miércoles, 6 de noviembre de 2019
CAPITULO 46 (SEGUNDA HISTORIA)
Aquellas palabras la emocionaron. Pedro Alfonso era famoso. Los periodistas de cotilleos lo adoraban porque siempre se mostraba en público sin esconderse. Un sinfín de morenas habían colgado de su brazo en numerosas revistas. Y si ahora él deseaba intimidad con ella, significaba que Paula no era simplemente la madre de su hijo, ni una presa más...
Cuánto anhelaba que la viera diferente a cualquier mujer... Cuánto deseaba ser cuidada por su guardián... Cuánto rezaba para enamorarlo...
—Anoche pensé... —comenzó ella con timidez, pero necesitaba decírselo —. Pensé que, como me odias, no te gustó... llegar al final conmigo. Quizás, te obligué a...
—No —la cortó, posando un dedo sobre su boca—. Mereces mucho más que anoche, mucho más... —sus ojos se oscurecieron por un deseo repentino —. Te deseo, rubia, no te haces una idea de cuánto... —se inclinó lentamente.
Le acarició los labios con el pulgar, contemplándolos, embobado—. Contigo pierdo el control. Y nunca me había pasado con nadie, ni siquiera siendo un chaval de instituto. Por eso, me enfadé. No es agradable —sonrió con travesura— divertirse con los pantalones puestos.
Paula se derritió por esa sonrisa y gimió. Se sujetó a sus hombros en un acto reflejo. Su aroma fresco y limpio la cegó. Fue a besarlo, por instinto, lo necesitaba; más, cuando él la abrazó en ese instante y lentamente se inclinó, cerrando los ojos, hacia su boca. Sin embargo, Zai los interrumpió golpeando la puerta.
La pareja se separó de inmediato, parpadeando como si se despertaran de un trance; ella se encerró en el baño y accionó la ducha. Observó su propio reflejo en el espejo del lavabo. Estaba muy colorada y tenía las pupilas dilatadas. Y se sentía como una pluma que volaba según las ráfagas del viento, de lo desorientada que se encontraba.
Permaneció más tiempo de lo habitual debajo del chorro del agua caliente.
Después, se secó y anudó la toalla a las axilas.
La vergüenza la invadió al pensar en salir de esa guisa, por lo que corrió hacia el vestidor sin reparar en nada, aunque escuchó cómo su marido exhalaba un jadeo al pasar junto a él.
A los pocos minutos, algo recompuesta gracias a los vaqueros y al jersey de gruesa lana que eligió, como si así pretendiera esconder su agitado interior, se reunió con Pedro en el dormitorio.
—Nos vamos mañana a Los Hamptons con Mauro, Zaira y Caro, ¿te parece bien? —le dijo él, sentado en el borde de la cama, con el niño en el regazo.
—Pedro... —dudó, seria.
Él la miró con la frente arrugada y esperó.
—Había pensado en hablar con Jorge para incorporarme al hospital — comentó ella—, pero no sé qué hacer con Gaston —se acomodó a su lado y rozó el piececito del bebé de forma distraída—. No quiero dejarlo y no sé si deseo hacerlo con una desconocida.
—Puedo hablar con mi madre para contratar a Alexis.
—¿No te molesta que quiera trabajar? —se preocupó. El pasado retumbó en su pecho—. Mi madre lo dejó porque a mi padre no le gustaba que trabajase.
—A tu padre lo que no le gustaba era no controlar a tu madre las veinticuatro horas del día —la corrigió, prácticamente gruñendo—. Y tu
madre siempre ha sido demasiado buena como para llevarle la contraria. ¿Qué marido castiga a su mujer por dar de comer a su hija? —bufó, indignado—. A veces, el maltrato psíquico es peor que el físico. Lo he visto en el hospital. Y tu madre está completamente anulada. Siento decirte esto.
—Mi padre no se la merece... —observó a su precioso hijo—. Míralo... — sonrió, loca de amor por su bebé—. ¡Qué gordito es mi niño! —se inclinó y le apresó un piececito en la boca para hacerle reír.
—¿Por qué lo llamaste Gaston?
—Por mi abuelo materno —no perdió la sonrisa—. Mi madre siempre me contaba historias de mi abuelo antes de dormir. Era escocés. Nunca lo conocí porque murió antes de que yo naciera. Mi abuelo era escritor de novelas históricas de aventuras —se rio con suavidad—. Todos sus libros se ambientaban en Escocia en diferentes épocas y, en todos ellos, siempre había un halcón blanco que guiaba al protagonista en su caminar, que lo protegía a distancia —rozó la nariz de su hijo.
Cuando dirigió sus ojos a Pedro, se impresionó por la preciosa sonrisa que había dibujado en su rostro. Contuvo el aliento.
Qué guapo eres...
Sin pensar, movida por su instinto, depositó un casto beso en sus labios.
Ambos ahogaron un resuello entrecortado.
Permanecieron embelesados el uno en el otro eternos segundos, con la mirada vidriosa y centelleante, hasta que Gaston soltó un gimoteo porque se había sentido desprovisto de atenciones. Los papás sonrieron y se encargaron de entretenerlo durante un tierno rato, tumbados los tres en la cama.
Ese gran momento, en familia, quedó atesorado en la memoria y el corazón de Paula.
Mis dos nenes grandullones...
Por la tarde, preparó el equipaje mientras Pedro telefoneaba a Catalinaa para preguntarle si podían contratar a Alexis de niñera.
—Las dos han aceptado encantadas —le aseguró él desde la cama—. ¿Le pedirás a Jorge trabajar en Pediatría con Mauro, como antes?
—Ojalá... —suspiró, cerrando la bolsa azul celeste de su hijo—. Aunque no me importaría probar otra planta. Quizás, le pida formar parte del equipo de Bruno—se encogió de hombros, despreocupada.
—¿Por qué todas preferís a Bruno? —estalló, levantándose de un salto, de repente, enfadado—. Zaira decía que, si alguna vez le pasaba algo, le gustaría que fuera Bruno su médico —colocó los puños en las caderas—. Tú trabajaste con Pedro y ahora quieres con Bruno. ¿Y qué pasa conmigo?
Paula se echó a reír.
—¿Estás celoso, soldado?
—¿Yo? —resopló, herido en su orgullo—. Esa palabra no está en mi diccionario.
—No creo que Jorge me permitiese trabajar contigo. Eres mi marido. Están prohibidas las relaciones entre compañeros de la misma sección. Y renuncié a mi puesto de jefa de enfermeras en Pediatría un mes después de aceptarlo —alzó las cejas—. Eso sin contar que llevo más de diez meses sin ejercer. Creo que me resultaría un poco complicado ganarme de nuevo un lugar en Pediatría. Lo mejor es probar en otra planta.
—Hablaré con Jorge y le pediré que trabajes conmigo, así te respetarán desde el primer momento porque yo me encargaré de que lo hagan —declaró con rudeza.
—No, Pedro—negó con la cabeza repetidas veces—. Si entro en tu equipo, seré la enchufada, y eso es peor. No quiero ayudas, no es negociable —levantó una mano para recalcar tal hecho—. Me defiendo muy bien sola. Espero que lo entiendas y lo aceptes, porque, si no, tú y yo tendremos un problema —arrugó la frente, nerviosa por su reacción y tirándose de la oreja izquierda.
Él la miró, intentando descifrarla, y, finalmente, asintió. Y sonrió. Se acercó.
—Lo entiendo, rubia —la besó en la frente—. Y lo acepto. ¿Me dejas, al menos, ayudarte con el equipaje? —bromeó, provocándole a ella una
carcajada.
CAPITULO 45 (SEGUNDA HISTORIA)
—¡Joder! —bramó él, poseído por el placer, deteniendo el beso de golpe, estrujándole el trasero con saña, apretándose contra Paula.
—Pedro... —gimió ella, desplomándose sobre su pecho.
Dios mío... Pero ¿qué acaba de pasar?
—¡Joder! —repitió Pedro, respirando tan agitado como ella—. ¡Joder, joder, joder! —la levantó sin esfuerzo, pero con brusquedad.
Paula parpadeó confusa, todavía aturdida. Él se encerró en el baño. Y el niño se echó a llorar por el ruido. Ella tomó una gran bocanada de aire y la soltó sonoramente. Se incorporó y se acercó a la cuna. Sus piernas vibraban tanto que temió coger al bebé por si se le caía, así que le acarició la carita y le colocó el chupete. Gaston, enseguida, se durmió otra vez.
Pedro salió del servicio con una toalla anudada a las caderas y con el semblante cruzado.
—¿Qué te pasa? —se preocupó Paula.
Él gruñó y se metió en el vestidor. Ella esperó sentada en el borde de la cama. A los pocos segundos, lo vio aparecer con un nuevo pantalón de pijama puesto.
—Pedro...
—¡Duérmete, joder!
Aquello la sobresaltó.
—¿Se puede saber por qué me hablas así? —inquirió Paula, enfadada y dolida por su contestación.
—Métete en la cama —le ordenó, tensando la mandíbula.
—No —se cruzó de brazos—, hasta que no me digas lo que te pasa. ¿Por qué estás tan...?
—¡Que te duermas, joder! —la interrumpió y se tumbó en la cama, de espaldas a ella, farfullando tacos, su especialidad.
Paula obedeció, desorientada por tal reacción.
El sol asomaba ya en el horizonte, poco iban a dormir. No obstante, nada más recostar la cabeza, se dejó atrapar por el sueño.
Cuando abrió los ojos, se encontró sola en la habitación. Se colocó la bata larga a juego con el camisón y se encaminó a la cocina para prepararse un café.— Buenos días, dormilona —la saludó Zaira desde el salón.
El perro corrió hacia Paula. Le rascó las orejas, encantada por su recibimiento.
—Hola —le dijo a su amiga—. Últimamente, se me pegan las sábanas. Es la cama. En eso aplaudo a Pedro. El colchón es magnífico —se vertió café en una taza y se reunió con Zai en el sofá—. ¿Dónde están?
—Mauro y Pedro se han ido con los niños al supermercado.
—¿De verdad? —se asombró—. ¿Pedro sabe comprar?
Las dos se rieron.
—Mauro lo ha obligado —le aclaró Zaira con una sonrisa traviesa—. Te estaba esperando para que me lo explicaras.
—¿El qué? —dio un sorbo al líquido humeante.
—Pedro estaba enfadado. ¿Habéis discutido?
El rostro de Paula se chamuscó.
—No, pero...
—¿Pero? —la instó Zai, posando una mano en su pierna—. ¿Qué ha pasado?
—Si te digo la verdad... —desistió y suspiró, derrotada—. No tengo ni idea. Anoche él y yo... —carraspeó y desvió la mirada.
—¡Ay, madre mía! —exclamó, tapándose la boca—. ¡Lo sabía! —se levantó de un salto—. ¡Estáis juntos!
—¡No! —tiró de su brazo para que se sentara de nuevo—. Bueno, no lo sé... —dejó la taza en la mesa de cristal y se derrumbó en el sillón—. Ayer... —chasqueó la lengua—. Digamos que ayer... intimamos, ¿vale?
—Vale —asintió despacio.
—Dos veces...
—¡Dos veces! —desorbitó sus ojos de color turquesa
—Baja la voz —la regañó ella—, no quiero que entren y Pedro me escuche.
—De acuerdo, perdona. Continúa —cruzó las piernas debajo del trasero.
—Ayer, en casa de sus padres, pues... Me di un baño cuando me desperté y, al salir de la bañera, vi a Pedro mirándome desde la puerta —sus mejillas estaban sufriendo un incendio de dimensiones épicas. Se tiró de la oreja izquierda—. Nos besamos y... Él me... me acarició, ¿vale?
Su amiga sonrió.
—Y esta madrugada, pues... Pasó lo mismo, pero de otra manera.
—No te entiendo, Paula —frunció el ceño.
—Intimamos con ropa, ¿lo entiendes ahora? —arqueó las cejas.
—Intimasteis con... ¡Oh! —emitió su amiga, con asombro.
—Sí y, de repente, él se enfadó y se encerró en el baño. Luego, me gritó que me metiera en la cama y me durmiera. Así que no entiendo nada —dejó caer los hombros—. Llegamos hasta el final, aunque con la ropa puesta — respiró hondo—. No sé... —agachó la cabeza—. La sensación que tengo es que, como me odia, no le gustó llegar al final conmigo.
De repente, Zaira estalló en carcajadas que la doblaron por la mitad. Paula la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Pedro no te odia, aunque no queráis verlo ninguno de los dos. ¿Cómo puede ser que tú no sepas lo que le pasa? —le preguntó su amiga, asombrada —. Creía que tenías experiencia en este tema.
—No —confesó en voz baja, hundiéndose cada vez más en el sofá—. En realidad, Pedro es el segundo hombre con el que me he acostado en mi vida. Y le separa ocho años del primero.
—Bueno... —dudó un segundo—. Pues, a ver —arrugó los labios—. Pues que anoche tú y Pedro, los dos... —juntó las manos—. Ya sabes.
—Sí, claro que lo sé, se manchó los pantalones. Espera... —se incorporó, alucinada—. ¿Por eso se enfadó? ¡Menuda bobada! —volvió a sentarse.
—Pedro perdió el control —se encogió de hombros—, y con los pantalones puestos, tengo entendido que eso es humillante para algunos tíos —ladeó la cabeza, sonriendo—. Parece mentira que no sepas cómo es Pedro. Por mucho que aparente que todo es diversión y juerga, es un hombre que necesita tenerlo todo controlado y planeado al milímetro. No le gustan las rubias, pero la única rubia con la que se ha liado, ha tenido un hijo de penalti y, encima, se ha casado deprisa y corriendo, es la única mujer capaz de descontrolarlo — adoptó una expresión de gravedad—. Paula, vivo con Pedro desde que me atropellaron —la tomó de la mano—. Y la primera vez que lo he visto pestañear en los últimos diez meses fue en mi boda.
—¿Y tú cómo sabes todo esto de perder el control con los pantalones puestos, Zai? —quiso saber Paula, desviando el tema de una conversación que no se sentía preparada para afrontar—. ¿Tanto has aprendido en estos diez meses que he estado fuera? Se te olvidó contarme estas cosas en nuestros emails, ¿eh?
—Bueno... —se mordió el labio inferior, tan colorada como sus cabellos sueltos—. Digamos que tengo al mejor profesor.
Sonrieron.
—Entonces —insistió Zaira—, ¿entre tú y Pedro...?
—Ayer me preguntó si quería que fuéramos a Los Hamptons como una especie de luna de miel —sonrió, recordando la intensa noche—. Dijo que tú no habías estado y que podíamos irnos los cuatro.
—¡Qué bien! —chilló, de repente, eufórica, abrazándola por el cuello—. ¡Nos apuntamos!
—¿Adónde? —pronunció la voz de Mauro.
Los dos hermanos Alfonso, con los bebés, acababan de entrar en el ático.
—¡A Los Hamptons! —gritó de nuevo Zaira, brincando en el sofá.
Paula se acercó a Pedro con la timidez invadiéndola a pasos agigantados.
Los pómulos de él se tiñeron de rubor.
—Hola, Bella Durmiente —le susurró su marido, serio.
El apodo le encantó y le sonrió.
—Es culpa de tu cama, es maravillosa —declaró ella con sinceridad, cogiendo al niño en sus brazos, y tan agitada que le extrañó que ninguno escuchara el potente latir de su corazón.
—Nuestra cama —la corrigió en un tono persuasivamente áspero.
Zaira y Mauro se encerraron en su cuarto con la niña.
—¿Sigues enfadado? —se preocupó Paula, haciendo arrumacos a Gaston, que reía con dicha—. No te avergüences —se ruborizó—. A mí no me importa.
—Ya, pero a mí sí —gruñó, aunque la rodeó desde atrás, con cuidado de no aplastar al niño—. Lo de anoche será nuestro secreto, rubia.
Paula se puso tensa.
—Joder... —volvió a gruñir él al percatarse de su nerviosismo—. Se lo has contado a Zaira, ¿verdad?
Ella no respondió...
—¡Joder! —rugió Pedro y se dirigió a la habitación. Se detuvo frente al ventanal.
—Perdóname, Pedro —lo siguió y tumbó al bebé en la cuna—, es que... — se tiró de la oreja izquierda—. Yo no entendía lo que te pasaba y... Lo siento... —dejó caer los hombros—. No diré nada más a nadie de ti.
—No es eso —se colocó frente a Paula y la tomó de las manos—. Es que... —respiró hondo de forma sonora y fuerte—. Desde el principio, desde que llegaste —la miró con fijeza y gravedad—, todos han opinado, todos han criticado, todos han decidido —enumeró con los dedos—. Y no quiero que interfieran más porque... —suspiró y retrocedió. Se pasó las manos por la cabeza—. Me da la sensación de que todo lo que has hecho conmigo desde que llegaste ha sido por influencia de los demás. Nos casamos porque lo dijeron mis padres, vives aquí desde la primera noche porque también lo
dijeron mis padres, si nos hemos besado por la calle ha sido para acallar a los demás, porque también dirigen nuestra relación —chasqueó la lengua y se calló, frustrado.
—Pedro, yo... —avanzó y lo observó con valentía, a pesar de que su interior estaba atemorizado—. Nunca he fingido contigo, ni siquiera en un beso.
—Yo, tampoco, y por eso no quiero que nadie se entere de lo que pasa entre tú y yo de verdad. Lo que sea que tengamos será solo nuestro, de nadie más —acortó la distancia, obligándola a alzar la barbilla.
CAPITULO 44 (SEGUNDA HISTORIA)
Se contemplaron sin pestañear hasta que Paula rompió a llorar de manera desconsolada, lanzándose a sus brazos, que la envolvieron de inmediato. Él se estremeció y se enfureció. Tuvo que reprimir las acuciantes ganas que tenía de golpear a su suegro en ese preciso momento.
Acunó a su esposa con toda la ternura que pudo demostrar. Le deshizo el moño y le peinó los cabellos con los dedos.
—Mi rubia... —susurró Pedro con el corazón en suspenso.
—Nunca... se lo he contado... a nadie... —confesó ella más calmada, aunque aún respirando con dificultad por el hipo.
—Será nuestro secreto.
—Sí... —exhaló aire—. Nuestro secreto...
—¿Adónde fuiste? —le preguntó él, sin detener las caricias.
—A casa de una amiga de mi madre —sorbió la nariz. No se movió, permaneció aferrada a él—. Llamé a mi madre para decirle dónde estaba y vino a verme al día siguiente. Me trajo dinero y comida y me pidió que me marchara a Boston, que allí podría estudiar lo que yo quería: Enfermería. Melisa la había seguido y nos descubrió. Me quitó el dinero y me exigió que volviera a casa. Yo me negué, salí corriendo con la maleta y me metí en el metro. Fui a la estación de autobuses y me compré un billete.
—A Boston.
—Sí —respondió ella en un susurro—. Llegué al día siguiente. Me recorrí todos los restaurantes y bares de la ciudad para encontrar un trabajo. No tenía dinero para pagar la universidad, ni siquiera para vivir —se tumbaron abrazados en la cama—. Un italiano se apiadó de mí, me contrató como friegaplatos en su restaurante y dejó que durmiera en su sofá hasta que ganara mi primer sueldo y pudiera pagarme un alquiler. La casa estaba encima del restaurante, en North End —se rio—. No te imaginas lo mal que lo pasé... ¡La primera semana, vomitaba cada vez que limpiaba un plato! —meneó la cabeza, divertida—. A los dos meses, me ascendió a camarera y encontré un apartamento pequeño, pero muy bonito, en el mismo barrio —sonrió con dulzura—. Cuando cumplí veinte años, me matriculé en la universidad — frunció el ceño—. Fue duro estudiar y trabajar a la vez, pero mereció la pena.
—¿Tu madre nunca se puso en contacto contigo?
—No. Tiré mi teléfono antes de subirme al autobús —recostó la cabeza en su pecho y le dibujó figuras con las yemas de los dedos de forma distraída—. Cuando me compré uno, telefoneé muchas veces a mi casa, pero siempre respondía Laura, así que colgaba. Y sé que mi madre se mantuvo alejada por miedo a que mi padre descubriera dónde estaba yo. La eché tanto de menos... —se le quebró la voz—. Supongo que se enteraron de la boda y del niño por la prensa. Y ahora...
—No permitiré que te pase nada malo —le prometió Pedro con solemnidad —, ni a ti ni a Gaston. Jamás. Y si tu padre o Melisa lo intentan... —se levantó hasta sentarse y apretó los puños—. No respondo de mis actos, ¿entiendes, rubia?
Paula sonrió, se incorporó y se sentó a horcajadas sobre Pedro, sorprendiéndolo y excitándolo sin remedio.
—Lo entiendo, soldado —le enroscó los brazos al cuello—. Pedro... — titubeó y se mordió el labio inferior—. Yo no... —se ruborizó.
Él se inquietó.
Por favor, que no me cuente más desgracias... Por favor... ¡Bastante ha sufrido ya, joder!
—Después de Diego—dijo ella, incorporándose—, yo nunca... Nunca me... ¡Ay, Dios! —exclamó, de pronto, frotándose la cara—. Olvídalo —se giró y se tumbó de nuevo, escondiendo el rostro en los almohadones.
Pedro, que lo había entendido, se quedó boquiabierto.
—Por favor... —le rogó él—, dime que entre Diego y yo hubo alguien más...
Paula no respondió...
—¡Joder! —caminó por la habitación sin rumbo—. ¡Cómo no me lo dijiste! —gesticuló como un histérico—. ¡Te hice daño, joder! ¡Fui un bruto! —se pasó las manos por la cabeza, desquiciado.
—Pedro —se aproximó y lo agarró del brazo—. No te preocupes, yo estaba... —sus mejillas ardieron—. Yo quise que fueras un bruto.
—No me extraña que salieras huyendo a Europa sin contarme lo de Gaston... —declaró, enfadado consigo mismo. Retrocedió un par de pasos. No se merecía tocarla. ¡Había sido un animal!—. Lo siento... De verdad que lo siento... Aunque no signifique nada porque pasó hace más de un año, perdóname...
—¡No! —negó, tajante, con la cabeza—. No se te ocurra, Pedro—lo apuntó con dedo—. ¿Te arrepientes? —la incertidumbre se reflejó en su cara.
Pedro masculló unos cuantos tacos, acortó la distancia y le sujetó la nuca con fuerza, conteniéndose unos segundos porque, si no, hubiera gritado que la amaba, despertando a su familia y, sobre todo, ridiculizándose...
Paciencia... ¡Y una mierda, paciencia! ¡Esto es una jodida condena!
A ella se le cortó el aliento. Entonces, él cerró los ojos y la besó. Al principio, Paula no reaccionó, pero, a los pocos segundos, se alzó de puntillas y se pegó a su cuerpo lentamente. Pedro jadeó. ¿Dónde estaba el famoso libertino Pedro Alfonso? ¿Por qué no sabía actuar con aquella mujer? ¡Era ella quien lo seducía!
Se cataron sin prisas. Se succionaron los labios con una increíble sensualidad, compenetrados, como si llevaran toda la vida besándose, disfrutando de cada instante, sin querer separarse y transmitiendo esa electricidad especial que los atraía de un modo alucinante.
¡Contrólate, campeón! Ha pasado por mucho, no seas el gilipollas que se aprovecha de ella en una situación así, no seas el Pedro Alfonso del pasado.
No.
Te esperaré, rubia... Lo que necesites... Será especial. Y será nuestro secreto...
Pero Paula introdujo la lengua en su boca con pequeñas embestidas, incitándolo al desequilibrio y desbaratando su control. Él estaba desesperado... Dirigió las manos por su espalda a su trasero, hundió los dedos y gruñó, por la impresión de apreciar la redondez de sus nalgas respingonas que imploraban ser examinadas con firme detenimiento, y eso sin despegarse de sus labios, tan celestiales como su belleza.
Ella gimió... Su dulce niña con caparazón de mujer gimió en su boca... Pedro se mareó al escucharla, se le doblaron las rodillas y trastabilló con sus propios pies hasta caer en la cama con Paula sobre él.
Pero no se frenaron. No. Ella se subió el camisón para poder acomodarse a horcajadas en su regazo. Y tal gesto lo consumió por completo.
No puedo parar... Ya no.
Pedro rugió, le aplastó el trasero por encima de las braguitas de seda y la instó a frotarse contra su erección. La sensación fue tan intensa que se le nubló la razón... En su mente, aparecieron imágenes de Paula desnuda. Recordó sus generosos, rosados y erectos senos... Recordó su calidez, su entrega y su recepción... Recordó el momento exacto en que ella había exhalado el suspiro agónico del éxtasis apenas unas horas antes... Recordó...
El beso se tornó salvaje. Ambos jadearon, engulléndose la boca, mientras chocaban las caderas a la par... ¡Ella se movía demasiado bien! Pedro iba a hacer el mayor ridículo de su vida, pero no podía parar. Y Paula se mecía buscando su goce, alentada por la presión que él ejercía en su intimidad.
Y cuando ella gritó en su boca... Pedro Alfonso se perdió.
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