viernes, 10 de enero de 2020

CAPITULO 58 (TERCERA HISTORIA)





Y así transcurrió su jornada, desesperado, sin dejar de pensar en su leona blanca, preocupado. Sus manos hormigueaban con la intención de escribirle un mensaje, pero no lo hizo.


Y continuó respetando la decisión de Paula durante tres condenados días más...


Les rogó a sus cuñadas que, por favor, no le hablaran de ella, que no le comentaran nada sobre las clases de yoga. Sin embargo, eso solo le duró hasta el jueves.


El jueves por la noche, se paseaba por su habitación como el animal apresado que se sentía. Se tiraba tanto de los cabellos que gimió dolorido en un par de ocasiones. Ese día había librado en el hospital, porque el anterior había estado de guardia. No había dormido más que dos horas, como tampoco había salido de su cuarto excepto para trabajar. De hecho, el insomnio había regresado por enésima vez...


Escuchó la puerta principal y el jaleo propio de Rocio y de Zaira. Le resultó extraño oírlas tan pronto —hacía menos de una hora que se habían marchado a casa de Paula—. No soportó más continuar en la ignorancia y las abordó en el salón.


—¿Qué tal la clase de yoga? Un poco corta, ¿no?


Sus cuñadas se miraron entre sí de forma enigmática.


—La clase se ha cancelado —le informó la pelirroja, con pesar.


—La clase nos la ha cancelado, querrás decir —la corrigió la rubia, malhumorada, apoyando los puños en la cintura.


—¿Qué ha pasado? —se impacientó Pedro, cruzándose de brazos.


—Ramiro se ha presentado en su casa sin avisar, ni llamar al timbre, porque tiene llave y la ha utilizado —contestó Zaira, más tranquila que Rocio—. Ha dicho que tenía que tratar un tema importante con Paula. Prácticamente nos ha echado.


—Si llegas a ver a Paula... —la rubia chasqueó la lengua, enfadada—. ¡Ramiro es un idiota!


—Es un gilipollas, no un idiota —masculló Pedro, frunciendo el ceño—, y más cosas que no pienso decir por respeto a vosotras.


—Nos quedamos escuchando detrás de la puerta —confesó Zai. Su semblante se tornó grave en exceso—. Ramiro le preguntó a Paula que por qué no había cancelado ya todas sus clases, que tenía que dedicarse por entero a la boda. Parecían reproches y se le notaba enfadado.


—Y también hablaron sobre la fiesta que hay mañana del Colegio de Abogados, sobre el vestido que ella llevaría —continuó Rocio, arrugando la frente—. A ella no la escuchamos. No sabemos si es porque hablaba muy bajo o porque no hablaba, directamente —negó con la cabeza—. No me gusta nada Ramiro. Me da muy mala espina.


—Creo que es tan controlador como la madre de Paula —comentó Zaira, apenada—. Pobrecita...


Paula estaba sola, en todo el sentido de la palabra. Y él necesitaba saber si estaba bien, aunque sospechaba lo contrario. La conocía, aunque hubieran coincidido pocas veces. Le había bastado clavar los ojos en sus luceros verdes un solo instante para descubrir a una muñeca fragmentada. La necesitaba... Necesitaba verla, abrazarla, mirarla...


—Yo no lo haría, Pedro —le aconsejó la rubia.


Pedro se giró de nuevo, pues ya estaba de camino a su habitación para coger el móvil y las llaves y marcharse a casa de Paula.


—Tengo que verla.


—Antes de que Ramiro viniera, Paula nos contó que había quedado a cenar con sus padres y con su novio. Supongo que Ramiro seguirá allí con ella. No vayas, Pedro. No sería bueno ni para ti ni para ella.


Pedro se encerró en su habitación de un portazo, silenciando un rugido animal.


¡Necesito verla, joder! Pero ¿cuándo?, ¿cómo?




CAPITULO 57 (TERCERA HISTORIA)




Media hora después, Pedro ya estaba con la bata blanca en su despacho, hablando con Tammy, la jefa de enfermeras de su planta. Era el encanto personificado, amable, educada y cariñosa; rubia ceniza de pelo muy corto, ojos azules y pecas por todas partes, se la consideraba una de las mujeres más atractivas del General; tenía treinta y ocho años.


Entre los dos organizaron las guardias del siguiente mes antes de que él empezase a pasar consulta. No era algo que debiera hacer Pedro, pero prefería supervisar todo, incluso prepararlo; le gustaba ayudar a su equipo, a todos sus compañeros.


—Perfecto, doctor Pedro —le dijo Tammy, cerrando la carpeta que tenía en la mano. Se incorporó de la silla—. Que pases un buen día —sonrió.


—Gracias, Tammy. Igualmente.


La enfermera salió justo cuando Rocio entraba.


—Ya ha llegado tu primer paciente —le anunció su cuñada, sujetando el pomo de la puerta—. ¿Lo hago pasar a la consulta?


—Sí —asintió, serio, levantándose de su asiento de piel.


—Quizás, te interese saber que esta tarde tengo mi primera clase de yoga en casa de Paula.


La noticia lo frenó en seco.


—¿Hablaste con ella? —quiso saber él, con el corazón envalentonado de repente.


—Sí —respondió Rocio, sonriendo—. Zai también se ha apuntado. Nos dará tres horas semanales, a las cuatro de la tarde en su casa, los martes y los jueves, noventa minutos cada clase —y añadió, adoptando una expresión reservada—: Estaba rara. Su voz. Como si hubiera estado llorando.


Pedro apretó los puños a ambos lados del cuerpo. No soportaba saber que estaba sufriendo. ¿Acaso había discutido con su madre o con su prometido otra vez? ¿Y si las lágrimas habían sido por Pedro?


—Vamos a trabajar —zanjó él, impotente.




CAPITULO 56 (TERCERA HISTORIA)




Se dirigió a la cocina, separada del salón por un pasillo que atravesaba la casa de un extremo a otro. Sacó un tercio de cerveza de la nevera mientras se aflojaba el nudo de la corbata. Se desabotonó la camisa en el cuello y se encaminó hacia su cuarto.


La gigantesca cama estaba en la pared de enfrente, a la derecha, en el rincón, debajo de la ventana, cuyo estor se encontraba levantado. Le encantaba ver el cielo, lloviera o no, nada más despertarse, por eso, había situado el lecho allí. 


Solo disponía de una mesita de noche. Era incómodo hacer la cama porque un lateral de la misma estaba pegado a la pared, así que no se
molestaba en hacerla, excepto cuando cambiaba las sábanas, pero, aun así, las estiraba antes de meterse en ella; si tenía ganas, claro; si no, se tiraba al colchón y a dormir. Era un desastre en ese aspecto, un perezoso.


Su habitación, la más pequeña del ático, medía ochenta metros cuadrados y estaba dividida en dos apartados claramente diferenciados: a la izquierda, estaba su despacho y a la derecha, el área de descanso y el baño, estos con un gran ventanal con estor blanco en el centro de cada parte; una estantería alta, formada por cuadrados de distinto tamaño donde se disponían libros relacionados con la sanidad, separaba ambas zonas.


Anduvo hacia el inmenso escritorio, debajo de la ventana. Estaba repleto de apuntes que había sacado la semana anterior para repasar la operación quirúrgica que había llevado a cabo unos días atrás. Apoyó la cerveza en una esquina y recogió los cuadernos y los papeles.


El estilo de su cuarto era el mismo que el del ático: moderno, de formas rectas y simples, luminoso y espacioso. Apenas tenía muebles, salvo los necesarios, y eran blancos: la mesa, la silla de piel, la lámpara del escritorio situada en una esquina, las estanterías —había otra que ocupaba toda la pared de la izquierda—, la cama, la mesita de noche y la lamparita que había encima, el armario —que se hallaba en la pared de la puerta y que se abría en acordeón—, el baño, entero de mármol blanco italiano... En cambio, las sábanas, el edredón, los cojines, los almohadones, las dos alfombras redondas al inicio de los dos apartados de la habitación y su portátil —cerrado, encima de la mesa—, eran negros; la pared de la derecha, además, estaba pintada en negro, solo contrastaba la puerta del baño, que era blanca.


Suspiró. Se descalzó, se quitó la corbata y se remangó la camisa en las muñecas. Y, sintiéndose idiota, encendió el ordenador y buscó a Paula en internet. Las fotos que había de ella correspondían a las fiestas a las que había asistido con su prometido desde que la prensa anunciase el compromiso. Se fijó en su rostro, que nunca miraba hacia la cámara, como tampoco sonreía con alegría. Y sus vestidos parecían diseñados para otra mujer, no para ella, porque no eran discretos ni sencillos, sino llamativos, de colores fuertes y voluminosas telas. ¿También la condicionaban en cuanto a la ropa?


Cogió el móvil. La tentación era demasiado grande... Pero lo dejó caer en el escritorio. Se desnudó y se duchó. Después, con el pelo mojado y en calzoncillos, se derrumbó en el colchón. Llevaba más de un día sin dormir.


Cerró los ojos. El sueño, inesperado, lo atrapó de inmediato.


Se despertó antes del amanecer. No le hacía falta activar el despertador del iPhone, tampoco tenía relojes en la habitación, ni los utilizaba de muñeca.


Odiaba controlar el tiempo. Sus padres le habían regalado infinidad de relojes a lo largo de su vida, pero los devolvía todos. Desde siempre, había sentido que el tiempo jugaba en su contra. 


Siendo un niño, había avanzado en función de unas estrictas expectativas que se había impuesto cuando se había percatado de lo especiales que eran sus hermanos. Al ser el menor, se había obligado a sí mismo a alcanzar a Mauro y a Manuel, dos y cuatro años mayores
que él. Por eso, odiaba el tiempo, porque, según el reloj biológico, estaría siempre por detrás de ellos. Y ya se había acostumbrado a medir la hora en función del sol o de la luz del día.


Descansado físicamente, aunque agotado en su interior, se vistió de traje y corbata y se preparó el desayuno, que consistió en un vaso de leche fría y un sándwich. Detestaba el café, tanto su olor como su sabor. Y el chocolate solo le gustaba en chocolatinas con almendras, nada de líquido, al contrario que a Bas y a Zai, unos amantes del chocolate caliente.


Golpeó con suavidad la puerta de la habitación de Mauro, como cada día desde hacía años, y lo esperó en la entrada del ático. El perro movió el rabo en cuanto apreció el aroma de su dueño. 


Mauro se reunió con Pedro. Rocio y Manuel
no tardaron en salir de su cuarto, entre risas y besos. La niñera, Alexis, tocó el timbre en ese momento. Zaira, somnolienta, les deseó una buena jornada laboral, con Caro en sus brazos.


Pedro y Mauro acudieron al hospital caminando en silencio. Él seguía sin querer hablar con nadie y su hermano lo comprendió, no hizo el intento, cosa que agradeció.