martes, 18 de febrero de 2020

CAPITULO 185 (TERCERA HISTORIA)





Las luces se atenuaron y la orquesta amenizó la fiesta. Un hombre y una mujer se unieron a los instrumentos para aportar las voces a las canciones. Un foco de todos los colores colgaba encendido del techo, justo en el centro de la pista de baile, donde hacía unos minutos estaban el podio y el proyector.


—¿Brindamos? —sonrió él, alzando su copa.


—¿Por qué brindamos, doctor Pedro? —lo imitó.


—Por esta noche, la más especial hasta ahora.


Tintinearon el cristal y bebieron un sorbo.


Pedro se inclinó y la besó en el cuello. Ella gimió, derretida, posando las manos en su magnífico pecho. Su novio la ciñó por la cintura, pegándola a su esbelta anatomía, y continuó mimando su piel con ardientes y húmedos besos que la condujeron hacia las alturas.


Pedro... Para...


—No —le mordisqueó la oreja.


A Paula se le doblaron las piernas. La inmensa erección de ese portento de hombre se le clavaba en el estómago. Demasiado embaucadora... Y se restregó contra él, de forma discreta, aunque le faltaba poco para dejar de pensar con coherencia. Pedro resopló en su oído, hundiéndole los dedos en su espalda, y le lamió la mandíbula, mientras dirigía la mano a su trasero.


Pedro... por favor... —le costaba hablar una barbaridad—. Estamos... Pedro...


Él la observó un instante, fiero y poseído por el anhelo, y atrapó sus labios.


La devoró... Y se rindió... Apoyaron las copas en la barra y se envolvieron el uno al otro, olvidándose de donde se encontraban.


Sin embargo, alguien la golpeó en el hombro, interrumpiéndolos adrede.


La pareja se giró para descubrir a...


—Anderson —masculló Pedro, rígido.


—Creía que no podías sorprenderme más, Paula—dijo Ramiro con una fria sonrisa y las manos en los bolsillos del pantalón—, pero me equivoqué. Solo eres una zorra más que se abre de piernas al conquistador sin sentimientos Pedro Alfonso.


Ella se petrificó.


—Retira lo que acabas de decir —sentenció Pedro con voz afilada—. Discúlpate ahora mismo.


—¿Qué harás si no lo hago, doctor Pedro? —declaró Anderson, sonriendo con jactancia—. ¿Vas a montar un espectáculo en la gala de tu mamá?


—Pe... Pedro —lo llamó Paula, alarmada, balbuceando porque ya eran el centro de atención. Lo agarró del brazo y tiró, pero no se inmutó—. No lo escuches. Por favor... Lo está haciendo aposta. Por favor...


—Haz caso a tu zorra, doctor Pedro —añadió Ramiro en un susurro—. Ya se sabe que a ti solo te van las fáciles porque, como dice la prensa, careces de corazón, aunque debo reconocer que al menos Paula no es tan tonta como parecen las otras, pero sí es lo suficientemente tonta como para haberme dejado y creer que no me iba a vengar.


Aquello ya remató a su novio... Pedro sujetó a Anderson de las solapas de la chaqueta y lo zarandeó hasta casi pegarlo a él. Ramiro se rio, no se defendió.


Numerosas exclamaciones femeninas poblaron la estancia.


—Pégame, doctor Pedro, y haré que te encierren. Tengo contactos, ¿lo sabías? —entornó sus espeluznantes ojos azules—. Y, créeme, lo disfrutaría. Tú, encerrado y Paula, libre —se relamió los labios—. Así terminaría lo que me interrumpiste. Hazlo. Pégame.


A ella le recorrió un horrible escalofrío.


—Suéltalo, Pedro —le rogó Paula, al borde de las lágrimas—. Mírame, por favor... Mírame... doctor Pedro...


Al oír el apodo, su novio la miró. Respiraba rápido y ruidoso y comprimía la mandíbula y aleteaba las fosas nasales cual animal enjaulado. Ella le rozó la cara con una mano temblorosa, sonriendo. Él cerró los párpados por el contacto. Despacio, se separó de Anderson y Paula se arrojó a sus brazos, aterrada.


Ramiro murmuró varios insultos y se marchó.


—¿Qué ha pasado? —inquirió Manuel, cuyo semblante era grave.


Daniel y Mauro se les unieron.


Pedro les contó lo sucedido. Daniel y Manuel se lo llevaron fuera de la estancia para que se tranquilizara. Ella se quedó con Mauro.


—¿Estás bien? —se preocupó su cuñado.


—Sí —mintió, observando la doble puerta abierta por donde había salido su novio.


—Toma —le dijo Mauro, entregándole su propio gin tonic—. Da un sorbo.


Ella obedeció.


—¿Te cuento un secreto y así te despejas? —le preguntó Mauro, sonriendo.


—Vale... —contestó en un suspiro irregular, frotándose los brazos para entrar en calor.


—He rechazado el cargo de director del Boston Children’s. Lo saben Zaira, mis padres y ahora tú, nadie más.


Paula parpadeó, desorientada ante la noticia.


—¿Por qué? Creía que era lo que querías.


—Porque hay cosas más importantes que una subida de sueldo y de puesto —desvió los ojos hacia la doble puerta.


—Lo has hecho por Pedro —afirmó ella sin dudar, en un hilo de voz.


—Sí —confesó él, serio—. Pedro no quiere que me vaya del General, aunque no me lo haya dicho, ni me lo reconocerá nunca —inhaló aire y lo expulsó despacio—. Solo hay que ver su cara cuando sale el tema a colación. Y no me voy a ir. No es porque mi hermano pequeño me necesite, es justo al contrario —sonrió—: yo lo necesito a él. Lo que Pedro no sabe es que ninguno
podemos estar sin él, no al revés, yo, el primero.


Dios mío... Ay, doctor Pedro...


Paula se conmovió, posando una mano a la altura del corazón.


—No sé si te ha contado —continuó Mauro, apoyando un codo en la barra — que faltaba mucho a clase, tanto en el instituto como en la universidad. — Ella asintió—. Un día, lo pillé. Me cabreé mucho y lo amenacé con decírselo a nuestra madre si se repetía. Y se repitió. Y se lo dije a mi madre. Lo castigó sin salir —se rio, nostálgico—. Pedro se vengó de mí. Por su culpa, hice el ridículo en la fiesta de mi graduación —hizo un ademán, restando importancia


—. Y yo juré y perjuré que también me vengaría de él —la observó, penetrante —. Y lo hice. Contigo.


Ella entreabrió los labios, sorprendida.


—Cuando saliste del hospital —le explicó Mauro—, viniste a mi despacho buscando a Pedro porque querías agradecerle sus cuidados el tiempo que estuviste en coma. Te escribí en un papel la dirección donde podías
encontrarlo esa misma noche.


—El día de su cumpleaños.


—Jamás le hubiera dado la dirección de la casa de mis padres a ningún paciente, pero mi hermano ya estaba enamorado de ti antes de que despertaras del coma, aunque él no lo supiera —bebió un largo trago del gin tonic—. Fue una venganza dulce, ¿no crees? —le guiñó el ojo—. Sabía que Pedro estaba huyendo de ti. Quise ayudarlo a él y ayudarte a ti.


—¿A mí? —repitió Paula en un tono apenas audible.


—Estabais... —frunció el ceño, pensativo— perdidos. Y no me preguntes por qué, pero ese día en mi despacho te miré y supe que estabas destinada a mi hermano, no al hombre que te regaló el anillo de compromiso que llevabas en
el dedo. Así lo sentí. Y no me equivoqué —sonrió—. Eres su muñeca.


Ella también sonrió, ruborizada.


—¿Te cuento otro secreto? Sé por qué mi hermano se saltaba las clases. Sé que lo hacía para estudiar, porque no quería decepcionarnos. Pedro cree que no lo sé, que nadie lo sabe, pero lo sé. Soy el único que lo sabe. Y por eso, precisamente, estoy convencido de que tú eres perfecta para él, Paula — suspiró—. No querías romper con Ramiro, a pesar de que deseabas estar con
mi hermano. Sacrificabas tu felicidad para no defraudar a tu familia. Pedro siempre, desde el primer momento, te protegió de ti misma, de ese miedo a decepcionar a tus padres, el mismo miedo que sentía mi hermano hacia nosotros. Y eso provocó que Pedro dejara de esconderse, porque se centró en ti. Él no se da cuenta de lo transparente que se ha vuelto, pero así es. Gracias a ti, Paula —la tomó de la mano y se la apretó—, mi hermano por fin es completamente feliz, porque es él mismo, sin barreras ni miedos. Bienvenida a la familia Alfonso—besó sus nudillos enguantados, respetuoso.


Si hubieras escuchado esto, doctor...


Paula se tocó el rostro, mojado por las lágrimas que había derramado al oír tales palabras, tal cariño...


—Pedro es especial —añadió Mauro, con la mirada vidriosa por la emoción—. Le salvó la vida a Zaira, estaré en deuda siempre con él. Y le quitó el tumor a Rocio.


—Y me curó a mí...


—Es especial. No hay otro como él.


Ambos sonrieron.


—¿Paula Chaves? —pronunció una voz masculina a su derecha, interrumpiendo aquel momento tan especial.


Ella se giró. Era un camarero.


—Yo soy Paula Chaves.


—Esto es para usted —le entregó una nota doblada.


Ella la cogió y leyó:
Ve al baño de señoras. Te espero allí.





CAPITULO 184 (TERCERA HISTORIA)





—Buenas noches a todos —saludó al gran salón.


Le temblaban las manos. Sudaba. Inhaló aire. Buscó a su héroe. Él sonreía, y le transmitió esa paz que tanto necesitaba Paula en ese instante. Pedro movió los labios: te amo, le dijo. Ella, entonces, sonrió, sintiendo ese mariposeo revolucionando su interior.


Una doncella encendió la pantalla. Las lámparas se apagaron y un único foco alumbró a Paula. Cogió el mando, pensó en Lucia e inició la proyección.


Durante media hora, habló sobre el maltrato animal, sobre la importancia de erradicar el problema, sobre la injusticia a la hora de condenar a los culpables, sobre las infinitas denuncias que se archivaban por el mero hecho de que la víctima era un animal y no una persona, sobre la necesidad de cuidar a un ser vivo como podía ser un roedor, un perro, un gato... sobre el cariño, la bondad e, incluso, la dicha que uno experimentaba al atender a criaturas abandonadas que no deseaban otra cosa que ser amadas.


—La construcción del edificio —concluyó, con las manos apoyadas en el atril, observando a los invitados— es solo el principio, no es la solución, porque la solución depende de cada uno de nosotros. Dicen que cada ser viene al mundo con un propósito y que cuando lo cumple se marcha. Bueno, pues a eso yo añado —los señaló con el dedo— que ampliemos ese propósito ayudando no solo a las personas que nos rodean, sino también a los animales, esos seres mágicos que se convierten en nuestros mejores amigos sin esperar nada a cambio —sonrió con tristeza—. La vida es injusta, hablo por propia experiencia. Hagamos, entonces, un mundo mejor. Entregar amor no cuesta.Gracias por escucharme. Gracias por estar aquí. Gracias por apoyar esta causa.


Los presentes se levantaron de los asientos para ovacionarla.


Encendieron las luces.


Paula soltó el aire que había retenido. De repente, unos protectores brazos la levantaron del suelo y la aplastaron contra un cuerpo cálido y duro que reconocería con los ojos vendados.


—Eres increíble, Pau —le susurró Pedro al oído—. Estoy muy orgulloso de ti.


Aquello la conmovió.


Él la giró y la besó, abrazándola con fuerza. Ella le devolvió el beso entre lágrimas.


La familia Alfonso al completo los rodearon. Se abochornó por tantas muestras de cariño que recibió.


—¡Mi niña! —exclamó su padre.


—¡Papá! ¡Mamá!


Paula corrió hacia Elias y Karen, que la recibieron con los brazos abiertos.


—Deberías terminar Derecho, tesoro —le dijo su madre, emocionada—. La pasión con la que hablas es la misma que la de tu padre.


Elias besó a Karen en la mejilla como respuesta.


Sin embargo, el maravilloso momento se ensombreció por culpa de cierto abogado rubio y engominado que surgió ante ellos.


—Paula —la saludó Anderson con una petulante sonrisa.


—Ramiro.


—Felicidades por tu discurso.


—Gracias.


Sus padres no sabían adónde mirar.


Entonces, unos labios besaron su sien.


—Doctor Pedro —siseó Ramiro, tendiéndole la mano. Sus ojos se tornaron gélidos, más de lo habitual—. Siempre es un placer.


—No puedo decir lo mismo —contestó Pedro, rechazando el saludo—. ¿Os apetece una copa? —añadió a los tres Chaves.


Paula y Elias ignoraron a Anderson. Karen, en cambio, contempló al abogado con lástima.


—¿Qué tal, Ramiro? —se interesó su madre.


—Nosotros nos vamos —anunció Paula, enfadada, empujando a Pedro hacia la barra que habían dispuesto a la izquierda—. No entiendo qué es lo que ve mi madre en él...


—Bueno, si supiera...


—No —lo cortó ella al adivinar sus palabras—. Quiero una copa de champán rosado.


—Ya te has tomado una antes, ¿no crees que es mejor algo sin alcohol? — sugirió él, sonriendo con dulzura.


Pero Paula se enojó aún más y comenzó a estirarse el vestido.


—¿Se puede saber qué problema hay en que beba alcohol? ¿Desde cuándo te pareces a él?


Pedro gruñó.


—No me compares con ese gilipollas —se cruzó de brazos, indignado—. Te lo digo porque no has comido desde el desayuno de lo nerviosa que estabas. Si bebes alcohol con el estómago vacío, te vas a marear.


Ella suspiró sonoramente.


—Tienes razón, Pedro. Perdona... —agachó la cabeza, abatida—. Odio verlo... Y odio ver a mi madre atenta a él...


—Eso es algo que tendrás que aceptar, Pau —le alzó la barbilla y la besó en la comisura de la boca—. Ramiro es la mano derecha de tu padre y como un hijo para tus padres. Por cierto, ¿has hablado con tu padre?, ¿sabes algo de la investigación?


El camarero les sirvió un refresco sin alcohol para Paula y un gin tonic para Pedro.


—No. Y mi madre tampoco me ha dicho nada. Al menos, esta semana no se ha publicado nada del bufete.



CAPITULO 183 (TERCERA HISTORIA)




Como todo buen caballero, Pedro la ayudó a descender del coche cuando pararon en las puertas del hotel. Enlazó una mano con la suya y atravesaron la alfombra roja, a continuación de los invitados de la gala que iban delante de
ellos. Numerosos flashes los cegaron. Los periodistas los llamaban por sus nombres para que les prestasen atención. Sonrieron y prosiguieron el sendero hacia el hall del hotel.


Descendieron a la planta inferior por las escaleras del fondo. Un amplio corredor con gruesas columnas en el centro simulando dos senderos conducía al gran salón, donde se llevaría a cabo la fiesta.


Notó la mano de Paula sudorosa.


—¿Estás nerviosa? —le preguntó él, deteniéndose.


—Un poco... —admitió, pálida—. Nunca he hablado delante de tanta gente. En la universidad teníamos que hacer exposiciones orales, también simulábamos juicios en algunas asignaturas, pero quinientas personas son muchas personas... —agachó la cabeza—. Y no sé si la proyección está bien hecha, no sé si...


Pedro la besó, acallando sus palabras.


—Lo harás muy bien, Pau —la besó otra vez, acariciándole los labios con el pulgar—. ¿Sabes por qué? Porque eres una leona blanca. Y según las creencias africanas, los leones blancos son seres divinos que otorgan la felicidad a cualquiera que se cruce en su camino, es decir, que, teniendo a todos felices a tu paso, nada has de temer. Les encantará tu exposición porque se enamorarán de ti nada más verte, sobre todo, hoy —la repasó de los pies a la cabeza—. Eres la mujer más hermosa del universo, Pau.


Ella sonrió, deslumbrante.


—Mi héroe... La más hermosa de tu universo —le rozó los mechones que le caían por la frente—. Te has peinado.


—Por ti.


Se besaron de nuevo.


Y continuaron hacia casi el final del pasillo. A la derecha, un mayordomo a cada lado flanqueaba la doble puerta abierta, erguidos, les saludaron con rígidas inclinaciones de cabeza, a las que ellos respondieron de igual modo.


Gran parte de los invitados disfrutaban ya de una copa de champán con sus respectivos trajes de gala: esmoquin para los hombres y vestidos largos para las mujeres.


Nada más entrar, a la izquierda, había dos doncellas que custodiaban un cofre de madera donde los presentes depositaban los cheques para la causa de la fiesta benéfica. En las dos terceras partes del espacio se disponían las mesas para la cena, con los nombres de cada uno escritos a mano en una etiqueta sobre la porcelana blanca, sencilla y brillante de la vajilla.


Al fondo estaba la orquesta, en la esquina derecha, que amenizaba con música instrumental. En el centro de la pared, se disponía una pantalla blanca.


Frente a la misma, estaba el proyector y el portatil cerrado de su novia, junto a un atril, las tres cosas sobre un podio de terciopelo rojo. A la izquierda, Catalina, Bianca, Denise, Sabrina, Zaira y tres mujeres más, charlaban en un círculo.


Pedro acompañó a Paula hacia el rincón.


—¡Cariño! —la saludó Catalina, abrazándola—. Tus padres ya están aquí.


Llegáis un poquito tarde, ¿no? —señaló su cuñada, con cierta picardía.


Él le guiñó un ojo y la besó en la mejilla.


—Estás preciosa, Zai.


De aspecto menudo y cabellos de fuego, Zaira solía vestirse en las galas del color favorito de Mauro, en tonos grises. Era una mujer llamativa, no solo por el pelo o sus ojos azul turquesa, sino porque sabía arreglarse. En realidad, sus dos cuñadas eran muy atractivas, pero, como su muñeca, ninguna...


—¿Y tu marido?


—Con Manuel y Rocio, pero no sé dónde están.


Pedro dejó a Paula preparándose y buscó a sus hermanos. Hablaban con su padre.


Rocio, en efecto, estaba guapísima, tal como había sospechado Pedro. Su voluptuosa anatomía y el brillo especial de sus ojos marrones, un brillo que se había intensificado desde que se habían enterado de que estaba embarazada, acentuaban su belleza angelical. Vestía de azul marino, en honor a su marido.


—Creo que en los últimos tres meses te he visto más veces peinado que en toda tu vida, hijo —bromeó Samuel, levantando su copa en un brindis.


Los presentes soltaron una carcajada.


—¿Y eso? —se interesó Manuel, agarrándolo de la muñeca—. ¡Joder, es genial!


—Me la ha regalado Pau.


—¿Es tu anillo de compromiso? —insinuó el travieso de su hermano. Todos se unieron a la broma, avergonzándolo.


Unas azafatas lo rescataron, indicándoles su mesa correspondiente para la cena. Pedro caminó hacia el proyector.


—Pau —le susurró a su novia al oído.


Ella se giró, seria. Él se rio por lo atacada que estaba.


—Todo irá bien. Vamos a cenar.


Paula asintió. Pedro la besó en el cuello para que se relajara.


—Me encanta tu peinado hoy, muñeca —la besó otra vez, pero utilizando la punta de la lengua—. Siempre podríamos saltarnos la cena. Quiero comerte a ti...


Su novia sonrió, al fin, enroscándole los brazos en la nuca, se alzó de puntillas y lo besó en los labios. Y Pedro se perdió... Los dos se perdieron... hasta gimieron, estrechándose con abandono, fundiéndose en un beso increíble que los dejó tiritando.


—Joder... —siseó él, apoyando la frente en la de ella, sujetándola por las mejillas—. Te secuestraría, te lo prometo... Pero no lo haré porque sé lo importante que es esta gala para ti —respiró hondo para serenarse. La besó en el flequillo—. ¿Tienes hambre?


Ella negó con la cabeza de forma frenética. Pedro sonrió.


Se acomodaron con Mauro, Zaira, Manuel, Rocio, Dani, Mauricio y Lucas.


La cena fue muy divertida. Todos le gastaron bromas a Paula para relajarla, tan nerviosa que ni siquiera probó bocado. Él pidió una copa de champán rosado para que se calmara y ella se la bebió de un trago, para asombro de los presentes. Estallaron todos en carcajadas, 


incluida Paula.


Después del postre, pidieron unos gin tonic en la sobremesa.


—Atención, por favor —dijo Catalina a través del micrófono del atril.


La estancia se silenció para escucharla.


—Muchas gracias a todos por asistir a esta gala, damas y caballeros. Me gustaría presentarles a una mujer muy especial —sonrió—. Mi hijo pequeño dice que es una muñeca de lo bonita que es. —El salón se rio—. Yo os puedo asegurar que es cierto —levantó una mano, para enfatizar—, porque no solo es bonita en su exterior, sino también en su interior. Es una de las personas más buenas que he tenido el placer de conocer, que sabe lo que es cuidar a un animal que, por desgracia, ha sido maltratado —adoptó una postura grave—, que es, precisamente, por lo que estamos aquí. Con todos ustedes, Paula Chaves.


Los quinientos invitados prorrumpieron en aplausos. Sus hermanos, sus amigos y sus cuñadas la vitorearon.


Pedro se incorporó y le tendió una mano. Paula lo miró asustada y aceptó el gesto. Él la acompañó hasta el estrado, a dos metros de la mesa. Besó sus nudillos y la ayudó a subir al podio. Le guiñó un ojo. Ella sonrió con timidez y el color retornó a su precioso rostro.


Regresó a su asiento, henchido de orgullo y admiración.


Mañana compro las Converse perfectas. Esta muñeca se casará conmigo.