo se mirase?


Recibió un tercer pellizco en el brazo que lo despertó del trance. Maldijo por lo bajo y abrazó a su padre. Se mantendría alejado por completo de su madre o acabaría con el brazo amoratado.


Menuda nochecita le esperaba...



CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)



Se cruzó con sus hermanos en la cocina. Los saludó con la mano, inmerso en sus pensamientos. Se encerró en su habitación y se quitó la ropa. Se duchó, pensando en ella, en todo lo que escondía, no solo en cuanto al físico; se dio cuenta de que no la conocía. Algo en su interior le removió los cimientos. Se tumbó sobre la cama con la toalla puesta y se quedó dormido.


Lo despertó el móvil horas después. Enfocó la vista, aunque no vio nada, era de noche. Se incorporó sobre un codo y cogió el teléfono iluminado.


—Mamá —pronunció al descolgar, aún con la voz ronca.


—¡Hola, cariño! ¿Qué tal la guardia?


Su madre, Cassandra, era una mujer de sesenta y dos años, muy cariñosa y muy pendiente de sus hijos. Había heredado de ella los cabellos negros y los ojos marrón grisáceo; sus hermanos los tenían del color del chocolate: el chocolate negro, Manuel, y el chocolate con leche, Bruno. Aunque era cirujana, había dejado de ejercer cuando Pedro era pequeño.


Su padre, Samuel, un hombre alto, robusto e intimidante de sesenta y ocho años, sí continuaba ejerciendo: era el director del Boston Children’s Hospital, el mejor hospital infantil de Estados Unidos.


Sus abuelos también habían sido médicos. No era extraño que los tres mosqueteros continuaran la profesión familiar.


—Bien, mamá, como siempre.


Catalina lo llamaba a diario. A sus hermanos les telefoneaba una o dos veces a la semana, pero al mayor, incluso sabiendo que no le gustaba dar más explicaciones sobre su vida que las necesarias, lo controlaba dulcemente desde que se compró su primer móvil.


—Vienen tus hermanos a cenar, ¿cuento contigo?


—Claro —jamás se negaba.


Se restregó los ojos y se dio cuenta de que se había dejado las lentillas puestas; iba a pasar un buen rato con los ojos irritados. Se levantó y caminó hacia el baño que tenía dentro de su dormitorio.


—¡Qué bien! —exclamó ella, con excesiva alegría.


—¿Te pasa algo? —le pareció rara tanta efusividad, incluso para su madre, siempre tan expresiva.


Se sujetó el teléfono con el hombro, se inclinó hacia el espejo que colgaba encima del gran lavabo de mármol y se quitó las lentillas.


—No, no —se rio—. Nos vemos en un ratito, cariño.


—Mamá, oye... —musitó, pensativo, observando su propio reflejo—. ¿Conoces alguna escuela para niños sin hogar? —volvió a la cama.


—Solo hay una en Boston, pero tengo entendido que la van a cerrar. No recuerdo el nombre...


—¿Por qué? —se preocupó.


—¡Porque no me acuerdo, hijo, qué quieres que le haga si ya sufro Alzheimer!


—Joder, mamá... —gruñó, molesto—. Cuando seas una anciana y enfermes de verdad, no nos lo vamos a creer.


Su madre emitió una carcajada detrás de otra.


—Esa boca, querido mío —lo regañó entre risas—, no me gusta que digas tacos.


—Perdona —se disculpó—. ¿Por qué van a cerrar la escuela? —repitió con la voz contenida.


—Porque quieren tirar el edificio para construir un bloque de pisos, la misma razón de siempre —suspiró—. Sobra dinero para tonterías, pero no para los asuntos importantes, ya sabes. Y no hablemos de esto porque me provoca dolor de cabeza —añadió, con su característica indignación hacia ese tipo de temas.


—Gracias por la información. Nos vemos luego, mamá.


—Un beso, cielo.


Colgaron.




CAPITULO 11 (PRIMERA HISTORIA)




Paula traspasó una verja negra y caminó hacia el edificio. Pedro esperó varios minutos y entró, impaciente. La recepción consistía en una mesa repleta de archivadores y papeles desordenados, y una silla, ambas a la derecha.


Deseó recoger el estropicio, el caos y el desorden lo enervaban muchísimo, pero se contuvo y continuó andando. A dos pasos, había un pasillo, a la izquierda, y, de frente, una escalera que conducía a las plantas superiores que había contado desde la fachada. Escuchó voces femeninas y recorrió el estrecho corredor, con tres aulas a cada lado. Al fondo, giró a la derecha. Más puertas.


—No tenemos más dinero —pronunció una mujer—. ¿Qué vamos a hacer? —se lamentó.


—Yo sí tengo, ya lo sabes. Acéptalo, por favor —le rogó Paula—. No quiero que la cierren. Ellos no se lo merecen.


—No quiero más dinero tuyo, lo siento —zanjó.


Él se asomó por el hueco entornado de la puerta. Y se le desorbitaron los
ojos al instante. Paula...


Una sedosa y abundante cabellera pelirroja, de distintas tonalidades de naranja —oscuros y claros mechones se entremezclaban—, ondulada, rizada en las puntas y que se prolongaba hasta el final de su cintura; esta, bien marcada por el ajustado jersey. ¿Por qué demonios escondía todo eso?, se preguntó Pedro, que había dejado de respirar. De pronto, alguien tiró de su sudadera.


Un niño, de unos cinco años, que se chupaba el pulgar y sujetaba un oso de peluche roto con la otra mano, rubio y con unos enormes ojos verdes, le dijo:
—¿Eres el gran jefe?


—¿Quién es el gran jefe? —se agachó y se alejó para que Paula no les oyese. El niño lo siguió.


—El que nos va a echar a la calle. ¿Eres tú?


Pedro arrugó la frente, se levantó, con el niño en brazos, y se dirigió a la recepción. Lo sentó en la mesa.


—No soy el gran jefe —negó con la cabeza.


—Entonces, eres amigo de Pau—solo soltaba el dedo para hablar, luego, volvía a metérselo en la boca.


—¿Paula? —adivinó él, posando las dos manos a los lados del cuerpecito del niño.


—Sí, Pau. ¿Eres su amigo?


—Más o menos —sonrió—. ¿Qué hace Pau aquí?


—Nos enseña a escribir y a leer —el niño sonrió, radiante—. Nos cuenta historias y, a veces, hacemos teatro. ¡Y jugamos mucho!


Pedro lo bajó al suelo. Unos tacones resonaron, acercándose.


—Encantado de conocerte —le indicó al niño, que se irguió y se llevó la manita a la frente—. Me llamo Pepe. Ahora tengo que irme —le revolvió los rubios cabellos desaliñados.


—Yo soy Gus. Nunca viene nadie aquí, salvo para regañarnos o decirnos que tenemos que irnos a la calle.


Pedro asintió y se marchó. Deseó quedarse con Gus, pero prefirió alejarse sin ser visto por la pelirroja. Regresó a su casa, apenas fueron quince minutos andando, aunque se le antojó uno escaso.


Paula... Paula... Paula...





CAPITULO 10 (PRIMERA HISTORIA)




Una lenta sonrisa cruzó su semblante. 


Emprendió de nuevo la carrera, pero detrás de ella, a varios metros, para no ser descubierto. Le sorprendieron muchas cosas: lo bien que mantenía la marcha, su postura erguida y perfecta y, para su completo horror, las pronunciadas curvas de su cuerpo.


Paula llevaba una sudadera de neopreno, ceñida desde el cuello cerrado hasta las caderas, rosa fosforito, y unas mallas elásticas y negras que se amoldaban a su trasero prieto de una forma que le incitó a querer tocarlo para asegurarse de si era auténtico o se trataba de su mayor fantasía...


¿Auténtico? Su corazón obvió algún latido que otro. ¡Eso es un culo como Dios manda!, dijo para sus adentros.


Y sus piernas... Ladeó la cabeza y se mordió el labio inferior al admirar sus piernas, esbeltas, preciosas...


Corroborado: esa niña colorida usaba tallas más grandes adrede, pero ¿por qué? Sus caderas eran ligeramente anchas, aunque proporcionadas a su suculenta anatomía. Pedro frunció el ceño. ¿Cómo era posible que la hubiera reconocido al alba y llevando ropa ajustada y negra? Ella jamás vestía así.


Él estiró una mano y a punto estuvo de pisarle los talones. Un rayo de cordura lo atravesó a tiempo y se alejó unos metros de ella. Parpadeó hasta enfocar la visión. Se había quedado momentáneamente ciego.


Serán las lentillas. ¡Las odio! Pero, sin ellas, no veo una mierda...


Espera... Ese olor... Joder, qué bien hueles, bruja...


Aspiró algo más que su aroma primaveral: su propia esencia fresca, como olían las flores silvestres pegadas a una cascada.


Paula ralentizó la carrera a medida que se aproximaba a una de las puertas del Boston Common, la misma por la que había accedido Pedro. Él debió escoger ese segundo para dar media vuelta y marcharse, pero decidió seguirla.


Anduvieron deprisa. Ella se detuvo en un portal cercano y entró. Pedro flexionó una pierna y recostó la espalda en un edificio, enfrente, detrás de unos árboles que lo mantenían oculto, y esperó. No se movió por miedo a perderla de vista.


Media hora más tarde, una mujer joven salió del portal. Iba vestida con unos vaqueros pitillo, una camiseta larga y blanca, sujeta por un cinturón de piel en las caderas, y un jersey fino más corto por encima, de cuello alto, azul oscuro. Llevaba unos botines marrones de tacón ancho y alto y un abrigo a juego, con pelo en la capucha, que no se había abrochado todavía. Se colocó un gorro de lana con pompón, escondiendo una extraordinaria melena larga y pelirroja...


¡Pelirroja! ¡Paula!


Pedro se le desencajó la mandíbula. Se separó de la pared. ¿Dónde estaban sus faldas acampanadas, sus camisetas de tonos estridentes y frases positivas? ¿Dónde estaban sus Converse? ¡¿Dónde estaba Paula?!


Ella emprendió el camino. Él cruzó un paso de peatones y la siguió. Un sinfín de preguntas se anidaron en su cerebro, preguntas que no debía hacerse, preguntas insistentes que aumentaron en número al alcanzar una pequeña escuela pública. Pedro conocía ese edificio. Era un colegio destinado a niños que buscaban casas de acogida, que no habían sido adoptados aún.