lunes, 4 de noviembre de 2019

CAPITULO 38 (SEGUNDA HISTORIA)




A continuación, se metieron en el comedor y les relató la discusión con Melisa y la conversación con Juana.


—Cuando fui a buscar a Paula, antes de la comida —les contó Zai, cuyo rostro revelaba gravedad—, la encontré discutiendo con su hermana. Solo oí que Melisa la insultaba llamándola ballena. La comparó con Moby Dick...


Los presentes entreabrieron la boca, atónitos y mudos.


¡Yo la mato, joder!


—Pero no creo que por eso estuviera llorando —añadió Zaira, negando con la cabeza—. A Paula no le importan las críticas hacia su aspecto. Es
segura y fuerte. No lloraba por eso, estoy convencida.


Regresaron a la fiesta.


Los hermanos Alfonso disfrutaron de una copa. Entonces, el busca de Bruno sonó. Se retiró a un rincón apartado y llamó al hospital desde el móvil. Y cuando volvió, lo hizo con el ceño fruncido.


—¿Qué pasa, Bruno? —se preocupó Mauro.


—Tengo que irme —le entregó la copa a un camarero—. Y encima he bebido, joder...


—Es ella, ¿verdad? —adivinó Pedro.


—Está sufriendo un ataque en este momento.


—Relájate —le dijo el mayor—, solo has tomado una y esta la has dejado entera.


—¡Joder! —se sulfuró Bruno, frotándose la cara para despejarse—. Llevo un año sin beber un solo dedo de alcohol por si pasaba esto, y justo hoy que... ¡Joder! —se tiró del pelo y se fue corriendo en dirección a la salida.


Ella era Nicole Hunter, su paciente especial. Era el más sentimental de los tres en el ámbito profesional. A pesar de la fachada de perpetua tranquilidad que siempre mostraba, Bruno era puro corazón.


—Sigue en coma, ¿no? —le preguntó Pedro a Mauro, antes de dar un largo trago a su copa.


—Sí.


—¿Crees que siente por ella más que preocupación?


—Sí —apuró su bebida y pidió otra—, pero también creo que no lo sabe.


—¿Cómo? —arrugó la frente.


—Hasta hace un año, hasta que le llegó el traslado de Nicole Hunter — aclaró Mauro—, Bruno ha estado saltando de flor en flor —suspiró y continuó —: Él siempre ha creído que se enamoraba de todas, pero a todas las dejaba por otra dos semanas después, nunca le han durado más de quince días...


Pedro soltó una carcajada.


—Y lo que sea que le pasa con Nicole Hunter —agregó su hermano—, yo creo que es más que preocupación, aunque él no lo crea —dio un sorbo—. Le viene muy bien a Bruno que Nicole siga en coma, porque el día que despierte... —resopló— estará jodido.


—¿Por qué piensas eso? —sonrió, adivinando la respuesta.


Mauro lo observó como si fuera estúpido y zanjó, con su característica arrogancia:
—Mírate al espejo y me lo vuelves a preguntar.


Los dos se observaron un segundo y se echaron a reír.


Pedro terminó su copa y se despidió de su hermano para buscar a su mujer.


Llevaba demasiado tiempo sola. Entró en la mansión y subió las escaleras.


Abrió la puerta de la habitación donde ella se había arreglado para la boda.


La estancia estaba a oscuras, tan solo iluminada por la luz de la luna que se colaba a través de la ventana del fondo. Las cortinas estaban descorridas. A la izquierda, se encontraba la cama de matrimonio, pegada a la pared. Sonrió.


Paula se había quedado dormida, hecha un ovillo, encima del edredón.


Avanzó con sigilo y se arrodilló en un lateral. Le retiró los tacones con cuidado de no despertarla. 


A continuación, se quitó los zapatos, los calcetines, la levita, el chaleco y la corbata. Se desabotonó la camisa en el cuello, se la sacó de los pantalones y se la remangó por encima de los codos. Dejó los gemelos en la mesita de noche. Se tumbó a su lado, la atrajo hacia su cuerpo, aspiró la mandarina y cerró los ojos.





CAPITULO 37 (SEGUNDA HISTORIA)




Los aplausos y los vítores inundaron la carpa. 


Sus hermanos silbaron. La pareja se echó a reír. Él la incorporó y la sujetó por la nuca para besarla. La música cambió a una canción actual. La pista se llenó de invitados. Y, de repente, alguien se interpuso entre ellos, justo un instante antes de que Pedro se apoderase de su boca.


—Vamos, cuñado —era Melisa, dándole la espalda a su hermana—, baila ahora conmigo —se colgó de su cuello y contoneó las caderas hacia las suyas.


Paula agachó la cabeza y se perdió entre la muchedumbre.


¡Joder! No, rubia...


—Lo siento, Melisa —se negó él, tomándola de las manos para separarse de ella.


La desfachatez de Melisa lo irritó. ¿Quién se creía que era ese maniquí para comportarse así? ¡Y con su cuñado!


—Ahora somos familia —ronroneó su cuñada, jugueteando con su corbata, demasiado cerca de su cara—. Tenemos que conocernos mejor.


—Te diré algo, Melisa —le susurró en la oreja, en ese tono aterciopelado que sabía cuánto gustaba al sector femenino—. Tienes razón, ahora somos familia, pero no me andaré por las ramas si en algún momento tengo que bajarte a la tierra —la miró, enarcando una ceja—. Y ahora necesitas precisamente eso, cuñada —recalcó aposta—. Hay una mancha en tu cara que revela...


—¿Dónde? —lo interrumpió, aterrada, tocándose el rostro de manera histérica.


—No te preocupes porque es imborrable y solo aparece en las caras de las que son como tú: capaces de intentar ligarse al marido de su hermana, el día de su boda y en sus narices.


Melisa entornó los ojos.


—Y tú eres un experto en ese campo, ¿verdad, doctor Alfonso? —emitió una fría carcajada—. Eres igual o peor que yo.


Pedro gruñó, la agarró del brazo con fuerza y la llevó a un rincón, apartados de los demás, donde la soltó bruscamente. Su cuñada se balanceó hasta equilibrarse.


—Para ti, llámalo tu peor pesadilla —la apuntó con el dedo índice—. Tú y yo no somos iguales, Melisa. Yo tengo distinción y clase a la hora de elegir; por eso, me he casado con tu hermana y te acabo de rechazar a ti.


Aquello la enrabietó. El maniquí expulsó un gritito agudo de impotencia.


—El mujeriego Pedro Alfonso del que hablan las revistas no ha desaparecido de la noche a la mañana —sentenció su cuñada—. Una semana antes de que se anunciara tu compromiso con la idiota de mi hermana te fotografiaron con una morena. Solo te has casado por el supuesto hijo que tenéis —bufó como la arpía que era.


—No te atrevas a dudar de mi hijo —se inclinó, amenazador—, mucho menos a insultar a tu hermana en mi presencia, porque la próxima vez me encargaré de que sea la última que lo haces, ¿entendido, Melisa? —la ira le estaba nublando el cerebro.


Su cuñada sonrió con suficiencia.


—No lo has negado... —comentó Melisa, observándose las uñas—. Las personas no cambian, Pedro Alfonso. Has sido, eres y seguirás siendo un mujeriego sin escrúpulos, y, si no —lo miró—, tiempo al tiempo. Ya me encargaré yo de demostrároslo a ti y a la estúpida de Eli


—No te acerques a tu hermana, ni a mí, para nada, porque no me voy a quedar de brazos cruzados si lo haces, que te quede claro de una puta vez, Melisa, no lo repetiré más —sentenció él, sujetándola del brazo y respirando como un animal enjaulado—. Y si no te echo de aquí ahora es por respeto a tu madre y a tu hermano, que son los únicos que se lo merecen en tu familia.


—Entonces —le arrugó las solapas de la levita entre los afilados dedos—, te provocaré para que me pongas en mi lugar, lo estoy deseando, cuñadito... — le estampó un beso en la mejilla utilizando la punta de la lengua y se fue.


Pedro maldijo y se limpió la cara con excesiva fuerza, a punto de arrancarse la piel de lo asqueado que se sentía. Respiró hondo para calmarse. Su cuerpo experimentaba un escalofrío detrás de otro. Se aproximó a la barra y solicitó un whisky doble con hielo. Se lo bebió de un trago. Su faringe ardió, pero lo agradeció.


Pedro.


Él se giró y descubrió a su suegra.


—Nos vamos —le avisó Juana, muy seria—. Ya he hablado con tu familia. Venía a despedirme de ti. Alejandro está con Lizzie, ahora vendrá a decirte adiós —le apretó el brazo—. Por favor... Cuida de mi princesita... —tragó, nerviosa. Le palpitaba la mano—. ¿Te importaría darme vuestra dirección? Me gustaría escribir a mi hija, si no es molestia, por supuesto... —retrocedió un par de pasos.


Pedro frunció el ceño. ¿De qué tenía tanto miedo esa mujer?, ¿de Antonio Chaves?


—¿Te puedo preguntar algo, Juana?


Su suegra asintió, aunque giraba la cabeza vigilando sus espaldas.


—¿Cuánto tiempo hacía que no la veíais?


—Alejandro cumplió ocho años ese día —respondió ella, con la voz marcada por la tristeza y el dolor—. Ahora, mi hijo tiene diecisiete, así que... —se le quebró la voz.


—¿Nueve años? —desorbitó los ojos—. Entonces, ¿ella tenía...?


—Lizzie tenía dieciocho años cuando cogió su maleta y se fue sin mirar atrás, sin un centavo en los bolsillos —se cubrió la boca, encogiéndose.


Joder... Nueve años... ¡Nueve!


—¿Fue por culpa de su padre? —probó él, con los músculos entumecidos por la noticia que estaba escuchando.


—Fue a raíz de una discusión con su padre —lo corrigió, arrugando la frente, de pronto, enfadada—, pero eso colmó el vaso.


—¿Qué pasó? —la interrogó, ávido de respuestas, de comprender...


Pedro —dijo Alejandro, interrumpiéndolos en el mejor momento—. No sé cuándo nos veremos —tenía la mirada y la nariz enrojecidas.


Pedro le recordó a Paula cuando esta lloraba. Aquel muchacho era una copia de su mujer, y Gaston, a su vez, de su tío Alejandro.


—Estás invitado siempre que quieras —le aseguró él, revolviéndole los cabellos—. Vente cuando tengas vacaciones, o cualquier fin de semana —y añadió en su oreja—: Tendrás ganas de ponerte al día con tu hermana después de tanto tiempo.


Su cuñado asintió, cabizbajo.


—O podemos ir nosotros a Nueva York —sugirió Pedro con una sonrisa sincera.


—¿De verdad? —se ilusionaron madre e hijo, al unísono.


—Claro.


—¡Gracias, Pedro! —exclamó Ale, abrazándolo con efusividad.


Él lo correspondió, entre risas que compartieron con Juana.


—Espera, Juana —le pidió Pedro antes de solicitar a un camarero papel y bolígrafo. 
Escribió la dirección postal del apartamento y también la de la mansión, por si acaso. Además, añadió su número de móvil y el de Paula, dedujo que tampoco lo tenía—. Toma.


Su suegra se escondió la nota en el escote con discreción y Pedro los acompañó al hall, donde varias doncellas les estaban entregando ya los abrigos a Antonio y a Melisa. Catalina, Samuel, Zaira, Mauro y Bruno también se encontraban allí, al igual que su mujer, a quien, al verlo, se le iluminó el rostro y él sintió un pinchazo en el estómago.


—¿Dónde os hospedáis? —se interesó Catalina—. Os invitamos a comer mañana y así charlamos de la boda —tomó de las manos a Juana.


—¡Sí! —gritó Alejandro, emocionado ante la idea.


—Mañana volvemos a Nueva York —contestó el señor Chaves, con su semblante hastiado—. Algunos tenemos que trabajar —miró a su mujer—, otros vaguearán, como siempre —se giró y observó con acritud a Paula, que se acobardó, reculando por instinto—. Me voy sin conocer a mi nieto, ¿sabes qué significa eso, Elizabeth?


Pedro se interpuso entre padre e hija. Ese odioso hombre era casi tan alto y ancho como él. Sus hermanos carraspearon para aligerar la tensión, pero no obtuvieron éxito.


—Estoy hablando con mi hija —masculló su suegro, alzando su prominente mentón.


—Buen viaje, señor Chaves—estiró un brazo en dirección a la puerta.


Antonio y Pedro se dedicaron la peor de las miradas.


—Por favor... —suplicó Juana—. ¿Nos vamos, Antonio?


El mayordomo les abrió al instante. El señor Chaves salió, pero muy despacio, adrede, para aguijonearlo.


—Mamá... —sollozó Paula.


Madre e hija se abrazaron con fuerza, llorando. Alejandro se unió a ellas en iguales condiciones, aunque procuraba esconderlo.


—¡Vámonos ya! —vociferó Antonio desde la calle.


Juana acarició el rostro de su niña y sonrió con una tristeza inmensa.


—Cuidadme a mi princesita —y se fue.


Melisa lanzó un beso a Pedro antes de marcharse también. Él gruñó. Su familia se quedó pasmada ante tal descaro del maniquí.


—Yo... —dijo Paula, retrocediendo hacia las escaleras—. Necesito... Solo un momento...


Pedro acortó la distancia y la tomó de la barbilla.


—El tiempo que quieras, rubia —la besó en la frente.


—Gracias... —pronunció en un hilo de voz, se giró y subió los peldaños corriendo.


Él suspiró sonoramente, contemplándola hasta perderla de vista.


—¡Oh! —chilló su madre, desquiciada—. Juana y Ale son un amor, pero él... ¡Odio a ese hombre! Has hecho muy bien en enfrentarlo, hijo.


—Creo que lo que he hecho ha sido alentarlo —murmuró Pedro, pensativo —. No es un hombre a quien le guste que lo desafíen. Y eso es lo que he hecho más de una vez —respiró hondo con fuerza—. Y la zorra de su hija...


—Esa boca, cariño —lo reprendió Catalina en un acto reflejo.


—¡Y una mierda! —estalló él, haciendo aspavientos—. ¡Es una zorra, joder!




CAPITULO 36 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro necesitaba un oculista: lo veía todo rojo.


—Toma —Mauro le tendió una copa de whisky solo con hielo—. De un trago. Ayudará a que te calmes.


Él obedeció, pero el resultado fue en vano.


—Menudo suegro te ha tocado —comentó Bruno, que se acercó a ellos, arqueando las cejas—. Es todo un personaje... —silbó.


—¿Vienes a burlarte? —inquirió Pedro—. Bastante he soportado tu actitud de mierda desde la boda de Mauro como para que te recrees en esto. Ahórratelo.


—No, tío —sonrió, mostrándose arrepentido—. Lo siento. Me equivoqué. ¿Hermanos otra vez? —le tendió la mano.


Él meneó la cabeza y le revolvió los desordenados cabellos a su hermano pequeño. Luego, se abrazaron. Aquello tranquilizó un poco su interior.


Estaban en un rincón del fondo, donde se desarrollaba el baile. En esa zona de la carpa, se encontraban la mayoría de los invitados; los demás se habían sentado en torno a las mesas que ocupaban la fila pegada a la pista. Había dos barras enfrentadas, una en cada lateral; a la izquierda, se servían el alcohol y los refrescos, y a la derecha, pastelitos, chocolates y gominolas. Vio a Zaira, Paula y Ale llenando un plato cada uno con dulces.


—Tu cuñada... —resopló Bruno, dirigiendo los ojos a Melisa, que coqueteaba con un hombre casado de la edad de su padre—. Ha intentado ligar conmigo antes. Es imposible que sea médico...


—Pues créetelo —apuntó Mauro, tras apurar su gin-tonic y entregarle la copa vacía a uno de los camareros que pasaban por la carpa con bandejas recogiendo platos o vasos sucios—. Jorge conoce la reputación de Antonio Chaves. Resulta que es uno de los mejores cirujanos plásticos de Nueva York. Regenta su propia clínica, que heredó de su padre. Melisa trabaja con él.


—¿Qué? —exclamó Pedro, boquiabierto—. ¿Ese cabrón es cirujano plástico?


—Cuando el padre de Zaira se quemó en el incendio hace nueve años — comenzó su hermano mayor, que frunció el ceño y adoptó una actitud de gravedad—, estuvo once meses ingresado. Se sometió a treinta y seis operaciones sin éxito. Jorge buscó por todo Estados Unidos a eminencias en cirugía plástica, una de esas eminencias era Antonio Chaves.


—Presiento el final de la historia... —masculló él, cruzándose de brazos.


—Jorge contactó con él por teléfono. Quedaron en reunirse en la clínica de Chaves. Estuvo esperando en una sala durante cuatro horas y, en cuanto entró en su despacho, Chaves le dijo que no operaría a Carlos, que se buscara a otro, que no malgastaba el tiempo con casos perdidos.


—Joder... —pronunciaron Pedro y Bruno en un hilo de voz.


—Zaira no lo sabe —les aclaró Mauro, apretando la mandíbula por el enfado que sentía—. Jorge me ha pedido silencio.


—¿Creéis que lo sabrá Chaves? —preguntó él, observando a Paula.


Bruno se echó a reír. Pedro lo miró.


—Y ahora, ¿qué pasa?


—Que ya no es Paula Chaves —le explicó su hermano pequeño con diversión—. Ahora es Paula Alfonso. ¿Tanto te cuesta decir su nombre? —le palmeó el hombro—. Tengo entendido que tiene varios... Ale la llama Pau —
enumeró con los dedos—; Melisa, Eli; su madre, Lizzie y princesita; su padre, Elizabeth; tú, rubia y Chaves y los demás, Paula. Creo que nunca he conocido a nadie con tantos apodos... —hizo una mueca cómica.


Los tres estallaron en carcajadas.


—¡Pedro, cariño! —le llamó su madre, corriendo hacia él—. ¿Dónde está Paula? Tenéis que bailar. Ya es la hora. Voy a avisar al DJ. Tu vals favorito, ¿no, cielo?


—Claro. Voy a buscarla —asintió Pedro.


Le encantaba bailar y era la excusa perfecta para estrechar a su mujer entre sus brazos. Caminó hacia ella.


—Señora Alfonso —dijo él, posicionándose frente a la, en efecto, nueva señora Alfonso—, ¿me concede este baile? —le guiñó un ojo y le ofreció la mano.


En ese instante, comenzó el Vals No. 2 de Dimitri Shostakovick, el preferido de Pedro desde que era un niño. Los invitados se percataron del cambio drástico de la música y abrieron la pista en un amplísimo círculo. Los que estaban sentados se levantaron. La iluminación se atenuó para favorecer el romanticismo y un gran foco blanco alumbró el círculo. Todos observaron a la pareja, que se hallaban en un lateral. Zaira aplaudió con entusiasmo y Ale sonrió.


Paula apoyó el plato de los pastelitos en la barra de los dulces y, seria, llevó a cabo una reverencia dramática perfecta. Él se contuvo para no besarla allí mismo. Su señora Alfonso aceptó su mano, bien erguida, igual que si se
tratase de una reina de otro siglo. Pedro la imitó con su gracia seductora natural y la condujo hacia el centro. Contó mentalmente el compás mientras posaba la mano derecha en su espalda.


—¿Preparada, señora Alfonso?


Ella, al fin, sonrió. Él se cegó... Y la guio hacia las alturas, porque con Paula volaba. Era una cursilería, lo sabía y lo reconocía, pero así se sentía con esa beldad de mujer.


Bailaron con suavidad y maestría. Él había aprendido los bailes de salón gracias a que su madre, una apasionada de la música clásica, le había enseñado siendo pequeño. Como estaba todo el día enganchado a la pierna de Catalina, ella había aprovechado para compartir su afición con él. Y él lo había disfrutado.


Pedro la deslizó por el espacio, maravillado por la confianza que su esposa estaba mostrando, moviéndose de manera fluida, permitiéndole el mando, abandonándose a él. Pedro se separaba y la obligaba a girar sobre sí misma para, después, atraparla de nuevo entre sus brazos, sin perder el ritmo ni la armonía conjunta de las oscilaciones de ambos. Y sin dejar de sonreír ninguno de los dos.


Al final, la hizo girar por última vez, la pegó a su cuerpo y la inclinó hacia atrás sobre su brazo, de tal modo que la abertura de la falda reveló su pierna.


Paula la alzó con coquetería, robándole el aliento a Pedro, y la cola se esparció por el suelo en una media luna a sus pies.