domingo, 22 de septiembre de 2019
CAPITULO 46 (PRIMERA HISTORIA)
La estancia comenzó a llenarse de gente. La primera conferencia había sido un éxito y se había corrido la voz en el hospital. Ese día, no solo había familiares de los niños ingresados, también médicos, enfermeras, celadores, personal de limpieza...
Silenció el móvil y lo guardó en el bolso. No estaba nerviosa. Había sido sincera con Pedro.
No se arrepentía de lo que le había escrito. Su presente era el resultado de su trágico pasado, lo aceptaba, vivía con ello, no tenía otra opción más que adaptarse a las consecuencias de las acciones humanas.
Y estaba perdidamente enamorada de él, pero Paula era una experta en acostumbrarse a los reveses del destino. En ocasiones, había que actuar con medidas drásticas para poder avanzar, porque necesitaba avanzar y, si seguía viendo al doctor Alfonso semanalmente, no avanzaría. Debía abandonar el Hospital General de Massachussets, aunque le partiera el alma separarse de esos niños.
La decisión estaba tomaba. En cuanto finalizara el seminario, a mediados de diciembre, hablaría con el director, para comunicarle que abandonaba el hospital.
La segunda conferencia resultó otro éxito redondo. Los presentes rieron, disfrutaron y aprendieron, que era lo esencial. Pedro no la miró ni una sola vez, y sus ojos no revelaron más que la rectitud y profesionalidad que lo caracterizaban. Y eso le dolió a Paula, mucho... Ni siquiera había sido capaz de contestar al mensaje, lo que significaba que pensaba igual que ella, que le daba la razón. Y eso le dolió aún más...
¿Qué esperabas?, ¿que corriera a tus brazos y te dijera que te amaba?
No seas ingenua. Estás a años luz de que ese hombre se fije en ti, ¡años luz!
Catalina la abrazó, ensalzándola por lo bien que había hecho su parte del seminario. Paula sonrió, fingió alegría y le agradeció los cumplidos. Después, las dos se marcharon a elegir la decoración del edificio donde se celebraría la gala. Estuvieron muy entretenidas el resto de la tarde hasta que las tiendas cerraron. Se despidieron con la promesa de volver a verse el siguiente viernes para ultimar los detalles; quedaban dos semanas para el evento.
Aunque el trayecto era largo, Paula prefirió caminar hacia su casa. Al doblar la esquina, un Jaguar negro se detuvo junto a la acera, a su misma altura. De la puerta trasera, salió un hombre trajeado, seguro e intimidante, con el pelo rubio engominado hacia atrás. Ernesto Sullivan.
—Hola, Paula. Siempre es un placer volver a verte —le sonrió, acercándose.
Ella frunció el ceño.
—Hola —lo saludó, seria, erguida y con el mentón alzado—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?, ¿me has seguido?
No terminaba de fiarse de ese hombre, y, menos aún, tras lo que Pedro y Manuel le habían revelado.
—No me respondes a las llamadas —apuntó él, sin perder la alegría y repasándola de los pies a la cabeza—. No me has dejado otra opción.
—¿Qué quieres de mí? —le exigió, en voz baja; no deseaba ser el centro del cotilleo de los transeúntes.
—Ya hablé con mis socios. Están dispuestos a negociar el cierre de tu escuela.
—¿De verdad?
—De verdad —asintió, despacio.
Paula entrecerró los ojos.
—¿Cuáles son los términos de la negociación? —inquirió ella, escéptica.
—Quieren conocerte. Les he hablado muy bien de ti —arqueó las cejas—. Cenarías con nosotros. Te escucharían y decidirían contigo.
—¿Eso es todo? —avanzó un par de pasos—, ¿cenar con ellos y repetirles lo que ya saben por ti?
—Exacto. La semana que viene, el sábado —se giró y regresó al coche—. Te llamaré para concretar detalles. ¿Me cogerás el teléfono? —la miró, penetrante.
Paula afirmó con la cabeza.
—Buenas noches, Paula —se metió en el Jaguar y se marchó.
No supo qué pensar al respecto, ni tampoco cómo interpretar el inquietante revuelo de emociones que desataba Sullivan en ella.
No durmió. Dio vueltas en la cama hasta que despuntó el alba. Se duchó, se vistió, desayunó con su abuela y se dirigió al taller de Stela.
Pero tampoco se concentró en el trabajo.
—Estás muy distraída hoy, ¿qué ocurre? —se preocupó la señora Michel.
Estaban en el despacho. Paula acababa de apuntar mal las citas y se le habían caído las telas al suelo varias veces.
—Perdona —se disculpó, seria.
—¿Qué ha pasado? —insistió Stela, tomándola del brazo—. ¿Es por Pedro?
Pau suspiró, derrotada, y asintió.
—Me besó... —confesó en un hilo de voz.
—¡Oh! —exclamó Stela, atónita—. ¿Eso es malo?
—Siguió enviándome mensajes —se dejó caer en la silla detrás del escritorio—. El domingo por la noche, se presentó en mi casa. Bueno, en la acera de mi casa —aclaró, con un ademán. Clavó los ojos en un punto infinito en los papeles de la mesa—. Quería verme, pero le dije que no, así que estuvimos escribiéndonos un rato. Quedamos el jueves para cenar en su casa y repasar la conferencia. Y... me besó...
—¿Y tú qué hiciste? —preguntó, con suavidad, apoyando las caderas en el escritorio.
Paula la miró con las lágrimas deslizándose ya por su rostro.
—Me asusté... —contestó ella en un trémulo susurro. Se abrazó a sí misma —. Me pidió perdón por haberme besado. Y me marché. Pero ayer... — resopló—. Ayer, antes del seminario, me escribió. Me dijo que no lo sentía en absoluto y que quería volver a besarme —tragó saliva—. Fui sincera con él. No quiero que juegue conmigo y es obvio que lo hace. Yo no soy nadie — frunció el ceño—. Le dejé bien claro que entre él y yo hay un abismo y que no voy a permitir que me utilice para desconectar de su monotonía.
—Y no te escribió más —pronosticó Stela.
Pau la contempló, respondiendo sin palabras. La señora Michel respiró hondo y sonrió.
—¿Puedo verlo? —le pidió Stela.
Ella le entregó el móvil para que leyera los mensajes.
—¡Madre mía! —gritó la diseñadora, cubriéndose la boca, alucinada—. ¡No me extraña que no te contestara! —soltó una carcajada—. Paula, te has precipitado. No lo conoces para juzgarlo como lo has hecho. Le has herido, sobre todo en su orgullo; lo has rechazado dando por sentadas muchas cosas negativas. Paula... —le apretó una mano con cariño—. Yo no creo que Pedro juegue contigo, creo que le gustas mucho, pero también creo que no lo sabe, porque esto es nuevo para él, pero no significa que sea tan malo como tú crees. ¿No te dijo que estaba descubriéndose a sí mismo? —arqueó las cejas —. Esa frase es bastante reveladora, ¿no te parece? —le devolvió el teléfono.
Paula no tenía ni idea de lo que significaba esa frase. Quizá, la señora Michel estaba en lo cierto... ¿Y si se había precipitado al juzgarlo?
A las cinco y media de la tarde, se despidió de Stela, como cada sábado.
Necesitaba pensar, y caminó hasta su casa por el trayecto más largo.
El ambiente en la ciudad era festivo por ser fin de semana. Los restaurantes y los bares empezaban a llenarse de gente. Grupos de amigos reían mientras charlaban y se tomaban una copa de vino o una cerveza. Las corbatas, los vestidos y los trajes de ejecutivo habían sido reemplazados por camisas abiertas en el cuello, minifaldas brillantes y suculentos escotes. ¿Por qué ella no podía ser una persona normal, tener amigos, salir con chicos, arreglarse sin sentirse culpable...?
Se detuvo en la acera para esperar a que el semáforo se pusiera en verde.
Entonces, los vio: tres hombres de más de treinta años caminaban entre carcajadas; con ellos, pero dos pasos por detrás, estaba una morena muy guapa y de cuerpo impresionante a la que recordaba muy bien... Alejandra, que sonreía embelesada a... Pedro Alfonso. No estaban cogidos del brazo ni nada por el estilo, de hecho, él estaba tan serio como de costumbre.
¿No se suponía que ya no eran novios, amigos o lo que fuesen?
Su corazón frenó en seco. Obviamente, Alejandra continuaba en la vida de Pedro.
CAPITULO 45 (PRIMERA HISTORIA)
El doctor Alfonso tenía los cabellos revueltos, algo que la sorprendió y embriagó a partes iguales. Ella se ruborizó en exceso y se mordió el labio inferior al verlo tan guapo en su traje, con chaleco y la bata blanca. Llevaba una corbata gris con motitas verdes casi imperceptibles... ¿Acaso era una broma?, se cuestionó, ¿también iban conjuntados ese día?
El destino se lo estaba pasando de fábula con ella...
Qué guapo es... Lo que daría por peinarlo... Y por que me besara otra vez...
—Ha venido un hada, Pedro —le contó uno de los niños.
—¡Que no! ¡Es Cenicienta! —rebatió la niña de antes, brincando de felicidad.
Paula se puso en pie, a pocos pasos de él.
—Doctor Alfonso —lo saludó ella en un hilo de voz.
Los ojos de Pedro se tornaron grises por completo. Le contempló largamente los cabellos sueltos, y los labios... Y se agachó.
—No es un hada —les aclaró a los niños, sin dejar de mirarla—. Es una bruja.
—¿Una bruja? —repitió uno de los pequeños—. Las brujas son malas...
Paula silenció una exclamación, estupefacta.
¿Una bruja? ¡Una bruja!
—Creo que es una bruja buena —contestó él—, no lo sé seguro.
—¿Y cómo lo averiguamos? —se interesó el mismo niño, tirando de las solapas de su bata blanca.
—Tampoco lo sé —declaró el doctor Alfonso, aún con sus ojos clavados en los de ella—, pero lo que sí sé es que hay que tener cuidado porque, si te acercas mucho, sale corriendo, así que no creo que sea una bruja mala — meneó la cabeza—, sino una bruja asustadiza. Mirad, os lo demostraré —se incorporó, ante la concentración de todos, personal y pacientes del hospital, y avanzó hacia Paula, despacio, atractivo, tentador.
Ella recordó el indescriptible beso...
¡Peligro, peligro, peligro!
En un acto reflejo, Paula retrocedió, lo que robó muchas risas a los presentes, adultos y pequeños.
Ay, Dios... ¿Algún médico en la sala que me socorra, que no sea el doctor Alfonso, por favor, y que, además, no me haya visto hacer el ridículo? ¿No? ¿Nadie?
—A vuestras habitaciones, niños —les ordenó Pedro, acompañándolos al pasillo y asegurándose de que obedecían, a pesar de sus lamentos y gimoteos —. Hola, mamá —saludó a su madre, cuando se reunió de nuevo en la recepción con ellos.
—¡Hola, cariño! —la señora Alfonso se arrojó a su cuello.
Paula sonrió ante la muestra de afecto y, también, al percatarse de cómo él había tratado a los pequeños, y la confianza que ellos depositaban en su pediatra.
—Iré a prepararme —anunció Pau, pasando por su lado.
—Estás preciosa, bruja —le susurró Pedro al oído, asegurándose de que nadie más lo escuchaba.
Ella se sobresaltó, pero no se detuvo.
Ay, madre...
Sus pulsaciones aminoraron hasta casi desaparecer. Se le aflojaron las rodillas, aunque, en cuanto giró a la izquierda, corrió el último tramo. Al entrar en la sala donde se llevaría a cabo el seminario, se encerró y se deslizó por la puerta hacia el suelo. Inhaló aire y lo expulsó repetidas veces. Cuando se hubo relajado y pudo volver a respirar con normalidad, se levantó y caminó hacia la mesa. Se sentó, sacó sus papeles doblados y procedió a repasar la conferencia.
Su teléfono vibró al instante.
Pedro: Te mentí. No siento en absoluto haberte besado y quiero volver a hacerlo.
El corazón de Paula se paralizó.
Paula: No juegue conmigo, doctor Alfonso.
Pedro: Jamás jugaría contigo. ¿De eso tienes miedo?
Se quedó pensando la respuesta unos segundos. Las lágrimas amenazaron con salir.
Paula: Creo que la realidad es muy clara.
Pedro: No te entiendo.
Suspiró, cogiendo fuerzas.
Paula: Yo no soy como las demás mujeres con las que has estado, ni lo seré nunca. Y supongo que habrán sido muchas más que Alejandra: cuerpos espectaculares, vestidos ajustados y elegantes, maquilladas a la perfección, exitosas, guapísimas y extrovertidas. Y no hablo desde los celos, sino desde la verdad. Y la verdad es que yo jamás he salido con un hombre, ni siquiera con un chico en el instituto. Llevo muchos años metida en mi burbuja de dibujo animado, donde estoy cómoda y tranquila. No sé lo que es salir de fiesta y mi primera copa con amigos fue con tus hermanos, en el bar de enfrente del hospital. Tengo veintidós años, catorce menos que tú, no tengo experiencia en nada, ni tablas en el mundo en el que te mueves, ni dinero, ni siquiera estudios, porque no fui a la universidad. Me siento orgullosa de ser quien soy, pero no quiero que me veas inferior a ti, porque eso te haría sentir con derecho a manejarme a tu antojo, a burlarte de mí, a reírte, como ya te has reído y te seguirás riendo, sobre todo, en casa de tus padres... Así que, por favor, no juegues conmigo. Ambos sabemos que yo no soy una mujer de una noche y que pertenecemos a dos mundos muy diferentes: tú eres el doctor Alfonso y yo soy Paula, a secas. ¿Qué pinta un hombre como tú besando a una chica como yo? Divertirse un rato, salir de su monotonía... nada más. Lo de ayer fue un error que no volverá a repetirse.
CAPITULO 44 (PRIMERA HISTORIA)
Media hora después, se encaminaron hacia el hospital. Catalina deseaba asistir a la conferencia, lo que acrecentó los nervios de Pau. Aquella mujer era médico, había ejercido muchos años de cirujana, y era la madre de Pedro; le imponía mucho hablar delante de ella, solo esperaba no trabarse ni aparentar no tener ni idea de lo que hablaba. Quería, no supo por qué, que la señora Alfonso estuviera orgullosa de ella.
Menuda tontería estoy pensando... ¡Si no soy nadie! Céntrate, Paula, céntrate, que tienes demasiados pajaritos en la cabeza...
En cuanto salieron de los ascensores, en la planta de Pediatría, numerosas exclamaciones e infinitos pares de ojos poblaron el lugar. La enfermera Moore se reunió con ellas en la recepción.
—¡Estás guapísima, Pau! —exclamó Rocio, con una sonrisa sincera.
—¡Pau, Pau, Pau! —algunos niños corrieron a su alrededor, los que estaban cerca o en la sala de juegos—. ¡Eres el hada Paula!
—¡No, es Cenicienta! —gritó una niña, tirando de su abrigo y balanceándose sobre sus piececitos.
—¿Ah, sí? —objetó otra—, ¿y dónde está la calabaza?
Paula se agachó, entre risas, y permitió que los pequeños la besaran y la abrazaran.
—Si soy Cenicienta, ¿quién de vosotros es mi príncipe? —quiso saber ella, haciendo pucheros que les arrancaron una carcajada detrás de otra.
—¡Yo seré tu príncipe! —se ofreció voluntario Bruno, apareciendo a su lado, por las escaleras, con la bata y su preciosa sonrisa tranquilizadora.
—¡Yo, también! —se les unió Manuel, sin bata ya por haber terminado su turno.
—Cómo no... —masculló Moore, dedicándole una mirada asesina al mosquetero seductor.
Catalina, Paula y Bruno se rieron abiertamente; Manuel, en cambio, tensó la mandíbula.
—¿No tiene que trabajar, enfermera Moore? —inquirió él, introduciendo las manos en los bolsillos del pantalón de su traje azul marino.
—Sí, porque yo trabajo, no como otros que dedican más tiempo a pasear por el hospital que a cumplir con sus obligaciones —apostilló Rocio—, y mi jefe, gracias a Dios, no es usted —se giró, indignada, y se alejó por el pasillo.
—Tenía que ser rubia, joder... —farfulló Manuel, rojo de cólera.
—Esa boca, querido —su madre se colgó de su brazo—. Creo que invitaré a esa enfermera a la gala. Me ha caído muy bien, te ha puesto en tu sitio sin titubear.
—¡De eso nada! —se negó él, soltándose—. No se te ocurra, mamá. ¡Ni hablar!
—¿Qué significa este jaleo? —pronunció una voz autoritaria que ralentizó la respiración de Paula.
Pedro surgió ante ellos en ese momento.
—¡Ese sí es tu príncipe! —chilló una de las pequeñas, embelesada en el pediatra, como el resto de la población femenina del hospital.
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