lunes, 9 de diciembre de 2019
CAPITULO 130 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro cedió y, por la noche, Melisa apareció, justo después de la cena. No se permitían visitas a esa hora, pero Bruno se aseguró de que la dejaran entrar en el hospital.
—Duerme en casa hoy —le pidió Paula a él, sonriendo.
—Ni hablar.
—Por favor, Pedro. Mañana me dan el alta. Solo son unas horas y mi madre me ha dicho que se queda conmigo esta noche.
—No te preocupes, Pedro —convino Juana, a su lado—. No estará a solas con Melisa, tranquilo —y añadió en un susurro para que no la oyera ninguna de sus dos hijas—: Quiero hablar con Eli del apartamento nuevo y el instituto de Ale.
Él lo comprendió y accedió, a pesar de que deseaba lo contrario.
—Mándame un calcetín, ¿entendido, rubia? —le besó la mejilla. —Entendido, soldado —sonrió, acariciándole la cara—. Estará mi madre conmigo.
—En cuanto Gaston se despierte, nos tendrás aquí a los dos.
Ella asintió. Se besaron con ternura en los labios y Pedro se fue.
Sin embargo, no condujo a casa, sino al Hotel Cas.
Ariel se encontraba en la recepción, ajustándose la corbata.
—¿Qué haces aquí, Alfonso? —inquirió Howard, bien erguido.
—¿Podemos hablar?
Ariel respiró hondo como si librase una batalla y asintió. Se dirigieron al despacho.
—¿Y bien?
—Si estoy aquí es por Paula —anunció él, introduciendo las manos en los bolsillos del vaquero—. Lo que te contó Melisa es mentira. No entiendo cómo pudiste creerla cuando te enteraste de que era su hermana —frunció el ceño—. ¿Y tú eres su amigo?
—Lo era hasta que me la quitaste de mi lado —rechinó los dientes—. Paula nunca te importó.
—¡Te equivocas! —perdió los nervios—. Siempre estuve enamorado de ella.
—Lo demostraste bien, ¿eh? —ironizó, igual de enfadado—. Si tan enamorado estabas de ella, ¿por qué permitiste que se marchara conmigo? Eso no es amor, Pedro. Amor es lo que siento yo, ¡joder! —se tiró del pelo, desesperado. Comenzó a caminar sin rumbo por el espacio—. ¿Sabes cuántas veces la escuché llorar? —lo miró con odio—. ¿Sabes cuántas veces quise coger un avión y pegarte un puñetazo por el daño que le estabas haciendo? ¡Muchas, joder! Pero no lo hice. Soporté sus lágrimas, soporté cómo te nombraba hasta dormida, soporté que llevara a tu hijo en su vientre, ¡quise a Gaston como si fuera mi propio hijo! —se golpeó el pecho. Se detuvo y lo observó sin esconder la rabia—. Y, de repente, apareces otra vez en su vida para llevártela... ¡y con amenazas! —lo apuntó con el dedo índice—. ¡No te la mereces!
—¿Y tú, sí? —rebatió Pedro, avanzando, amenazador—. Has creído a Melisa antes de preguntarle a Paula. ¿Tanto la amas que la juzgas directamente y sin oír su versión?
—¡Nunca me dijo nada! ¿Qué querías que creyera? —extendió las manos, justificándose, en vano—. Paula nunca fue mía. Nunca me contó nada de su vida, solo hablaba de ti. Y Melisa confió en mí nada más conocernos. La
utilicé para olvidarme de Paula, sí, lo reconozco, pero... —chasqueó la lengua, posando las manos en las caderas—, Melisa me daba lo que creía que necesitaba...
—¿Y no te resulta extraño que, de repente, en cuanto se anuncia nuestro compromiso, conoces a su hermana?
—No sabía que era su hermana. Y ya no estoy con ella —desvió los ojos al suelo—. Fue un error iniciar una relación, con Melisa o con cualquier otra mujer. Me di cuenta cuando volví a ver a Paula.
—No te acerques a mi mujer, Howard —declaró, erguido, controlándose —. Paula me ha dicho que quiere solucionar esto contigo, pero que ahora mismo necesita tiempo —inhaló una gran bocanada de aire para serenarse—. Sé que estuvo llamándote y que no le cogiste el teléfono. Y, lo siento por ella, pero me alegro de que cortaras la relación —los celos lo asaltaron de manera inevitable.
—Estaba enfadado —confesó Howard, ronco—. Me cabreé mucho con ella. Paula es una mujer muy fuerte con todo el mundo, menos contigo. Nunca cede ante nada. Nunca se desmorona por nada. Nunca llora por nadie. Nunca... Excepto contigo. En un segundo —levantó los brazos y los dejó caer—, me echó de su vida sin dudar. Y sabía que eso iba a suceder —asintió despacio, con una expresión de derrota que no se molestó en esconder—. Pero me aferré a un rayo de esperanza, a que ella te hubiera olvidado —se frotó la cara—. Supongo que el amor verdadero perdona cualquier cosa —lo contempló con rencor—. No te la mereces, Alfonso —respiró hondo—, pero, en la subasta, la vi feliz, mal que me pese.
—Sé que cometí un gran error. No me perdonaré nunca haberla abandonado, y mucho menos de la forma que lo hice —apretó los puños a ambos lados del cuerpo—, pero no voy a permitir que nada ni nadie me aleje de ella, como tampoco voy a permitir que le hagan daño. No te acerques a Paula, Howard.
—¿Me estás amenazando? —bufó—. ¿Para eso has venido? Pues pierdes el tiempo, Alfonso, porque nadie me prohíbe nada.
—Tómatelo como quieras, pero, por tu bien, espero que te mantengas lejos de ella. Si Paula se pone en contacto contigo, yo lo respetaré. Y lo hará. Sé que lo hará. Hasta el momento, espero no verte cerca de ella.
Se dedicaron la peor de las miradas.
—Te recordaré algo —le dijo Ariel, entrecerrando los ojos—. La misma noche que se casó tu hermano, a pesar de que ella me dijera adiós, me llamó por teléfono, y durante tres días seguidos, porque me necesitaba y porque sabía, y sabe, que siempre estaré ahí para ella. Como has dicho, Paula, tarde o temprano, me llamará para solucionar nuestra discusión, lo que significa que siempre vuelve a mí, te guste o no. Y también sé que todavía me quiere, y lo sé porque, si no, no hubiera reaccionado como reaccionó cuando le dije lo que me había contado Melisa —sonrió con malicia—. Si en algún momento acude a mí porque haya tenido un problema contigo, no dudes ni por un instante que la apartaré de tu lado. Me la llevaré lejos y no volverás a verla. Ahora, eres tú quien está avisado, tómatelo como quieras.
Pedro, rugiendo como un animal, se aproximó, pero se lo pensó mejor y retrocedió. Abrió la puerta y se fue.
CAPITULO 129 (SEGUNDA HISTORIA)
Los dos primeros días fueron molestos e incómodos tanto para la paciente como para él. Paula permanecía más tiempo sedada que despierta, para así evitar el dolor de la operación. Tenía un vendaje que le cubría la cabeza y que le cambiaba Pedro dos veces diarias, tras limpiarle la herida. Bruno era muy meticuloso y apenas le quedaría una fina cicatriz.
A partir del tercer día, comenzaron a llevar a cabo las pruebas pertinentes: audición, lenguaje, visión, ecografías cerebrales... Estaba todo perfecto. Su hermano pequeño se presentó en la habitación con los resultados en la mano.
—Buenas noticias —anunció Bruno, sentándose en el borde de la cama, sonriendo a Paula con cariño—. No hará falta radio ni quimio. Los medicamentos serán suficientes. Era una masa benigna, les pedí que la analizaran enseguida para quedarnos tranquilos cuanto antes. Estás limpia, Paula —le apretó la pierna—. Te repetiré las pruebas mañana y, si todo sigue así de bien, podrás volver a casa en un par de días.
Ella sonrió, sollozando. Pedro la abrazó con cuidado y la besó en los labios.
—¿Ves? —le susurró él al oído—. Siempre juntos, rubia.
Paula asintió, aferrándose a su cuello.
El cuarto día, Juana y Pedro bajaron a la cafetería del hospital a tomarse un café.
—¿Has tenido noticias de Antonio? —quiso saber él.
—No —contestó su suegra—. Nada de nada. Tendré que llamarlo, pero... —agachó la cabeza—. No quiero hablar con él.
—¿Qué te ha dicho el abogado? —dio un sorbo a la taza.
—Que me ponga en contacto con Antonio aunque solo sea para preguntarle por los papeles, pero no me atrevo, Pedro —frunció el ceño—. Todavía no he encontrado trabajo y...
—¿Estás buscando trabajo, Juana? —los interrumpió Jorge, sentándose con ellos.
—Hola, Jorge—Juana sonrió, acalorada de pronto—. Sí, busco trabajo.
—¿Qué buscas exactamente? Lo digo porque mi secretaria está de baja por maternidad. Hasta dentro de seis meses no se reincorpora. Todavía no he encontrado a nadie. Si te interesa —sonrió—, te hago una entrevista.
—Pero yo no sé nada de secretariado. Y hace muchos años que no trabajo.
—No te preocupes —le aseguró el director, apretándole la mano—, yo te enseñaré todo lo que necesites. Ven a mi despacho esta tarde, ¿de acuerdo? No tengo reuniones. Hoy estoy libre.
Pedro ocultó una risita, apuró el café y se despidió de la pareja, que se quedó charlando como si fueran amigos de toda la vida, con la diferencia de que se miraban como adolescentes enamorados.
Cuando entró en la habitación de Paula, gruñó. Melisa estaba allí.
—Te dije que no vinieras —sentenció él—. Fuera de aquí —la agarró del brazo y la arrastró al pasillo—. ¿Es que acaso estás sorda?
— Y yo a ti te dije que volvería —protestó Melisa, enfadada—. Es mi hermana.
Él la observó como si tuviera delante a una serpiente venenosa. Sentía repulsión. Se reunió con Paula, cerrando tras de sí.
—¿Estás bien? —se preocupó Pedro, comprobando los monitores por si estuviera sufriendo un ataque de ansiedad.
—Sí, tranquilo —no sonreía y se limpiaba las lágrimas que había derramado—. Dice que ha roto con Ariel. Discutieron. Parece ser que lo que me contó Ariel es mentira.
—¿Qué te contó? —se acomodó en el sillón a los pies de la cama.
—Pues que Melisa le dijo que su hermana Eli, o sea, yo —se apuntó a sí misma con el dedo—, utilizaba a los chicos como vía de escape de mi padre, que me acostaba con todos en el instituto para desconectar de las discusiones en casa, que, primero, juego con los hombres, los caliento, los utilizo para mi propio beneficio y, luego, los tiro a la basura sin importarme sus sentimientos, justo lo que hice con él —sonrió sin humor.
—Muy típico de las malas personas como tu hermana —comentó él, relajado—. Ha puesto a Howard en tu contra. ¿Has tenido noticias de él?
Ella negó con la cabeza, abatida.
—¿Quieres tenerlas? —se atrevió Pedro a preguntar.
—Creo que nunca fuimos amigos —musitó en voz baja—. Ya sabía que se estaba enamorando de mí cuando decidí irme a Europa con él. Lo sospechaba y, aun así, acepté el viaje. Nunca le conté nada de mi vida, de mi familia o de mi pasado —contempló el Boston Common—. Nada. Para mí, Ariel fue una vía de escape equivocada para mis miedos. Pensé que, si me marchaba una temporada, podría volver con fuerzas para enfrentarme a ti y contarte la verdad —lo miró, con los ojos caídos por una amarga tristeza—. Pero en la boda de Zaira... —respiró hondo—. Quise correr en dirección contraria...
—Menos mal que no lo hiciste —bromeó.
—Quiero mucho a Ariel, Pedro —entrelazó las manos en el regazo—, pero me ha decepcionado, aunque yo soy culpable, en parte.
—¿Por qué crees eso? —se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.
—Él tiene razón: lo utilicé para escapar de ti. Y lo único que conseguí fue hacerle daño, ocultarte a ti la existencia de Gaston y encerrarme en mí misma. Entiendo que esté dolido.
—Eso no justifica que crea a una mujer a la que acaba de conocer antes que a ti, después de los meses que estuvisteis viviendo juntos. Quizás, ha creído a tu hermana porque su interior se ha aferrado a algo malo para odiarte y así dejar de amarte —arqueó las cejas—. Porque sigue enamorado de ti. Lo sé. Y si ha roto su relación con Melisa justo después de discutir contigo... — chasqueó la lengua—. O tu hermana ya ha conseguido lo que deseaba o Howard sigue sin poder olvidarte.
—Quiero hablar con él. Quiero solucionar esto. Pero no es el momento. Necesito tiempo.
—¿Melisa ha mencionado a tu padre? —Pedro arrugó la frente, recostándose en el asiento—. ¿Sabes algo de él?
—Mi padre ya sabe lo del tumor y ha dicho que no piensa dejar de trabajar por mí, y mucho menos sabiendo que mi madre y Ale se han mudado aquí, conmigo —se encogió de hombros—. No es nada nuevo, Pedro, es lo mismo de siempre.
Él asintió, serio.
No charlaron más.
Melisa regresó a la mañana siguiente, tal cual había prometido, pero nadie le permitió el paso.
Cada vez que intentaba entrar en la habitación, Pedro la echaba de malas maneras.
El día antes de que Paula recibiera el alta médica, él y Melisa discutieron en el pasillo, a la vista de todos.
—Ya es suficiente —los cortó Paula, que se había levantado de la cama por las voces que estaban dando. Arrastraba la percha del suero con la mano derecha y se sujetaba el camisón en la espalda con la otra—. Ven esta noche, Melisa. Hablaremos entonces.
—¡No! —exclamó Pedro, furioso—. ¡Solo quiere hacerte daño!
—¡Basta! —se tocó la cabeza en un acto reflejo—. Estoy harta de ser la comidilla del hospital. Necesito descansar —indicó, antes de girarse para regresar a la cama.
Melisa sonrió y se marchó.
—No se acercará a ti —sentenció él, ayudándola a meterse entre las sábanas—. No sé qué pretende, pero ¿crees de verdad que solo desea recuperarte? No me lo trago —escupió asqueado.
—Yo, tampoco, pero esto no puede continuar así, Pedro —le contestó Paula, bajando los párpados. Estaba debilitada, las sienes le palpitaban si hacía demasiados esfuerzos—. Cuanto antes hable con ella, antes se irá de Boston.
CAPITULO 128 (SEGUNDA HISTORIA)
La operación fue un éxito rotundo.
Cuatro horas después de que su mujer entrara en quirófano, Bruno salió al pasillo, quitándose el uniforme verde, el gorro y los guantes de operación, que tiró a un pequeño contenedor. A ese pasillo, solo accedía el personal autorizado del hospital. Pedro y Mauro no se movieron de allí hasta que vieron salir a su hermano pequeño. Los tres se abrazaron. Él, que había estado muerto de miedo, se deslizó hacia el suelo con la mayor liberación que había experimentado en su vida. Su cuerpo flotó, literalmente. Y rompió a reír, contagiando a Mauro y a Bruno.
Antes de cenar, tras estar en reanimación, subieron a Paula a su habitación en la planta de Neurocirugía. Estaba adormilada. Abría y cerraba los ojos con esfuerzo mientras recibía los saludos y los besos de la familia Chaves, la
familia Alfonso, Bonnie, Tammy, algunos compañeros de profesión e incluso pacientes que la adoraban, ya fueran niños o adultos.
Todos estaban emocionados, reían y lloraban de felicidad.
Sin embargo, Melisa se presentó en la estancia. Pedro la agarró del brazo y se la llevó al pasillo antes de que Paula se percatara de la nueva y amarga visita.
—Te quiero lejos de aquí —le ordenó él, soltándola con brusquedad.
—Pedro, yo... —comenzó su cuñada, entre lágrimas—. Sé que no me he portado bien, pero... —retorció las asas de su carísimo bolso de diseño—. Es mi hermana. Y con el tumor, pues... —desvió la mirada, sonrojada—. Solo quiero... Si le pasara algo, jamás me lo perdonaría...
Pedro enarcó una ceja y se cruzó de brazos; no se creía una sola palabra.
—Necesitarás una mentira más creíble para que te permita entrar, Melisa. Y te aseguro que no la hay porque eres una embustera, rastrera, malvada e interesada —la apuntó con el dedo índice—. No sé qué le has dicho a Howard porque Paula no me lo ha contado, pero sé que discutieron el otro día por tu culpa. A mí no me engañas.
—Ya no estamos juntos —se limpió el rostro—. También, discutimos él y yo —lo contempló un eterno momento—. Es mi hermana y quiero recuperarla. No me importa lo que tenga que hacer, pero vendré todos los días.
—No te servirá de nada. Paula no te quiere aquí, ni tu madre, ni tu hermano. Pierdes el tiempo, Melisa —se giró para regresar a la habitación.
—Soy paciente, Pedro —contestó con cierta dureza.
Él respiró hondo, entró en la habitación y la cerró en sus narices.
—¿Qué quería? —le preguntó Juana, en voz baja.
—Nada. Mentir, como siempre.
Después, las familias se marcharon. Pedro le pidió unos días libres a Jorge para cuidarla el tiempo que estuviera ingresada, una semana como mucho.
Mauro le llevó una maleta con ropa.
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