sábado, 26 de octubre de 2019
CAPITULO 9 (SEGUNDA HISTORIA)
¡No, no y no! Una víbora con fachada de ángel, una belleza fría y diabólica... Me está provocando aposta, joder. ¡Céntrate, Pedro!
Y Pedro ralentizó el beso, aflojó el agarre, se despegó de su boca y abrió los ojos, sintiendo que el aire volvía a sus pulmones, aunque respiraba frenéticamente. Ambos lo hacían. Se contemplaban con los labios enrojecidos, húmedos e hinchados. Las pupilas de Paula estaban dilatadas por la lujuria. Y su boca... Su exquisita boca imploraba a gritos que se apoderase de ella otra vez... Y Pedro se inclinó de nuevo, pero una mano se posó en su hombro, devolviéndolo al presente con brusquedad. Parpadeó hasta enfocar la visión y se irguió.
—Si eso para vosotros es fingir —le susurró su padre al oído—, yo soy carpintero, hijo —soltó una carcajada y se mezcló con los invitados.
¿Carpintero? Pero si mi padre no sabe distinguir entre un clavo y un martillo...
—Es tarde —dijo Chaves, a su lado—. Le toca el biberón a Gaston.
Estaba sonrojada y muy nerviosa, meciéndose sobre sus pies y tirándose de la oreja izquierda, aunque el gesto quedase oculto casi por completo gracias a sus cabellos serpentinos y blanquecinos que ondeaban libres en torno a su delicado rostro.
Pedro se controló con un esfuerzo sobrehumano para no lanzarse de nuevo hacia ella. Se aclaró la voz:
—Deberíamos decidir qué hacer a partir de ahora.
—Lo mejor será que me quede en el hotel hasta la boda —no lo miraba—. Quería ir mañana a comprar lo necesario para el bebé. Lo único que he traído es el carrito, la silla del coche y una cuna de viaje. Gaston necesita un cambiador, una cuna fija, un cuco y algunas cosas más.
—Te quedarás conmigo desde esta noche —gruñó Pedro. No soportaba la idea de que Paula estuviera cerca de Howard—. Dormiré en el sofá, puedes estar tranquila. Y te acompañaré de tiendas. Tenemos muchas cosas que hablar sobre el niño —asintió, pensativo—. Y mucho que organizar. Nos vamos ya. Habrá que pasar por el hotel para recoger tu equipaje y el de Gaston.
Ella asintió y buscó a Zaira y a Mauro para despedirse. Pedro caminó hacia sus padres.
—Nos vamos al hotel a por sus maletas —les informó.
—Coge el Rolls Royce o el todoterreno de mamá, como prefieras —le aconsejó su padre, sonriendo—. Creo que vas a tener que aparcar por un tiempo tu deportivo, hijo.
En ese momento, se percató de la certeza de las palabras de Samuel. Pedro tenía un precioso Aston Martin Vanquish, de color gris marengo metalizado.
Suspiró e hizo una mueca.
—No te preocupes, cariño —le aseguró Catalina, también sonriendo—. Lo puedes seguir utilizando siempre que no lleves al bebé. Papá y yo estaremos encantados de hacer de niñeros —le guiñó un ojo—. Paula y tú podéis disfrutarlo con la tranquilidad de que cuidaremos de Gaston, hacer escapaditas románticas, ya me entiendes —amplió la sonrisa.
—¡Mamá! —se separó de golpe, notando las mejillas arder de la vergüenza.
La expresión de su madre se transformó en preocupación. Sus ojos grisáceos penetraron en su interior, angustiándolo. Odiaba cuando lo observaba de ese modo, cuando leía su mente y adivinaba su estado, sus más profundas emociones.
—Pedro, cielo —le acarició el rostro—, no te niegues a algo maravilloso solo por miedo o por orgullo.
Catalina era la única persona que conocía de verdad a su hijo mediano, en la que él más confiaba desde que era pequeño y se colgaba de sus piernas como un koala para no alejarse un solo centímetro de ella. No hablaba con ella a diario, como hacía Mauro, pero tenían un vínculo especial. La señora Alfonso adoraba a sus tres hijos, pero el mediano era su debilidad, sin importar el tiempo que transcurriese sin hablar o verse.
Pedro fue a decirles adiós a Mauro y a su cuñada. Habían retrasado la luna de miel porque deseaban hacer el viaje con Caro, y apenas contaba con poco más de tres meses de vida.
—¿Qué haréis vosotros? —se interesó Zaira, abrazada a su marido, que la sostenía con un indiscutible gesto protector—. ¿Os iréis de luna de miel?
—No sé, peque —le contestó Pedro—. Hay que discutir muchas cosas.
Aquella pelirroja siempre sonreía, siempre ayudaba a todo el mundo, siempre sabía qué decir y qué hacer para animar a alguien. Él entendía a la perfección la razón por la que su hermano se había enamorado de ella; los que la conocían la amaban al instante.
—Actuaremos delante de los demás para que la gente no sospeche, ni murmure —les explicó Pedro—. Quizás, sí tenemos que irnos de luna de miel para acallar las voces. Lo último que quiero es que os salpique algo por mi culpa.
—Eso no es necesario, Pedro —señaló Mauro, enfadado—. Somos tu familia. Nos importa una mierda lo que opinen los demás. Siempre te apoyaremos en todo.
—Esa boca, doctor Alfonso—lo regañó su mujer.
La pareja se besó con dulzura, entre risas. Él estalló en carcajadas. Le encantaba ver a su hermano mayor, al Pa, tan recto, tan ordenado, tan gris y tan formal, derretirse por el desastre, el caos y los colorines de esa mujer, porque cuando se trataba de Zaira, Mauro se desorientaba.
—¿Lo consideras un error, Pedro? —le preguntó su cuñada, sonriendo y acalorada por el beso.
—No —contestó sin dudar—. Solo he sostenido a Gaston cinco minutos y te aseguro que ha sido suficiente —su mirada se perdió en el infinito, recordando la extraña sensación de cercanía que había experimentado con el bebé, sin saber que ese niño era suyo.
—¿Sabes? Me alegro de que viváis en casa. Caro tendrá a su primo y yo, a Paula. Y cuando os queráis matar, Bruno os lo impedirá y Mauro os obligará a firmar la paz —se rio, divertida.
Pedro gruñó.
—¿Qué ocurre? —se inquietó su amiga, tomándolo de la mano.
—Nada, bruja —le respondió Mauro, con una sonrisa de satisfacción—, que ahora los papeles han cambiado, ahora es Pedro el celoso que tiene que soportar cómo su hermano pequeño se toma confianzas con su novia.
El aludido volvió a gruñir, por enésima vez aquel día, y se dirigió al hall.
Le pidió a Augusto, el mayordomo, que le entregara las llaves del todoterreno de su madre.
El hombre, uniformado en su característico traje y corbata negros y camisa blanca, le sonrió con cariño.
—Aquí tiene, señorito —le tendió el llavero de la marca Volvo—. Enhorabuena por su hijo y por su prometida.
Pedro palmeó la espalda del mayordomo y alzó los ojos hacia las escaleras.
Chaves, cargada de bolsas y enseres, junto con el bebé, dormido en sus brazos, bajaba los peldaños con cuidado de no tropezar. Él corrió a su lado, de inmediato.
—Dame las cosas. Tú encárgate solo de Gaston.
—Gracias —pronunció ella, con una tímida sonrisa.
Él ignoró el regocijo de su estómago al ver su sonrisa y se colgó de los hombros el equipaje del niño, incluida la cuna de viaje, perfectamente doblada y guardada en un plástico blanco. Paula cubrió al bebé con una mantita fina, azul celeste, y lo siguió hasta el garaje, donde estaba la silla del coche de Gaston en una esquina.
La nueva vida de Pedro Alfonso acababa de empezar.
CAPITULO 8 (SEGUNDA HISTORIA)
Pues claro que estaba loco por ella, más que eso... la amaba de una forma que lo desbordaba... Sin embargo, era un secreto, y los secretos jamás se desvelaban. No lo reconocería en voz alta frente a nadie. Y tras los últimos acontecimientos, el amor que sentía hacia Paula Chaves se había congelado.
Inefable, sí, un amor inefable que había detonado en un miedo atroz, que, a su vez, lo había obligado a abandonarla en el ascensor del hotel Liberty un año y diecisiete días atrás. Fue probar sus labios y desear salir corriendo en dirección opuesta, pero le había resultado imposible despegarse de su apetecible boca. Se prometió besarla unos segundos y ya, pero los besos cedieron a unas torpes caricias y esas caricias, a una pasión desbocada. Había detenido el elevador, la había empujado contra uno de los espejos que formaban las paredes del cubículo, le había subido la falda del vestido con prisas, la había alzado en vilo, le había roto las medias y las braguitas, se había desabrochado el pantalón del esmoquin, se había bajado los calzoncillos y la había poseído con un ardor tan violento y poderoso que, por un instante, se habían paralizado, pero eso solo fue el principio de la media hora que habían estado encerrados en el ascensor...
No obstante, el pánico se había evaporado al descubrir que Gaston era su hijo; ahora, el rencor y el resentimiento imperaban en su interior, y un bloque de hielo protegía su corazón. Y se lo debía a ella. Eso sí, no permanecería quieto, sino que se vengaría, aunque él corriese el riesgo de tropezar por el camino, de caerse e, incluso, de perderse a sí mismo. Estaba decidido, Chaves pagaría las consecuencias de haberse callado la existencia del niño. Eso no se hacía, daban igual las circunstancias. Era un mujeriego, de acuerdo, pero ella era una víbora.
Una víbora... ¡Y rubia!
—Atención, por favor —dijo Samuel, tintineando la copa de champán para silenciar a los invitados.
Pedro apuró el gin-tonic y se mezcló con los presentes hasta colocarse detrás de Paula, sin tocarla. El olor a mandarina le nubló la vista. Se mordió la lengua para no jadear por el delicioso aroma. Contempló sus curvas. Error garrafal... Se excitó por enésima vez...
¡Céntrate, joder! ¡Venganza, venganza, venganza, venganza!
—Hoy, es un día muy especial —anunció el señor Alfonso, abrazando a su esposa por los hombros—. Hemos ampliado la familia con Zaira, nuestra nueva hija. Pero no solo por eso esta ocasión permanecerá en nuestros recuerdos más felices —sonrió, dichoso—. Tenemos el placer de comunicarles que otro de nuestros hijos se casará el próximo cuatro de enero. La semana que viene, el día treinta y uno, os esperamos aquí para festejar el compromiso de Pedro y Paula, los padres de nuestro nieto Gaston.
Los presentes ahogaron exclamaciones de asombro y se oyó algún que otro lamento femenino.
Un momento... ¿Fiesta de compromiso? ¿No les bastaba con la boda, joder?
Chaves se sobresaltó y, como él estaba apenas a un par de centímetros de distancia, se chocó con su pecho. La acogió de inmediato entre sus brazos en un acto reflejo. Ella giró el rostro y lo miró, asustada. Pedro se movió, entrelazó una mano con la suya y la arrastró hacia sus padres. Los cuatro se abrazaron. Paula actuaba como una autómata.
—Relájate, rubia —le susurró él al oído.
Ella, entonces, despertó del trance al escuchar el apodo y sonrió. Pedro sufrió un pinchazo en las entrañas.
¡Mierda! ¿Por qué tiene que ser tan guapa?
Pues porque solo las peores son las más hermosas, y esta rubia se lleva la medalla de oro...
La observó, furioso. No disimuló el enfado, a pesar de que los invitados estallaron en aplausos. Y, sin pensar, la rodeó por las caderas, cerró los ojos y la besó.
¡Oh, Señor! Piedad, por favor...
Los dos gimieron en cuanto sus bocas se unieron... Pero no hubo ternura, sino hostilidad. Lo que pretendía ser una escena teatral, para convencer a las amistades de su familia de que los recién prometidos se casarían enamorados, se convirtió en una batalla de voluntades.
Ella se alzó de puntillas, tiró de las solapas de su chaqué con fuerza, atrayéndolo a su provocativo cuerpo, abrió los labios y le permitió total acceso a su lengua. Él no esperó un solo segundo... arrasó. La besó sin censura, mientras le estrujaba el vestido en la espalda y le clavaba los dedos en la piel, a través de la seda, y la erección, en su estómago. Estaba tan excitado que no pudo, ni quiso, contenerse. Recorrió cada rincón de su boca con un desenfreno desmedido, el mismo desenfreno que Paula le demostraba con sus dulces labios, porque esa mujer era muy, pero que muy, dulce... toda una tentación. Fue completamente inútil parar o variar el ritmo.
Esa manera de besar... Ninguna mujer lo había besado así: inflamada por un deseo arrollador. Se había acostado con muchas, había acariciado a muchas, había besado a muchas, pero... Para ser sinceros, siempre había experimentado cierto vacío en sus relaciones esporádicas, incluyeran sexo o no.
Ellas se comportaban del mismo modo: esperaban con los brazos y las piernas abiertos a que Pedro hiciese lo que quisiese. En su opinión, eso era aburrido, una sumisión excesiva.
Quizás, no se acostaban con él como hombre, pensó, sino con Pedro Alfonso, uno de los solteros más codiciados de la alta sociedad de Boston. Jamás se había planteado tal idea hasta que había probado a Chaves el año anterior,
como le estaba sucediendo en ese instante. A lo mejor, ese vacío revelaba la clase de féminas a las que atraía: interesadas solo en su poder económico y en su prestigio social, nada más.
Se consideraba un hombre bastante autoritario en cuestiones carnales, pero nunca había sentido tal plenitud como al besar a Paula, una mujer que lo desafiaba, con los labios y con la lengua, a alcanzar el mayor estado de placer; que no permanecía quieta, sino que luchaba como si necesitase explorar su desconocido fuego interior.
Desconocido... Él era un maestro en la cama y sabía que ella era inexperta, en todos los sentidos; besaba como una divinidad venida del infierno y, además, su actitud licenciosa respondía a la de una mujer poco versada en
fiestas como aquella, porque ninguna se dejaría llevar por las emociones en un gran salón atestado de gente, estarían preocupadas de no destrozarse el pintalabios. Pero a Paula le daba igual el pintalabios... Estaba gimiendo y lo
estaba correspondiendo con avaricia, con fogosidad, con pasión... como si un beso no fuera suficiente para calmar su candente anhelo por Pedro... Se estaba apretando contra él... Lo deseaba, era obvio y, maldita fuera... él, también.
Y aquello era demasiado real, igual que esas curvas tan femeninas, que se retorcían entre sus brazos y que lo tentaban a arrancarle la ropa y a comérsela entera.
CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se había escondido en la habitación contigua. Paula y Ariel habían dejado la puerta entornada, por lo que espiarles le resultó muy sencillo. Y se había quedado estupefacto al escuchar a Howard decir que ella estaba enamorada de otro.
¿De quién, joder?
Salió al pasillo justo cuando ella hacía lo mismo.
Su reciente prometida le dedicó la peor de las miradas, le ofreció la espalda, altanera, y se perdió de vista por las escaleras.
La erección de Pedro tensó sus pantalones por cuarta vez ese día. Admiró la marcha de aquella mujer. Una mujer no, se corrigió, una condenada víbora de cuerpo repleto de curvas que él estaría más que encantado de recorrer con las manos y con la boca... Y su fantástico trasero respingón, contoneándose al caminar...
¡Ya vale!
Chaves no era una de las modelos a las que estaba acostumbrado. Era más bajita y mucho más formada que las flacuchas a las que prestaba atención. Eso no significaba que aquella joven rubia fuese menos que ellas, todo lo contrario. Por desgracia, ese cuerpo de talla cuarenta y dos lo excitaba como ningún otro.
Jamás había deseado tanto a alguien como a Paula Chaves. Jamás.
¡Suficiente, joder!
Su autocontrol se desvanecía cuando se trataba de ella.
Regresó a la fiesta. Mauro y Bruno acudieron a su encuentro. Habían dispuesto una barra a la derecha donde únicamente servían gin-tonic de todas las clases. Los tres hermanos solicitaron tres de Hendricks a uno de los camareros.
—Gaston es genial —le obsequió Bruno, con su sonrisa tranquilizadora y revolviéndose aún más sus cabellos, que estaban siempre en persistente desbarajuste.
—Es igualito que Paula —convino Mauro, aceptando su copa—. Papá quiere anunciar vuestro compromiso hoy —le informó, antes de dar un sorbo al gintonic—. Ya ha hablado con Albert.
—No le va a hacer ninguna gracia a Chaves —gruñó Pedro, pronosticando una nueva tormenta.
—¿Y a ti? —se interesó Bruno, de pronto, serio—. Es evidente que ninguno de los dos quiere casarse, pero, ya que lo vais a hacer, deberías disimular el desagrado que te provoca casarte con ella.
—Increíble... —murmuró él, incrédulo, inclinándose sobre la barra—. ¿Te pones de su parte?
—No, Pedro, no estoy de parte de nadie —negó su hermano pequeño con la cabeza—. No está bien lo que hizo Paula, pero tampoco la juzgues. Te comportaste como un auténtico cabrón al dejarla tirada en el ascensor, después de echarle un polvo, ¿te parece eso normal? —entrecerró sus ojos—. ¿Se lo haces a todas o solo a ella? —arqueó las cejas—. Porque no he escuchado que ninguna se queje, excepto Paula. ¿Por qué será?
—No te metas, Bruno, porque no tienes ni puta idea de nada —sentenció Pedro, rechinando los dientes.
—¿De qué no tengo ni puta idea? —lo rebatió—, ¿de que estás coladito por Paula pero eres tan gilipollas que prefieres tratarla mal, por miedo a que te rompa el corazón?, ¿de eso no tengo ni puta idea? ¡Lo ve hasta un ciego, tío! Otra cosa es que tu orgullo se resienta porque es la única mujer que no se rinde a tus pies.
¿A qué venía su actitud? ¿Acaso su hermano estaba enamorado de la enfermera Chaves? ¿Y ella?, ¿sería Bruno el hombre al que amaba?
¡Joder! ¡El ciego soy yo! ¿Cómo no me he dado cuenta de algo tan obvio?
Apretó la copa en la mano, conteniéndose.
—¿Es que no te has fijado en Paula ni siquiera un poco? —continuó Bruno, cada segundo más furioso, tanto como Pedro—. Sus ojos se apagaron mucho antes de volar a Europa y fue por tu culpa. Ahora, viviremos todos en el apartamento y te diré algo, Pedro, tómatelo como quieras —lo señaló con el dedo—: no voy a permitir que le faltes más de lo que le has faltado ya. Paula es una persona maravillosa y tú, un cabrón que no sabe valorar lo que tiene al lado. No te la mereces.
—Suficiente, Bruno —zanjó Mauro, que frunció el ceño y se situó entre los dos por temor a que se abalanzaran el uno sobre el otro—. Despéjate un poco.
El pequeño de los Alfonso dirigió los pasos a Paula, en el centro del gran salón, que bailaba con Zaira. Ambas sonrieron a Bruno.
Pedro y Bruno habían discutido mucho desde pequeños; de hecho, nunca estaban de acuerdo en nada, pero jamás se habían pegado, ni siquiera una colleja. Sin embargo, tampoco se habían enfadado tanto entre ellos como en ese momento.
—¿Tú también piensas igual que él?
—Sí —contestó Mauro sin dudar.
—No estoy colgado por ella, Pedro —dio un largo trago a la bebida, saboreando agradecido el ardor y la amargura del gin-tonic—. Y que me lo haya escondido... —meneó la cabeza—. Nunca me hubiera desentendido del bebé, joder, ¡nunca! —agregó con fiereza.
—Eso ella no lo sabe porque no te conoce, Pedro, porque tú no te dejas conocer —se corrigió adrede, observándolo con fijeza—. Me dijiste, esa noche, cuando llegaste a casa después de la gala, que había sido el mejor polvo de tu vida y que no se iba a repetir. A la mañana siguiente, te aislaste en Los Hamptons durante una semana y volviste con la misma chispa apagada que tiene Paula en sus ojos desde entonces, una chispa que continúa en los tuyos — sonrió sin humor—. No te engañes a ti mismo, porque lo único que vas a conseguir es hacerla infeliz, lo que se traduce en ser tú un infeliz.
—Me ocultó la existencia de Gaston —musitó, tremendamente dolido—. Soy padre... No tenía ningún derecho a alejarme sin darme una oportunidad.
—Claro que no, Pedro, pero Bruno tiene razón. Pregúntate por qué te lo ocultó. La culpa de esta situación es de los dos, no solo de Paula, pero supongo que eso es algo que deberás descubrir por ti mismo —le palmeó la espalda y se fue.
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