martes, 31 de diciembre de 2019
CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)
El equipo de Pedro ganó. Sin embargo, fueron los veinte minutos más largos de su vida y todo por culpa de Anderson.
—Ese tío es gilipollas —escupió Daniel, apeándose del caballo y palmeándolo en el cuello—. ¿Se creerá que estamos en las Olimpiadas? Odio a los tipos así.
Pedro no comentó nada al respecto, aunque le daba la razón a su amigo.
Ramiro apenas había permitido que los otros tres componentes del equipo tocaran la pelota. Habían ganado, sí, pero ¿de qué servía ganar si uno no disfrutaba o, directamente, no jugaba?
La segunda ronda consistió en una eliminatoria: el equipo que perdía se cambiaba por el siguiente, mientras que el ganador continuaba en el campo.
Quedaban cinco equipos.
El de Manuel perdió, el de Mauro se mantuvo durante dos partidos, pero en el segundo fue eliminado por el de Paula, es decir, que las palabras de Pedro se cumplieron: se enfrentaría a ella en la final.
Anderson galopó hacia Paula para susurrarle algo que consiguió que ella hundiese los hombros... otra vez, y que el resplandor de sus ojos se apagase.
Pedro gruñó y comprimió el mazo en la mano.
Y comenzó el último partido.
Dani y él formaban una pareja imparable, se comprendían sin necesidad de pronunciar una palabra. No obstante, Ramiro les quitó la pelota como si fuesen los contrincantes, igual que antes, y no solo eso... Paula se interpuso en el camino de Anderson para cortar su avance y él no frenó, sino que, en el instante previo al inminente choque, realizó un quiebro que asustó al caballo de ella... El animal reculó, encabritado, se alzó sobre los cuartos traseros varias veces. Paula se pegó a la grupa y tiró de las riendas, procurando calmarlo, pero no lo consiguió.
Pedro, que estaba en el otro extremo, azuzó a su montura y galopó hacia ella con una ira brutal repiqueteando su cuerpo. Se plantó junto al caballo, saltó al césped y sujetó las bridas. Le habló con tranquilidad, paciencia y cariño, pero también con sutil autoridad. El animal finalmente se serenó.
El árbitro sopló el silbato para detener el partido.
En las gradas, los espectadores se levantaron de los asientos, asustados por la escena; algunos se acercaron a la portería, aunque no invadieron el campo.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro, conteniendo las ganas de estrangular a cierto abogado.
Anderson había marcado, pero nadie le prestaba atención.
—Sí, sí... —emitió ella en un hilo de voz, con la mano en el corazón. Pálida. Estaba asustada y respiraba de manera agitada—. Debí haberme quitado, pero no me imaginé... —desorbitó los ojos—. Me tiembla todo el cuerpo...
Él le frotó la pierna con las dos manos para ayudarla a relajarse.
—¿Está bien, señorita? —se preocupó el árbitro.
—No ha pasado nada —dijo Ramiro, sonriendo con suficiencia—. Paula está bien. Y yo no he cometido ninguna falta porque no la he rozado. Y he marcado gol. ¿Continuamos? —se giró y galopó hacia un lateral.
—Sí —asintió ella—. Estoy bien. Continuemos.
—No —se negó Pedro, rotundo.
—Pedro, por favor...
—No es una falta —admitió el árbitro, serio—, pero anularé el gol porque ha sido comportamiento antideportivo. Quedan doce minutos y van empatados a cero. Continuemos —y se fue.
—Paula...
—Pedro—lo cortó. Posó una mano sobre la de él—. Quiero ganar, así que, venga, Doctor Pedro, vamos a jugar —le sonrió, pero la alegría no alcanzó sus ojos.
Pedro la contempló unos segundos, controlándose porque necesitaba abrazarla y protegerla. Inhaló una gran bocanada de aire y la dejó sola.
Galopó hacia Daniel, que estaba hablando con la otra componente del equipo, Cindy Clark.
Criticaban a Ramiro.
—Quiero que muerda el polvo —sentenció Pedro, apretando la mandíbula.
—Entonces, a por él, Alfonso. No dejemos que toque siquiera la pelota.
—Contad conmigo —les aseguró Cindy, vehemente.
—Y también quiero que gane ella.
Su amigo sonrió y asintió, al igual que la chica, una jovencita muy simpática, que odiaba a Anderson a raíz de su ataque hacia Paula.
Ahora sí vamos a jugar, pero la pelota vas a ser tú, Anderson.
CAPITULO 34 (TERCERA HISTORIA)
Christopher, el hermano mayor de Dani, de treinta y cinco años, moreno, ojos azules, barba perfectamente cuidada, alto y delgado, apareció segundos después. Pedro lo saludó de igual manera. Se conocieron Daniel y él en primero de Medicina, en Harvard. Enseguida, se hicieron amigos y le presentó a Christopher, igual que Pedro hizo con Manuel y Mauro.
—¡Suerte a todos! —les dedicó Johnson.
Los presentes aplaudieron.
Los hermanos Alfonso y los hermanos Allen se dirigieron a las cuadras.
Dani y Chris eran expertos consumados del polo. Provenían de una familia de profesionales que se habían dedicado a ese deporte. De hecho, eran los únicos médicos Allen. Christopher era fisioterapeuta por cuenta libre, regentaba su propia clínica desde hacía cinco años.
—Dicen que los miembros del equipo ganador tendrán un fin de semana de alojamiento gratuito en el hotel —comentó Chris.
Estaban en la galería de los establos, esperando a que los empleados les entregaran los caballos, además de los cascos que requerían para el juego.
—Pues que gane el mejor, que, para variar, seré yo —bromeó Dani, dándole un codazo a Pedro—, ¿verdad que sí, Alfonso?
Todos se rieron, menos Pedro. Sacaron a los cuatro sementales al césped, se montaron y cada uno probó al suyo, bien trotando o bien trazando círculos por el campo.
—¿Qué te pasa, Alfonso? —quiso saber Daniel, que se acercó despacio—. Estás más serio de lo habitual.
—Tenemos en nuestro equipo a un auténtico gilipollas.
—¿Te refieres a Anderson?
—Sí —contestó él—. Su prometida está en el equipo de Chris. No se la merece —tensó la mandíbula—. Anderson es... —respiró hondo—. Ya veremos qué tal juega en equipo, porque a Paula la trata fatal.
—¿Paula? —repitió su amigo, frunciendo el ceño.
—Paula Chaves, su prometida —aclaró.
—Sé que Chaves es su prometida. Lo sabe todo el país. Lo que no sabía era que se llamase Paula, pero no te lo digo por eso, sino...
—Sí, es ella —lo cortó Pedro, adivinando lo que iba a decir—. Es la chica que estuvo en coma en el hospital.
—Tu Paula es la Paula de Anderson —acertó Daniel en un silbido—. Se te olvidó mencionarme que se casa.
—Porque no lo supe hasta hace poco —se removió incómodo en la silla.
No había perdido contacto con Dani, a pesar de que no habían quedado desde que Paula había ingresado en el Hospital General. Habían hablado por teléfono y se habían escrito e-mails relatándose su vida, una vez al mes.
Daniel era el único de sus amigos que había oído hablar de ella por el propio Pedro. Les unía una amistad muy especial, pues entre ellos nunca pasaba el tiempo, aunque coincidiesen poco en persona.
—Atención, por favor —solicitó el presidente a través del micrófono—. El amarillo y el verde correspondientes al número uno que se preparen. El primer partido comenzará en cinco minutos.
En la siguiente hora, Dani y Pedro observaron los tres partidos que se sucedieron. Ganaron dos verdes, Manuel entre ellos, y un amarillo, el de Mauro.
Le tocó el turno al equipo verde de Christopher y Paula. Ella galopó desde las cuadras hasta el campo con una soltura increíble, bien erguida con naturalidad, como si hubiera nacido sobre un caballo. Pedro se quedó embobado en ella... Paula llevaba unas mallas negras, botas de piel marrones, ligeramente gastadas, un polo verde que se ajustaba a su pequeño, pero curvilíneo, cuerpo, del mismo tono que el pañuelo que sujetaba su coleta lateral. Acostumbrado a verla utilizar ropa de colores pastel o claros, se sorprendió. De negro y verde oscuro estaba impresionante, resaltaba el inverosímil tono de sus luceros, que chispeaban de manera radiante. Y estaba sonriendo, lo que significaba que le gustaba el polo, o cualquier cosa relacionada con la equitación, pensó convencido.
—Joder... —siseó su amigo—. Es ella, ¿no?
Él miró a Daniel sin comprender.
—Avísame la próxima vez y vengo preparado con un cubo para tus babas —lo pinchó su amigo, adrede, antes de estallar en carcajadas.
—Daniel... —lo avisó.
—Tranquilo, tío —levantó las manos, sonriendo—. Tienes muy buen gusto, Alfonso.
Pedro suspiró, temblando por dentro. Su leona blanca era preciosa, la mujer más guapa que había conocido en su vida, por supuesto que tenía buen gusto.
Veinte minutos después, el equipo de Paula y de Chris ganaba al amarillo.
Ella miró a Pedro al terminar y este le guiñó un ojo, a lo que Paula respondió con una sonrisa tímida que a Pedro lo revitalizó por entero, y lo
excitó tanto que su erección casi reventó los pantalones. A punto estuvo de gemir, pero se controló para no ridiculizarse delante de Dani, aunque este soltó una risita al descubrirlos, nunca se perdía detalle de lo que acontecía a su alrededor, era un entrometido redomado.
Los dos se dirigieron al campo a prepararse, jugaban el último partido de la primera ronda.
—Suerte, Doctor Pedro —le susurró Paula al pasar a su lado.
Pedro le arrebató las riendas para frenarla.
—Espero que llegues a la final, Pau —le deseó, en voz muy baja, inclinándose hacia su oído—. Yo lo haré y solo quiero jugar contra ti.
Ella se ruborizó, paralizada por la proximidad. Él ocultó una sonrisa diabólica, aspiró su fresco aroma floral y se alejó.
CAPITULO 33 (TERCERA HISTORIA)
Terminaron el almuerzo y se marcharon a sus habitaciones para prepararse para el partido de polo. Unas doncellas les habían dejado en las suites un pañuelo para cada persona. Solo existían dos colores, el verde y el amarillo, que coincidían con el logotipo del Club de Campo, tal cual lo había explicado el presidente en el discurso. Cada color pertenecía a un equipo.
Como había mucha gente invitada, solo jugarían los que quisieran, el resto animaría como espectadores.
Él hacía mucho que no practicaba polo. Dos de sus mejores amigos, Daniel y Christopher, los hermanos Allen, que aún no habían llegado a la fiesta, eran profesionales de ese deporte y le habían enseñado la técnica y la práctica, aunque, por supuesto, no era ningún experto.
No se cambió de pantalones ni se quitó las Converse negras. Odiaba las botas hasta las rodillas. De las mallas, prefería no opinar... Lo único que hizo fue cambiar la camiseta por un polo de color blanco con una franja ancha, negra, cruzándole el pecho del hombro derecho a la cadera izquierda.
De pequeño, su profesor de equitación lo regañaba infinidad de veces, al igual que su madre, por acudir a las clases siempre en zapatillas, al contrario que sus hermanos, que siempre montaban a caballo en vaqueros y botas, como debía ser.
En realidad, hacía mucho que no practicaba ningún deporte que no fuera correr por las noches. Le gustaba mantenerse en forma, le encantaba el deporte en general. Sabía jugar al tenis, al pádel, había competido en salto ecuestre durante años y, también, en campeonatos de golf. Su habitación en la mansión de sus padres estaba repleta de insignias, medallas y trofeos. No obstante, Pedro lo había abandonado todo al entrar en la universidad. Descubrió la Medicina y se volcó por entero en estudiar.
En eso influyó la mente privilegiada de Pedro y la perseverancia intachable de Mauro. Sus hermanos eran magníficos en todos los aspectos. Catalina y Samuel nunca habían comparado a ninguno de sus hijos, ni entre ellos ni con otros de su edad, pero Pedro había sentido siempre que debía esforzarse mucho más para poder alcanzarlos, porque no creía estar a la altura de ninguno de los dos. Manuel y Mauro no habían competido en nada, pero él, sí.
Esos premios le recordaban que era merecedor de llevar el apellido Alfonso. En el trabajo le ocurría lo mismo, por eso, repasaba apuntes antes de una operación, aunque fuese una intervención fácil, no podía desprestigiar a su familia, en especial a sus hermanos.
—Amarillo —murmuró, tocando el pañuelo de seda que le había tocado.
Se lo anudó en la muñeca como si se tratase de una pulsera y cogió sus gafas de sol, unas Ray Ban Wayfarer negras. Se dirigió al campo de césped de polo, a la derecha del bar.
Ya estaba lleno de gente y de caballos. Algunos trotaban, practicando con el mazo. El objetivo de ese deporte consistía en meter la pelota de madera en la portería del equipo contrario, formada por dos postes de mimbre. Detrás de una de las porterías, perpendicular a la piscina del Club, se encontraban las gradas, donde los más mayores disfrutaban de un refresco y de una charla, sentados y a la espera del inicio del partido. Distinguió a sus padres, hablando con varios matrimonios amigos. La música procedente del bar animaba el caluroso ambiente.
Pedro se acercó para apuntarse, como el resto de los jóvenes que deseaban participar.
Unos minutos más tarde, divisó a sus hermanos, pegados a las gradas, con sus mujeres. Él se les unió.
—¿Vamos a jugar muchos? —quiso saber Manuel, abrazando a Rocio por la cintura.
—No tengo ni idea —respondió Mauro, cruzándose de brazos.
—Atención, por favor —dijo el presidente, Marcos Johnson, a través de un micrófono, en el centro de las gradas—. Son muchos los jóvenes que desean jugar —sonrió.
Era un hombre afable, inmensamente rico y un caballero de los de antaño, muy querido en la alta sociedad de Boston. Apenas tenía pelo y su cuerpo era robusto y alto. Contaba con sesenta y cuatro años.
—Por ello —continuó Johnson—, haremos una eliminación por equipos, pues solo puede haber cuatro jugadores por equipo. Y para hacerlo más interesante... —se rio, al igual que los espectadores—, no podrán pertenecer al mismo equipo miembros de una misma familia, que sois muchos hermanos, cuñados, etcétera. Y los partidos serán de veinte minutos. Un momento, por favor... —se giró y aceptó el papel doblado que le entregó uno de los empleados. Lo leyó en silencio—. De acuerdo —sonrió—. Son diez equipos, es decir, cinco partidos en la primera ronda. Os han mezclado en función de los colores de vuestros pañuelos. Os leo los equipos: el equipo verde número uno está compuesto por... —procedió a anunciar los componentes de cada equipo, con sus respectivos apellidos.
Pedro escuchó que Paula estaba en uno de los equipos con Christopher Allen.
Pero, para su desgracia...
—Y el equipo amarillo número cinco está compuesto por Daniel Allen, Pedro Alfonso, Cindy Clark y Ramiro Anderson.
—No me lo puedo creer... —musitó él.
—¿No te hace gracia jugar con un viejo amigo, Alfonso? —le preguntó una voz muy familiar a su espalda.
Pedro se dio la vuelta, sonriendo, para saludar a su amigo Daniel Allen, de su misma edad, alto, corpulento, de pelo castaño cobrizo, ojos azules, soltero de oro y reputado cardiólogo en el Boston Medical Centre. Las mujeres se desmayaban a su paso y la prensa lo describía como uno de los hombres jóvenes más atractivos y elegantes de Estados Unidos.
—Como siempre, llegando tarde, Dani —arqueó una ceja.
—¿Es así como me recibes después de casi dos años? —le rebatió Daniel.
Soltaron una carcajada y se abrazaron.
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