miércoles, 11 de septiembre de 2019

CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro se quedó aturdido y clavado en el suelo. 


¿Quién demonios era aquella mujer? Le había contestado sin reparos ni cobardía. Nadie le había hablado de ese modo tan directo, sincero y valiente. Lo había regañado con voz suave, pero afilada. Y la característica sonrisa de Paula se había desvanecido para ceder paso a una belleza bravía tan impactante que lo había paralizado, y eso que ella apenas se había alterado, ni había variado su tono, había controlado al máximo sus emociones.


Se había quedado tan anonadado, que había descubierto las pecas que se imaginaba que tendría por ser pelirroja, unas manchitas diminutas y muy claras que lo habían desequilibrado. Había que fijarse bien para verlas. Se había acercado a ella, pero por culpa del dichoso aroma que desprendía a primavera y que poseía un toque a cerveza. La muy ingenua había vuelto a beber. Su rostro, además, se había sonrojado de manera deliciosa, desprendiendo fogonazos de luz incandescentes capaces de fulminarlo. Y su aspecto estaba más desaliñado que horas atrás, un desaliño que lo había excitado como nada hasta el momento. Se escondía toda una selva en el interior de Paula, donde él corría el riesgo de quedar atrapado...


Obligó a sus pies a reaccionar. Su cuerpo entero hervía de furia y cierta parte de su anatomía se había despertado. Acababan de embrujarlo, sin duda.


—Bruja...


Se encerró de un portazo en el despacho a escribir informes que debía presentarle al director. No salió, excepto para atender alguna urgencia o por llamadas en su busca.


Cinco minutos antes de terminar su guardia de veinticuatro horas, lo telefonearon.


—Hola, director West —saludó él a través del auricular.


Jorge West era el director del hospital.


—Hola, Pedro. ¿Es un buen momento?


—Claro, director. ¿Qué necesita? —se recostó en la silla, se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz.


—Quiero verte el lunes a última hora de la tarde.


—¿Hay algún problema? —se incorporó.


—No, no —se rio, enigmático—. Trae a Paula contigo. Deseo hablar con los dos. Pasa un buen fin de semana —y colgó.


¿Con Paula? ¿Qué tenía que decirles a los dos juntos? ¿Acaso alguien había denunciado el incidente de la tarde anterior? Él jamás haría algo así, a pesar de no soportarla. Todo el hospital se había enterado de lo que había pasado, cualquiera había podido abrir la boca. O, quizá, había sido la propia Paula quien se había quejado al director. No le cupo ninguna duda. Solo esperaba que no le hubiera buscado un problema porque, si eso fuera así, Pedro no se quedaría de brazos cruzados.


Recogió el escritorio, guardó la bata y se puso la chaqueta y el abrigo. Se fue a casa. El frío era cortante, pero lo agradeció. A pesar de que la noche había sido tranquila, llevaba un día sin dormir, pero, como necesitaba desfogarse, se cambió el traje por unos pantalones de chándal, una camiseta blanca, una sudadera y sus zapatillas de correr. Se ajustó los auriculares del
iPod en las orejas, dejó las gafas en la mesita de noche y se colocó las lentillas. Su casa estaba en silencio, sus hermanos dormían.


En la calle, cruzó el paso de peatones y entró en el Boston Common.


Activó el reproductor de música y empezó la carrera por uno de los maravillosos senderos desiertos del lugar. Las únicas personas que había en el parque a esa hora eran vagabundos, escondidos entre árboles, que intentaban conciliar el sueño.


Justo cuando estaba amaneciendo, la culpable de que hubiera tenido la mayor erección de su vida apareció ante sus ojos, a lo lejos. La reconoció de inmediato.


—Joder... —farfulló él.


Se desvió por otro camino. Sin embargo, eligió el primero a la derecha, uno circular, por lo que regresó al mismo punto, como un auténtico imbécil...


La distancia con Paula se acortó sobremanera. Por cortesía, nada más, para demostrarle que sus padres sí lo habían educado bien, aminoró la velocidad a medida que se acercaban el uno al otro, retirándose los auriculares y apagando el iPod. Se quedó estupefacto al ver cómo ella pasaba por su lado, lo saludaba con la cabeza, sonriendo, y seguía corriendo.


Pedro se detuvo de golpe, respirando agitado y sudando por el ejercicio.


La contempló un buen rato. Increíble.


Un momento... ¡No lo había reconocido!



CAPITULO 8 (PRIMERA HISTORIA)




Bajó las escaleras para no cruzarse con nadie en el ascensor. Al acercarse a la primera planta, escuchó la voz de Pedro. Se escondió en los servicios y entornó la puerta. El jefe de Pediatría estaba parado entre dos tramos de peldaños y hablaba con la jefa de Neonatología, Lorena, una mujer que odiaba a Paula y no lo ocultaba, las miradas de intenso odio que le dedicaba eran una prueba de ello; en alguna ocasión, se había reído de su vestimenta tan colorida e infantil.


Lorena era una belleza en cuerpo, cara y aspecto. Sus tacones altísimos y sus piernas interminables perturbaban al sector masculino del complejo y provocaban envidias en el femenino. Llevaba el cabello oscuro suelto, liso, perfecto, y se lo tocaba, moviéndolo a un lado u otro, con sensualidad, cada vez que se cruzaba con algún médico atractivo, sin importarle la edad o el estado civil, solo que fuera un médico de igual categoría a la suya o superior.


La llamaban Daryl, en honor al personaje del diablo que interpretaba Jack Nicholson en la película Las brujas de Eastwick. Se la consideraba una de las mejores de Massachussets en su especialidad, pero era una déspota con los que consideraba inferiores. Ningún residente quería trabajar con ella y las enfermeras de su planta la odiaban; las que no solicitaban un traslado estaban amargadas, pero nunca duraban más de un año.


—Deberías contárselo al director —le aconsejó Lorena al doctor Alfonso, enredándose un mechón de pelo entre los dedos, de manera coqueta.


—Esta vez, me callaré —contestó Pedro, ajustándose el nudo de la corbata—. Lo que no entiendo es por qué el director le tiene tanto aprecio.


—Yo he oído —cuchicheó la mujer en voz baja— que es bastante... Ya me entiendes. Era la única manera de entrar en el hospital y hacer esas tonterías que hace.


Paula se cubrió la boca ante tal mentira. Él también se quedó pasmado.


—No te creas todo lo que dicen, Lorena —comenzó a subir.


—Supongo, pero cuando el río suena... —Daryl emitió una carcajada y se alejó.


Pau no podía creerse lo que acababa de escuchar. Salió del baño para replicar, para tirar de los cabellos a esa mala mujer, si hiciera falta, sin darse cuenta de que acababa de descubrirse ante el jefe de Pediatría.


—¿Se puede saber qué demonios haces tú aquí? —inquirió Pedrocruzándose de brazos—. Terminaste hace horas —entrecerró los ojos.


—Eso no es verdad —Paula, por primera vez desde que lo conoció, no sonrió, sino que se enojó—. Lo que ha dicho su amiguita, no es verdad.


Él acortó la distancia y ladeó la cabeza.


—¿Me estabas espiando?


Ella levantó la barbilla para mirarlo a los ojos y se encaró con él.


—Sí, pero por casualidad —sus mejillas ardieron en exceso—. Y vine para comprobar que Ava estuviera bien. Ya me iba a mi casa cuando oí voces. Preferí...


—Preferiste esconderte y escuchar —apretó la mandíbula— que obedecer una maldita orden, porque creo recordar que hoy te dije que te largaras —se inclinó, con la intención de intimidarla, pero no lo logró—. Tienes prohibida la entrada en mi planta, salvo cuatro horas los jueves por la tarde. Y si no te echo a patadas de aquí es porque no soy el director, si no —la apuntó con un dedo—, tendríamos unas palabritas tú y yo —se giró.


La hierbabuena se intensificó, pero Pau respiró hondo.


—¿Sabe una cosa, doctor Alfonso? —se colocó frente a él y entornó la mirada, transmitiendo el desagrado que le producía ese hombre en ese momento—. No me molestan sus amenazas, ni sus miradas asesinas, ni sus malos modos hacia mí —apoyó los puños en la cintura y adelantó una pierna —. No le he hecho nada. Lo he tratado con respeto y educación, lo que me indica, en primer lugar —enumeró con los dedos—, que mi mera presencia lo incomoda, no sé por qué, y, en segundo lugar, que sus padres no consiguieron inculcarle a usted que hay que tratar a todas las personas con cortesía, pero la culpa no es de ellos, sino suya —lo apuntó con el dedo índice—. No se preocupe —agitó una mano en el aire—, durante mis cuatro horas de cada jueves, usted no sale de su despacho y todos contentos. Pero no es nadie, ¿me oye?, nadie para prohibirme nada. ¡Nadie! El único que puede echarme de aquí es el director, incluida su planta, doctor Alfonso. Buenas noches —y se marchó, escaleras abajo.


Se acabó. Siete meses aguantando tonterías de un prepotente niño rico... ¿para qué?, ¿para recibir tanto desprecio y sin motivo?


Paula se consideraba una chica paciente y alegre, y si, para continuar en ese estado, tenía que ignorar al jefe de Pediatría, perfecto, lo haría. Empezaría en ese mismo instante. Su primera misión fue tirar a la basura el incienso que guardaba en su habitación... todos olían a hierbabuena.




CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)




Subió los peldaños hasta el segundo piso, no existía ascensor, y entró en su casa. Su abuela, Sara, acudió a su encuentro, la contempló un segundo y la abrazó. Pau se inclinó para corresponderla y permitió que las lágrimas continuaran mojándole la cara.


—Mi niña... —Sara la acunó en su corta estatura.


La anciana la había cuidado desde sus catorce años. Era una mujer de mirada tan clara como la suya, franca y aguda; el pelo, blanco como la nieve; dueña de una figura menuda y una nariz prominente, lo que más llamaba la atención de su físico y lo que más divertía a su nieta.


El apartamento era pequeño, aunque de techos altos, suficiente para ellas.


A la derecha de la puerta, se ubicaba la cuadrada cocina, separada del salón por una barra americana. Su abuela la condujo hacia el sofá de tres plazas, colocado debajo de las dos ventanas. Se tumbó, haciéndose un ovillo, y apoyó la cabeza en las piernas de Sara, que le quitó la goma de los cabellos y procedió a peinarle los largos mechones con cariño.


—¿El doctor Alfonso? —adivinó la anciana, en voz baja.


Paula no respondió, no hizo falta.


Su abuela le cantó la nana que entonaba cuando sufría pesadillas, la misma melodía que no había vuelto a cantar desde hacía siete meses... Permanecieron así un buen rato.


El timbre sonó. Pau, con el ceño fruncido, se acercó y abrió. Manuel entró sin esperar a que lo invitara.


—Hola, Sara —besó a la anciana en la mejilla.


—Hola, cariño —también lo besó.


—Coge el abrigo —le ordenó a Paula—, tú y yo nos vamos a tomar algo.


Estaba enfadado, era más que evidente, a juzgar por la inquisitiva arruga de su frente. Ella obedeció. Se despidieron de Sara y se fueron. 


Caminaron en silencio en dirección al hospital. En la acera de enfrente del complejo, se metieron en el bar que frecuentaban los médicos. Paula odiaba ir allí, su amigo lo sabía, pero, en ese momento, Manuel podía hacer lo que quisiera porque ella no pensaba discutir.


Se acomodaron en unos taburetes de la barra, se quitaron los abrigos y Manuel pidió dos cervezas.


—No me gusta —se quejó Pau—. Yo quiero una Coca Cola, por favor — le pidió al camarero.


—Sí te gusta —le contestó Manuel, apresándole una mano—. Cerveza para los dos, Mike.


Mike, el dueño y único empleado del local, se las sirvió.


—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó ella, rodando el vaso entre los dedos.


—Esperar.


—¿Esperar a qué?


—A mi hermano.


—¡No! —exclamó ella, levantándose—. No pienso esperar a nadie, mucho menos a él.


—Tranquilízate —la agarró del brazo y tiró—. Estoy hablando de Bruno —le dedicó una mirada tranquilizadora.


Paula se sentó de nuevo.


—Mañana por la tarde libras, ¿no? —quiso saber él, tras dar un largo trago a la bebida. Pau asintió—. Bruno y yo, también. Te vienes con nosotros.


—¿Adónde? —receló ella, arqueando una ceja—. La primera y única vez que me he dejado llevar por vosotros dos fue para ir a casa de tus padres y el resultado... —suspiró—. Prefiero no recordarlo —agachó la cabeza—. Desde entonces, detesto la cerveza —añadió, en un murmullo.


Manuel soltó una carcajada.


Cuando se había dado cuenta de que aquella pelirroja se convertiría en su amiga, siete meses atrás justo al empezar ella a frecuentar el Hospital General de Massachussets, la invitó a cenar en la mansión de la familia Alfonso. Manuel, que pretendía gastarle una broma, le sirvió una cerveza en la jarra más grande que Paula había visto en su vida, y le dijo que sus padres no veían bien que sobrara bebida en los vasos. Ella le creyó y, aunque no estaba acostumbrada a beber, acató la norma; esa familia tan rica y poderosa la intimidaba —la vivienda era impresionante en tamaño y opulencia—. El resultado fue catastrófico... 


Acabó vomitando en el baño. Pedro, por desgracia, fue quien la descubrió. Manuel tuvo que llevarla a urgencias y le hicieron un lavado de estómago. Por supuesto, se enteraron todos.


—¡Yo no me río! —exclamó ella, golpeándole el brazo—. Tengo vetada la entrada en casa de tus padres.


—A mis padres les caes genial —le guiñó un ojo.


—Sí —comentó Bruno, que apareció a su derecha, quitándose el abrigo—. Prometemos esconder la cerveza —le acarició la mejilla—. ¿Estás bien, Pau? —se preocupó.


Paula sonrió, restando importancia al incidente con el doctor Alfonso.


Charlaron un rato entre risas y bromas. Una doctora comenzó a insinuarse a Manuel, pero él la ignoró, porque sus hermanos siempre eran lo primero y a Pau la consideraba como tal, por lo que la mujer desistió en el segundo intento.


Después de dos cervezas, los dos mosqueteros la acompañaron a su apartamento.


—Te recogeremos a las cuatro.


Ella asintió. Sin embargo, en vez de entrar en el portal, esperó a que se marcharan y se encaminó hacia el hospital. Necesitaba comprobar que Ava estuviera bien. Quería disculparse con la madre y con la propia niña. 


En la planta de Pediatría, se acercó a Rocio en la recepción, que estaba de guardia.


—Hola —le sonrió Paula.


—Hola —la enfermera le devolvió el gesto, aunque con un deje de compasión—. Siento mucho lo de esta tarde.


—Yo también lo siento —su sonrisa se tornó triste—. ¿Dónde está el doctor Alfonso? —quiso saber.


—Está en urgencias, acaba de bajar, así que tienes vía libre —le guiñó un ojo.— Gracias —le apretó la mano y se dirigió a la habitación diecinueve. Ava estaba durmiendo. La madre salió al pasillo—. Venía a disculparme —se le formó un grueso nudo en la garganta—. Lo siento mucho, no quise provocar...


—No, por favor —la mujer la cogió del brazo y se lo frotó—. El doctor Alfonso se puso nervioso —arqueó las cejas—. Nunca lo había visto así.


—¿Qué tal está? —señaló a la niña.


—Ha preguntado por ti. Le guardé los globos en el armario porque se los quiere llevar a casa cuando le den el alta —se rio con suavidad.


—Vendré mañana a visitarla —sonrió y se fue.