miércoles, 11 de septiembre de 2019
CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)
Subió los peldaños hasta el segundo piso, no existía ascensor, y entró en su casa. Su abuela, Sara, acudió a su encuentro, la contempló un segundo y la abrazó. Pau se inclinó para corresponderla y permitió que las lágrimas continuaran mojándole la cara.
—Mi niña... —Sara la acunó en su corta estatura.
La anciana la había cuidado desde sus catorce años. Era una mujer de mirada tan clara como la suya, franca y aguda; el pelo, blanco como la nieve; dueña de una figura menuda y una nariz prominente, lo que más llamaba la atención de su físico y lo que más divertía a su nieta.
El apartamento era pequeño, aunque de techos altos, suficiente para ellas.
A la derecha de la puerta, se ubicaba la cuadrada cocina, separada del salón por una barra americana. Su abuela la condujo hacia el sofá de tres plazas, colocado debajo de las dos ventanas. Se tumbó, haciéndose un ovillo, y apoyó la cabeza en las piernas de Sara, que le quitó la goma de los cabellos y procedió a peinarle los largos mechones con cariño.
—¿El doctor Alfonso? —adivinó la anciana, en voz baja.
Paula no respondió, no hizo falta.
Su abuela le cantó la nana que entonaba cuando sufría pesadillas, la misma melodía que no había vuelto a cantar desde hacía siete meses... Permanecieron así un buen rato.
El timbre sonó. Pau, con el ceño fruncido, se acercó y abrió. Manuel entró sin esperar a que lo invitara.
—Hola, Sara —besó a la anciana en la mejilla.
—Hola, cariño —también lo besó.
—Coge el abrigo —le ordenó a Paula—, tú y yo nos vamos a tomar algo.
Estaba enfadado, era más que evidente, a juzgar por la inquisitiva arruga de su frente. Ella obedeció. Se despidieron de Sara y se fueron.
Caminaron en silencio en dirección al hospital. En la acera de enfrente del complejo, se metieron en el bar que frecuentaban los médicos. Paula odiaba ir allí, su amigo lo sabía, pero, en ese momento, Manuel podía hacer lo que quisiera porque ella no pensaba discutir.
Se acomodaron en unos taburetes de la barra, se quitaron los abrigos y Manuel pidió dos cervezas.
—No me gusta —se quejó Pau—. Yo quiero una Coca Cola, por favor — le pidió al camarero.
—Sí te gusta —le contestó Manuel, apresándole una mano—. Cerveza para los dos, Mike.
Mike, el dueño y único empleado del local, se las sirvió.
—¿Qué hacemos aquí? —le preguntó ella, rodando el vaso entre los dedos.
—Esperar.
—¿Esperar a qué?
—A mi hermano.
—¡No! —exclamó ella, levantándose—. No pienso esperar a nadie, mucho menos a él.
—Tranquilízate —la agarró del brazo y tiró—. Estoy hablando de Bruno —le dedicó una mirada tranquilizadora.
Paula se sentó de nuevo.
—Mañana por la tarde libras, ¿no? —quiso saber él, tras dar un largo trago a la bebida. Pau asintió—. Bruno y yo, también. Te vienes con nosotros.
—¿Adónde? —receló ella, arqueando una ceja—. La primera y única vez que me he dejado llevar por vosotros dos fue para ir a casa de tus padres y el resultado... —suspiró—. Prefiero no recordarlo —agachó la cabeza—. Desde entonces, detesto la cerveza —añadió, en un murmullo.
Manuel soltó una carcajada.
Cuando se había dado cuenta de que aquella pelirroja se convertiría en su amiga, siete meses atrás justo al empezar ella a frecuentar el Hospital General de Massachussets, la invitó a cenar en la mansión de la familia Alfonso. Manuel, que pretendía gastarle una broma, le sirvió una cerveza en la jarra más grande que Paula había visto en su vida, y le dijo que sus padres no veían bien que sobrara bebida en los vasos. Ella le creyó y, aunque no estaba acostumbrada a beber, acató la norma; esa familia tan rica y poderosa la intimidaba —la vivienda era impresionante en tamaño y opulencia—. El resultado fue catastrófico...
Acabó vomitando en el baño. Pedro, por desgracia, fue quien la descubrió. Manuel tuvo que llevarla a urgencias y le hicieron un lavado de estómago. Por supuesto, se enteraron todos.
—¡Yo no me río! —exclamó ella, golpeándole el brazo—. Tengo vetada la entrada en casa de tus padres.
—A mis padres les caes genial —le guiñó un ojo.
—Sí —comentó Bruno, que apareció a su derecha, quitándose el abrigo—. Prometemos esconder la cerveza —le acarició la mejilla—. ¿Estás bien, Pau? —se preocupó.
Paula sonrió, restando importancia al incidente con el doctor Alfonso.
Charlaron un rato entre risas y bromas. Una doctora comenzó a insinuarse a Manuel, pero él la ignoró, porque sus hermanos siempre eran lo primero y a Pau la consideraba como tal, por lo que la mujer desistió en el segundo intento.
Después de dos cervezas, los dos mosqueteros la acompañaron a su apartamento.
—Te recogeremos a las cuatro.
Ella asintió. Sin embargo, en vez de entrar en el portal, esperó a que se marcharan y se encaminó hacia el hospital. Necesitaba comprobar que Ava estuviera bien. Quería disculparse con la madre y con la propia niña.
En la planta de Pediatría, se acercó a Rocio en la recepción, que estaba de guardia.
—Hola —le sonrió Paula.
—Hola —la enfermera le devolvió el gesto, aunque con un deje de compasión—. Siento mucho lo de esta tarde.
—Yo también lo siento —su sonrisa se tornó triste—. ¿Dónde está el doctor Alfonso? —quiso saber.
—Está en urgencias, acaba de bajar, así que tienes vía libre —le guiñó un ojo.— Gracias —le apretó la mano y se dirigió a la habitación diecinueve. Ava estaba durmiendo. La madre salió al pasillo—. Venía a disculparme —se le formó un grueso nudo en la garganta—. Lo siento mucho, no quise provocar...
—No, por favor —la mujer la cogió del brazo y se lo frotó—. El doctor Alfonso se puso nervioso —arqueó las cejas—. Nunca lo había visto así.
—¿Qué tal está? —señaló a la niña.
—Ha preguntado por ti. Le guardé los globos en el armario porque se los quiere llevar a casa cuando le den el alta —se rio con suavidad.
—Vendré mañana a visitarla —sonrió y se fue.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario