martes, 29 de octubre de 2019
CAPITULO 18 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro agradeció la guardia que tuvo. Su planta estaba tranquila y durmió un par de horas en su despacho antes de marcharse a casa.
Sin embargo, como ya era lunes por la mañana, decidió visitar al director del hospital, Jorge West. Era un hombre de casi setenta años, divorciado desde hacía mucho tiempo, delgado y de estatura normal. Tenía un bigote muy fino, encima de su boca pequeña, y el pelo encanecido lo llevaba engominado hacia atrás, revelando sus pronunciadas entradas.
—¡Pedro, muchacho! ¿Qué tal? —lo saludó el director, muy afectuoso. Se estaba colocando la bata blanca, por lo que acababa de llegar al despacho, situado en la última planta del complejo.
—Termino la guardia ahora, Jorge.
Jorge era íntimo amigo del padre de Zaira, Carlos Hicks, un reconocido pediatra que había sido el anterior director del Boston Children's Hospital, cargo que ocupaba, en la actualidad, Samuel Alfonso.
West había cuidado de Zai como un segundo padre durante los últimos ocho años, debido a que Carlos se había visto obligado a renunciar a su profesión y a ocultarse.
De los tres hermanos, Pedro era el que más confianza tenía con Jorge, hasta el punto de llamarlo por su nombre, no por su cargo.
—Cuéntame —le dijo el director, acomodándose en su sillón de piel, detrás del escritorio—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Un café?
Él se sentó en una de las dos sillas, al otro lado.
—No, gracias —respondió—. Verás... Ya sabes que me caso el cuatro de enero...
—No te voy a negar que me sorprendió —entrelazó las manos en su regazo y lo observó con curiosidad—. Ayer, charlé con Zaira por teléfono. Me contó que tú no sabías nada de Gaston, que te enteraste en la boda, igual que los demás. Y que os casáis por el niño. No te preocupes, que mis labios están sellados —arqueó las cejas un instante—. Ahora entiendo... Perdóname, Pedro —frunció el ceño—, pero te portaste fatal con ella. Pobrecita.
—¿Pobrecita? —repitió, alucinado.
¿A alguien le importaría ponerse de mi parte, joder?
—Antes de que me presentara la renuncia, una tarde, me la encontré saliendo de un baño, esforzándose en secarse las lágrimas que no paraba de derramar. La invité a un café en mi despacho para que se tranquilizara. Me contó que había sido tan tonta como para confiar en un hombre que la había dejado tirada en cuanto había conseguido lo que quería —enarcó una ceja—. Con lo que me dijo Zaira ayer, me acordé de esa conversación y até cabos. Así que —prosiguió en un suspiro—, entró en pánico cuando descubrió que estaba embarazada de ti. Por eso, renunció y huyó a Europa. Pedro...
—En realidad —lo interrumpió él, removiéndose inquieto por los remordimientos que lo invadieron en ese momento—, me gustaría cogerme unos días libres para habituarme un poco al niño. No sé si será posible.
—¿Estás bien? —lo escrutó a conciencia el director West.
—Sí, sí... —mintió, masajeándose el cuello en un vano intento por calmarse. Respiró hondo y sonrió, aunque la alegría no alcanzó sus ojos.
—Claro —concedió, serio—. Eres el jefe de Oncología. Cógete las vacaciones que quieras.
—Gracias, Jorge —se incorporó y le tendió la mano—. Vendré mañana y organizaré el trabajo. Yo creo que con tres semanas será suficiente, quizás, menos, ya veré cómo me programo los días libres.
—Confío en ti, ya lo sabes —se despidieron.
Al salir del edificio, se metió en su Aston Martin, que había aparcado en su plaza privada del parking del hospital, y condujo los diez minutos que había hasta su casa. Odiaba caminar, siempre se movía en coche, por muy cortos que fueran los trayectos.
Se quitó el abrigo, que colgó en el perchero de la entrada, y caminó hacia su habitación. La vivienda estaba en silencio, por lo que dedujo que su cuñada, su hermano mayor y su sobrina dormían, al igual que Paula y Gaston.
Bruno estaba trabajando.
Pero se equivocó, porque su prometida estaba tumbada en la cama, de perfil a él, haciéndole suaves cosquillas al niño. Su corazón se desbocó, tanto por ella como por la escena. Chaves no se percató de que Pedro había entrado, y este aprovechó para espiarlos a gusto.
Llevaba un camisón de seda, de color marfil, largo hasta los pies, aunque, en ese momento, estaba arremolinado en la parte trasera de las rodillas, pues se encontraba bocabajo y balanceaba las piernas en el aire en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Los cabellos se los había recogido en un moño alto y deshecho, provocando que algunos mechones ondearan libres en su nuca. Tenía los codos apoyados en el colchón, a ambos lados del cuerpecito del bebé, que movía las extremidades de forma frenética, alzando las manitas con torpeza hacia la cara de su mamá, quien, a su vez, le besaba la piel de forma sonora.
—Te voy a comer enterito, gordito —le dijo ella, entre carcajadas.
Los rayos del sol, cada vez más fuertes, comenzaban a filtrarse a través de la cristalera, cuyo estor estaba levantado hasta la mitad, convirtiendo a madre e hijo en una silueta oscura, rodeada por una aureola casi blanquecina que se mezclaba con el pelo rubio de ella.
La imagen le robó un resuello a Pedro... Sacó el iPhone y les hizo una foto, sospechando que no sería la única.
Carraspeó, advirtiendo su presencia. A ella se le borró la alegría del rostro, arrugó la frente y se incorporó, con Gaston en brazos.
—Nos vamos al salón para dejarte descansar —anunció Paula, desviando los ojos al suelo.
Desde los mensajes de texto que se habían enviado dos noches atrás, se habían evitado en todo momento; por eso, Pedro había agradecido la guardia de veinticuatro horas en el hospital. La única noche en que habían convivido desde entonces, él se había acostado en el sofá del dormitorio.
—He dormido un poco —contestó Pedro, caminando hacia el baño mientras se quitaba la chaqueta en dos rápidos movimientos—. Dentro de un rato, nos vamos a por las cosas de Gaston y a comprar un coche —añadió, dándole la espalda, antes de encerrarse en el servicio.
A raíz de lo que le había contado West, sentía un malestar en las entrañas que le impedía mirarla. Accionó la ducha y esperó unos segundos a que el agua se calentara. Debajo del chorro, apoyó las manos en los azulejos y dejó caer la cabeza.
Y a saber cuántas veces más habrá llorado Chaves por mi culpa... Y en el parto, estuvo sola, también por mi culpa... Pero me duele tanto que no me lo contara...
La venganza se había quedado en un plano inexistente... Necesitaba de todo su autocontrol y lucidez para continuar su nueva vida sin que sus sentimientos y sus remordimientos interfirieran, y, en ese instante, carecía de ambos.
En albornoz, se dirigió al vestidor. Estaba tan distraído que no se molestó en echar el pestillo.
Y Paula entró justo cuando se desnudaba...
—¡Uy! —exclamó ella, tapándose la boca, con los ojos desorbitados.
Él gruñó, cubriéndose esa parte de su anatomía que había decidido por sí misma saludar a la recién llegada, a una muy hermosa recién llegada... Notó cómo sus pómulos se quemaban.
El largo camisón se ajustaba con sensualidad, desde el discreto escote hasta las caderas, marcando la curva de su cintura de un modo distinguido, refinado y enloquecedor al mismo tiempo. Solo mostraba la piel de los brazos, el cuello, la cara y un ápice el inicio de los senos... erectos. Había visto a mujeres desnudas por completo, pero ninguna tan atractiva como ella en ese momento...
—¡Perdona! —emitió Chaves, en tono agudo, y salió a toda prisa.
Él expulsó el aire que había retenido. Se le doblaron las rodillas.
Quién me ha visto y quién me ve... Esta rubia me va a matar, joder...
Se frotó el rostro, mientras se estabilizaba su respiración, y procedió a vestirse. Escogió unos pantalones de pinzas azul marino, una camiseta blanca de manga corta y cuello redondo y un jersey de pico, a juego con los pantalones. Se decantó por sus zapatos marrones de ante y lazada. Se colgó del hombro la bufanda azul oscuro de cachemira. La prensa lo acosaba de forma sigilosa. Los fotógrafos no se le acercaban, en realidad, él nunca los veía, pero, luego, Pedro Alfonso aparecía en las revistas, en internet o en banners publicitarios de las webs de cotilleos, ya fuera comprando el pan o de tiendas.
Debido a ello, siempre cuidaba mucho la ropa que llevaba.
CAPITULO 17 (SEGUNDA HISTORIA)
Tras leerlo, se encerró en el baño de su nueva habitación y, sin molestarse en prender la luz, se sentó en el suelo, en un rincón, abrazándose las piernas, y lloró. ¿Cómo podía ser tan frío y poco comprensivo? Ninguna de sus conquistas conocía al verdadero Pedro Alfonso...
No supo cuánto tiempo permaneció desahogándose, gritando, a veces, murmurando incoherencias o sollozando. Se levantó y se refrescó la cara, borrando el rastro de las lágrimas, pero su rostro estaba hinchado y su mirada, enrojecida.
Escuchó voces, por lo que se dirigió al salón. Mauro, Bruno, Zaira, Caro, Pedro y Gaston acababan de llegar.
—¡Hola! —la saludó su amiga, corriendo a abrazarla—. ¿Estás bien? —se preocupó, al observarla con detenimiento.
—Es que me he despertado hace nada —mintió ella. Ignorando a Pedro, se concentró en el niño—. ¡Hola, gordito! —le dijo al bebé, mientras lo cogía en brazos y lo mecía en su pecho—. Te he echado de menos, nene —lo besó en la nariz y en el cuello, provocando que se riera y le contagiara la alegría.
Zai y ella se acomodaron en el sofá. Mau y Pedro se dispersaron para guardar las cosas de los niños en los dormitorios. Bruno se sentó al lado de Paula, con la niña en su regazo, y la besó en la mejilla.
—Solo falto yo por tener un hijo —les dijo Bruno, sonriendo con picardía.
—Para eso necesitarías una mujer, ¿no? —señaló Zaira, divertida—. Y hace mucho que aparcaste tus ligues.
—¿De verdad? —se asombró Chaves—. ¿Tanto has cambiado en este tiempo que no he estado aquí?
Él se sonrojó.
—Lo que le pasa es que está enamorado —comentó Pau, entre risas.
—¡Claro que no, joder! —se indignó Bruno, entregándole a Caro.
—¿Entonces? —le incitó Paula a que hablara.
—Hace mucho que no salgo con nadie —se encogió de hombros—. Llevo unos meses centrado en el trabajo, solo es eso.
—¿Meses? —repitió Zai—. Llevas más de un año, desde que...
—Desde nada —la cortó Bruno, incorporándose—. Si me necesitáis para algo que no sea molestarme con cotilleos, estaré en mi cuarto —y se fue.
—¿Se ha enfadado? —quiso saber Chaves, parpadeando, confusa ante su reacción—. Creo que es la primera vez que lo veo enfadado.
—No te inquietes —le aseguró su amiga, sosteniendo a su niña en el hombro—. Mauro me dijo que el año pasado Bruno se tuvo que enfrentar a una operación muy arriesgada —arrugó la frente, adoptando una actitud de gravedad—. Le llegó el traslado de una chica de veintitrés años que estaba en coma. Había sufrido un accidente de tráfico, se recuperó, pero, al poco tiempo de recibir el alta, se desmayó. Los que la trataron descubrieron que tenía un coágulo en el cerebro que habían pasado por alto en las pruebas que le habían hecho. Como no se atrevían a operarla, se la mandaron a Bruno. Ya sabes que es uno de los mejores neurocirujanos del estado.
—Sí —asintió ella, concentrada en la historia—. Continúa.
—La cuestión —suspiró— es que el coágulo era muy grande. El riesgo de la intervención era del noventa por ciento. Aun así, Bruno la operó. La intervención fue un éxito —sonrió un instante y frunció el ceño—, pero no salió del coma. Y sigue en coma, Rose —arqueó la cejas—. Bruno no se ha separado de ella un solo día. Cuando no tiene que trabajar, va al hospital a verla.
—¿Pero? —pronosticó Paula.
Zaira respiró hondo y se inclinó para bajar la voz, por si el pequeño de los Paula surgía en la estancia.
—Esta chica es la hermana de Lucia Hunter, el primer paciente fallecido de Bruno. ¿Te suena? Murió un año antes de que tú entraras a trabajar en el hospital, pero, a lo mejor, has oído hablar de ella.
—Lucia Hunter... —musitó Chaves—. ¡Claro! ¡Ya me acuerdo! —exclamó —. ¿No fue gracias a esa paciente que le ofrecieron a Bruno el puesto de jefe de Neurocirugía?
—Exacto.
—Me acuerdo porque una de mis compañeras estaba loca por él —se rio, nostálgica—. No dejaba de parlotear sobre el doctor Bruno. Ella fue la que me contó la historia.
—Bruno lo pasó fatal cuando murió Lucia. Estuvo en terapia. Mauro cree que si se vuelca tanto en Nicole es porque se siente culpable por la muerte de Lucia y piensa que tiene una segunda oportunidad con su hermana —se inclinó y añadió en un susurro—. Lo que yo creo es que algo más pasa, porque se pone colorado si sacamos el tema, incluso se enfada, y Bruno nunca se enfada —soltó una carcajada.
Paula la imitó.
Y gracias a esa conversación, gracias a que tenía a su mejor amiga cerca, el dolor de su interior se desvaneció y disfrutó de una charla de reencuentro.
Rezó para que momentos como ese se repitieran a diario, los necesitaba como el respirar
CAPITULO 16 (SEGUNDA HISTORIA)
Cuando Paula se despertó y leyó la nota de Pedro, se duchó y se vistió con unos vaqueros pitillo, una camiseta blanca de manga larga y un jersey de lana fina y cuello alto de color verde oscuro. Se cubrió los pies con unos calcetines para andar cómoda por la casa y recogió su vestido de dama de honor y la ropa que el neandertal de su prometido había tirado en el suelo del baño. Guardó todo en varias fundas de plástico para llevarlas a la tintorería, excepto la ropa interior de los dos, que dejó en una bolsa en un rincón del servicio. A continuación, se preparó un sándwich frío. Por primera vez en muchos meses, se sentía descansada y renovada.
Se sentó en el sofá, con Mau Alfonso a sus pies y la televisión encendida.
Sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y le escribió un mensaje, firmando con la inicial de su nombre.
Paula: ¿Seguís en casa de tus padres? P.
La respuesta no tardó en llegar:
Pedro: ¿Quién eres, P? ¿No será P de Paula? Si es así, lamento decirte que no me gustan las rubias, las detesto, de hecho. Ya sabes lo que dicen: pelo claro, poco cerebro. No estoy interesado.
Chaves desorbitó los ojos. ¿Acaso era una broma? ¿La estaba llamando tonta?
Paula: ¡No soy ninguna estúpida, ni estoy ligando contigo, imbécil! ¡Quién te has creído que eres!
Pedro: Soy Pedro Alfonso. Diría que es un placer conocerte, pero ya sabes lo que pienso de las rubias, y, por lo visto, no me he equivocado contigo...
Paula respiró hondo repetidas veces, pero no se calmó.
Paula: Yo tampoco contigo, aunque «imbécil» es quedarse más corto que tu pelo, soldado.
Pedro: ¿Soldado? Qué típico, ¿no? Rubia, poco cerebro, verdulera y te gustan los hombres uniformados.
Chilló, histérica, levantándose de un salto.
¿Verdulera? Su cuerpo se sacudió de rabia e indignación. El perro la observaba con la cabeza ladeada y expresión de desconcierto. Ella caminó por el espacio sin rumbo, deshaciéndose la coleta alta que sujetaba sus cabellos por los tirones que se estaba propinando. Escribió de nuevo:
Paula: «Soldado» es por tu pelo, porque lo que es tu cuerpo... deja bastante que desear.
Pedro: ¿Qué problema tiene mi cuerpo? Porque ayer el tuyo parecía bastante interesado en él. Si pretendes picarme, siéntate, porque te cansarás de esperar a que eso suceda.
Paula sonrió con malicia.
Paula: Anoche me sorprendiste mucho, no te lo discuto, pero no para bien.
Esperaba más del famoso Pedro Alfonso. Es evidente que los rumores son falsos. Los músculos de gimnasio son obsoletos y artificiales. Lo siento por ti, no me gustaste ni un poquito. Lo que pasa es que sé fingir muy bien, no quería que te sintieras incómodo, después de todo, lo último que deseo es herir tu orgullo de macho dominante. Me pregunto qué verán en ti las mujeres... Ya sabes lo que dicen de los hombres: el ego es inversamente proporcional a su... Y tu ego es muy, pero que muy, grande... y lo otro... ya lo comprobé, ¿recuerdas?
Había mentido. Su prometido era... magnífico.
Aunque igual de alto que sus dos hermanos, Pedro parecía más grande. Paula descubrió la razón de aquello la noche anterior: sus músculos eran más anchos y fuertes que los de Mauro y Bruno. Saltaba a la vista cuando vestía con sus trajes azul marino, camisa blanca y sin corbata, incluso con la bata blanca de médico, pero desnudo... era imponente. El apodo de soldado lo definía a la perfección: Pedro Alfonso era un guerrero.
Su trasero era prieto y demasiado apetecible, lo atisbó con claridad, también, la noche anterior, porque la seda del pijama que utilizaba le dibujaba las nalgas con suavidad. Y la cinturilla elástica de ese mismo pantalón se ceñía al final de sus estrechas caderas, luciendo así el inicio de sus ingles marcadas en uve.
Sus abdominales, en cambio, no estaban en exceso definidos, como tampoco los pectorales, algo maravilloso, en su opinión, odiaba los modelos masculinos cuyos cuerpos se asemejaban a un mapa de carreteras, irreal. Pedro era fibroso, duro y viril, pero no como los prototipos superficiales de gimnasio, sino que su anatomía respondía a un cuidado natural, estaba segura.
Era enfermera. Había observado a muchos hombres. Antes de trabajar en la planta de Pediatría del General, había estado en el hospital Kindred, desde que terminó la universidad. El Kindred era un hospital especializado en pacientes gravemente enfermos, que requerían un tiempo mayor de recuperación, ya fueran jóvenes o no. Lo normal era que los empleados, ella, la primera, entablaran conversaciones, una relación amigable, incluso, con los familiares de los pacientes. Y muchos habían intentado ligar con Paula. Se habían acercado a ella con el falso pretexto de que se habían golpeado en el estómago, en el pecho o en cualquier lugar que les obligara a destaparse el torso. Al principio, había caído en la trampa, preocupada por la supuesta herida, pero aprendió rápido; en el tercer intento, lo descubrió. Estallaba en carcajadas, no podía evitarlo. Sus compañeros le gastaban bromas al respecto y le contagiaban la risa. A ella, ni siquiera le afectaba que la halagaran o la persiguieran para invitarla a cenar, para, a su vez, llevarla a la cama. Estaba acostumbrada.
Sin importar la talla que usara de ropa —sabía que no era ninguna modelo de pasarela, ni pretendía serlo—, siempre había sido un blanco para la población masculina, ya fuera en el instituto, en el campus, en el trabajo o en la calle. Sin embargo, desde que se mudó a Boston, nunca pasó de los besos robados.
Robados... Había tenido citas, la mayoría con médicos o ejecutivos, millonarios o no, que conocía en el hospital o en una cafetería, pero no se había acostado con ninguno. Tampoco había deseado besarlos, pero ellos tenían la mala y caprichosa costumbre de besarla al acompañarla a casa y tentarla a una noche de placer, que jamás sucedía.
A Paula le gustaba arreglarse, le encantaba la ropa, tanto lencería como ropa de calle. Se sabía sacar partido y reconocía que era guapa, aunque no lo explotara para nadie, excepto para ella, porque adoraba sentirse bonita; había pasado demasiado tiempo sufriendo por creer lo contrario, pero eso era pasado.
Y esos hombres que le robaban besos eran guapos, conversadores agradables y de cuerpos atléticos, ciega no era. No obstante, ninguno había sido lo suficientemente sugerente como para no resistirse ella al placer sexual.
Bueno... Pedro Alfonso lo había conseguido en un ascensor, después de gritarse reproches el uno al otro. Con él, no hubo cena previa, ni coqueteo, ni llamadas, ni miradas de soslayo, ni intentos de acercamiento, nada de nada. Ni siquiera besos robados, porque habían sido ambos los que se habían arrojado el uno al otro, hasta en aquel ascensor habían luchado para ver quién se deseaba más...
Recordaba que, en el General, no existía una sola mujer inmune al jefe de Oncología; por desgracia, la enfermera Chaves no se había salvado, a pesar de que lo había disimulado fingiendo indiferencia y despreciándolo abiertamente, con miradas, con palabras o con gestos de desdén. Su orgullo y su dignidad le habían prohibido esconder la repulsión que le causaba el comportamiento del seductor de los tres mosqueteros. Caminaba con tanta insolencia, conocedor de su atractivo, con tanta presunción, con tanta carencia de modestia, que Paula necesitaba un saco de boxeo para descargar la furia en cuanto coincidían en una sala, por muy grande que esa fuese.
Y cuando escuchaba los rumores de su gran experiencia sexual, porque prácticamente se había acostado con todas las solteras del hospital —aunque rubias, ninguna— deseaba atizarlo... ¿Cómo podían ser tan obtusas para enamorarse de un hombre como él?, se había cuestionado repetidas veces. Y es que todas acababan enamoradas del depredador Pedro Alfonso.
Su iPhone vibró con un mensaje del susodicho:
Pedro: No hieres mi grandioso ego, ni mi orgullo de macho dominante, porque gracias a mi ego y a mi orgullo, tú disfrutaste dos veces seguidas de mi «muy, pero que muy, pequeño». Ten cuidado con lo que deseas, rubia...
Paula: ¡No todas las mujeres te desean, imbécil; yo, desde luego que no!
Pedro: ¡Ja!
Paula: Lo único que me provocas es asco. Estás demasiado usado, bichito. Y, lo siento, pero eso precisamente fue lo mismo que hice yo contigo dos veces: usarte para mi propio placer.
Pedro: ¿A qué te refieres?
Un regocijo invadió su estómago. Se sentó en el sofá, con las piernas cruzadas debajo del trasero. Mau Alfonso se tumbó en la alfombra, bajo la mesa baja y acristalada del salón, a pocos metros de donde estaba ella.
Paula: Parece mentira que te las des de conocer a las mujeres... Te contaré un secreto: a veces, solo buscamos sexo, sin importar nada más que no sea el físico o la satisfacción carnal; otras veces, deseamos a un hombre por entero, no basta con una cara bonita, un cuerpo de infarto y grandes dotes de conquistador; de hecho, en la mayoría de los casos, pueden ser de aspecto corriente, porque hace falta mucho más que eso para tentarnos en este caso. Tú solo sirves para lo primero, para el sexo esporádico de usar y tirar. Eso es lo que tú y yo tuvimos el año pasado en un ascensor, porque de ti no se puede esperar más, siempre estarás solo. Lo llevas escrito en la cara, soldado.
Pedro: Y tanta parrafada para reconocerme que me deseas.
Se mordió la lengua ante aquella contestación, notando cómo sus mejillas se calcinaban de rabia.
Paula: ¿De verdad, te crees tan irresistible? No te voy a negar que muchas estarían encantadas en mi situación: casarse con uno de los solteros de oro del momento; muchas, estoy segura, pero yo, no, Pedro, no te quiero como marido. No me arrepiento de lo ocurrido entre nosotros porque Gaston es lo mejor que me ha pasado en la vida, ¡lo mejor! Pero estás muy equivocado si piensas que te deseo. La fama, el poder y el físico no lo son todo, eso sin contar con que te habrás acostado con casi todas las solteras de Massachusetts. Cada semana, sales con una diferente en las revistas, desde hace años. ¿Cuántas mujeres hay en Boston? Me sorprende que no tengas más hijos repartidos por la ciudad... Repito: estás demasiado usado, bichito.
La respuesta tardó un par de minutos...
Pedro: ¿Recuerdas que tú también te acostaste conmigo, nada menos que dos veces, y después, embarazada, te lanzaste a los brazos de otro hombre? Yo también podría pensar muchas cosas de ti, y en el hospital coqueteabas con muchos médicos, sobre todo con Rogers, pero no por ello me tomo las libertades que tú te tomas conmigo. Antes de hablar, piensa lo que vas a decir, porque puedes recibir la misma contestación.
Paula: ¿Estás insinuando algo?
Pedro: No estoy insinuando nada, te estoy advirtiendo, porque me estoy cansando de recibir insultos. No estoy usado, Chaves, ¡ni mucho menos! No me he tirado ni me tiro a todas las mujeres con las que salgo en las revistas, ni las colecciono como si fueran cromos de béisbol, joder. No me conoces, no tienes ni puta idea de quién soy o de lo que hago o dejo de hacer en mi vida privada. Te crees lo que cuentan las revistas, pero repito: no me conoces. Me juzgas y me sentencias antes de preguntarme siquiera. Y no tengo más hijos repartidos por la jodida ciudad. No sé con quién coño te crees que estás hablando, pero te estás pasando,Chaves, ten cuidado, porque te estás pasando.
Paula: Me parece increíble que, ¡encima!, te hagas la víctima... ¡Trabajaba en el mismo hospital que tú, imbécil! Estuve un año y cinco meses escuchando, a diario, a enfermeras, celadoras, administrativas, médicos o personal de mantenimiento alabar tus dotes sexuales... ¡Te acostabas con todas! En un armario, en tu despacho, en salas de reuniones, en baños, en habitaciones vacías, en laboratorios, ¡hasta en
la escalera! Y siempre en horario laboral. ¿Y, según tú, te juzgo por lo que publica la prensa sensacionalista? ¡Venga ya, Pedro! Vale que creas que ser rubia me convierte en tonta, pero oigo y veo muy bien.
Paula respiraba de manera entrecortada. Su cuerpo temblaba. La angustia y los celos engullían su interior al recordar las historias que se rumoreaban del mosquetero seductor.
Pedro: No es mi culpa que todas las mujeres del General contaran sus propias fantasías como si fuera la realidad, simplemente por el mero hecho de desearme y querer crear envidias. Las mujeres sois así, retorcidas e interesadas. Te aseguro que la reputación que, según tú, tengo en el hospital es falsa, me creas o no.
Paula: ¿Falsa? ¡Pues claro que no te creo! Si fuera falsa tu reputación en el hospital, y tu reputación en la prensa, ¿por qué no la has desmentido? He estado diez meses en Europa, Pedro, pero existe internet fuera de Estados Unidos, por si no lo sabías... Cada semana, has salido en la sección de cotilleos de muchas revistas online, siempre abrazado a alguna mujer, sonriéndole o acariciándola. Dicen que una imagen vale más que mil palabras... ¿Las fotografías también mienten?
Pedro: ¿Has estado pendiente de mí en tu viaje a Europa, Chaves? ¿Qué opinaba Howard al respecto?, ¿o lo hacías a escondidas para que no te pillara pensando en el padre del hijo que esperabas? Ilústrame, por favor. Me muero de curiosidad, rubia...
Ella ahogó una exclamación. La vergüenza dominó su piel, adquiriendo un rojo intenso como los fresones maduros.
Paula: ¡No fantaseaba contigo, imbécil! Yo leo revistas y tú, por desgracia, sales en ellas. ¿Quién es el retorcido ahora?
Pedro: ¿Y en Europa te interesa mucho la prensa rosa de Boston? Venga, Chaves, admítelo, no has podido aguantar sin tener noticias de mí. Y no soy retorcido, pero tampoco tonto; sé que Howard no es tu novio, no te molestes en negarlo.
Paula: Vale, Ariel nunca fue mi novio, pero eso no significa que no haya fantaseado con él...
Sonrió con malicia. Era una embustera, pero con Pedro se negaba a sincerarse. ¡Era un inmaduro, preocupado solo por su reputación con la mujeres!
Pedro: ¿Fantaseado? Hay una gran diferencia entre fantasía y realidad.
Paula: Veamos... He vivido diez meses con un hombre muy atractivo, extremadamente atento, detallista y cariñoso. Y, gracias a él, he recorrido las grandes capitales europeas, pueblecitos perdidos, ciudades cargadas de historia, playas privadas, paraísos exóticos... Súmale que estaba embarazada, es decir, que mis hormonas estaban disparadas. ¿Tú qué crees? Se supone que no eres tonto, ¿me equivoco? Ata cabos, soldado.
El móvil vibró diez largos minutos más tarde...
Pedro: Antes te mentí para no herirte, al fin y al cabo eres la madre de mi hijo, pero mi reputación en el hospital es cierta, espero que sepas encajarla en tu vida cuando empieces a trabajar, rubia.
Paula contuvo el aliento.
Paula: ¿Qué significa eso?
Pedro: Que no podré evitar que me encierren en mi despacho o en un armario. Ahora bien, si no deseas eso, ya sabes qué tienes que hacer.
Paula: ¿Estás insinuando que me tengo que acostar contigo para que que no te entren ganas de tirarte a otra? Ya tengo bastante con casarme, gracias.
Pedro: No te imaginas lo que me estoy riendo ahora mismo, rubia... ¡Mi prometida es divertida! Y lo digo en serio.
Paula: Entonces...
Paula: Entonces, dependerá de ti que se me lancen al cuello o no. Ya sabes, de cara a la galería, estamos locamente enamorados.
Chaves decidió sincerarse. Respiró hondo y procedió a redactar el barullo que poblaba su mente:
Paula: Lo intentaré, pero... Acabo de aterrizar en Boston y en una nueva vida, Pedro... De repente, estoy metida en una casa extraña, con un hombre extraño, me caso dentro de diez días, no tengo trabajo, no sé qué va a ser de mi vida y la de mi hijo, aunque de la mía tengo poco que decidir... Llevo diez meses viviendo en hoteles y volando de país en país, todavía tengo jet lag... Y debo besarte y abrazarte en público porque, encima, eres famoso, tú no quieres perjudicar a tu familia y yo no quiero que tu reputación salpique a mi hijo... y, mientras, tú te vengas de mí. Son demasiados cambios como para asimilarlos en un minuto... Y no sé por qué te estoy diciendo esto, seguramente, no creas ni una sola palabra porque lo único que ves es que te escondí la existencia de Gaston porque, según tú, soy una víbora que corrió en
dirección contraria cuando me quedé embarazada, y no ves la situación en la que me dejaste a mí. Solo te pido tiempo para acostumbrarme a nuestra nueva vida, por favor.
Paula suspiró, dejándose caer en el sofá. El iPhone vibró segundos después.
Pedro: No hay tiempo. Haberlo pensado antes de ocultarme a mi hijo. Nos vemos luego.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Paula.
Lanzó el teléfono a los cojines. Sin embargo, la pantalla se iluminó de nuevo con un mensaje:
Pedro: Puedo ofrecerte una tregua en cuanto a Gaston y la boda, pero en nada más. Tenemos que discutir muchas cosas. Hablaremos esta noche.
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