viernes, 1 de noviembre de 2019
CAPITULO 29 (SEGUNDA HISTORIA)
—Gracias por acompañarme —le dijo Pedro a Mauro, que estaba a su izquierda, ambos de pie.
—Gracias a ti por pedírmelo —sonrió y le palmeó el hombro—. ¿Sabes? Nunca creí que llegara este día. El famoso mujeriego Pedro Alfonso se va a casar... Ver para creer —le guiñó un ojo—. No te queda mal el chaqué.
—Soy el guapo de la familia —enarcó una ceja, fingiendo prepotencia—. Todo me queda bien —se estiró la levita de su chaqué azul, que no llegaba a ser oscuro, de igual tono que el chaleco y la corbata de seda.
Los dos se rieron.
Estaban en el gran salón, donde se llevaría a cabo la ceremonia. La asociación de su madre, Alfonso & Co, se había encargado de organizar la boda.
Habían colocado una mesa rectangular, cubierta por terciopelo rojo, delante de las cristaleras que daban al jardín. Debajo de la mesa, comenzaba la alfombra, también roja, que se extendía hasta la doble puerta principal de la estancia; a ambos lados de la misma, había sillas de madera, sin brazos, forradas en tela blanca inmaculada, en las que ya estaban sentados algunos de los invitados, charlando animadamente entre ellos.
Como la sala era tan grande y los asistentes sumaban la cuantiosa cifra de seiscientas cuarenta y ocho personas, los asientos llenaban el espacio, desde la entrada del salón.
Un pequeño cuarteto de cuerda ensayaba las canciones, a la izquierda de su hermano.
—Diste en el clavo en tu fiesta de compromiso, en tu discurso —comentó Mauro. El mayor de los tres mosqueteros estaba feliz, no dejaba de sonreír, y Pedro sabía que era porque estaba orgulloso de él, aunque no se lo hubiera dicho.
—¿A qué te refieres? —quiso saber Pedro, arrugando la frente.
—Definiste a Paula como mujer poco convencional.
—¿Por qué dices que acerté? —le extrañaron sus palabras.
—Ahora lo verás —señaló la puerta.
Catalina y Samuel se acercaron a ellos.
—Estás guapísima, mamá —le obsequiaron ambos hermanos a su madre, cuando le besaron la mejilla.
CAPITULO 28 (SEGUNDA HISTORIA)
Minutos después, Zai surgió en la habitación para peinarse y maquillarse también. Apareció con los cabellos revueltos, los labios hinchados y una pequeña mancha debajo de la oreja. Paula y Catalina bromearon al respecto entre risas, provocando que la tensión de Chaves se esfumase de su cuerpo. Se sintió ligera, fresca, contenta y, sobre todo, querida por personas que no eran su familia sanguínea, pero a quienes consideraba como tal. La emoción encogió su corazón, una mezcla de tristeza y añoranza invadió su interior.
Hacía demasiado tiempo que no experimentaba tal amor...
Justo antes de que comenzaran a maquillarla, su iPhone sonó. Se levantó y lo cogió de la mesita de noche. Era un mensaje de Pedro:
Pedro: Sé que fueron mis padres los que decidieron esto y que nosotros aceptamos por Gaston, pero... ¿estás segura de casarte conmigo?
¿Él dudaba?, se preguntó ella, muerta de miedo.
Paula: ¿Por qué me dices esto ahora? No lo entiendo. ¿Es, acaso, una broma o parte de tu venganza? Porque, si pretendías hacerme daño con tus palabras, lo has conseguido.
Esperó unos segundos interminables, hasta que el móvil volvió a sonar.
Pedro: Creía que para ti las palabras se marchitaban igual que las flores, y que una mirada derretía el hielo... ¿Cómo te he mirado estos días? Contéstate a esta pregunta y hallarás las respuestas de las tuyas.
Paula: Has mirado a muchas así... Te recuerdo que trabajábamos en el mismo hospital.
Pedro: No he mirado a ninguna como te miro a ti desde hace ya dos años y cuatro meses.
Paula frunció el ceño.
Paula: ¿Qué pasó hace dos años y cuatro meses?
Pedro: Hace dos años y cuatro meses, yo estaba hablando con mi hermano Mauro en la recepción de la planta de Pediatría del hospital, cuando tú saliste del ascensor. Llevabas unos vaqueros blancos y estrechos, una camisa también blanca, sin mangas y con volantes en el pecho, un pañuelo estampado de color verde oscuro en la cabeza, igual que el bolso, y unas zapatillas blancas de esparto. Era tu primer día como enfermera de Pediatría. Mi hermano nos presentó. Paula Chaves... Ese día, me prometí no pronunciar tu nombre ni en mis pensamientos. Y, como no te gustan los halagos, no te diré mis pensamientos de ese día, lo que sí te diré es esto: atrévete ahora a repetirme que miro a todas de la misma forma.
Se le cayó el teléfono al suelo. El ruido la sobresaltó. Ahogó un grito, no solo por el susto... Se agachó y escribió, asustada... ¡Aterrorizada!
Paula: ¿Qué significa todo esto, Pedro? No entiendo nada...
Pedro: Significa que yo sí me caso contigo porque quiero, independientemente de que mis padres nos plantearan la idea por Gaston. Pero lo que no quiero es que tú lo hagas obligada. Nunca te quitaré al niño. Viviríais conmigo o ya nos organizaríamos tú y yo para que pudiéramos disfrutar los dos del bebé, pero no interpretaríamos ningún papel. Cambiaríamos nuestro acuerdo.
Paula suspiró de manera discontinua. Su corazón se iba a escapar de su pecho en cualquier momento.
Paula: No.
Pedro: Vale, cancelaré la boda. No hay problema.
Ella, rápidamente, tecleó de nuevo para aclarar su escueto monosílabo.
Paula: ¡No, Pedro! ¡No quiero cambiar nuestro acuerdo, quiero casarme contigo!
Pedro: Joder... La próxima vez, sé más específica... Nos vemos en el altar, rubia.
Paula: Nos vemos en el altar, soldado.
CAPITULO 27 (SEGUNDA HISTORIA)
Algo había cambiado en la pareja desde la fiesta de compromiso. Una exquisita timidez se había apoderado de ambos; aunque se dedicaban sonrisas tiernas, en especial si el bebé se reía por las atenciones que recibía de los dos, no habían vuelto a hablar sobre lo que sentían o sobre lo que se deseaban, y apenas se tocaban.
Lo bueno era que no se evitaban, todo lo contrario.
Y las miradas que compartían... ¡Oh! Paula se derretía cuando Pedro la observaba, humedeciéndose la boca, sin apartar los endiablados ojos de los labios de ella, que suspiraba de forma entrecortada y silenciaba un gemido tras otro. Gracias a la presencia de Zaira y de Mau, Paula no se lanzaba a su cuello. Con él, experimentaba fragilidad y arrojo, una mezcla de emociones que la tenían en un continuo estado de confusión.
La mañana de la ceremonia, despertaron en la mansión, lugar donde se llevaría a cabo el enlace. Pedro también había dormido allí, pero Catalina, atacada de los nervios por el acontecimiento, se encargó de que los novios no se vieran, no permitiendo que Chaves saliera de la habitación para nada.
La estancia era muy amplia y elegante, y disponía de un baño privado, enorme y lujoso, de mármol rosa muy claro. Una doncella le preparó la bañera con sales de lavanda para que se relajara. Después, se cubrió la blanca
lencería nueva con una bata de seda, también blanca, y se sentó en una silla, de espaldas a la ventana, con una taza de café en las manos.
—¡Ya estoy aquí, señorita! —la saludó Stela, entrando con una funda blanca en los brazos, seguida de Zai, el peluquero y el maquillador, amigos de Stela.
Stela Michel era una diosa en el mundo de la moda. Diseñaba para mujeres a nivel nacional e internacional. Había empezado su carrera creando ropa cotidiana, basada solo en vestidos, faldas y camisas, para un sector femenino de mediana edad. Luego, había aumentado su catálogo para ampliar tanto el tipo de ropa como la edad de su público. Más tarde, decidió instaurar una colección de fiesta y, desde el año anterior, también ofrecía vestidos y complementos para novias.
Stela era una mujer alta, esbelta y extremadamente elegante. Vestía por completo de negro, aunque jamás repetía atuendo. Sus altos tacones de salón eran parte indiscutible de ella, nunca faltaban, y sus cabellos castaños siempre estaban recogidos en un moño bajo y tirante a modo de flor, con la raya lateral, mostrando su ancho mechón canoso, su distintivo especial. Caminaba con los hombros relajados y el mentón ligeramente alzado, una imagen que transmitía sabiduría y formalidad; no obstante, aquella señora era dulce, paciente, divertida y amorosa. A sus sesenta y cuatro años, era una mujer muy atractiva, con clase, educación y distinción.
Paula la había conocido hacía un año, gracias a Zai, que era su ayudante personal.
—¿Nerviosa? —le preguntó la diseñadora, con una sonrisa.
—No —mintió, acobardada.
No había dormido más de tres horas. Las náuseas se sucedían cada pocos segundos desde que se había metido en la bañera. Las ojeras, y que sus piernas no cesaban de repiquetear, revelaron abiertamente su embrollado interior. Los recién llegados estallaron en carcajadas al fijarse en Paula.
—¡No os riáis! —se quejó ella, enfadada. Se incorporó de un salto—. No es gracioso.
—¡Venga! —animó Zaira, corriendo hacia una cómoda que había junto a la puerta—. Vamos a bailar un poco para quitarnos el estrés —encendió una radio antigua, buscó una emisora de música actual y subió el volumen. Caminó hacia Paula, contoneando las caderas de forma exagerada y cómica—. ¡A mover el esqueleto!
Tiró de ella y la obligó a subirse la cama, donde empezaron a saltar como niñas. Los demás se rieron sin poder contenerse.
—Montáis una fiesta sin mí, ¿eh? —les dijo Bruno, que había entrado en ese momento.
—¡Bruno! —gritaron las dos amigas, antes de agarrarlo y tirarlo al colchón.
Cayeron sobre él, en un amasijo de piernas y brazos. Bruno decidió hacerles cosquillas como venganza y terminaron llorando por las carcajadas. Atraídos por el jaleo, llegaron Mauro y sus padres. El primero se unió a la fiesta de las cosquillas, mientras que Samuel y Catalina se reían desde la puerta. Esta, de repente, se giró y empezó a gritar desde la puerta, malhumorada y haciendo aspavientos.
—¡Márchate, Pedro! ¡No puedes verla hasta dentro de dos horas!
—¡Joder! —contestó Pedro desde el pasillo—. ¡Tápame los ojos, pero déjame entrar! ¿Por qué ellos sí pueden divertirse y yo, no?
—¡Esa boca, Pedro Alfonso, esa boca! ¡Vete a tu cuarto ahora mismo! —le ordenó como si fuera el niño de antaño que destrozaba la cocina de su madre y era castigado.
Catalina dio un portazo y emitió un chillido de impotencia. Zai se lanzó a su marido, desde la cama, quien la levantó en el aire al instante, y la pareja salió de la estancia, besándose y riéndose como locos. Bruno besó a Paula en
la mejilla y también se fue, junto con su padre.
—Bien —dijo la señora Alfonso, bajando el volumen de la radio—. Tenemos muy poco tiempo, cariño. Será mejor que empecemos ya, ¿de acuerdo? —le acarició la mejilla.
—Perdón por el jaleo —se disculpó Chaves, ruborizada.
—Todas las novias necesitan liberar tensión —la rodeó por los hombros y la acompañó hasta su silla—. Y, ahora, a mimarte —la besó en la cabeza y se sentó en otra silla a su derecha.
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