domingo, 8 de diciembre de 2019

CAPITULO 126 (SEGUNDA HISTORIA)





Cuando despertó, se deshizo del abrazo y caminó hacia el baño de la habitación. 


Contempló su reflejo en el espejo. Enredó varios mechones entre los dedos. Podía perder a Gaston, a Pedro, a su madre, a su hermano, a Catalina, a Samuel, a Zaira, a Mauro, a Bruno, incluso a Ariel...


¿Cómo se afronta esto? ¡¿Cómo?!


Cayó de bruces contra el suelo, apoyando a tiempo las palmas de las manos. Estuvo a un milímetro de golpearse la cabeza contra el lavabo.


Pedro, desorientado por el sueño, abrió la puerta al instante.


—¡Quiero ser fuerte! —gritó Paula, tirándose del pelo—. ¡Quiero ser fuerte! ¡Quiero ser fuerte! —repitió una y otra vez, intentando, sin éxito, convencerse a sí misma—. ¡Quiero ser fuerte!


Él se agachó y la apretó contra su cuerpo. Ella se convulsionó sin control.


—¡Tengo miedo, Pedro! ¡No quiero perderos! ¡No quiero!


—Escúchame bien —la sujetó por la nuca—. No vas a perdernos, ¿entendido? ¡No lo harás!


Pedro también lloraba, pero sin emitir un solo sonido. Paula besó cada una de sus lágrimas con labios temblorosos. Se besaron en la boca, aunque más que un beso fue una lucha contra el destino.


—No nos vas a perder, Paula —le acarició la cara con las yemas de los dedos—, ¿sabes por qué? —sonrió, triste y dulce—. Primero, porque Bruno te va a operar, y es el mejor neurocirujano del mundo —le guiñó un ojo—. Y, segundo, porque yo no permitiré que nos pierdas —añadió, rechinando los dientes.


Pedro... —lo miró y suspiró, trémula—. Rápame.


—¿Qué? —arrugó la frente.


—Rápame... —le arrugó la camisa en el pecho.


—No —se negó en redondo—. No te hace falta —tensó la mandíbula.


—La incisión que me hará Bruno se notará, porque es casi en la parte de arriba de la cabeza. Prefiero rapármela y que me crezca todo el pelo a la vez, a que me falte un trozo en un sitio tan visible. Por favor... Y quiero que lo hagas tú. Por favor...


Él inhaló aire, lo expulsó con fuerza y asintió. La dejó en la cama y se fue en busca de una maquinilla. Escasos minutos más tarde, apareció. Paula se sentó de espaldas a Pedro, en el suelo, frente a la ventana, con las piernas
flexionadas debajo del trasero. Él enchufó la maquinilla.


Se mantuvo erguida. Tragó, tragó y tragó... Se mordió la lengua. No lloró.


No cerró los ojos. Observó, a través del cristal, cómo caían sus largos mechones. Pedro, con delicadeza, le tocaba la frente y la barbilla para ir
girándola y no saltarse un solo milímetro. 


Cuando terminó, lo limpió todo y ella se tumbó en la cama, de costado; agarrando los barrotes como si dependiera de ellos para vivir. Él se acomodó detrás y la rodeó por la cintura, instándola a girarse. A Paula se le aceleró el corazón y bajó los párpados mientras se daba la vuelta.


—Mírame —le pidió su marido—. Mírame, por favor... —la atrajo hacia su cálida anatomía.


Ella suspiró de manera entrecortada y obedeció. Pedro sonrió.


—Eres la mujer más guapa que he visto en mi vida, rubia, y con diferencia.


—Ya no... —tragó por enésima vez—. Ya no se nota que soy rubia hasta que no me crezca... —sollozó.


—Eres mi rubia —su voz se tornó ronca—. Lo fuiste, lo eres ahora y lo serás siempre.


—Tu rubia... —suspiró, apoyando la cara en su pecho.




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