domingo, 8 de diciembre de 2019

CAPITULO 127 (SEGUNDA HISTORIA)





Un rato más tarde, Zaira, Mauro, Catalina, Samuel, Juana y Alejandro, junto con Caro y Gaston, se presentaron en la habitación sin previo aviso. Paula se asustó. La vergüenza la inundó. Quiso taparse, pero Pedro no le permitió esconderse y dijo, sonriendo:
—¿A que mi rubia está más guapa que nunca? —se levantó.


Todos sonrieron, con lágrimas en los ojos.


—Mi princesita es preciosa —respondió su madre, entregándole a Gaston.


Paula se emocionó al verlo y al sentirlo en su pecho, pegado a su corazón.


Lo acunó, susurrándole cariñosas palabras, besándolo por el cuerpecito. El niño se rio, le tocó la cara y la pellizcó con las uñas sin darse cuenta.


—He traído café —anunció la señora Alfonso, sacando un termo del bolso.


—Yo, chocolate —convino Mauro, con otro recipiente.


—Y yo, el trivial —agregó Zai.


—¡Me encanta el trivial! —exclamó Pedro, aplaudiendo como un niño pequeño, feliz y dichoso ante su juguete favorito.


—¡Ni hablar! —se negó Mauro, cruzándose de brazos—. Tú no juegas, Pedro, que siempre ganas.


Estallaron en carcajadas.


Todos se sentaron en el suelo, divertidos y deseosos de pasar una noche juntos, al lado de Paula y sin recordarle lo que sucedería en pocas horas, menos Zaira, que se sentó en el colchón, con Caro dormidita en su hombro.


—Jamás podría culparte, Paula —le susurró, apenada—. Jamás te relacionaría con las acciones de tu padre. Necesitaba decírtelo. No hemos hablado del tema.


—Siento vergüenza, Zai... —musitó en el mismo tono. Se mordió la lengua —. Mi padre ha pisoteado siempre a buenas personas, es decir —la miró directamente a los ojos—, a quienes son mejores que él —respiró hondo. Observó a su bebé, que comenzaba a adormecerse—. Nunca seré como mi padre. Nunca antepondré un hijo a otro. Tampoco conduciré a Pedro hacia el miedo, que es el lugar donde ha estado mi madre durante años, solo por el mero hecho de sentirme inferior, porque ese ha sido siempre el problema de mi padre, y no me he dado cuenta de ello hasta hace poco...


Permaneció unos segundos callada, sin percatarse de que todos le prestaban atención.


—Cuando de verdad amas a alguien —continuó Paula, con la voz quebrada —, eres tú quien se esfuerza por ser mejor, porque ese alguien te inspira a ser cada día mejor. Mi padre es un hombre que nos anulaba a mi madre y a mí, con Melisa como esbirro —hizo una mueca—. No nos quiso. Creo que jamás querrá a nadie más que a sí mismo. Mi hermana era leal a él, por eso la protegía, pero no por ello la quería, ni la quiere. Mi padre es incapaz de querer a nadie, Zai. Y de verdad que lo siento mucho por Melisa —se sinceró, distraída en su hijo, rozándole la cara con los dedos, dibujando sus preciosas facciones—. Nadie se merece lo que sufrió mi madre, ni los desprecios que yo recibí de él, ni siquiera mi hermana, aunque muchas veces deseé que estuviera en mi situación.


—Yo no lo denominaría desprecios, sino indiferencia —arqueó las cejas —. O, quizás, exceso de control. En la boda, dejó bien claro que necesita sujetarte, por así decirlo.


—Tienes razón —asintió, pensativa—. La indiferencia es peor que un insulto. Es como la decepción, peor que la tristeza o el enfado. Una persona que grita o llora cuando sufre es porque siente, porque ama u odia, pero el caso es que siente algo —se tocó el pecho para enfatizar—. Pero si tu padre es indiferente contigo y solo se dirige a ti para encerrarte en tu habitación sin cenar durante días, semanas, meses, años... —suspiró, en calma—. Eso es mucho peor, porque te das cuenta de que tu padre lo único que siente hacia ti es que tú sobras en su vida —se encogió de hombros.


—¿Te encerraba sin cenar? —se atrevió Zaira a preguntar.


—Zai, tu madre te encerraba porque le recordabas a tu tía, al amor de tu padre. Mi padre me encerraba a mí porque así él creía controlarme. Me castigaba sin cenar cuando Melisa hacía una trastada y me culpaba. Y todo
porque mi madre me adoraba. Al principio, mi padre no la creía, pero, un día, mi hermana decidió arañarse o golpearse y decir que había sido yo quien la había pegado. De ese modo, mi madre y yo nos separábamos físicamente, porque mi padre prohibía que nadie se me acercara, que era lo que pretendía Melisa, porque siempre ha estado celosa de la relación tan estrecha que teníamos mi madre y yo, cuando, en realidad —aclaró, recalcando adrede cada palabra—, debería haberse molestado en unirse más a nosotras, no en hacer una guerra en nuestra contra desde el minuto cero, ¿no crees?


—Totalmente de acuerdo.


—Nunca lloré por que mi padre no me creyera a mí —prosiguió ella—, que era quien decía la verdad. Tampoco creía a mi madre. Nos ignoraba a las dos —se humedeció los labios—. Desde que nací, veía a mi padre por las noches unos segundos antes de irme a dormir, ya fuera fin de semana o no. Jamás me dio un beso de buenas noches, jamás me leyó un cuento, jamás me llevó a un parque a jugar con él, pero ¿sabes qué? —sonrió— Nunca lo necesité, ni lo eché de menos al verlo en mis amigos de la escuela, ni deseé que lo hiciera algún día, porque tenía a mi madre. Y no era conformismo, todo lo contrario: mi madre me llenaba más que cualquier cosa, más que cualquier persona. Y cuando nació Ale, nos convertimos en un trío imparable —se rio, nostálgica—. Los castigos dejaron de afectarme. Había veces que yo, directamente, me encerraba en mi cuarto antes de que me lo dijera.


—¿Qué sientes ahora hacia tu padre, Paula?


—Nada bueno —contestó ella con sinceridad absoluta—. Lo vi en la boda después de nueve años y sentí miedo... —agachó la cabeza—. Es lo que he sentido siempre cuando lo he visto, cuando ha estado cerca de mí. No es miedo a que me encierre. En realidad, no me importaba que lo hiciera porque me encantaba mi habitación. Es miedo a no ser nunca lo suficientemente buena a sus ojos. Al fin y al cabo, es mi padre, me guste o no, y a todo el mundo le gusta que sus padres se sientan orgullosos de uno.


—Siempre te lo he dicho. Eres una persona muy segura de ti misma — comentó Zai con la frente arrugada—. Me extraña que sientas que no vales lo suficiente para alguien.


—Soy segura con todo el mundo menos con mi padre y con Pedro—sonrió, divertida—. Los dos me imponen, cada uno a su manera.


—¿Tú?, ¿insegura frente a un hombre? —le devolvió el gesto—. Con tu padre, es comprensible, hasta me impone a mí, pero ¿con Pedro? —chasqueó la lengua—. Imposible, Paula. No me lo trago. Tímida, de acuerdo, porque veo lo roja que te pones con él —ladeó la cabeza—. Pero Pedro no te impone, ¡ni hablar!


Ambas se rieron, abstraídas del resto menos de sus hijos y de ellas.


—Puede parecer muy tópico —señaló Paula, acalorada de pronto—, pero, cuando vi a Pedro por primera vez, se me doblaron las piernas... ¡Menos mal que iba en alpargatas planas, si no, hubiera hecho el ridículo!


Soltaron una carcajada.


—Me pareció tan guapo, Zai, y tan inalcanzable... —respiró hondo—. Y en ese momento pensé que jamás encontraría a ningún hombre como él. Tiene una mirada especial, ¿verdad? —entornó los ojos, recordando—. Gaston vino de sorpresa, me refiero a que no fue planeado, y no te imaginas cuánto me alegro de que Pedro sea su padre. Pedro es, sencillamente, especial —se encogió de hombros.


—Lo es.


—Y es la mejor persona que he conocido —suspiró, sonriendo—. Puede que nuestro comienzo fuera poco convencional, con toda la boda y las prisas —movió una mano para restar importancia— pero es que él no es normal —se ruborizó, besando a Gaston en la frente, que ya estaba soñando—. Me hace reír —emitió una suave carcajada—. Y hacía tanto tiempo que no me reía, Zai... —inhaló aire y lo expulsó de forma irregular. La emoción retornó a su pecho —. Y, a veces, creo que es un brujo...


—Porque te hechiza —bromeó su amiga, pellizcándole la pierna, traviesa.


—Y porque me da la sensación de que es la única persona que puede desnudarme sin preguntas, que con solo echarme un simple vistazo sabe lo que me pasa y lo que necesito. Pero no solo eso, sino que, además —levantó el dedo índice para enfatizar—, hace que sienta que nada malo va a suceder y que todo tiene solución. Y eso es un problema... —se le apagó la voz.


—¿Problema? —repitió Zaira, consternada.


—Sí —sonrió y recostó la cabeza en la almohada. Cerró los ojos—. No puedo estar un solo segundo sin él... Y mañana... —las lágrimas bañaron sus pómulos en descenso hacia la barbilla. No se molestó en secárselas—. Tengo tanto miedo de que esto nos afecte… —se palpó la cabeza, angustiada—. Tengo tanto miedo de perder a Pedro...


—Eso no sucederá —le aseguró el propio Pedro, solemne y en un tono ronco.


Paula alzó los párpados de golpe. No se había dado cuenta de que él lo había escuchado todo, y tenía los ojos vidriosos, sobrecogido por sus palabras.


Ella se ruborizó. Su marido se levantó del suelo, se acercó a la cama, se inclinó y la besó en los labios. Paula le acarició el rostro con la mano libre.


—Tengo mucho miedo, Pedro... —le confesó en un hilo de voz.


—Ni siquiera una operación podrá alejarme de ti. ¿Sabes por qué? — sonrió, petulante—. Porque nada ni nadie puede resistirse a mí.


—Necesito aire, soldado. Tu ego me está asfixiando...


Los presentes estallaron en carcajadas. La pareja se besó con dulzura.


Unas horas después, Bruno acudió a la habitación.


Paula besó por última vez a Gaston antes de que su madre se lo llevara.


Aunque no era la labor de la jefa de enfermeras, Tammy fue quien la condujo al quirófano. Pedro la acompañó todo el camino.


No hubo despedida, ni siquiera una sonrisa.





CAPITULO 126 (SEGUNDA HISTORIA)





Cuando despertó, se deshizo del abrazo y caminó hacia el baño de la habitación. 


Contempló su reflejo en el espejo. Enredó varios mechones entre los dedos. Podía perder a Gaston, a Pedro, a su madre, a su hermano, a Catalina, a Samuel, a Zaira, a Mauro, a Bruno, incluso a Ariel...


¿Cómo se afronta esto? ¡¿Cómo?!


Cayó de bruces contra el suelo, apoyando a tiempo las palmas de las manos. Estuvo a un milímetro de golpearse la cabeza contra el lavabo.


Pedro, desorientado por el sueño, abrió la puerta al instante.


—¡Quiero ser fuerte! —gritó Paula, tirándose del pelo—. ¡Quiero ser fuerte! ¡Quiero ser fuerte! —repitió una y otra vez, intentando, sin éxito, convencerse a sí misma—. ¡Quiero ser fuerte!


Él se agachó y la apretó contra su cuerpo. Ella se convulsionó sin control.


—¡Tengo miedo, Pedro! ¡No quiero perderos! ¡No quiero!


—Escúchame bien —la sujetó por la nuca—. No vas a perdernos, ¿entendido? ¡No lo harás!


Pedro también lloraba, pero sin emitir un solo sonido. Paula besó cada una de sus lágrimas con labios temblorosos. Se besaron en la boca, aunque más que un beso fue una lucha contra el destino.


—No nos vas a perder, Paula —le acarició la cara con las yemas de los dedos—, ¿sabes por qué? —sonrió, triste y dulce—. Primero, porque Bruno te va a operar, y es el mejor neurocirujano del mundo —le guiñó un ojo—. Y, segundo, porque yo no permitiré que nos pierdas —añadió, rechinando los dientes.


Pedro... —lo miró y suspiró, trémula—. Rápame.


—¿Qué? —arrugó la frente.


—Rápame... —le arrugó la camisa en el pecho.


—No —se negó en redondo—. No te hace falta —tensó la mandíbula.


—La incisión que me hará Bruno se notará, porque es casi en la parte de arriba de la cabeza. Prefiero rapármela y que me crezca todo el pelo a la vez, a que me falte un trozo en un sitio tan visible. Por favor... Y quiero que lo hagas tú. Por favor...


Él inhaló aire, lo expulsó con fuerza y asintió. La dejó en la cama y se fue en busca de una maquinilla. Escasos minutos más tarde, apareció. Paula se sentó de espaldas a Pedro, en el suelo, frente a la ventana, con las piernas
flexionadas debajo del trasero. Él enchufó la maquinilla.


Se mantuvo erguida. Tragó, tragó y tragó... Se mordió la lengua. No lloró.


No cerró los ojos. Observó, a través del cristal, cómo caían sus largos mechones. Pedro, con delicadeza, le tocaba la frente y la barbilla para ir
girándola y no saltarse un solo milímetro. 


Cuando terminó, lo limpió todo y ella se tumbó en la cama, de costado; agarrando los barrotes como si dependiera de ellos para vivir. Él se acomodó detrás y la rodeó por la cintura, instándola a girarse. A Paula se le aceleró el corazón y bajó los párpados mientras se daba la vuelta.


—Mírame —le pidió su marido—. Mírame, por favor... —la atrajo hacia su cálida anatomía.


Ella suspiró de manera entrecortada y obedeció. Pedro sonrió.


—Eres la mujer más guapa que he visto en mi vida, rubia, y con diferencia.


—Ya no... —tragó por enésima vez—. Ya no se nota que soy rubia hasta que no me crezca... —sollozó.


—Eres mi rubia —su voz se tornó ronca—. Lo fuiste, lo eres ahora y lo serás siempre.


—Tu rubia... —suspiró, apoyando la cara en su pecho.




CAPITULO 125 (SEGUNDA HISTORIA)




Durante los siguientes dos días, Paula se sintió como un animalillo expuesto a pruebas y más pruebas, a conversaciones y más conversaciones... Tener un tumor cerebral era malo, muy malo, pero la espera lo era aún peor, y si a eso se le añadían las expresiones descorazonadas de cuantos la rodeaban...


A pesar de que su cuñado le había asegurado que el tumor era pequeño y estaba bien localizado, los riesgos eran altos. En esos momentos, se percató de lo débil que era. Tanta seguridad en sí misma en cuanto a su aspecto y a su personalidad... Benigno o no, era un maldito tumor.


Pedro, en cambio, no se había pronunciado; si había abierto la boca había sido para preguntar dudas y contestar a las preguntas o comentarios de Bruno, pero a ella, nada.


Y, por si fuera poco, la prensa se hizo eco. En la tercera mañana que despertó ingresada, Ariel y Melisa la visitaron, pero su madre y Ale la echaron en cuanto entró en la habitación. 


Todos salieron, menos Howard, que se sentó en el borde de la cama. La empalagosa colonia de su hermana impregnó el lugar.


—Hola, mi pequeña flor —le acarició la rodilla por encima de la sábana.


Paula estaba de perfil hacia la ventana. Encogió las piernas ante el roce, alejándose del que, supuestamente, era su amigo.


En primer lugar, no soportaba que nadie que no fuera su marido la tocase.


Entre Pedro y ella no se decían nada, pero la realidad era que ella no quería hablar, solo respondía con monosílabos a los médicos y a las enfermeras que la trataban, entre las que se encontraba Tammy, y su marido parecía entenderla a la perfección, cosa que agradecía sobremanera, porque, a veces, los silencios apoyaban más que cualquier palabra de ánimo.


Sin embargo, cada rato libre que Pedro sacaba del trabajo, se tumbaba con Paula y permanecían abrazados hasta que tenía que regresar a consulta, al despacho o a intervenir en alguna urgencia. Cada noche dormían juntos. 


Había ocasiones que lo esperaba ansiosa durante horas, pero, en cuanto lo veía, soltaba el aire retenido y se refugiaba entre sus brazos.


Y, en segundo lugar, Ariel era el novio de Melisa. 


No podía tratarlo como antaño. Demasiadas cosas habían sucedido en esa semana, como para mantener una conversación sobre la odiosa de su hermana. Paula no era ninguna estúpida.


—No sabía que era tu hermana, Paula. Siento que te hayas enterado así.


—¿Crees que acaso me importa quién es tu novia, Ariel? —inquirió, ronca, con un inmenso nudo en la garganta, el mismo que se le había formado hacía tres días. Se dio la vuelta para mirarlo—. No quiero a Melisa aquí. Y a ti, tampoco —se giró de nuevo y le ofreció la espalda—. Melisa Chaves. ¿Acaso no la investigaste como investigas a todo el mundo que conoces? ¿Chaves? —resopló—. Venga ya, Ariel...


—Ella me hablaba de sus hermanos Benjamin y Eli... —se justificó—. Y no. Por primera vez, no investigué. Te echaba de menos, Paula —chasqueó la lengua—. De repente, dejamos de vernos. Después de diez meses juntos, a diario... —suspiró—. Melisa apareció en el momento más oportuno. La utilicé para olvidarte y, luego, me di cuenta de que me gustaba estar con ella. Me gusta mucho, Paula. Lo siento.


—Melisa está contigo por mi familia y por mí —aclaró con acritud. Le sobrevinieron las náuseas, que pudo contener tragando—. Melisa es una mala persona —desvió los ojos—. Todo el mundo sabe que estuve contigo en Europa una temporada justo antes de casarme. Leí las revistas. Leí las mentiras que publicaron sobre nosotros, Ariel —inhaló una gran bocanada de
aire, que expulsó de forma discontinua. Contempló el Boston Common, sin fijarse en nada—. Y la prensa lo escribió tras el anuncio de la boda. Fue así como mi familia me encontró, así que te aconsejo que no te hagas ilusiones con mi hermana porque Melisa nunca hace nada desinteresadamente.


—¿Estás celosa? —su tono reveló sorpresa absoluta.


—¡¿Qué?! —lo miró, entre alucinada y asqueada—. ¡Jamás he sentido celos de Melisa! —se apuntó a sí misma—. No tienes ni idea de nada, Ariel. ¡No la conoces! ¡No sabes de lo que es capaz!


—¿Sabes qué, Paula? —se levantó y se ajustó la corbata, alzando el mentón —. Llevo con Melisa dos meses y me ha contado más cosas sobre sí misma en ese tiempo que tú en los diez meses que estuvimos juntos en Europa —la observó con el ceño fruncido—. A quien no conozco es a ti, Paula, ni siquiera sabía que eras de Nueva York, pero a Melisa sí la conozco. Y tu manera de echarla de la habitación ha dejado mucho que desear.


—Te ha envenenado... —murmuró ella, atónita por sus palabras—. ¿Qué te ha dicho? ¡¿Qué te ha dicho?! —perdió los nervios.


—Que hace nueve años te mudaste a Boston porque discutiste con tu padre —se cruzó de brazos, sin esconder su enfado—. Ella siempre estuvo a tu lado, pero tú la culpaste de tus propios errores, la insultaste y la atacaste de la peor forma. La echaste de tu vida cuando solo quería ayudarte.


—Oh, Dios mío... —se frotó la cara, desesperada—. ¿Qué errores, por Dios?


—No te hagas la ingenua, Paula —avanzó y se detuvo al chocar con la cama —. Puedo aceptar que utilizaras a los chicos como una vía de escape para desconectar, pero tu hermana te ofreció la mano miles de veces para salir de todo aquello, a pesar de que a tu padre le decías que era ella quien se acostaba con ellos. Te perdonó, por si necesitas que te lo recuerden —añadió en un bufido.


—¿Per...? ¿Perdón?


¿Utilizar a los chicos como una vía para desconectar? ¿Salir de todo aquello? ¿Perdonarme? Pero ¡¿qué le ha contado Melisa?!


—No soy nadie para juzgarte —se disculpó Ariel, estirándose la chaqueta. Retrocedió un par de pasos—. Perdona mi rudeza. No me imaginé... —suspiró —. Solo quiero que sepas que tu hermana está dispuesta a empezar de cero y a olvidar tus fallos, más ahora que tienes el tumor —carraspeó, incómodo—. Quizás, es el momento para expiar tus faltas, Paula. Nunca es tarde. 


¿Empezar de cero? ¿Mis fallos? ¿Expiar mis faltas?


Paula ahogó un gemido de frustración, rencor y dolor. Comenzó a llorar, pero ya estaba tan acostumbrada que no sentía cómo se le mojaba la cara.


—Vete. Ahora mismo.


—Paula, no es buena tu actitud —suavizó el tono—. Melisa te quiere muchísimo y la estás rechazando otra vez. Es evidente que ella tenía razón... —resopló, indignado—. Utilizas a la gente en tu propio beneficio y, cuando no te interesan más, los echas de tu vida sin importarte sus sentimientos, como hiciste conmigo. Me utilizaste para huir de Pedro —su voz transmitió rencor—. Después, me tiraste a la basura y, luego, me llamaste durante tres días. Y, encima, ahora que estoy con tu hermana, te enfadas conmigo. Qué ciego he estado, Paula...


—¡Vete de aquí! —le gritó, sentándose—. ¡Pedro! ¡Pedro!


—Paula...


—¡Pedro! —chilló, tirándose del pelo, haciéndose un ovillo en el colchón.


Lo necesitaba. ¡¿Dónde estaba su marido?!


—¡Pedro!


Su cuerpo entero tembló sin control. Le costaba respirar. Se estrujó el camisón en el pecho, donde unas cadenas invisibles comprimían sus pulmones. Howard se asustó y corrió a buscar a alguien para que la ayudara.


—¡Paula! —exclamó Tammy, que entró enseguida—. ¡Que alguien avise a Bruno y a Pedro! Mírame, Rose... Mírame... Inhala aire... Rose...


—No... puedo... res... respirar...


De repente, todo se volvió borroso. Los gritos se desvanecieron en la lejanía, como si le hubieran colocado tapones en los oídos. Varias sombras la rodearon. Notó una presión en la garganta. 


Quiso vomitar, quiso moverse, pero, sencillamente, no podía... Sus extremidades no reaccionaban. ¡Nada reaccionaba!


Entonces, cuando creía que iba a morir asfixiada, sus brazos y sus piernas hormiguearon y empezó a enfocar con claridad.


—Hola, rubia —la saludó Pedro, sonriendo con gran alivio, sentado a su lado.


Ella respiró hondo. Él le acarició con ternura la cara hasta que Paula cerró los ojos, disfrutando de la serenidad que le proporcionaba su mano en su piel.


—La operación es mañana —le anunció su marido en voz muy baja—. Será una craneotomía. Estarás despierta parte de la operación. Un radiólogo hablará contigo mientras Bruno te quita el tumor. Ya sabes lo que implica...


Ella alzó los párpados de golpe. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Pedro la colocó en su regazo y la envolvió con su cálida anatomía.


Sí, sabía lo que implicaba.


Se quedó dormida sin darse cuenta.