lunes, 16 de diciembre de 2019
CAPITULO 153 (SEGUNDA HISTORIA)
Tres semanas después
Paula Alfonso era feliz, simple y llanamente feliz.
Las citas, los besos robados, los halagos y los pastelitos de crema se convirtieron en su día a día. Pedro Alfonso era un hombre maravilloso que le había regalado un bonsai aquella misma mañana en que habían tenido, al fin, su cita pendiente en la ducha, una cita que se repetía siempre que podían.
La situación con Melisa mejoraba, poco a poco.
Las dos hermanas Chaves estaban aprendiendo a conocerse. Además, Melisa se había instalado en el hotel de Ariel, su novio oficial, y se había matriculado en la universidad para estudiar lo que en verdad le gustaba: Finanzas. Se alegraba por ellos, se los veía ilusionados y hasta parecían aliviados de vivir con tranquilidad, sin secretos, disfrutando de su relación y del bebé que venía en camino; la prensa los sacaba en portada muy a menudo, alabando la bonita pareja que hacían y Paula sonreía ante las fotos, porque, a pesar de la decepción que había sufrido con Ariel, todo el mundo se merecía una segunda oportunidad. Su amistad se recuperaba poco a poco, pero se recuperaba.
En cuanto a su padre, Howard se había encargado de que se corriera el rumor por Nueva York de lo nefasto que era el doctor Antonio Alejandro Chaves. Su reputación cayó en picado. Estaba arruinado y se había mudado a casa de los abuelos paternos de Paula, un final muy merecido porque su abuelo, también llamado Antonio Alejandro Chaves, era igual que su padre en todos los aspectos, físicos y psicológicos. De tal palo, tal astilla, eso decía el sabio refrán.
Juana Wise, por su parte, estaba recuperando los años perdidos, feliz junto a Jorge West, que se acababa de mudar con ella y Alejandro. Ale estaba centrado por completo en el instituto, le quedaba muy poco para terminar e ir a la universidad; quería ser médico, le apasionaba la Neurocirugía, pues Bruno Alfonso se había convertido en su ídolo.
Sí, Paula Alfonso era feliz, simple y llanamente feliz.
—Deja de hacer eso o atente a las consecuencias, víbora —le susurró su marido para que nadie lo escuchara, pegado a su espalda.
Paula ocultó una risita. Estaban en la cocina de la mansión de los Alfonso.
Era el cumpleaños de Bruno. Los hombres, menos Pedro, estaban en el jardín, preparando la barbacoa; las mujeres ayudaban con los aperitivos. Ella iba de un lado a otro, sacando cervezas y refrescos de la nevera y colocándolos en la encimera, sobre una bandeja. Le había pedido a su marido que la cargara él, por el peso.
Sin embargo, se estaba tomando más tiempo del debido porque quería provocarlo, rozándolo con el trasero cada dos segundos. Había elegido ese rincón de la cocina adrede para estimularlo sin que nadie sospechara. Y Pedro, que no era tonto, ya la había regañado tres veces.
Y Paula volvió a desobedecer.
—Joder... —masculló Pedro, empujándola hacia delante.
Ella no se esperaba su reacción y se le cayó una cerveza al suelo. Fue a agacharse para recoger el estropicio, pero su marido le agarró el brazo y la condujo hacia la puerta.
—Se ha cortado en la pierna —les dijo a las demás, sin detenerse—. Voy a curarla.
Todos se rieron.
—Más despacio, soldado —le pidió, entre carcajadas.
—No, rubia —se paró y la cargó sobre el hombro.
—¡Ay, Dios! —exclamó, entre avergonzada y encantada por aquel arrebato tan posesivo y arcaico, tan característico de Pedro Alfonso—. ¡Me casé con un neandertal!
CAPITULO 152 (SEGUNDA HISTORIA)
Se besaron de nuevo unos segundos más, con un cariño incuestionable. A continuación, Paula se acercó a su hermana y la tomó de las manos.
Ambas, serias, muy serias... contemplaban el suelo, pero se apretaban los dedos sin darse cuenta ninguna de las dos.
—¿Sabes? —comenzó Paula, en un tono apenas audible—. La primera vez que trabajé de enfermera fue en el Kindred, un hospital para pacientes terminales o que necesitan una larga recuperación. Muchos de los pacientes terminales estaban allí porque tenían cáncer y ya no se podía hacer nada por ellos, salvo esperar... —tragó saliva—, esperar su final. Vi tantas familias rotas por el dolor de saber que tenían los días contados para despedirse obligados de sus hijos, padres, abuelos, amigos, hermanos... —suspiró, temblando—. Se te pasa por la cabeza que, a lo mejor, un día, puedes ser tú ese paciente postrado en una cama a punto de morir, pero nunca te lo llegas a creer del todo —volvió a suspirar, entrecortadamente—. Hasta que te pasa.
Pedro contuvo el aliento.
—Y cuando te pasa —continuó su valiente mujer—, te das cuenta de que has malgastado el tiempo en tonterías, y empiezas a ser consciente de lo que de verdad es importante. Por ejemplo, no necesitaba raparme la cabeza, pero lo hice —sonrió a su hermana, ambas con los rostros surcados por las lágrimas—. ¿Sabes por qué me rapé? Por la misma razón por la que mamá se colaba en mi habitación para darme pastelitos de crema —suspiró de nuevo, la sonrisa desapareció—. Nunca me sentí sola, Melisa, porque tenía a mamá, pero tú no tenías a nadie. ¿Y sabes otra cosa? Que ahora lo entiendo. Por fin, te entiendo. Pedro se alejó de mí porque creyó de verdad que me había engañado, aunque no se acordara, y sintió que no me merecía, y yo... —le tembló la voz otra vez—. Yo, por primera vez, me sentí sola. Me sentí como tú te has sentido siempre. Y es... —tragó saliva—. Es horrible...
Pedro no pudo evitarlo... Se le había formado un nudo tan grande en la garganta al escucharle decir aquello, que las lágrimas descendieron por sus pómulos sin contención.
—No creo que olvide lo sucedido en mucho tiempo, Meli —añadió Paula, secándose la cara con dedos temblorosos—, pero entiendo que cada una hemos sufrido a nuestra manera, porque hemos sufrido las dos. No me has pedido perdón, pero tampoco lo quiero. El pasado es el que es —se encogió de hombros, sin soltarla—. Yo tampoco me disculparé. Me has hecho mucho daño, Meli, muchísimo... Lo de Diego... Lo de Pedro... —agachó la cabeza—.Y ahora que te he escuchado por primera vez en mi vida —suspiró, relajada —, me doy cuenta de que yo también te lo he hecho a ti.
Melisa, entonces, cayó de rodillas al suelo.
—Solo quiero saber una cosa más —le dijo Paula—: ¿por qué querías abortar?
—Porque estaba harta de mentiras y de engaños... —susurró, ronca—. Quería empezar de cero lejos de aquí, lejos de todos... Una parte de mí veía a este bebé como... Había momentos que lo odié... pero otros... —miró a Howard y sonrió—. Es el hijo del hombre al que quiero, y, aunque él no me corresponda, quiero tener el bebé —se acarició el vientre.
—Melisa, yo... —comenzó Ariel, avanzando. La ayudó a incorporarse, tomándola de las manos. Sonrió—. Quiero cuidaros a los dos. Quiero una oportunidad.
Melisa sollozó y él la acogió entre sus brazos.
Paula tiró de Pedro hacia la habitación donde estaban Juana y Ale, y se encontraron con que lo habían presenciado todo desde la puerta. La madre, llorando, se acercó a su hija mayor lentamente, asustada, pero esta, en cuanto la vio, corrió hacia ella... Se abrazaron. Los otros dos hijos se les unieron.
Pedro y Ariel sonrieron, aunque, cuando sus ojos se cruzaron, saltaron chispas venenosas.
Jamás se llevarían bien, ¡eso seguro!
Pero Pedro reconocía a un hombre enamorado, y no precisamente de su mujer, ¡y ya era hora!
Decidió empezar a olvidar.
Se marcharon a casa, por fin, en paz.
Le contaron a su familia lo acontecido sin omitir detalle. Cenaron allí, con Juana y Ale.
En mitad del postre, su adorable rubia se quedó dormida en el sofá del salón. Habían sido demasiadas emociones vividas en apenas un día. La transportó a la cama, la desnudó y la arropó con las sábanas y el fino edredón, sin ponerle el camisón, sin ropa interior, completamente desnuda, pero por un motivo: Pedro la quería preparada para cuando despertase.
Tendrían su cita pendiente en la ducha.
CAPITULO 151 (SEGUNDA HISTORIA)
Las dos parejas se metieron en la suite principal.
—Dejadme adivinar —habló Pedro, sonriendo sin humor y enlazando una mano con la de Paula. Contempló a Ariel y a Melisa sin esconder el odio que sentía hacia ellos—. Te quedaste embarazada de Howard y decidisteis aliar las fuerzas, tenderme una trampa para encasquetarme al niño y separarme de Paula. Así, Melida se quedaba conmigo y Howard recuperaba a Paula. Pero os arrepentisteis y decidisteis deshaceros del bebé —arqueó las cejas—. ¿Lo del hospital era parte de la treta? ¿Ese perdón que querías pedirle a tu hermana, Melisa, era para tener la dirección de nuestra casa y así conseguir engañarme? ¿Y si no me hubiera emborrachado?, ¿me habrías puesto alguna droga en la bebida, aunque fuera en agua, para dejarme sedado y así poder lograr vuestro objetivo? ¿Y tú? —observó a Ariel con desprecio—, ¿pretendías que otro hombre criara a tu propio hijo?
Los culpables se ruborizaron.
—Melisa se acercó a Ariel para vengarse de mí —afirmó Paula, mirando a Pedro—, pero no contó con que se enamoraría de él.
Él adoptó una actitud de desconcierto.
—Melisa es como tu padre, son dos personas incapaces de amar a nadie —escupió.
—Melisa no es como Chaves —lo corrigió Howard, apretando los puños a ambos lados de su cuerpo—. Su padre es un ser mezquino que, cuando su hija se presentó asustada en la clínica para pedirle que la acogiera de nuevo en casa, porque se había quedado embarazada y no sabía a quién más recurrir, le dio la tarjeta de un médico sin licencia, y —levantó la mano para enfatizar — con varias demandas por practicar medicina ilegal, para que abortara. Le dijo que si hacía eso, a lo mejor, le permitía regresar a casa, pero que, mientras tanto, la quería lejos de la clínica, de su casa y de él.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paula, horrorizada.
Melisa se giró, ofreciéndoles la espalda, orgullosa y dolida a partes iguales. Estaba cabizbaja y sus hombros se convulsionaban.
—Meli, mírame, por favor... —le pidió Paula. Su hermana la miró—. ¿Papá siempre ha sido así contigo? —le preguntó con suavidad.
Melisa se mordió el labio inferior.
—Incluso peor —masculló Howard.
Pedro se fijó en varias cosas que lo dejaron impresionado: en primer lugar, la fragilidad de su cuñada, que parecía una niña maltratada, aterrorizada y, lo que era peor aún, sola y vacía; por increíble que fuera, sintió lástima por ella y hasta empezó a ablandarse. No era justificable el daño que una hermana le había hecho a la otra, cómo Melisa había tratado a Paula desde que esta naciera, pero él, en ese momento, se percató de que el causante de tanto mal, el único culpable, era Antonio Chaves, y Melisa... Melisa, por primera vez desde que Pedro la conocía, estaba completamente rota y no se molestaba en disimularlo. Quizás, siempre había estado rota.
—Cuando papá me volvió a echar, vine en busca de Ariel —confesó Melisa, con los ojos en la moqueta, sonrojada y todavía con lágrimas en los ojos.
—Yo estaba muy cabreado —señaló Howard, dirigiéndose a Paula—. Estaba dolido por la discusión que habíamos tenido en el hospital y la que luego tuve con Melisa. Tu hermana me había mentido desde el principio. Rompimos. Melisa acudió a tu padre, pero, dos días después, se presentó en el hotel para contarme que estaba embarazada.
—Y para tejer el engaño —bufó Pedro, meneando la cabeza.
—Estaba muy cabreado —insistió Ariel, apretando la mandíbula con excesiva fuerza, controlándose— y dolido —respiró hondo para relajarse—. Sí. Decidimos engañaros. Tú nos ayudaste al emborracharte —sonrió, desafiante.
Pedro gruñó y avanzó un paso, pero su mujer se interpuso entre los dos.
—Continúa —le exigió Paula.
—Papá tuvo que pagar mucho dinero a los demandantes —siguió Melisa —, y perdió más de la mitad de sus clientes. Se arruinó, pero nadie se enteró, salvo yo. Hasta que alguien filtró la noticia a la prensa.
—¿Pensabais decírnoslo en algún momento? —inquirió Paula, frunciendo el ceño—. ¿Y lo del aborto? —se acercó a Ariel, furiosa—. ¿Qué pretendías?, ¿separarme de Pedro y que me lanzara a tus brazos? No lo he hecho nunca. Desde el principio, desde que te conocí —lo apuntó con el dedo índice—, fui sincera contigo. No sé qué esperabas... ¡Amo a Pedro con toda mi alma! — apoyó las manos en el pecho, enfatizando el hecho, llorando sin emitir sonido —. ¡Ni siquiera su falsa infidelidad fue capaz de borrar mis sentimientos! — respiró hondo—. Ayer lo vi, después de cuatro malditas semanas, y no pude... —tragó por la emoción—. Lo primero que pensé al verlo fue que lo perdonaba... —dejó caer los brazos, derrotada—. Recordé la ecografía de Melisa, pero lo amo tanto que preferí volver con Pedro, a pesar del dolor — se estrujó el jersey—, que seguir alejada un solo instante de él.
Pedro no lo resistió más, la agarró del brazo, la pegó a su cuerpo y la besó, sin importarle nada más que demostrarle cuánto la amaba solo por lo que acababa de confesar.
—Rubia... —le acarició las mejillas—. Yo también te amo con toda mi alma, con todo mi corazón... —su voz se quebró—. No soy nada sin ti...
—Soldado... —sonrió entre lágrimas, rozándolo a su vez en los pómulos con dedos temblorosos.
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