sábado, 4 de enero de 2020
CAPITULO 38 (TERCERA HISTORIA)
Ella retrocedió hacia una esquina. Se escondió detrás de las cortinas. Se rodeó las piernas. Y lloró en silencio. Tembló sin control. No emitió un solo ruido. Y no se movió. Anocheció y escuchó a Ramiro hablar con alguien por el móvil, pero no prestó atención porque seguía demasiado aterrada. Cuando él salió de la habitación un rato después, las estrellas poblaban el manto oscuro del cielo y las farolas repartidas por el exterior del Club iluminaban tenuemente la estancia.
Caminó hacia el servicio, abrazándose a sí misma para entrar en calor, pero no lo logró. Preparó la bañera. Echó el pestillo, por si acaso... Se desnudó y se introdujo en el agua cargada de espuma. Cerró los ojos y pensó en su hermana.
Lucia nunca se fió de Ramiro. Decía que escondía un demonio calculador y que el día menos esperado saldría a la luz, que era igual que Hector Anderson, ambicioso e interesado. Sus padres se enfadaban con Lucia cuando esta hablaba así de Ramiro, y lo defendían, porque Karen y Elias lo idolatraban.
Un golpe en la puerta la sobresaltó.
—Sal, Paula —le pidió Ramiro a través de la madera—. Tenemos que hablar.
¿Otra vez?
El miedo retumbó en su pecho. Se colocó el grueso y sedoso albornoz blanco del hotel, que la tapaba hasta los tobillos. Se estrujó la tela a la altura del cuello. Giró el picaporte y abrió.
Él, de esmoquin, impecable, la esperaba a los pies de la cama con las manos en los bolsillos del pantalón. Su expresión era indescifrable, excepto sus ojos azules, que chispeaban escrutando su aspecto con fría lujuria.
—Perdóname por lo de antes —se disculpó, en un tono firme y decidido, aunque sin transmitir calidez—. No me gusta perder y lo pagué contigo — inhaló aire, irguiéndose—. Arréglate. Quiero que me acompañes y disfrutes de la fiesta conmigo. Por favor.
Paula asintió despacio.
—La cena empezará en veinte minutos —añadió Ramiro—. No tardes. Estaré abajo —se acercó, pero ella retrocedió por instinto, y él se detuvo al instante, frunció el ceño, apretó la mandíbula y se marchó.
Paula suspiró de alivio y se arregló.
Al bajar la cremallera de la funda del vestido, su corazón se disparó. No le había contado lo sucedido con el traje que le había comprado y tampoco se imaginaba que Paula se presentaría en la gala con el vestido soso. Se frotó la cara. Sacó del armario la pequeña bolsa donde estaba su ropa interior. Cogió el conjunto, cuyo sujetador no tenía tirantes, pues los del traje eran demasiado finos para tapar los del sostén; era sencillo, de algodón y de color marfil, como el vestido. Se dejó los cabellos ondulados sueltos por los hombros y la espalda, menos dos mechones en las sienes, que se retiró hacia atrás, sujetándolos con un pasador de flores secas blancas. No pudo evitar recordar a Pedro en su loft al mirarse en el espejo del baño...
Olvídalo. No te hagas más daño. No provoques más a Ramiro.
Se maquilló con suavidad en los labios y se ahumó los ojos con sombra marrón oscura. Se aplicó un poco de colorete, pues estaba cadavérica. Se obligó a sonreír, pero sus ojos no respondieron. Se calzó las sandalias doradas que también estrenaba, de tiras finas y alto tacón de aguja. Y se dirigió al gran salón del Club, donde estaba teniendo lugar un cóctel previo a la cena.
Antes de traspasar la puerta, una voz la frenó en seco:
—¿Qué te ha hecho?
Ella giró el rostro hacia la derecha. Y se quedó en shock: Pedro Alfonso, a dos pasos, estaba... irresistible, superior, incomparable...
El esmoquin era hecho a medida, dedujo Paula por la manera en que se adhería a su esbelta y refinada anatomía. La chaqueta era simple, de un solo botón, y estaba desabrochada, revelando el fajín, no el chaleco, una elección perfecta dado que las solapas eran redondeadas y poseían un delicado relieve de satén, que aportaba un toque desenfadado a la imagen, pero, a la vez, provocativo, otorgándole estilo propio. El pañuelo blanco asomaba en el bolsillo de la chaqueta. La camisa blanca, de hilo, era de cuello wing, especial para la pajarita de seda negra, sin dibujos ni rasuras, proporcionada a las solapas de la chaqueta y al cuello de la camisa. Los preciosos zapatos de charol negros completaban su atuendo.
Pero lo que de verdad le robó el aliento fue su pelo. Se lo había cepillado con la raya lateral... Paula posó una mano en el pecho, intentando encontrarse los latidos, en vano... Entonces, atisbó uno de los tirantes negros de Pedro y, sin pensar, acortó la distancia y alzó las manos para abotonarle la chaqueta.
—Se te veía un tirante —se excusó ella, ruborizada.
Pedro vestía siempre de negro, formal o informal, arreglado o desaliñado, pero definitivamente era su color. No existía un hombre más atractivo que él.
Y de esmoquin... insuperable. Era diferente. Era único. Era...
—¿Te gusta mi pelo? —le preguntó él en un susurro ronco y con los pómulos colorados por la vergüenza.
Paula sonrió. Le retiró un mechón que le caía por la frente y acarició los rizos de las orejas, encadenándose sin pretenderlo a la suavidad de sus cabellos.
—Me gusta tu pelo, Doctor Pedro —asintió, bajando la mano.
—Hacía años que no me peinaba —confesó él, sonriendo con travesura—. Y tengo que obligarme a recordar que lo he hecho. Cada vez que me desespero, me toco el pelo y lo revuelvo más.
—¿Te pasa algo? —se preocupó, arrugando la frente.
—Sí —admitió, serio. No elevó el tono aterciopelado de su voz—. Estaba desesperado por ti —le rozó la mejilla con los dedos—. Creía que no ibas a venir. Y antes, cuando Anderson te ha... —tensó la mandíbula—. ¿Qué te ha hecho?
Paula retrocedió, agachando la cabeza.
—No —negó él, cogiéndola de la muñeca y arrastrándola al exterior—. Dime qué te ha hecho —la apoyó en la pared, en un rincón oscuro, alejados de miradas curiosas—. Dímelo, Paula.
Su nombre la sobresaltó. Desvió los ojos al suelo.
—Solo discutimos. Ramiro tiene razón. No me he comportado bien, Pedro. He estado... —tragó—. Te abracé esta mañana delante de él, después, lo hice otra vez en el campo de golf y poco me faltó para saltar a tus brazos cuando metí el gol en el partido de polo...
—¿Sabe lo del campo de golf? —estaba frente a ella, muy cerca.
—Sí. Preguntó a un empleado si me había visto. Me fui sin decírselo y se preocupó.
Pedro resopló.
—Anderson no se preocupa por ti, Paula, te controla, que es bien distinto.
—No me llames así... —le imploró en un tono angustiado.
Él sonrió con ternura, transmitiéndole la tranquilidad que tanto necesitaba, aunque no se calmó del todo.
—¿Cómo quieres que te llame? —le preguntó con suavidad, inclinándose.
—Pau... —tragó por enésima vez—. Llámame Pau. Si tú me llamas Paula, parece que... que me estuvieras regañando.
—¿Qué significa eso de que si yo te llamo Paula? —quiso saber, con un toque divertido en su voz.
—Ayer me dijiste que solo tú me llamarías Pau —sonrió.
La mirada de Pedro se tornó peligrosa, inspirando con fuerza, como si se estuviese dominando a sí mismo.
—Ramiro me ha prohibido acercarme a ti... —le confesó ella en un tono apenas audible.
—¿Qué más te ha dicho? —le exigió con dureza, cruzándose de brazos.
Esa actitud autoritaria, dominante, en Pedro no la asustaba, todo lo contrario, Paula se sentía curiosamente a salvo. Sentía que había hallado al fin el sendero hacia su hogar.
—Me ha dicho que... —comenzó ella, pero paró. Se giró y le ofreció el perfil, incapaz de mantener los ojos en los de él—. Que... —suspiró, entrecortada—. Nada. Dice que no es tonto. Que me aleje porque soy suya. Poco más.
Pedro la tomó de la mano y tiró para que lo observara sin esconderse.
—Te ha dicho que estoy interesado en ti —le acarició los nudillos.
Ella movió la cabeza en gesto afirmativo. Su cuerpo experimentó un estremecimiento.
—¿Y tú, Pau?
Paula ahogó una exclamación.
No lo ha negado... ¡Ay, cielos!
Él sonrió, adivinando sus pensamientos. Le besó los nudillos de forma prolongada, erizándole la piel, paralizándola. Jamás un beso la había conmovido tanto, su interior se sobrecogió ante el sencillo, pero ardiente, gesto.
—Pedro...
—No me llames Pedro —gruñó, frunciendo del ceño—. Ahora, en este momento, solo llámame doctor Pedro.
Paula inhaló una gran bocanada de aire y la expulsó de manera intermitente, apresada a la poderosa sensación de plenitud que le ofrecía él sin reservas.
—Doctor Pedro...
Pedro la rodeó por la cintura, atrayéndola a su cuerpo lentamente.
—¿Y tú, Paula? —insistió—. ¿Te gusto yo a ti?
—Sí...
Nada más decir aquello, desorbitó los ojos y se cubrió la boca con las manos.
Pero, ¡¿qué haces?! ¡Tonta!
Él se las retiró, entrelazándolas con las suyas.
—¿Y vas a obedecer a tu novio? —se inclinó—. ¿Vas a alejarte de mí? Dime la verdad.
—Tengo que hacerlo... —cerró los párpados con fuerza—. Es mi prometido y esto no está bien...
¡Pues claro que no está bien! ¡Sepárate! ¡Venga! ¡Ya! ¡Pero hazlo, maldita sea!
—¿Qué es esto? —la interrogó, interrumpiendo su sabia, pero cobarde, conciencia.
—Yo...
Pedro no le concedió tregua... La arrinconó contra la pared, aunque de una manera tan sutil que ella no se quejó, ni se dio cuenta hasta que se pegaron por completo. La distinguida anatomía de él era sólida, embaucadora, flamígera...
De repente, Paula se asfixió, su interior trepidó, espantado y ansioso a la par, levantó la mirada en busca de auxilio y se topó con los ojos de un héroe: temerarios, pero resueltos a lanzarse al precipicio para rescatarla.
Su héroe, que no su futuro marido...Pedro, que no Ramiro...
CAPITULO 37 (TERCERA HISTORIA)
Ella galopó hacia Pedro, que la esperaba con una deslumbrante sonrisa.
—Perdona, pero eres un mentiroso —lo acusó ella, fingiendo seriedad.
Procuraba disimular su dicha, pero las carcajadas brotaron de su garganta sin remedio.
Él se contagió, pegó el animal al suyo y se inclinó.
—Prometo no volver a mentirte.
—¿Por qué lo has hecho? —quiso saber ella, sonrojada.
—Quédate con la victoria, Paula. Solo tú te la mereces —giró en la montura y se fue.
—Tú y yo vamos a hablar ahora, Paula —le ordenó Ramiro en ese momento, con voz contenida.
Paula asintió. Su interior regresó a la normalidad de inmediato. Condujo al caballo a los establos y le entregó las riendas a un empleado.
Enseguida, su novio la agarró del brazo de malas maneras y la arrastró hacia el hotel.
—No tan rápido, por favor... —le rogó, tropezándose con los pies.
Todos, sin excepción, murmuraron a su paso.
Ella suspiró por el bochorno.
Ramiro jamás había perdido los nervios, mucho menos en público, era Don Apariencias. Y nunca lo había visto tan enfadado. Tiró para que la soltara, pero él la apretó con más fuerza y aceleró el ritmo.
—Nos están mirando, Ramiro, por favor... —la vergüenza la inundó.
Ramiro se paró de golpe, chocándose Paula con su asqueroso pecho sudado. La giró hacia los invitados: Pedro, a unos metros de distancia, con Daniel y Christopher susurrándole cosas, quería socorrerla. Ella lo supo al descifrar la expresión salvaje de su más que atractivo semblante: sus ojos inyectados en sangre, sus labios cerrados en una línea blanca, sus fosas nasales aleteando con evidente desasosiego, su mandíbula marcada con énfasis al comprimirla...
—No soy ningún estúpido, Paula —declaró Ramiro en su oído en un tono gélido, pegándola a su cuerpo, que vibraba de cólera—. Sé que te gusta el médico y tú también le gustas a él, pero eres mía, no suya —le clavó los dedos en la piel—. No serás de nadie más, ¿entendido? Bastante tengo que soportar con no poder tocarte hasta la boda por tu estúpido duelo a tu hermana. Soy tu novio, tu prometido —aclaró, rechinando los dientes—, pero tonteas con otro en mi cara.
—Ay... —hizo una mueca—. Me haces daño...
—No te acercarás a él, ¿entendido, Paula? —la zarandeó.
—Sí... —pronunció en un hilo de voz.
—Se acabó lo de esperar a la boda. Somos novios y vivimos en el siglo XXI, más claro, agua.
Paula palideció. El miedo la poseyó. Ramiro emprendió de nuevo la marcha. Ella tuvo que correr para no caerse, aunque la mantenía bien sujeta. Y no la soltó hasta que entraron en la suite.
—¡Cómo has podido ser tan estúpida! —vociferó su novio, gesticulando de forma frenética—. ¡Cómo te has atrevido a ganarme! Solo eres una mujer — escupió, señalándola con el dedo.
—Lo siento, yo...
—¡Cállate, joder! —acortó la distancia.
Paula retrocedió, trastabilló y aterrizó en el suelo del salón sobre el trasero.
—¡Ay! —exclamó, frotándose el bulto que tenía por haberse caído del caballo por la mañana.
—No vas a ir a la fiesta —se agachó—. Prepara tus cosas. Te vas a tu casa. Y me esperarás despierta hasta que yo llegue —sonrió con malicia—. Porque llegaré y reclamaré lo que es mío. Me harté de respetarte cuando tú no me respetas a mí —se incorporó y se encerró en el baño de un portazo.
CAPITULO 36 (TERCERA HISTORIA)
El árbitro sopló el silbato y retomaron el partido.
Paula todavía no se creía la actitud de Ramiro para con ella. Lo conocía.
Era competitivo, pues había jugado con él al golf y al tenis y había sido insoportable... Ramiro Anderson no sabía jugar a nada sin convertir el juego en un combate, y tampoco sabía lo que significaba la palabra equipo, además de que era un perdedor horrible.
No obstante, ella alucinó. Era la primera ocasión en que competían el uno contra el otro, y, cuando habían practicado algún deporte en parejas, tipo un partido de pádel o de tenis, no la había dejado rozar la pelota, pero, allí, en el Club, se estaba comportando como un tirano, con Paula y con sus propios compañeros de equipo.
—¡Paula! —la llamó Christopher antes de lanzarle la pelota.
Ella asintió y galopó hacia la portería, dando pequeños golpes con el mazo para controlar la pelota, elevándose un ápice sobre los estribos, como todo buen profesional del polo, pues así rotaba las caderas con facilidad.
Pero Ramiro la interceptó y corrió veloz en su dirección. Paula se paró en seco, temiendo un nuevo ataque... Y su novio le quitó la pelota.
—Lo siento... —se disculpó ella con evidente pesar.
—No te preocupes —le aseguró Chris, con una dulce sonrisa.
Ramiro marcó gol.
Paula intentó concentrarse, pero le resultó imposible.
Entonces, ocurrió algo extraño... Daniel Allen le pasó la pelota a Cindy Clark y esta, a Pedro.
Ramiro, que luchaba contra todos, compañeros y contrincantes, intentó arrebatársela, pero Pedro la lanzó de nuevo a Daniel y este, a Cindy. Y así estuvieron unos segundos, hasta que el propio Pedro permitió que Christopher se la quitara, quien se rio y marcó un tanto, logrando el empate.
El equipo contrario se reunió, excluyendo a Ramiro adrede. Hablaron unos segundos en privado y se desplegaron por el campo.
—¿Te gusta jugar al polo, Pau? —le preguntó Pedro, deteniéndose a su lado.
—Sí —respondió ella en un susurro.
Pedro sonrió. A Paula le invadió esa paz tan maravillosa, sin añadir el aguijonazo que sufrió en el vientre al apreciar a su médico, ligeramente sudoroso, con esa desenvoltura y gallardía relajadas, naturales, propias de un héroe invencible, tan arrebatador... Y con las gafas de sol en la cabeza como si se tratase de una diadema. Era guapísimo hasta sucio por el ejercicio...
—Pues a jugar, muñeca —le guiñó el ojo y se alejó.
¿Me acaba de llamar «muñeca»?
El mariposeo de su estómago se prendió como una cerilla... Suspiró de manera irregular y muy sonora. Se colocó en posición y esperó el saque de Daniel. Ramiro le arrebató la pelota, pero Cindy se interpuso en su camino, provocando que Pedro se la quitara con una facilidad increíble. Entre los tres, rodearon a Ramiro, obligándolo a retroceder hacia una esquina. Él comenzó a gritar que le dejasen jugar, incluso se quejó a voces al árbitro, pero todos lo ignoraron.
Desde las gradas, lo abuchearon.
Lo siento, pero lo tienes bien merecido.
Pedro galopó hacia el centro del campo, donde estaba Chris, que se rio y le permitió avanzar sin oponer resistencia.
Algo está pasando... ¿Por qué no lo frena?
Paula decidió probar suerte y se acercó a él.
Pedro sonrió con travesura y paró al caballo, igual que ella al suyo. Apenas los separaban unos centímetros de distancia. Él movió el mazo con agilidad, guiando la pelota hacia Paula, para después retirarla a tiempo de que ella la rozara. Paula gruñó tras cuatro tentativas fallidas.
—¿La quieres, Pau? —ladeó Pedro la cabeza—. Pues aquí la tienes —la colocó justo en el centro del campo y se alejó lo justo para que ella tuviera espacio suficiente para golpear la pelota hacia la portería, libre.
Paula observó el campo. Los de su equipo no se movían, sonreían en su dirección. Y los contrincantes mantenían a Ramiro ocupado.
—No me gusta que me dejen ganar —farfulló ella, estirándose el polo en las caderas.
—No te estoy dejando ganar —le dijo él, cruzándose de brazos—. Es una distancia bastante grande. Parece fácil, pero no lo es. El tiro es recto, pero la pelota puede atravesar algún bache que la desvíe, o que tu fuerza resulte insuficiente. Te creía valiente, está claro que me equivoqué.
—¡Oh! —exclamó, boquiabierta—. Soy valiente, doctor Pedro —añadió, indignada, irguiendo los hombros—. Te vas a tragar tus palabras.
—Eso quiero verlo. Soy un hombre de ciencia, necesito hechos —sus ojos emitieron un fogonazo desafiante.
Ella entrecerró la mirada y espoleó al caballo.
Echó hacia atrás el mazo, elevándose sobre la silla, y realizó lo que se llamaba el tiro de corbata, que consistía en meter la pelota en la portería desde el centro. El lanzamiento fue perfecto y el gol, asegurado.
—¡Sí! —gritó Paula, eufórica, soltando el mazo y alzando los brazos en victoria.
Los aplausos y los vítores retumbaron por el espacio. El silbato anunció el final de la competición.
—¡Felicidades al equipo verde número tres! —les obsequió el presidente del Club a través del micrófono.
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