jueves, 24 de octubre de 2019
CAPITULO 2 (SEGUNDA HISTORIA)
Las culpables del jaleo aparecieron ante sus ojos: su madre, Catalina, entró en la habitación, seguida de Zaira y de...
—¡Pedro! —exclamó Paula, pálida a pesar del suave maquillaje.
Paula Chaves había trabajado como enfermera en la planta de Pediatría del Hospital General de Massachusetts —donde Pedro era el jefe de Oncología—, hasta hacía diez meses, cuando había presentado su renuncia para viajar por Europa con su novio, Ariel Howard.
Un cruel aguijonazo atravesó las entrañas de Pedro. Sus ojos se cegaron un instante por la molesta claridad que desprendía aquella muchacha. Su corazón ascendió al cielo como un cohete a propulsión y explotó. Se trataba de la mujer más irritante y exasperante que había conocido en su vida. ¡Y encima era rubia! ¡Detestaba a las rubias!
Era una idea bastante arcaica, sí, lo reconocía, pero, para él, las rubias no poseían inteligencia debajo de sus melenas. Sin embargo, también había excepciones y, por desgracia, Paula Chaves era una de ellas...
La joven apoyó una mano en su escote, intentando controlar su agitada respiración. Un gesto inútil, pensó Pedro, pues esos blanquecinos, redondeados y altos senos, que había tenido el desventurado infortunio de palpar hacía ya un año y diecisiete días, amenazaban con salirse del corpiño ajustado de su vestido azul turquesa de dama de honor. Era, además, la mejor amiga de su cuñada.
¿Desventurado infortunio? Son los pechos más perfectos que he tocado en mi vida...
Y había visto y catado muchos, pero como los de ella...
Incomparables...
Él inhaló aire y lo expulsó, conteniéndose y obligándose a ignorar las imágenes que se sucedían en su cerebro como una película muda en blanco y negro, imágenes que lo martirizaban desde hacía mucho tiempo, imágenes que lo mantenían en un constante estado de nerviosismo. Debía estar acostumbrado a no prestar atención a su mente cuando osaba desafiarlo de ese modo. Había resultado sencillo desconectar de dichas imágenes, porque no había coincidido con ella en los últimos diez meses. El problema era que Paula había regresado a Boston, al menos, para el enlace de Mauro y Zaira...
Una colosal erección tensaba sus pantalones desde que una fragancia a mandarina lo había envuelto en la ceremonia, proveniente de unos malditos cabellos rubios. El tormento al que estaba sometido desde mucho antes de aquel encuentro sexual acababa de iniciar un nuevo camino, angustioso y sin retorno. Y presentía que sería tedioso e insoportable como nunca.
Las tres mujeres lo contemplaban con terror no disimulado.
—No lo pospongamos más —anunció su madre, erguida cual soldado a punto de ser fusilado. Se retiró un invisible pelo de la frente despejada. Se había recogido los cabellos oscuros en un elegante moño para la especial ocasión.
La pelirroja se acercó, seria, y tomó al bebé, que sollozó al desprenderse de Pedro, quien, también, notó un pinchazo al separarse del niño. Pedro cruzó los brazos sobre el pecho. Catalina cerró con pestillo y dijo:
—Debe saberlo.
Chaves se sobresaltó como si se despertara de un trance.
—¿Qué tengo que saber? —inquirió él, golpeando el suelo con el pie, cada segundo más impaciente.
Entonces, Paula se hizo cargo del bebé y lo sostuvo en alto, dedicándole una increíble sonrisa de adoración que hizo que le flaquearan las rodillas. Los ojos castaños de ella centellearon hacia el pequeño y lo meció como lo haría una madre con su hijo, gozando ambos del reencuentro, admirando el propio Pedro la indescriptible belleza de la escena, la naturalidad, la luz que irradiaban, la complicidad...
Contuvo el aliento. Se fijó en el bebé. Poseía la misma mirada de Paula, sus ojos profundos, claros, enormes, ligeramente alargados, exóticos, cubiertos por infinitas pestañas rizadas en las terminaciones; intensos, astutos, asombrosos, capaces de derrotar a un hombre sin ni siquiera rozarlo...
¡No, no y no!
Se restregó la cara, incrédulo.
No, se repetía sin cesar, imposible...
¿Imposible? ¡Joder! Posible, muy posible... ¡Tiene el lunar!
—¿Qué tengo que saber? —formuló Pedro, de nuevo.
Las tres mujeres lo observaron, todavía asustadas. Él miró a su cuñada, que agachó la cabeza; luego, a su madre, que imitó el gesto, y, al fin, a Chaves. Ella acortó la distancia, sin despegar los ojos de los suyos. La mandarina se filtró por sus fosas nasales, mortificándolo. Pedro dejó caer los brazos y apretó los puños en los costados hasta que sus nudillos carecieron de color, porque lo sabía...
—Se llama Gaston—le confesó ella, con voz firme y decidida, sin amilanarse, a pesar de su corta estatura en comparación a la de él—. Es tu
hijo.
— ¿Mi qué? —preguntó él, alucinado, a pesar de que tan solo confirmaba lo que ya sabía.
—Tu... —Paula carraspeó, sonrojada de repente—. Tu hijo.
Paula Chaves era tan nívea de piel que cualquier mínima emoción se mostraba enseguida en su rostro, esculpido como el de un ángel.
También, por desgracia para Pedro, ella era la criatura más hermosa que existía sobre la faz de la tierra: tez clara e inmaculada sin una sola imperfección, frente poblada de delicadas arruguitas por estar siempre enfadada —por lo menos, cuando él estaba cerca—, cejas finas y casi blancas, como su pelo serpentino hasta la mitad de la espalda, pómulos estilizados, nariz pequeña y juguetona, labios tentadoramente perfilados de forma exquisita —y no por el color rosa intenso que llevaba—, una dulce boca que se fruncía cuando se enervaba y prefería guardarse malas contestaciones... Era una auténtica beldad que ensombrecía a cualquier otra mujer.
No obstante, él veía una belleza fría y diabólica, aquella que atrapaba a su presa en una fracción de segundo para, más tarde, tragársela sin piedad.
—Gaston es tu hijo, Pedro —señaló su madre, compungida, retorciéndose los dedos en el regazo.
Gaston es mi hijo... ¡¿Qué?!
Pedro se enfureció.
—Quiero hablar con Chaves a solas —les ordenó a Catalina y Zaira.
Ni siquiera era capaz de llamarla por su nombre... Sencillamente, no podía articular la palabra Paula, le costaba un esfuerzo sobrehumano. Lo había intentado, pero solo había conseguido que se le atascara el nombre en la garganta. Eso le había sucedido el día que la conoció, dos años y tres meses atrás, cuando la había visto salir del ascensor en la planta de Pediatría para comenzar su primer día de trabajo en el hospital.
—Estaremos en el pasillo, por si nos necesitáis —convino su madre, antes de desaparecer con Zaira y el bebé.
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