lunes, 13 de enero de 2020
CAPITULO 67 (TERCERA HISTORIA)
Respiró hondo con fuerza y salió del hotel, no sin antes entregarle una generosa propina a la mujer que lo había ayudado, a quien encontró en el hall del edificio. La empleada se negó en rotundo, pero Pedro insistió.
Cuando llegó al edificio de Paula, abrió la puerta del portal tan despacio para no hacer ruido que tardó una eternidad. Subió las escaleras hasta la última planta como si estuviera a punto de entrar a robar.
¡Quién me ha visto y quién me ve!
Pedro Alfonso había sido un adolescente rebelde. Se había saltado clases en el instituto, se había escapado de su casa en plena noche, su madre le había tirado bien de las orejas... Sin embargo, lo que nadie sabía era la razón por la que se comportaba de ese modo, algo que mantendría en secreto de por vida.
Su familia creía que era por estar con alguna chica o salir de fiesta con los amigos, pero no.
—¿Y esta tele? —murmuró, extrañado, al cerrar el loft.
Se fijó también en el mueble de estilo clásico, ribeteado, marrón... ¡horrible! ¿Y dónde estaba la esterilla?, se preguntó.
Encendió las luces con el interruptor que había pegado a la puerta, que consistían en tres lamparitas pequeñas con pantallas de color amarillo gastado, convirtiendo al apartamento en un lugar de ensueño, agradable, apacible e íntimo.
No pudo resistir la tentación... Se introdujo en la guarida de la leona blanca: pureza, recato, resplandor... La cama estaba a la derecha de los flecos, en el centro de la pared, cuya mitad superior era una única ventana con un estor tan fino que las farolas de la calle iluminaban la estancia. El cabecero se encontraba justo debajo de la cortina. No quiso prender la luz, en las mesitas de noche, le gustó así. Una cómoda y un armario de mediana altura, a juego ambos con la estructura sencilla del lecho, se hallaban en la pared de enfrente, entre el baño y la cama.
Se quitó la chaqueta, la corbata, los zapatos y los calcetines. Lo dejó todo sobre el lecho.
Después, se remangó la camisa, se la sacó de los pantalones y se la desabotonó en el cuello. Se dirigió a la cocina y bebió un vaso y medio de limonada, lo que quedaba. Fregó la jarra y se tumbó en el sofá.
Se estaba adormeciendo cuando escuchó la puerta. Se incorporó de un salto. Su corazón se disparó.
—Creía que llamarías al telefonillo.
—Le he confiscado a mi madre las llaves —declaró Paula, descalzándose con los mismos pies. Estaba agotada, aunque seguía estirada en demasía—. Ayúdame, por favor. No puedo más...
—¿Qué te pasa? —se asustó, avanzando hacia ella.
—¡Odio este vestido! Me hace daño...
—Respira hondo, Pedro —sonrió con cariño.
—He intentado bajarme la cremallera, pero se ha atascado —le costaba respirar. Le ofreció el costado izquierdo—. A ver si lo consigues tú, porque como siga en esta cosa me desmayo... No puedo respirar. Apenas he cenado...
Pedro subió la cremallera para bajarla entera, pero se trabó de nuevo.
Repitió la acción. Nada.
—¿Preparada, Pau?
—¿Preparada para qué? —frunció el ceño.
Él sonrió con malicia, agarró la tela en la espalda con las dos manos y la rasgó con fuerza hasta la cadera, que era donde terminaba el rígido corsé.
Automáticamente, Paula gimió de alivio y Pedro gruñó al descubrir su piel enrojecida, pero no le dio tiempo a tocarla porque ella, en ropa interior, salió del remolino del vestido. Y Pedro casi se desmayó al contemplar cómo caminaba hacia la cocina y se servía un vaso de agua fría.
Que se tape, por favor... Esto es una tortura...
En sujetador y braguitas de seda blanca, sencilla y sexy, Paula se movía por su casa con naturalidad, confianza y seguridad. No tenía vergüenza... o no se había percatado de que no estaba sola.
—Te has terminado la limonada —comentó ella, riéndose—. ¿Hacemos más? —cogió la jarra de la pila y la colocó en la encimera. Abrió la nevera y sacó los ingredientes—. ¿Doctor Pedro? —se giró y lo miró.
Él tragó, analizándola con un hambre voraz.
Entonces, ella desorbitó los ojos, se le cayeron las cosas que portaba en las manos y se cubrió el cuerpo con torpeza.
¡No! ¡Déjame verte!
Como todo buen caballero, se acercó y recogió los ingredientes de la limonada ante una Paula paralizada y ruborizada más allá del límite. Los
depositó en la encimera. Y la observó, a su espalda. No quiso evitarlo... estiró la mano y le rozó la piel con las yemas de los dedos. Ambos contuvieron el aliento. Era tan suave, tan cálida, tan sensible...
—Eres tan bonita, Pau... Eres una muñeca...
Pedro acortó la distancia que los separaba y le retiró poco a poco las horquillas que sostenían sus cabellos en ese odioso moño cruel, un crimen recogerlos... Una cascada oscura de ondas sedosas y fascinantes con aroma a flores le arrancó un ronco resuello. La cepilló con los dedos desde la raíz hasta las puntas con una inmensa ternura, a pesar de la lacerante erección que pujaba por explotarle de los pantalones. Paula gimió, echando hacia atrás la
cabeza, sus brazos descendieron hasta balancearse inertes a ambos lados de su cuerpo. Él continuó peinándola hasta que ella se debilitó por completo, recostándose en su pecho, emitiendo ruiditos agudos e ininteligibles. Pedro se mordió la lengua para no rugir de excitación, la besó en la cabeza... la besó en la sien...
—Doctor Pedro...
Pedro apretó la mandíbula con vigor para domarse, se agachó y la alzó en brazos. Paula se sujetó a su cuello. La transportó a la habitación y la sentó en la cama. A continuación, se encerró en el baño.
Esta vez necesito más de un par de minutos para relajarme... pero ha merecido la pena...
CAPITULO 66 (TERCERA HISTORIA)
La mujer los dejó a solas, guiñándole un ojo a Pedro, quien le devolvió el gesto.
—Pau... —avanzó despacio, temeroso por su reacción.
De repente, las dudas lo asaltaron. ¿Había hecho bien en presentarse en la fiesta? Ella se había suspendido, literalmente, excepto sus luceros verdes, que comenzaron a cegarlo de la intensidad que irradiaban.
—Doctor Pedro... —pronunció, de pronto, un segundo antes de soltar el bolso y arrojarse a su cuello.
Pedro la abrazó por la cintura, levantándola en el aire. Gimió sin remedio al sentirla junto a él, al apretarlo ella con fuerza.
—¿Qué haces aquí? ¡Estás loco, Doctor Pedro!
—Te dije que encontraría la manera de verte —la bajó al suelo. Se separaron, aunque entrelazaron las manos—. Y esperaré a que te vayas a casa.
—Ramiro ya me ha dicho que va a tomarse unas copas con sus amigos después, así que no vendrá a mi casa —sonrió, ruborizada—. ¿Te doy mis llaves y me esperas allí? —sugirió, con el rostro ilusionado—. No creo que tarde. Mi madre está cansada.
—No sé... —titubeó, sonrojado también.
—¿Actúas en mi casa como si fuera la tuya cada vez que vas, pero si te digo que me esperes allí no sabes qué hacer?
Los dos se rieron, pero la diversión terminó cuando ella hizo una mueca y se tocó la tripa.
—¿Estás bien? —se preocupó Pedro, frunciendo el ceño.
—Me aprieta el vestido, pero estoy bien —sonrió con tristeza—. Será mejor que me marche —fue a agacharse para recoger el bolso, pero no pudo —. ¡Ay! —se estiró de nuevo.
Él gruñó.
—Estás preciosa te pongas lo que te pongas, pero odio este vestido — masculló Pedro, cogiendo el bolso y entregándoselo—, no te ofendas.
—Créeme —resopló—, no me ofendo. Detesto el rojo, esta falda —estiró la ropa con demasiada inquina—, este... corsé —rechinó los dientes—. ¡Odio el vestido, odio el color, odio el bolso, odio los zapatos!
Pedro soltó una carcajada.
—No te toques la ropa, Pau —ladeó la cabeza—. Dame las llaves de mi casa —bromeó.
—Procura que la señora Robins no te vea —le tendió el juego de llaves—, aunque es difícil porque tiene ojos y oídos en todas partes del edificio. Se entera cuando alguien entra y sale.
—¿Hay limonada? —ocultó una sonrisa.
—Sí, pero queda poca. Luego haré más.
—Vete tú primero —se guardó las llaves en el bolsillo de la chaqueta.
Ella se puso de puntillas y lo abrazó.
—Gracias, Doctor Pedro. No te imaginas lo que significa para mí que estés aquí... —lo besó en la mejilla y se fue.
Pedro apoyó las manos en la pared y tomó aire varias veces para procurar serenar su excitación y equilibrar sus pulsaciones. La erección era desmesurada... Y le temblaba tanto el cuerpo...
A mí me da un ataque un día de estos...
CAPITULO 65 (TERCERA HISTORIA)
Prepararon la cena. Pedro y Rocio cocinaron, como siempre; los demás organizaron la mesa baja del salón. Después, se sentaron en el suelo sobre cojines y empezaron a comer.
—¿Le vas a contar lo de su padre? —le preguntó la rubia, seria.
El padre de Paula se había presentado en el hospital a primera hora de la tarde. Pedro se había sorprendido tanto al verlo en su despacho que le costó saludarlo como era debido. Elias lo interrogó sobre su hija de un modo que hasta lo asustó. ¡Con razón lo apodaban el tiburón de Boston! Implacable. Sin embargo, Pedro no respondió a algunas de las preguntas, a pesar de los nervios que lo asaltaron. Entonces, el señor Chaves se rio y suavizó el tono. Le contó
que Anderson no quería a Pedro cerca de ella y que, si le había llegado un mensaje extraño la noche anterior procedente del móvil de Paula, que lo ignorase porque había sido Ramiro quien lo había escrito, no su hija. No le contó nada más.
Y, al despedirse, Elias le aseguró que tenía su bendición para ser amigo de su hija, que tuviera paciencia porque Paula era demasiado sensata como para pisar en falso, que continuara a su lado, porque su hija, gracias al propio Pedro, se estaba recuperando, y que si quería hablar con ella, que la telefoneara al hotel Four Seasons esa noche.
Sintió un regocijo impresionante en el estómago.
Si el señor Chaves animaba y apoyaba la supuesta amistad que tenían, era un gran avance.
—Sí, se lo diré. Bueno, me voy ya —anunció Pedro al terminar de cenar.
—Es un poco pronto —señaló Manuel—. Esas cenas duran mucho.
—No me importa —entró en su habitación y cogió las llaves de casa y el teléfono—. Nos vemos mañana.
—¡Suerte! —le desearon todos a coro.
Él inhaló una gran bocanada de aire y la expulsó de forma prolongada y discontinua. ¡Estaba atacado! Tenía tantas ganas de verla que apenas tardó, además de que el hotel Four Seasons estaba al otro lado del Boston Common, muy cerca del ático.
Esperó entre unos árboles en la acera de enfrente, oculto de miradas curiosas. A la media hora de estar allí, le pudo la impaciencia. Rodeó el hotel, pero no vio nada, las salas principales estaban tapadas por cortinas. Decidió entrar.
La había llamado al hotel desde casa nada más llegar de trabajar, agradeció no haberse quitado el traje y la corbata. Era uno de los mejores hoteles de la ciudad. El problema fue que varios empleados lo reconocieron por la prensa.
No obstante, lo utilizó a su favor. Cruzó el amplio hall y la recepción.
Disimuladamente, se acercó a una mujer uniformada de negro y blanco, de la edad de sus cuñadas, morena de pelo y de ojos negros.
Sonrió, desplegando su radar seductor. La mujer parpadeó coqueta hacia él.
—Verá, señorita —le dijo Pedro con una voz dulce y picante al mismo tiempo—, necesito hablar con una persona. Quiero darle una sorpresa y necesito ayuda.
—Claro, doctor Alfonso—asintió—. Dígame dónde está esa persona. ¿Una amiga? —adivinó.
—Sí. Está en la fiesta de los abogados, pero no sé cómo va vestida. Y nadie puede verme.
—Sígame, por favor.
Descendieron la gran escalera de mármol que había al fondo, que conducía a varios pisos superiores, donde se encontraban las habitaciones, y a una planta inferior, donde estaba, entre otras estancias, un gran salón de eventos.
Se metieron en un pasillo dedicado a la servidumbre del hotel. Camareros y doncellas pasaban con bandejas llenas y vacías de copas. Atravesaron las caóticas cocinas, estaban limpiando y había mucho ajetreo, la cena había terminado, lo que significaba que ya había empezado el baile.
Y no se equivocó. La música clásica procedente de una orquesta empezó a sonar cada vez más fuerte a medida que continuaban andando. Se introdujeron en otro corredor, pequeño y estrecho. Entraron en la única habitación, una sala diminuta y de techo bajo con una sola bombilla colgando del techo y una ventana de cristal circular y ahumado. Era un almacén y estaba repleto de cajas.
—Mire si la ve y dígame quién es, doctor Alfonso —le señaló la ventana con la mano.
Pedro se pegó al cristal, agachándose porque podía golpearse la cabeza en el techo. Observó a los numerosos abogados. Algunos bailaban, otros charlaban mientras se bebían una copa. Había grupos de mujeres. Distinguió a Elias Chaves, acompañado de su mujer y de dos matrimonios más. Buscó a Paula, pero no la encontró... ¿o sí? Desorbitó los ojos. La había encontrado, pero no la había reconocido en un principio. ¿El pelo recogido en un moño y el vestido rojo con falda abombada? Estaba muy atractiva, no lo dudaba, porque esa muñeca era preciosa, pero esa noche parecía... disfrazada.
—Es la de rojo —describió el resto de su atuendo.
—Perfecto. No tardaré. Le mancharé el vestido con cuidado y le pediré que me acompañe para limpiárselo —se rio y se marchó.
Pedro contempló a Paula a través de la ventana. De perfil a él, tenía los hombros demasiado rectos y cada dos segundos posaba una mano en la tripa.
Algo le pasaba... Entonces, su cómplice cumplió con su cometido de ensuciar su vestido con una copa. Él se echó a reír. Aquello era ridículo... Vio a las dos alejarse hacia la salida del gran salón.
Su corazón se entusiasmó. Abrió la puerta y salió al pasillo. Se apoyó en la pared y esperó. Unos tacones se aproximaron. Pedro se incorporó. Estaba tan nervioso que comprimía y estiraba las manos sudorosas.
—¿Seguro que es por aquí? —preguntó Paula, antes de meterse en el pequeño corredor.
—Exacto —apuntó la empleada del hotel—. Justo aquí.
Paula giró la cara y se tapó la boca con las manos al descubrir a Pedro, a dos metros de distancia. Él exhaló el último suspiro y renació...
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