martes, 4 de febrero de 2020
CAPITULO 139 (TERCERA HISTORIA)
Un rato después, tomaban un aperitivo en la casita de la piscina, donde cenarían, más tarde, porque a Ana y a Miguel les encantaba esa parte de la mansión.
Estaban en el porche. Las mujeres se habían acomodado en las hamacas y los hombres se encontraban de pie en el césped. Bebían refrescos con y sin alcohol. Pedro, además, aunque procuraba escuchar la conversación en la que supuestamente era partícipe, no apartaba la mirada de su muñeca. Estaba tan bonita con ese vestido amarillo de flores blancas, con tiras horizontales en la espalda, que a Pedro le costaba tragar la cerveza. Y sabía que no llevaba sujetador, a pesar de que no se le notaba, y eso solo lo excitaba todavía más.
Se había pintado las uñas de las manos de amarillo. Habían acordado que esa noche él le pintaría las de los pies después de comerla a besos. Por supuesto, no tenía ni idea de pintar uñas, pero quería hacerlo. ¿Por qué?
Porque era su héroe y un héroe estaba para todo, sin exceptuar nada. Y, mientras estuvieran de vacaciones, aprovecharía cada mínimo segundo para compartir todo con ella.
—¿A que sí, Pedro? —le preguntó Mauro, palmeándole el hombro.
—¿Eh?
Los presentes se rieron.
—Mañana vendrán Juana, Jorge y Ale —anunció su padre—. Se quedan un par de días por el cumpleaños.
—¿Seremos muchos? —se interesó Pedro, que apuró el botellín.
—No —respondió Manuel—. Melisa y Ariel se alojarán en un hotel en Southampton, mañana también, pero hasta pasado no los veremos porque llegan por la noche.
Melisa era la hermana mayor de Rocio y Ale y la actual pareja de Ariel Howard, un importante empresario hotelero de lujo de gran reputación a nivel internacional. Estaban esperando su primer hijo, que nacería en noviembre.
—Sara no viene y Carlos se queda con ella —señaló Mauro, serio.
—¿Ha pasado algo? —se preocupó Pedro.
—Me llamó Jorge antes de ayer y me dijo que Sara fue al hospital la semana pasada porque se sentía fatigada y le costaba respirar. Le han hecho pruebas. Tiene insuficiencia cardíaca. Le han recetado un medicamento, pero parece que no pinta bien. Sara está demasiado debilitada y temen que pueda sufrir un infarto. Jorge quería ingresarla, pero Sara se negó.
—¿Lo sabe Zai?
—Se lo conté, a pesar de que Jorge me pidió discreción. Es su abuela, yo querría saberlo en su lugar —se encogió de hombros—. Después del cumpleaños, volvemos a Boston.
Pedro sintió un pinchazo en las entrañas. Miró a la pelirroja y, en efecto, atisbó dolor en sus preciosos ojos turquesas. Sara era como una madre para Zaira, no solo su abuela.
Se sirvió otra cerveza, se acercó a su cuñada y se acuclilló a sus pies.
Sonrió. La pelirroja le devolvió el gesto con tristeza.
—Estoy bien —dijo Zaira, adivinando sus pensamientos—. Acabo de hablar con mi padre. Mi abuela está mejor. Ha estado acostada estos días, pero hoy se levantó de la cama más animada.
Él asintió, aunque sabía que mentía. Su cuñada no estaba ni por asomo bien, su semblante contradecía sus palabras. No comentaron más.
CAPITULO 138 (TERCERA HISTORIA)
Aguantaron tres días encerrados en el pabellón.
Pedro salía para coger comida de la cocina cuando no había nadie. Bajaba en calzoncillos.
No se cruzaba con nadie y había colocado un papel pegado a la puerta para que no entraran, pues a diario las doncellas limpiaban las estancias.
Sin embargo, quedaba muy poco para el primer cumpleaños de Gaston y su abuela lo telefoneó para avisarlo de que esa misma tarde llegarían a Los Hamptons para disfrutar de vacaciones aprovechando la celebración, por lo que decidieron salir al mundo.
Se vistieron entre arrumacos y caricias.
Definitivamente, no se saciaban, era un hecho que habían corroborado tres veces más. Poco, quizás, pero no se quejaba, habían hablado mucho. Se habían contado su infancia y su adolescencia sin obviar ningún detalle. Se habían gastado bromas e, incluso, habían jugado al escondite por el pabellón.
Eran dos niños que habían madurado demasiado pronto. Él se dio cuenta de ello al rememorar sus palabras cuando Paula se durmió antes de que amaneciera. Ella creció de golpe al nacer su hermana Lucia; con cuatro añitos, Paula había decidido ser una ayuda más para el bebé. A medida que iba creciendo, en lugar de jugar con sus amiguitos de la escuela, como cualquier niña de su edad, había optado voluntariamente por cuidar de su hermana junto con sus padres, en especial con su madre, pues era ama de casa. Tenían dos doncellas que se encargaban del hogar, pero, al nacer Paula, Karen Chaves, al igual que Catalina Alfonso, había abandonado el trabajo para dedicarse por entero a su familia.
Paula había sido la más estudiosa de su clase.
Acabó la primera de su promoción en el instituto.
Y en la universidad, siendo ayudante de Elias a
media jornada, continuó su alto listón de excelentes notas, incluso avanzó más
que sus compañeros, y se hubiera graduado un año antes de lo previsto si Lucia no hubiera fallecido.
Eso intimidó a Pedro, aunque no se lo confesó. A él siempre le había costado demasiado aprenderse de memoria una mera frase, por muy pequeña que fuera, por ello había necesitado saltarse horas previas a un examen, pero a ella, no. Incluso le contó, muy avergonzada, por cierto, que su coeficiente intelectual era de ciento cincuenta, y, al igual que Pedro, había vivido todo en su momento,
sus padres así lo habían querido y ella no había podido tener una vida mejor.
También lo enorgulleció, pero no pudo evitar sentirse poca cosa a su lado.
¿Qué le ofrecía a una persona tan extraordinaria como lo era ella? Por ese motivo, decidió estar bien atento a Paula para adelantarse a sus necesidades.
De ese modo, ella jamás lo abandonaría, jamás se aburriría de un hombre tan corriente como él, tan común. Era médico, y le había costado un triunfo sacarse la carrera, pero eso no lo transformaba en mejor persona que ella, ¡ni hablar!
Y no descansaría ni un solo día. La enamoraría a diario, nunca permitiría que se escapase, y si tenía que esforzarse lo haría gustoso. Estaba
acostumbrado, desde que era un niño, a emplearse a fondo cada vez que quería algo.
Ahora que al fin Paula era completamente suya, Pedro se desviviría por ella, porque jamás había querido nada como la quería a ella. Y empezaría ya.
Bajaron a la cocina, besándose cada pocos pasos, entre risas.
—¿Tienes hambre, amiga? —le preguntó Pedro, haciéndole cosquillas en el costado.
Habían decidido, como una broma entre ellos, que no eran novios, sino amigos.
—¡Sí! —chilló, carcajeándose sin control, retorciéndose entre sus brazos.
Él se unió a la diversión y así alcanzaron la escalera del hall del castillo.
—¡Pedro, para, por Dios!
—No.
Continuó con las cosquillas, pero ella consiguió escapar y descendió los peldaños. Pedro la siguió y la atrapó antes de que pisara el mármol del vestíbulo. La giró y la pegó a su cuerpo. Y la besó. Y la pasión se apoderó de la pareja. Y los besos se tornaron flamígeros en cuestión de un instante. Se fundieron en un abrazo sonoro por sus respiraciones alteradas, y ardiente porque, por enésima vez, se quemaron...
—Ejem, ejem —carraspeó alguien a su izquierda.
Detuvieron el beso de golpe y giraron los rostros hacia... ¡la familia Alfonso al completo! Sus padres, sus abuelos, sus cuñadas, sus sobrinos y Mauro Alfonso, que había estado al cuidado de Catalina y Samuel, además de Julia y Daniela, estaban frente a ellos, sonriendo.
—Genial... —masculló Pedro, separándose de una muy colorada Paula.
Comenzaron los saludos.
—¿Qué tal está mi niño favorito? —Ana se colgó de su brazo—. Veo que muy bien, ¿no?
—Abuela... —se ruborizó—. Ya no soy solo tu niño favorito —sonrió, observando a su novia con una expresión de puro embeleso—. Ella también me llama así.
Su abuela le dedicó una preciosa sonrisa. Esos ojos tan sabios se emocionaron.
—No sabes la alegría que me das, cariño —tiró de él para que se agachara y poder besarlo en la mejilla con adoración—. Me gusta mucho esa muñequita para ti. Tu madre me ha puesto al corriente, pero ya sabes que me gusta hablar
contigo.
—Todavía estoy enfadado por lo que hiciste en la fiesta de papá —se quejó Pedro en voz baja—. Me encerraste con Pau en mi habitación.
—Yo no te encerré, cariño —se rio—. Lo hiciste tú solo. Echaste hasta el pestillo —le guiñó un ojo—. Yo os reuní en tu habitación. El resto dependía de vosotros.
—¿Nos vigilaste? —inquirió, sorprendido.
—Pues claro. ¿Creías que os iba a permitir escapar? No, cariño. Necesitabais un empujoncito. Recuerda —levantó un dedo en el aire—, soyvieja y más experta que tú en estos temas. Solo había que veros las caras que arrastrabais los dos por el suelo —frunció el ceño—. Ya hablaremos, cielo — y añadió en un susurro—, porque me han dicho tus hermanos que su madre está enfadada con ella.
—Por desgracia, así es —suspiró, apesadumbrado.
Su abuela le golpeó el antebrazo con suavidad y se acercó a saludar a Paula, que en ese momento charlaba con Catalina, Rocio y Zaira.
CAPITULO 137 (TERCERA HISTORIA)
De repente, voló por el aire y cayó en la cama.
Al instante, sin permitirle reaccionar, Pedro se tumbó entre sus piernas y la besó con increíble ardor.
Gimieron como locos y se manosearon con prisas, torpeza y un deseo incuestionable. Se descalzaron sin despegar sus bocas. Él le subió el vestido hasta la cintura y descendió con la lengua por su cuello mientras introducía una mano por dentro de sus braguitas.
—¡Pedro! —gritó cuando tocó su intimidad.
—Solo quería... comprobar... —articuló él, chupándole el escote—, solo quería saber... si... —succionó su labio inferior—. Qué iluso... —mordisqueó su mandíbula—. Siempre estás preparada... —se perdió en su oreja, a la que roció de besos solemnes, dirigiéndose hacia el hombro—. Joder... Perdóname por esto...
—¿Por...? —comenzó, pero el sonido de su ropa interior al rasgarse la interrumpió—. ¡Cielos!
Pedro acarició su inocencia sin nada que lo estorbara. Maravilloso...
Paula se arqueó, jadeando, abriendo todavía más los muslos de manera instintiva, echando la cabeza hacia atrás.
—No pares... —le rogó ella.
—Jamás.
Un fuego atroz recorrió todas sus extremidades, secándole la garganta, aumentando su ensordecedor palpitar. Él bebía de su cuello a la vez que le levantaba más el vestido hasta sacárselo. A continuación, le retiró el sujetador con una sola mano y absorbió su pecho como si se tratase del mayor de los pecados, el más tentador, sabroso y prohibido que jamás existiese... Pecado, sí, porque solo un hombre oscuro era capaz de actuar de esa manera tan perversa, tan intensa y tan asfixiante, porque Paula se ahogaba, siempre se ahogaba cuando la tocaba, despacio y dulce, o rápido y salvaje, de cualquier manera se ahogaba... Y la oscuridad, a veces, era incluso mejor que la luz...
Ella le revolvió el pelo, apretándolo contra su cuerpo, levantando las caderas hacia sus dedos expertos que veneraban su intimidad con una cadencia desmedida.
—Pedro...
—Eres deliciosa, Pau... —mordisqueó ambos senos, los atendió de igual modo—. Estás tan rica...
—Doctor Pedro... —le acunó el rostro y se emborrachó de placer al fijarse en lo turbios que tenía los ojos, turbios por el deseo que sentía por ella—. Te necesito... ahora...
La respuesta de Pedro no se hizo esperar... Se desabrochó los pantalones y se los bajó lo justo. Paula rodeó su cintura con las piernas y se arqueó. No podía ni quería esperar más. Él, sujetándola por las caderas, la penetró de un decidido empujón, profundo, firme e implacable, que los dejó unos segundos sin respiración. Los dos gimieron.
Demasiado bueno, demasiado rico, como para no fundirse en su infierno particular...
Y empezaron a moverse al unísono.
—Pau... Pau... —escondió el rostro en su cuello, al que prodigó de húmedos besos sin fin—. Mía...
—Tuya... Mío...
—Tuyo... Nuestros, Pau... El uno para el otro...
Paula sollozó.
Pedro la tomó de las manos y las enlazó por encima de su cabeza, obligándola a arquearse todavía más. Las embestidas se transformaron en una lenta agonía. Resoplaron en cada atormentada acometida. Sufrían, aullaban.
Ella desnuda por completo. Él vestido.
Y se desmayaron tras un éxtasis arrollador...
Se abrazaron entre temblores y se besaron con abandono.
—Eres mi media naranja, Pedro... —le costaba hablar, pero tenía que decírselo—. A eso me refería antes... Eres mi mitad... porque sin ti, no soy yo...
Él alzó la cabeza y la contempló con ojos brillantes.
—El uno para el otro...
—El uno para el otro, doctor Pedro...
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