jueves, 24 de octubre de 2019

CAPITULO 3 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula se apoyó en la pared de la derecha, estirada y con el mentón alzado, en actitud desafiante, desconfiada y orgullosa, concentrada en él, sin pestañear. Pedro era una cabeza más alto que ella, si esta llevaba tacones, y, aun así, lo intimidaba como ninguna mujer lo había hecho jamás.


Reprimió el impulso de zarandearla y se recostó en la pared contraria. La cuna y la silla los separaban. Entonces, se desató una guerra de miradas, cargadas de reproches silenciosos. No se soportaban, nunca habían aguantado permanecer en una misma sala más tiempo del necesario y, mucho menos, dedicarse un saludo, por muy escueto que fuese.


—Empieza, Chaves —escupió él, rechinando los dientes.


—No hay más que decir —arqueó una ceja de forma insolente—. Gaston es nuestro hijo.


—¿Que no hay más que decir? —repitió, incorporándose—. Te largaste a Europa sin contarme que estabas embarazada de mi hijo, durante diez jodidos meses, eso sin contar con tres más, porque te marchaste en marzo y tú y yo nos acostamos en diciembre —la apuntó con el dedo índice, acercándose despacio, con los ojos entrecerrados—. ¿Y no tienes nada más que decir? — meneó la cabeza, atónito—. Tienes mucho que decir, Chaves, pero mucho —se detuvo a escasos centímetros—. Y ya puedes comenzar por el principio.


—No necesitas saber la causa de mi partida, ni por qué te lo oculté — desvió la mirada a un lado—. Y tampoco te necesito para nada. Ariel es...


—¡Ariel! —estalló, haciendo aspavientos con los brazos—. ¡No te atrevas a nombrarlo!


—¡Lo nombraré las veces que quiera! —explotó también—. Él ha estado a mi lado en todo el embarazo. Me sostuvo la mano y me secó el sudor en el parto. Me ha ayudado a criarlo y lo adora. Él es el hombre de mi vida. ¡Por supuesto que voy a nombrarlo cuanto guste! —posó las manos en la cintura.


Los oscuros celos y la insaciable ira dominaron a Pedro. Se paseó por el espacio como un demente que murmuraba incoherencias malsonantes.


—Si ha estado a tu lado en el embarazo, si te sostuvo la mano y te secó el sudor en el parto, si te ha ayudado a criarlo y si lo adora es porque yo no sabía nada. ¡Joder! —se paró frente a Paula, respirando de manera enloquecida—.
¿Cómo se te ocurrió escondérmelo? ¡Te largaste a otro continente sabiendo de tu estado! ¡Te largaste sin decirme una puta palabra! —la acusó, sin disimular el despecho—. ¡Tenía derecho a saberlo! ¡Es mi hijo, joder! ¡Tenía todo el derecho del mundo!


—¿Y qué querías que hiciera, Pedro? —inquirió ella, resoplando igual de nerviosa que él—, ¿que se lo contara a un hombre que cada noche tiene a una mujer diferente en la cama?


—¡Sí, joder! —la agarró de los brazos—. ¿Cuánto tiempo pensabas seguir escondiéndolo? Porque estoy seguro de que si no es por la boda de Zaira y Mauro, seguiría sin saber la verdad —bufó, indignado y dolido a partes iguales.


—Lo ha descubierto tu madre por el lunar que Gaston tiene en la nuca, si no, jamás te hubieras enterado —se zafó con brusquedad—. Ariel es el padre que Gaston necesita y el hombre que yo quiero al lado de mi hijo y de mí. Podrás ver al niño cuanto quieras. Nunca te recriminaré ni te obligaré a nada, como tampoco te negaré el tiempo que desees pasar con él; al fin y al cabo, eres su padre biológico.


¿Su padre biológico?


Pedro estaba atónito.


—No eres ningún ejemplo a seguir —continuó Paula, con frialdad—. Ariel sí es un hombre de verdad, un hombre responsable, bueno y maravilloso, que no se asustó al saber que estaba embarazada de otro, sino que inició una relación conmigo sin importarle nada más.


Él la contempló con rencor.


—No me ofreciste el beneficio de la duda —le recordó Pedro, irguiéndose en su estatura de más de metro noventa—. Me sentenciaste sin conocerme.


—¿Que yo te sentencié sin conocerte? ¡Venga ya! —lo empujó, con lágrimas furiosas mojándole las rosadas mejillas—. ¡Te acostaste conmigo en un ascensor y me dejaste tirada! ¡No te molestaste en llevarme a casa o en acompañarme a buscar un taxi! —le golpeó el pecho con los puños—. ¡Luego, huiste de mí como si fuera la peste! ¿Y te atreves a decirme que te sentencié sin conocerte? No tomamos precauciones y ni siquiera se te ocurrió acercarte a preguntarme, ¿sabes por qué? ¡Porque te importaba una mierda! ¡Porque yo no significaba nada para ti y ni te planteabas un posible bebé! Eso fue lo que demostraron tus actos —detuvo la lucha y retrocedió hasta chocarse con la pared. Se deslizó hacia el suelo sin preocuparse del vestido, que se arrugó en el proceso, y se abrazó las rodillas.


Pedro cerró los ojos un largo momento. Su interior sufría tal agonía que se aflojó la corbata azul y se desabrochó dos botones del cuello. Se estaba ahogando. Los remordimientos se apoderaron de su cuerpo, más al verla llorar...


Era cierto. La había abandonado en el ascensor, pero no había sido porque la considerase una conquista más, sino por el miedo atroz que había experimentado esa noche al besarla por primera vez... Pedro Alfonso llevaba un  año y diecisiete días sin intimar con ninguna mujer, desde ella, algo que pensaba continuar escondiendo al resto del mundo.


—Eres un mujeriego sin escrúpulos,Pedro —pronunció ella, con voz temblorosa y los ojos fijos en él—. No entiendo por qué te sorprende que te lo haya ocultado.


El resentimiento que transmitió la mirada de Paula se clavó en su pecho, obstaculizándole la entrada de aire. En realidad, ella tenía razón: Pedro Alfonso poseía reputación de seductor en la sociedad de Boston. Salía en la prensa cada semana del brazo de alguna modelo, de una mujer espectacular. 


Sin embargo, todo era fachada, una mentira.


Siempre le había importado poco la opinión de la gente, excepto la de su familia, pero que Chaves no le hubiera confiado algo tan importante como
haberse quedado embarazada de él, haber dado a luz a un bebé, su bebé, haberse convertido en padres... No lo había hecho, todo lo contrario, se había fugado en dirección contraria y del brazo de otro hombre a Europa, lejos de Pedro, atesorando el gran secreto de la futura existencia de Gaston.


¿Y de quién es la culpa? ¡Mía, joder! ¡Mía!


Estaba furioso, se sentía torpe intentando ocultar su irritante estado, lo que Paula le provocaba en ese momento, lo que le causaba desde que se habían conocido. El dolor también lo perforaba, aunque lo guardó bajo cien mil candados en su interior.


A pesar de todo, esa mujer no era nadie para actuar como lo había hecho, para no concederle el beneficio de la duda. Y lo que no iba a consentir, de ningún modo, era la figura de Howard en la vida de Gaston.


¡Ni hablar! ¡No, no y no!


Un inmenso odio se instaló en su corazón, creándose un caparazón de grueso hielo a su alrededor. La contempló como si se tratase del ser más mezquino y cruel del universo. Esa belleza fría y diabólica pagaría caro su comportamiento. Pedro levantó la barbilla mientras se abrochaba los botones de la camisa blanca y, después, se ajustó la corbata en el cuello.


Ariel Howard irrumpió en la estancia, enfadado. 


Se acercó con premura a su novia, que se incorporó y lo abrazó. Tal acto enajenó a Pedro, que tuvo que reprimir las ganas de liarse a golpes con el maldito novio de Paula, la madre de su hijo...


Catalina, con el bebé en brazos, y Zaira, seguidos de Mauro, Bruno y Samuel, también entraron. Su padre y su hermano pequeño los miraban con clara confusión.


—Bien —dijo él, dando una palmada en el aire—. Ya que estáis todos aquí, aprovecho y así no tengo que explicároslo luego —se aproximó a su madre y cogió al niño con cariño y cuidado—. Gaston es mi hijo. ¿Cuándo nació? —preguntó, sin dejar de obsequiar arrumacos a su hijo.


—Fue prematuro —contestó Chaves, con voz trémula—. Nació el dos de agosto.


—Supongo que llevará mi apellido, ¿verdad que sí, bribón? —le acarició el cuello, provocando intentos de carcajadas en el bebé.


—No. Se llama Gaston Chaves —respondió Ariel, en tono amenazante.


Pedro meneó la cabeza y la giró para observarlo con clara animadversión.


Howard era tan alto como él, pero mayor, tenía treinta y nueve años. Su pelo era negro y corto, con la raya lateral; tenía los ojos azules, la mandíbula marcada, una nariz aristocrática y una postura de intachable educación, porte, prestigio y gran poder adquisitivo. Era un empresario con una importante cadena de hoteles de lujo en Europa, que el año anterior había comenzado a afianzarse en Estados Unidos. Se relacionaba con la alta sociedad de Boston.


En el sector femenino, rivalizaba, entre otros, con los hermanos Alfonso, a quienes, hasta que Mauro conoció a Zaira, se los consideraba tres de los solteros más codiciados, aunque ahora ya solo eran dos.


—El lunes, a primera hora, mi abogado redactará los papeles pertinentes para Gaston —les explicó Pedro, con fingida indiferencia—. Y, también, preparará lo necesario para la custodia.


Paula Chaves estaba sentenciada. Nadie actuaba a espaldas de Pedro Alfonso y salía indemne.




CAPITULO 2 (SEGUNDA HISTORIA)





Las culpables del jaleo aparecieron ante sus ojos: su madre, Catalina, entró en la habitación, seguida de Zaira y de...


—¡Pedro! —exclamó Paula, pálida a pesar del suave maquillaje.


Paula Chaves había trabajado como enfermera en la planta de Pediatría del Hospital General de Massachusetts —donde Pedro era el jefe de Oncología—, hasta hacía diez meses, cuando había presentado su renuncia para viajar por Europa con su novio, Ariel Howard.


Un cruel aguijonazo atravesó las entrañas de Pedro. Sus ojos se cegaron un instante por la molesta claridad que desprendía aquella muchacha. Su corazón ascendió al cielo como un cohete a propulsión y explotó. Se trataba de la mujer más irritante y exasperante que había conocido en su vida. ¡Y encima era rubia! ¡Detestaba a las rubias!


Era una idea bastante arcaica, sí, lo reconocía, pero, para él, las rubias no poseían inteligencia debajo de sus melenas. Sin embargo, también había excepciones y, por desgracia, Paula Chaves era una de ellas...


La joven apoyó una mano en su escote, intentando controlar su agitada respiración. Un gesto inútil, pensó Pedro, pues esos blanquecinos, redondeados y altos senos, que había tenido el desventurado infortunio de palpar hacía ya un año y diecisiete días, amenazaban con salirse del corpiño ajustado de su vestido azul turquesa de dama de honor. Era, además, la mejor amiga de su cuñada.


¿Desventurado infortunio? Son los pechos más perfectos que he tocado en mi vida...


Y había visto y catado muchos, pero como los de ella...


Incomparables...


Él inhaló aire y lo expulsó, conteniéndose y obligándose a ignorar las imágenes que se sucedían en su cerebro como una película muda en blanco y negro, imágenes que lo martirizaban desde hacía mucho tiempo, imágenes que lo mantenían en un constante estado de nerviosismo. Debía estar acostumbrado a no prestar atención a su mente cuando osaba desafiarlo de ese modo. Había resultado sencillo desconectar de dichas imágenes, porque no había coincidido con ella en los últimos diez meses. El problema era que Paula había regresado a Boston, al menos, para el enlace de Mauro y Zaira...


Una colosal erección tensaba sus pantalones desde que una fragancia a mandarina lo había envuelto en la ceremonia, proveniente de unos malditos cabellos rubios. El tormento al que estaba sometido desde mucho antes de aquel encuentro sexual acababa de iniciar un nuevo camino, angustioso y sin retorno. Y presentía que sería tedioso e insoportable como nunca.


Las tres mujeres lo contemplaban con terror no disimulado.


—No lo pospongamos más —anunció su madre, erguida cual soldado a punto de ser fusilado. Se retiró un invisible pelo de la frente despejada. Se había recogido los cabellos oscuros en un elegante moño para la especial ocasión.


La pelirroja se acercó, seria, y tomó al bebé, que sollozó al desprenderse de Pedro, quien, también, notó un pinchazo al separarse del niño. Pedro cruzó los brazos sobre el pecho. Catalina cerró con pestillo y dijo:
—Debe saberlo.


Chaves se sobresaltó como si se despertara de un trance.


—¿Qué tengo que saber? —inquirió él, golpeando el suelo con el pie, cada segundo más impaciente.


Entonces, Paula se hizo cargo del bebé y lo sostuvo en alto, dedicándole una increíble sonrisa de adoración que hizo que le flaquearan las rodillas. Los ojos castaños de ella centellearon hacia el pequeño y lo meció como lo haría una madre con su hijo, gozando ambos del reencuentro, admirando el propio Pedro la indescriptible belleza de la escena, la naturalidad, la luz que irradiaban, la complicidad...


Contuvo el aliento. Se fijó en el bebé. Poseía la misma mirada de Paula, sus ojos profundos, claros, enormes, ligeramente alargados, exóticos, cubiertos por infinitas pestañas rizadas en las terminaciones; intensos, astutos, asombrosos, capaces de derrotar a un hombre sin ni siquiera rozarlo...


¡No, no y no!


Se restregó la cara, incrédulo.


No, se repetía sin cesar, imposible... 


¿Imposible? ¡Joder! Posible, muy posible... ¡Tiene el lunar!


—¿Qué tengo que saber? —formuló Pedro, de nuevo.


Las tres mujeres lo observaron, todavía asustadas. Él miró a su cuñada, que agachó la cabeza; luego, a su madre, que imitó el gesto, y, al fin, a Chaves. Ella acortó la distancia, sin despegar los ojos de los suyos. La mandarina se filtró por sus fosas nasales, mortificándolo. Pedro dejó caer los brazos y apretó los puños en los costados hasta que sus nudillos carecieron de color, porque lo sabía...


—Se llama Gaston—le confesó ella, con voz firme y decidida, sin amilanarse, a pesar de su corta estatura en comparación a la de él—. Es tu
hijo.


— ¿Mi qué? —preguntó él, alucinado, a pesar de que tan solo confirmaba lo que ya sabía.


—Tu... —Paula carraspeó, sonrojada de repente—. Tu hijo.


Paula Chaves era tan nívea de piel que cualquier mínima emoción se mostraba enseguida en su rostro, esculpido como el de un ángel.


También, por desgracia para Pedro, ella era la criatura más hermosa que existía sobre la faz de la tierra: tez clara e inmaculada sin una sola imperfección, frente poblada de delicadas arruguitas por estar siempre enfadada —por lo menos, cuando él estaba cerca—, cejas finas y casi blancas, como su pelo serpentino hasta la mitad de la espalda, pómulos estilizados, nariz pequeña y juguetona, labios tentadoramente perfilados de forma exquisita —y no por el color rosa intenso que llevaba—, una dulce boca que se fruncía cuando se enervaba y prefería guardarse malas contestaciones... Era una auténtica beldad que ensombrecía a cualquier otra mujer.


No obstante, él veía una belleza fría y diabólica, aquella que atrapaba a su presa en una fracción de segundo para, más tarde, tragársela sin piedad.


—Gaston es tu hijo, Pedro —señaló su madre, compungida, retorciéndose los dedos en el regazo.


Gaston es mi hijo... ¡¿Qué?!


Pedro se enfureció.


—Quiero hablar con Chaves a solas —les ordenó a Catalina y Zaira.


Ni siquiera era capaz de llamarla por su nombre... Sencillamente, no podía articular la palabra Paula, le costaba un esfuerzo sobrehumano. Lo había intentado, pero solo había conseguido que se le atascara el nombre en la garganta. Eso le había sucedido el día que la conoció, dos años y tres meses atrás, cuando la había visto salir del ascensor en la planta de Pediatría para comenzar su primer día de trabajo en el hospital.


—Estaremos en el pasillo, por si nos necesitáis —convino su madre, antes de desaparecer con Zaira y el bebé.




CAPITULO 1 (SEGUNDA HISTORIA)




Un sonido extraño, similar a un quejido agudo, le obligó a detenerse en el pasillo, a pocos metros de la escalera.


En vez de utilizar el baño de la primera planta, había decidido subir a la que había sido su habitación hasta que se mudara al campus de Harvard con su hermano mayor, Mauro, y, posteriormente, con su hermano pequeño, Bruno.


Necesitaba desconectar de la irritación que devoraba sus entrañas desde unas condenadas horas antes; por ello, en ese momento, estaba en el segundo y último piso de la vivienda.


La boda de Mauro y Zaira se estaba celebrando en la mansión de la familia Alfonso. Los invitados reían, comían, bebían y bailaban en el gran salón; todos, menos él. Estaba feliz por la pareja, por supuesto; adoraba a su cuñada y su hermano era el hombre con más suerte que él había conocido por casarse con una mujer como ella. Aquella pelirroja, catorce años menor que Mauro, era, sin duda, el ejemplo real de que las almas gemelas existían; Zaira y Mauro estaban hechos el uno para el otro. Zaira era un desastre ambulante y su recién estrenado marido, de un orden escrupuloso; no se parecían en nada, pero se complementaban en todo.


El quejido agudo se repitió...


Pedro entrecerró los ojos y giró sobre sus talones. Esa planta se distribuía en dos pasillos perpendiculares entre sí; en el del fondo, se hallaban su dormitorio y el de sus hermanos; en el otro pasillo, con habitaciones a cada lado, se encontraban las estancias de sus padres y de los invitados, donde estaba él en ese momento.


Caminó hacia el extraño sonido, que provenía de la puerta más cercana a la escalera de este pasillo, a la derecha. Ese quejido, ahora, parecía más un intento de sollozo, un lamento. Abrió la puerta con cuidado y entró. Se sorprendió al ver una cuna de viaje de color blanco en el centro del espacio.


Un bebé se agitaba nervioso en ella, claramente molesto, quizá, por haberse despertado solo. 


Pedro no pudo evitar sonreír al descubrir al niño que, enseguida, percibió su presencia, dejó de emitir ruiditos y clavó sus enormes ojos castaños en él.


—¿Y tú quién eres, campeón? —le susurró, cogiéndolo en brazos, sujetándole la cabecita, incapaz de resistirse; le encantaban los niños.


El bebé era un poco más grande que su sobrina Caro, la hija de Pedro y Zaira, una preciosa niña que había heredado el pelo color fuego de su madre y los ojos grisáceos de su padre. Aunque Caro solo tenía tres meses, su orgulloso tío Pedro ya pronosticaba que sería una auténtica belleza. A él, desde luego, le había robado el corazón la primera vez que la había acunado en su pecho.


Y ese niño acababa de conseguir lo mismo... 


Sintió una pequeña presión que lo fascinó por completo. El bebé, como si lo hubiera intuido, soltó un gritito. No lloró, permanecía con los labios separados y las cejas levantadas.


Pedro lo escrutó a conciencia. El niño tenía la mirada bastante espabilada, como si lo estuviera analizando a su vez.


—¿Qué tienes aquí, nene? —le bajó un ápice el cuello redondo de la camisa blanca a la altura de la nuca.


Un lunar idéntico al de mi sobrina, pensó, enseguida.


Era el sello indiscutible de su familia materna. 


Solo contaba con dos primos con pareja, pero, que él supiera, no tenían bebés. Quizás, ahora sí.


Un momento...


Observó el rostro del pequeño con los ojos entornados. Había algo que le resultaba muy familiar, demasiado... Cerró los ojos y lo besó en la frente, experimentando, de repente, cierta ansiedad. ¿Podría ser...? Una cruel certeza se anidó en su estómago, impidiéndole respirar con normalidad.


Lo depositó en la cuna y lo cubrió con la fina manta blanca. Fue a girarse, pero el niño gimoteó. Él se rio, se olvidó por completo de las dudas y el terror que lo habían asaltado y volvió a sostenerlo con cariño e infinita ternura. Se sentó en una silla, junto a la cuna, y comenzó a hacerle suaves cosquillas. El bebé movía la boca como si le gustasen los gestos de Pedro.


—Eres muy guapo, ¿lo sabías? —le dijo, embelesado—. Tu mamá debe de ser muy guapa también, ¿a que sí, bribón?


Una especie de carcajada brotó de la garganta del niño cuando le acarició la barbilla, carcajada que lo contagió a él.


Escuchó voces femeninas en la lejanía, acercándose. Varios tacones se aproximaron. Pegó al bebé a su pecho, como si pretendiera protegerlo de una inminente intrusión. Se incorporó y frunció el ceño. ¿A quién se le ocurría hacer tanto ruido cerca de un niño de pocos meses que, supuestamente, estaba durmiendo?