lunes, 11 de noviembre de 2019

CAPITULO 61 (SEGUNDA HISTORIA)



La pareja salió del pabellón en busca de su hijo. 


Lo encontraron al cuidado de Mauro y Zaira en el salón pequeño.
—¿Qué tal estás? —le preguntó Zai a su amiga—. ¿Te duele mucho? —se preocupó, rozándole la hinchazón.


—Me tira un poco cuando me río —contestó ella.


Se sentaron en los sofás y Paula puso a Gaston en su regazo. Daniela y Julia se acercaron para interesarse por ella.


—Mira lo que te he traído para levantarte el ánimo, pequeña —la cocinera le mostró una bandeja repleta de pastelitos de crema.


Paula se humedeció los labios. Pedro, que se fijó en el gesto, se mordió la lengua para no cometer el terrible error de gemir delante de todos... Y apenas abrió la boca durante la cena, los remordimientos pesaban.


Si esta es tu forma de enamorarla, te has lucido, campeón...


—Estoy cansado —mintió él, poniéndose en pie—. Si no os importa, me voy a la habitación —y añadió a su mujer—: Escríbeme un mensaje cuando quieras, para acompañarte, ¿vale?


Ella se incorporó con el niño en los brazos.


—Voy contigo. Hasta mañana, chicos.


—Hasta mañana —se despidieron los otros dos.


Cuando entraron en el dormitorio, Paula cambió al bebé de ropa y lo meció tarareando una nana hasta que el sueño lo venció. Lo tumbó en la cuna. Pedro se metió en la cama, ya con el pantalón del pijama, y cerró los ojos. La escuchó entrar y salir del baño hasta que se introdujo entre las sábanas. La oyó suspirar.


—Sé que estás despierto, Pedro.


—¿Y cómo lo sabes? —giró el rostro para mirarla.


Se colocaron el uno enfrente del otro. Estaban muy serios.


—Porque normalmente sonríes todo el tiempo, pero, a veces, se te marca una arruga en la frente cuando algo te inquieta, y lleva esa arruga en tu frente desde que bajamos a recoger al niño. ¿Qué te pasa?


—Nada.


—Puedes... —titubeó, avergonzada—. Puedes confiar en mí, Pedro. Sé que tú y yo no somos amigos, pero... —se ruborizó y desvió los ojos.


—Yo diría que somos algo más que amigos, ¿no? —arqueó las cejas.


—Buenas noches, Pedro —se dio la vuelta.


Pedro la imitó, pero no contestó. Necesitaba poner en orden su interior. Si la tocaba, se convertía en un bruto, por lo que mantendría una distancia prudencial hasta que lograse amansar a la bestia que escondía y que solo salía en presencia de Paula Alfonso.




CAPITULO 60 (SEGUNDA HISTORIA)




Era inexperta, pero su torpeza lo estimulaba todavía más. Le encantaba su fuego interior, que no se molestaba en disimular cuando estaban en esas circunstancias. Era extraordinaria... La mujer más hermosa y apasionada que había conocido. Con ella, en efecto, todo era una primera vez, ¡todo! Con ella, el pasado no existía y él nacía en una nueva vida, porque no imaginaba un solo instante más sin Paula a su lado.


La rodeó por la cintura y la sentó en su regazo. 


Estuvo a punto de perder el conocimiento por el choque de sus caderas...


Pedro... —suspiró, sonora, hundiéndole las uñas en sus hombros.


—No quiero hacerlo aquí —declaró Pedro en un áspero susurro, a escasos milímetros de su boca—. Te voy a hacer daño... —procuraba convencerse a sí mismo de que no era buena idea, a pesar de la tentación—. Ya fui bruto una vez, no quiero que...


—Dos veces —lo corrigió ella, colorada por cuán excitada estaba—. Vamos a por la tercera, soldado —se inclinó despacio y le lamió los labios.


—Joder... —gruñó él—. Así no hay manera... Eres tan... —y la devoró.


La succionó y la embistió con la lengua. Los dos gimieron, atormentados.


Se tocaron por todas partes. Pedro cogió sus senos entre las manos, los alzó y los devoró. Ella pasó las manos por la cabeza de él, curvándose para ofrecerse cuanto su cuerpo le permitía, bailando sobre su erección. El agua se desbordó de la bañera, apenas les alcanzaba la cintura con tanto vaivén.


Entonces, sin previo aviso, Paula gritó su nombre, meciéndose sin control sobre sus caderas, sacudiéndose por el éxtasis que rápidamente la atrapó y la dejó tiritando.


Pedro, preso del frenesí, bajó las manos a su trasero, la levantó sin esfuerzo y la penetró de un duro empujón que le robó el aliento.


Y ella chilló, pálida, de repente.


—¡Perdón! —exclamó él, alarmado—. Joder, lo siento...


—No... —tenía los ojos cerrados—. Dame un... un segundo... —ocultó el rostro en su cuello, sobrecogida.


Pedro quiso llorar de frustración, pero, por su mujer, se mantendría quieto aunque le costara su propia vida. Fue a retirarse, pero ella se lo prohibió, rodeándole la cintura con las piernas. Se miraron. Sudaban y vibraban sin control.


Pedro... —suspiró de manera entrecortada—. Ahora... Ahora, soldado...


—No sé... —le costaba muchísimo hablar—. No sé si... aguantaré mucho...


—No importa... —sonrió, acariciándole la cara—. Será nuestro secreto...


Se besaron. Y sucumbieron a lo inevitable...


Pedro la sujetó con fuerza por las caderas y, en tan solo un par de embestidas, pereció en el paraíso que tanto había soñado, pero en el que jamás había estado hasta ahora, hasta ella... Y no lo hizo solo, su mujer lo acompañó.


Nada... Nada ni nadie eran comparables a Paula. 


Su enfermera... Su rubia...


—Nunca dejaré que te marches de mi lado, Paula —sentenció él, contemplándola con un miedo atroz a perderla—. Ya lo fastidié una vez. No habrá una segunda.


Paula dio un respingo al escuchar su nombre.


Sin separarse, aún unidos, se enjabonaron el uno al otro, el pelo y el cuerpo. No dejaron de mirarse en ningún momento. Cuando el agua se enfrió, Pedro salió de la bañera con ella en sus brazos. La secó con la toalla, besando sus labios cada dos segundos, haciéndola reír... ¡Amaba verla feliz! Su corazón traqueteaba cuando Paula sonreía.


Se vistieron para recoger a Gaston. Pedro terminó antes y observó, desde la puerta del servicio, cómo ella se peinaba y se maquillaba. Desde su fiesta de compromiso, en Nochevieja, la espiaba cuando podía. Llevaba unos vaqueros pitillo claros, una camisola de cuadros azul y verde y unos botines planos con hebillas. Sus cabellos húmedos caían hasta la mitad de su espalda. Estaba inclinada sobre el espejo, pintándose los labios con carmín.


Su trasero respingón lo incitó a avanzar. Se situó detrás y posó las manos en sus nalgas. Paula se sobresaltó, pero no se retiró. Él las moldeó a placer, las apretó, mordiéndose la lengua para reprimir un gemido tras otro. Y, sin pensar, levantó la palma y la azotó con suavidad.


—¡Pedro! —gritó, ruborizada a un nivel indefinible.


Pedro la miró a través del espejo, deseoso de poseerla otra vez. Tenía desabrochados los suficientes botones en el escote como para revelar el inicio de sus generosos pechos.


—Sujétate al lavabo —le ordenó él, antes de azotarla de nuevo, con menos delicadeza.


Paula jadeó.


—Sujétate al lavabo, rubia —repitió, ronco.


Ella soltó el pintalabios y obedeció con torpe premura. Pedro le subió la camisola a la cintura, le desabotonó el pantalón, se agachó y tiró con fuerza hacia abajo. Le quitó los botines, los calcetines, los vaqueros y la ropa interior. Se incorporó y contempló sus nalgas como si se tratasen de un tesoro de incalculable valor, su tesoro.


Paula respiraba con dificultad y sus nudillos se habían tornado blancos de tanto como apretaba el mármol. Estaba asustada, pero confiaba en él. 


Y tal pensamiento hizo que Pedro sonriera con malicia. Le acarició el trasero y clavó los ojos en los suyos. Alzó la mano y la dejó caer. Ella gimió. Él la masajeó enseguida, con ambas manos, para aliviar el escozor. Esa piel de porcelana se enrojeció ligeramente.


—Me vuelves loco —le susurró en la oreja, rozándosela con la lengua.


Paula bajó los párpados y entreabrió la boca. Pedro acarició sus caderas, su ombligo, su vientre, sus ingles... Y no se detuvo hasta que alcanzó lo que quería: su intimidad.


Pedro...


—Joder, rubia... ¡Joder!


Rápidamente, él se desabrochó los pantalones y se los bajó, junto con los calzoncillos, hasta el final del trasero. La sujetó por el vientre con una mano, guiándola hacia su erección, levantó la otra y la azotó de igual modo que la vez anterior. 


La reacción fue instantánea: ella se arqueó y él la penetró de una embestida profunda y ruda. Y como el bruto en que se convertía con Paula, la poseyó con urgente ardor... Chocó y chocó sus caderas.


—Quiero verte. Ahora —gruñó Pedro, con los ojos fijos en su escote.


Sin parar, sin ralentizar el desbocado ritmo, ella desprendió los botones de la camisola, pero como él estaba ansioso por verla, le rompió el sujetador y los senos bailaron de forma frenética con cada acometida.


Pedro... —gimió Paula, a punto de desfallecer.


—Vamos, rubia... Conmigo... Siempre conmigo...


Ella se derritió y gritó su nombre... Él la envolvió entre sus brazos y la siguió al cielo, derrumbándose sobre su cuerpo y este, sobre el lavabo...


—Te... he hecho... daño... Joder... —no podía hablar en condiciones. La cordura regresó y se horrorizó por lo que acababa de hacer.


—No... No... Yo... —balbuceó Paula, intentando recuperar el aliento.


Pedro se arregló la ropa y la abrazó, temblando los dos. Ella se giró y se arrojó a su cuello. Él la alzó en vilo y la sentó en el borde del mármol, colocándose entre sus muslos desnudos, que lo ciñeron sin fuerza.


—Eres un poco bruto —lo miró y sonrió—, pero me gustas así. Será...


—Nuestro secreto —la sostuvo por la nuca, cerró los ojos y la besó en la frente.


Paula suspiró.


No la merezco...


Pedro... ¿Alguna vez, has...? —comenzó ella, pero carraspeó.


—Nunca he hecho esto con ninguna mujer —adivinando su miedo—. Nunca he sentido con ninguna mujer lo que siento cuando estoy contigo. Ni el año pasado ni ahora. Nunca, rubia.


—¿Te vuelvo loco? —sonrió con travesura.


Pedro suspiró sonoramente y asintió.


—Muy loco...


Ambos bajaron los párpados y se besaron con los labios entreabiertos.


La vistió él mismo; no se sentía del todo bien porque había sido demasiado brusco. No obstante, Paula estaba más radiante que nunca, por lo que respiró más tranquilo. Se prometió ser tierno en la siguiente ocasión, y rezó para cumplir su palabra, porque ya había fallado varias veces...




CAPITULO 59 (SEGUNDA HISTORIA)





El alba asomaba en el horizonte y Pedro todavía no se había dormido. Llevaba horas velando el sueño de su mujer. Estaban tumbados en la cama. Ella, de perfil frente a él, respiraba de manera pausada, con los labios entreabiertos y los ojos cerrados. Tenía las manos debajo de su mejilla sana; la otra, mostraba una pequeña hinchazón rojiza cerca de la comisura de la boca.


La noche anterior, Zaira había acudido a los hermanos Alfonso, sofocada y asustada, para contarles lo que estaba ocurriendo en el baño del club. Pedro no había perdido un solo segundo. Cuando su cuñada le había señalado con la mano el pasillo donde estaba Paula, una rabia inhumana lo había cegado al ver a un hombre golpearla... Lo agarró justo a tiempo de evitar un mal mayor. Y se cebó con él, le devolvió el bofetón sin medida ni control, solo deseaba matarlo. Jamás se había sentido así y nunca había experimentado tanto miedo.


Si ella no lo hubiera detenido, seguramente el apestoso gusano estaría en coma, o peor, aunque se alegró de que fuese a pasar unos días en el hospital.


Le había roto varias costillas, la nariz, el pómulo y algo más, además de noquearlo. Se lo merecía.


Paula no se había separado de Evan desde que se habían abrazado en aquel oscuro pasillo. Mauro no había bebido alcohol, por lo que había conducido de vuelta a Los Hamptons. Su mujer se había acomodado en su regazo, en el coche, y se había dormido antes de llegar a la mansión. 


Él la había cargado hasta la cama, la había despojado de la ropa para vestirla con el largo camisón de seda marfil y la había resguardado con el edredón. A continuación, se había desnudado y, en calzoncillos, se había tumbado a su lado sin apartar los ojos de ella.


—P... —murmuró Paula en sueños, acercándose a él—. Mi... Te... P... — apoyó la cabeza en el hombro de Pedro.


Él sonrió. En verdad, era la Bella Durmiente. 


Podía estallar una guerra, que aquella niña con caparazón de mujer continuaría durmiendo a pierna suelta. La envolvió entre sus brazos, bajó los párpados y la besó en el pelo. Y ya no los abrió.


Cuando se despertó, se encontró desarropado y solo en el lecho. Estaba anocheciendo. Se incorporó y caminó hacia el baño. La luz se filtraba a través del hueco de la puerta entornada. Empujó y descubrió a Paula observando su reflejo en el espejo, rozándose el cardenal con los dedos. Tenía los cabellos sueltos y en desorden y su rostro angelical poseía huellas de las sábanas.


—Ay... —se quejó ella, dando un respingo.


—Hay que aplicarte una pomada —le dijo Pedro, con la voz ronca por el sueño y por lo sexy que estaba. Se acercó y la tomó de la barbilla con delicadeza. Examinó la herida. Frunció el ceño—. Siento mucho no haber llegado antes. A partir de ahora, te acompañaré a cualquier parte.


Paula se rio, pero se lastimó de nuevo. Él le retiró los mechones de la cara, acunándola, se inclinó, cerró los ojos y depositó un suave beso en la herida.


Ella exhaló un suspiro entrecortado y se sujetó a sus hombros. Pedro se agachó y la cogió en vilo. Su corazón hacía rato que se había precipitado a las alturas.


La sentó en la cama.


—Voy a prepararte un baño. Te sentará bien —la besó en la frente y volvió al servicio. Cuando realizó la tarea, apagó el grifo—. Ya está, rubia.


Ella se reunió con él, ruborizada y sonriendo con timidez. Entonces, se agarró el bajo del camisón y lo subió hasta sacárselo por la cabeza.


—Joder... —jadeó él—. Será mejor que... que... que...


Mejor no hables.


Estaba completamente desnuda...


—¿Me ayudas? —le pidió Paula, extendiendo una mano.


Pedro no reaccionó, sino que la contempló, cautivado, con la garganta seca, los ojos desorbitados y la mandíbula desencajada.


¡¿Es que con esta mujer no sé hacer otra cosa que el ridículo?!


—Soldado, ¿me ayudas? —repitió.


Él parpadeó y obedeció. La metió en la bañera como un autómata.


—¿Entras conmigo? —le preguntó ella, abrazándose las piernas.


Pedro asintió despacio, se quitó los boxer y se situó a su espalda, estirando las piernas a ambos lados de su exquisito cuerpo, agradeciendo, en silencio, el poco espacio existente.


Masoquista... No tienes remedio, campeón.


Paula se roció la espalda con agua y comenzó a enjabonarse. Él, deslumbrado por su belleza, su luz, sus curvas, incluso por las gotas que fluían en su piel tan clara, cogió el gel, se vertió un poco en las manos y la masajeó desde la nuca hasta el inicio de las nalgas. Ella se relajó de inmediato, recostó la cabeza en las rodillas, bajó los párpados y gimió.


Pedro le hormigueaban las manos. Era tan tierna, tan sensible a su tacto...


Se inclinó y la besó en el cuello. Pretendía darle un beso casto, nada más, pero la mandarina lo trastornó. Deslizó las manos por sus costados, erizando la piel de ambos. Siguió por su tripa, delineando su ombligo y ascendió hacia sus pechos.


—Rubia...


Te perdiste... Ya no hay marcha atrás. ¡Hasta el final!


Ella se deshizo por las caricias... Él la instó a que se reclinara en su cuerpo. Y se encargó de idolatrar sus espléndidos y erguidos senos, que sobresalían de sus manos.


Esta mujer es impresionante... ¿Cómo he podido aguantar tanto? Es un milagro que siga entero...


Paula escondió el rostro en su clavícula y empezó a besarlo con la punta de la lengua, hacia la oreja. Lo mordió y lo chupó, emitiendo ruiditos de deleite.


Pedro gruñó y le aplastó los pechos, los pellizcó también con los dedos, provocando un incremento considerable en las pulsaciones de ambos. Estaban tan pegados que notaba los latidos de su corazón, tan indómito como el suyo...


Ella se arqueó, estimulando su erección sin pretenderlo, que se hallaba presa entre esas jugosas nalgas que se frotaban contra él.


—Bésame, por favor... —le suplicó ella en un hilo de voz.


Él la miró un eterno momento con las manos aún en sus senos. Tiró de ellos con ardiente crueldad y su mujer gritó de placer... Los ojos de Pedro relampaguearon. La levantó para girarla y colocarla a horcajadas. Y la besó con abandono.


—Ay... —se quejó Paula, deteniéndose de golpe y palpándose la hinchazón.


—Perdona... —estaba desorientado—. Lo... Lo siento... Debería salir de aquí, yo...


—¡No! —lo sostuvo por la nuca—. No te vayas... —le mimó el rostro—. Ámame, soldado... Solo... ámame... por favor...


Ya te amo, rubia, ya te amo...


El sonrojo de ella taladró su alma. Acunó su cara entre las manos y la atrajo hacia él. La besó con todo el cuidado que su agitación le concedió para no dañarla. La dulzura de sus labios lo desarmó. Se contuvo con un esfuerzo sobrehumano para no poseerla de una maldita vez y saciar su apetito, aunque Paula respondía con la misma necesidad que escondía Pedro. La abrazó por las caderas y la guio a que lo cabalgara, buscando el goce de los dos. Quizás, si él culminaba antes con el mero roce de sus cuerpos, su avariciosa lujuria se atenuaría y podría actuar con la ternura que ella se merecía, porque, en ese momento, se sentía un animal...


Sin embargo, su mujer tenía otros planes bien distintos... Trazó sus pectorales con las uñas, azorándolo... Arañó su abdomen, silueteando los músculos, que se contrajeron de manera involuntaria, robándole el aire...


Dibujó sus ingles... Paró y se incorporó de rodillas sobre la bañera. Lo observó un instante con sus exóticos ojos entornados, vidriosos por el indiscutible deseo que la invadía,  resplandecientes... y tal expresión de sopor que él rugió, consumido por el mismo deseo y el inefable amor que la profesaba. Y lo acarició...


—Rubia... —gimió Pedro—. Joder...


Se mordió la lengua, notando rápidamente el sabor metálico de la sangre.


Echó hacia atrás la cabeza un instante, sin resuello, pero se obligó a mantener los ojos abiertos ante la escena: una criatura divina de belleza etérea y cuerpo enloquecedor, con los desordenados y mojados cabellos pegados a sus hombros... con los preciosos senos balanceándose... reverenciando su erección de forma insólitamente candente...