martes, 7 de enero de 2020

CAPITULO 47 (TERCERA HISTORIA)





—¡Pedro!


Y dale con Pedro...


—¿Puedo pasar? —le preguntó él con una voz engañosamente dulce.


Lo que Pedro deseaba en ese momento era gritar, besarla, gritar, arrancarle la ropa, gritar, besarla, gritar y hacerle el amor muy lento, muy intenso, muy...


Carraspeó al notar la sacudida de su erección.


Ya vale, que te emocionas...


Paula no se movía de la puerta, por lo que él avanzó un paso. Ella, entonces, retrocedió y le permitió entrar. Pedro fue directo a la cocina. Estaba sediento, llevaba tres horas dando vueltas a la manzana alrededor del edificio.


Paula estaba demasiado bonita con ese vestido rosa, con esa cinta a juego en el pelo y descalza. Él entregaría su alma al diablo por acariciar sus pequeños pies, sus tobillos, sus piernas... Le hormiguearon las manos. Sacó la limonada de la nevera y se sirvió un vaso, que se bebió de un trago.


—Está riquísima... —murmuró, llenando de nuevo el vaso, pero, al girarse, su mano se paralizó en el aire antes de beber más.


Ella, cruzada de brazos, lo observaba con una ceja levantada, los labios fruncidos en una mueca adorable y con una pierna adelantada, golpeando el suelo con el pie. Sus manos, además, estaban cerradas en dos puños más blancos que su piel. Su leona blanca.


Pedro ocultó una sonrisa.


—Tenía sed —se encogió de hombros, despreocupado.


—Te tomaste al pie de la letra que esta es tu casa, ¿eh? Te presentas cuando quieres, bebes lo que quieres sin esperar a que te lo ofrezcan... —entornó sus preciosos luceros—. No sé. Creo que soy yo la que está en una casa ajena. Y perdona mi franqueza.


Él procuró adoptar una actitud seria, incluso arrugó la frente, pero Paula, muy, pero que muy, enfadada, comenzó a estirarse la ropa, bien erguida y soltando humo por las mejillas. Pedro estalló en carcajadas.


—¿De qué te ríes, doctor Pedro? —inquirió ella, cuyo rostro estaba adquiriendo un tono más y más rojo cada segundo. Apretó las palmas y las
estiró repetidas veces—. ¡Eres un niño! —se desesperó, agitando los brazos —. ¡Y un maleducado!


Pedro —la corrigió, divertido, ladeando la cabeza.


—¿Qué? —preguntó, desconcertada.


—Doctor... Pedro.


—¿A... Ahora? —logró articular Paula, boquiabierta, de repente sin rastro de enojo.


—Ahora mismo —susurró él, áspero.


—Pe-Pe... Pero...


Pedro empezó a acortar la distancia y ella retrocedió por instinto. Él frunció el ceño, gruñó, pero no se detuvo.


—¿Nuestra corta amistad ha sido muy bonita, Pau? —le reprochó Pedrorecordando sus palabras exactas.


Paula se colocó detrás del sofá, utilizándolo de escudo. Él se situó al otro lado. Si alargaba la mano, la atraparía, aunque decidió concederle una tregua, solo para que se confiara y saliera de su escondite.


—Yo... Yo... —balbuceó ella. Se aclaró la voz—. Te he dicho la verdad. Ha sido corta.


—No ha sido corta porque nunca hemos sido amigos —negó despacio con la cabeza—. Y tampoco la calificaría de bonita —enarcó las cejas, cruzándose de brazos. Dio un paso a la izquierda—. Y no me has dicho la verdad, porque tu también crees lo mismo que yo.


—¿Ah, sí? —dio un paso a la derecha—. Porque lo dices tú, claro.


—Claro —dio otro paso a la izquierda.


Paula dio dos pasos más a la derecha. Quiso dar uno, pero se tropezó con sus propios pies porque no le quitaba los ojos de encima. Y la caza continuó.


—¿Qué haces aquí, Pedro? ¿Por qué has venido? ¿No tienes alguna guardia que hacer o alguna cita a la que acudir? —su tono revelaba irritación.


—Tengo guardia esta noche, trabajo en el hospital dentro de un rato. Citas, ninguna. No estoy con nadie... ahora mismo —añadió, adrede.


—¿Te importaría parar, por favor?


Estaban rodeando el sofá por segunda vez. Él aceleró, sin perder la tranquilidad que mostraba, cuando, en realidad, se le iba a salir el corazón del pecho en cualquier momento.


—Para tú, Pau, y lo haré yo.


—No, porque, si yo paro, me tienes a tu merced —se sopló el flequillo.


—Así que estás a mi merced... —sonrió con malicia—. No te imaginas lo feliz que me hace oírte... —la contempló de la cabeza a los pies sin esconder las ganas que tenía de ella.


—¡No tergiverses mis palabras! —suspiró, desquiciada—. ¡Ya vale, por favor! —se detuvo.


Pedro, en cambio, siguió hasta posicionarse a su espalda, tan cerca que su aliento movió sus cabellos en la coronilla. Se inclinó. Ella sufrió un espasmo al sentirlo.


—¿Ves? Te dije que pararía si tú lo hacías —le susurró Pedro, inhalando su fresco aroma floral—. No me tengas miedo —bajó los párpados un instante.


—Yo no... —respiró hondo—. Yo no te tengo miedo.


—Entonces, mírame y dime a la cara que no quieres volver a verme — apretó la mandíbula y se incorporó—. En el restaurante, me ha parecido justo lo contrario. No me soltaste la mano hasta que tu padre me saludó.


Paula se giró lentamente. Sus senos tensaban el vestido de lo rápido que subían y bajaban, una imagen deliciosa... Él se obligó a serenarse, pero le resultó una tarea absurda. Observó los finos labios de su leona blanca, quien contemplaba los suyos con una expresión de... deseo. Pedro, incapaz de no tocarla más tiempo, alzó las manos y le acunó las mejillas, acariciándoselas con los pulgares. Paula se sostuvo a sus muñecas.


—Dímelo, Pau, y no volverás a verme. Te lo prometo.


Mentira. Digas lo que digas, volveré, porque no puedo estar lejos de ti...


Ella lo miró, le clavó los dedos, resopló y se retiró.


—No puedo decírtelo, Pedro —se giró y se abrazó a sí misma—, pero tampoco puedo decirte lo contrario... —hundió los hombros—. ¿Por qué has venido?


—Llevo en la puerta de tu portal desde que salí del restaurante —confesó en voz apenas audible—. ¿Por qué estoy aquí? —la agarró del codo y tiró con suavidad. Se miraron con intensidad—. Porque creo que te gusta estar conmigo —se sonrojó—. Y porque también creo que estás perdida y que me necesitas.


—Estoy prometida... —tragó—. Lo de anoche...


—¿Fue un error? —la cortó, furioso de golpe—. ¿De verdad lo piensas? ¿Y por qué antes me has dicho que te gustó besarme, que lo de ayer no te supuso un problema porque fue distinto a lo que has sentido con nadie? —la zarandeó
—. ¿Por qué, Paula?


—¡Porque tú eres diferente y porque yo me siento diferente cuando estoy contigo! —estalló, soltándose con brusquedad—. ¡Y sí, fue un error! —se quitó la cinta del pelo en un arrebato y se tiró de los mechones, con las lágrimas mojándole el rostro—. ¡Fue un error porque me caso dentro de tres meses con otro hombre que no eres tú! —caminó por el espacio sin rumbo—. ¡Fue un error porque nunca he querido que ningún hombre me tocara, ni siquiera mi propio novio, pero no deseo otra cosa que estar entre tus brazos! ¡En los tuyos! —lo señaló con el dedo—. ¡En los de nadie más!


Pedro se quedó sin respiración.


—Y yo solo quiero que estés en los míos...


El tiempo, el presente, la realidad... se desvanecieron. Solo existieron ellos dos, cada uno en un extremo del salón.


CAPITULO 46 (TERCERA HISTORIA)




Sus padres la llevaron al loft. Ramiro se fue, alegando que tenía un partido de tenis con un fiscal muy importante.


—Vendré a buscarte a las diez y media —le comunicó Karen en la puerta del edificio—. ¡Qué emoción! —la abrazó con fuerza.


Elias también la abrazó.


—Mi niña... Te llamaré esta semana para comer juntos, ¿te apetece? —le acarició la cara.


Ella, ¡por fin!, sonrió de verdad. Le encantaba pasar tiempo con su padre.


Se marcharon.


Paula entró en su casa, se descalzó, se preparó una infusión y llamó a sus alumnos para cambiar las clases a última hora de la tarde del día siguiente, deshaciéndose en disculpas. Se sentía fatal. Ahora que había retomado su vida, tenía que abandonarla...


Accionó el iPod. La canción Thinking out loud de Ed Sheeran inundó el pequeño espacio, demasiado apropiada para su estado. Subió el volumen.


Justo cuando se tumbó en el sofá, su móvil vibró, en el suelo. Alargó el brazo y lo cogió. Era un mensaje de...


DP: Curioso el destino... Anoche no querías verme más y diez horas después coincidimos en un restaurante.


Se sentó de un salto, al igual que su corazón. Se cubrió la boca. Se le cayó el teléfono. Lo cogió de nuevo, con manos temblorosas, pensando qué debía hacer, pero Pedro le escribió otro mensaje:
DP: Perdona. No estoy respetando tu decisión. Nos veremos en diciembre para tu revisión. Te llamarán mañana del hospital para confirmar la cita. Adiós, Paula.


Paula ahogó un sollozo. Rápidamente tecleó una respuesta:
P: ¡No te vayas, Pedro!


DP: Pau... ¿Amigos?


Las lágrimas bañaron su rostro. Sonrió con una inmensa tristeza.


P: No sé si es buena idea ser amigos...


DP: ¿Porque nos hemos besado?


P: Ramiro planeó el destino... Reservó él en el restaurante porque sabía que tú ibas a estar allí. Hoy me ha puesto a prueba. Está raro.


DP: ¿Qué quieres decir con que está raro?


Ella suspiró, recostándose sobre los cojines. 


Decidió sincerarse.


P: Mi relación con Ramiro es bastante particular... No somos una pareja normal. Él ha intentado que seamos una pareja normal, pero desde hace mucho lo he rechazado, no sé si me entiendes... Ya te dije que no estoy enamorada de él, que si me caso con él es por mis padres, porque es lo que ellos quieren... Siempre han querido a Ramiro para mí, y yo he intentado ser una chica normal, una novia normal, pero cuando no sientes «nada», es difícil ser normal... Tengo un problema con ese tema... Y Ramiro ahora quiere una relación normal, y no puedo dársela, y tengo miedo... Desde ayer está raro, porque hoy es la primera vez que me besa desde que salí del hospital, y no sé qué pensar... Y mi madre le ha dado una copia de la llave de mi casa... No, Pedro, no es buena idea
que seamos amigos.


Pedro tardó en contestar, pero lo hizo.


DP: No te pongas nerviosa por lo que voy a decirte... Ayer nos besamos y no sentí a una mujer asustada, tampoco a una mujer que no sentía «nada»... sino a una mujer que quería dejarse llevar por lo que estaba sintiendo. Y, cuando quieras, te lo demuestro, Pau, porque estaría más que encantado de besarte otra vez... y otra... y otra... Así que supongo que tienes razón, no podemos ser amigos. Jamás podría tratarte como a una amiga.


Paula se paralizó. Su iPhone vibró al instante.


DP: Respira, Pau...


Ella soltó el aire que había retenido, aunque no se relajó, ¡imposible! Le escribió.


P: No deberías decirme esas cosas.


DP: Lo sé, pero me niego a que creas que tienes un problema cuando no es así. Ahora me asalta la duda... ¿Qué clase de relación tenéis? No hay besos, no hay... «nada». Perdóname, pero yo soy tu novio y te juro que habría «todo» entre tú y yo...


Paula se estiró el vestido.


P: Cambiemos de tema, porque no te incumbe, y la culpa es mía, no sé por qué te he dicho nada...


DP: Tú me incumbes, así que no vuelvas a decir que algo relacionado contigo no me incumbe. Además, la última vez que tu novio te besó fue hace casi dos meses, sin contar con hoy. Me extraña. Y deja de tocarte la ropa.


Ella bufó, indignada. Obedeció, soltando el vestido con reticencia.


P: ¿Qué es lo que te extraña, Pedro?, ¿que tampoco sienta nada con un beso? Ya te lo he dicho, tengo un problema.


DP: ¿Ah, sí? ¿Tuviste un problema ayer conmigo? Si no llega a ser porque te hiciste daño en el culo, todavía seguiríamos besándonos.


P: Lo de ayer fue distinto.


DP: Ya sé que fue distinto, pero quiero que me digas en qué fue distinto para ti.


P: Me gustó... Y no preguntes más.


DP: ¿Te gustó besarme?


P: ¡He dicho que no preguntes más!


DP: ¿Qué sentiste?


P: ¡PEDRO!


DP: Contesta a la pregunta, PAULA. Y no me llames así. Ahora mismo llámame «doctor Pedro».


P: ¿Y por qué ahora mismo «doctor Pedro» No entiendo la diferencia.


DP: Porque «Doctor Pedro» es un apodo cariñoso ¿Lo entiendes ahora?


Paula contuvo el aliento. Sí. Lo comprendió a la perfección.


P: Nuestra corta amistad ha sido muy bonita, doctor Pedro, pero, lamentándolo mucho, debe finalizar. Nos veremos en diciembre. Gracias por todo.


Apoyó el móvil en el sofá como si se tratase de una reliquia.


Pero ¡¿qué clase de tontería le acabo de decir?! ¡¿Amistad bonita?! ¡Seré idiota!


Se frotó la cara y se preparó otra infusión para apaciguarse. Se la bebió despacio, intentando despejarse. Recordó las enseñanzas que había adquirido en su estancia en China. Hizo una serie de respiraciones, esenciales para sintonizar el cuerpo con la mente.


Comprobó el teléfono. Encendió la pantalla tantas veces seguidas que creyó convencida que se volvería loca. Pedro no respondía.


Era eso lo que pretendías, ¿no, guapa? 


¡Ahuyentarlo! Pues lo has conseguido. ¡Enhorabuena!


Suspiró, derrumbándose en el sofá.


Entonces, sonó el timbre.


—Será la señora Robins —caminó hacia la puerta—. Qué oportuna... — chasqueó la lengua.


Abrió, dibujando una sonrisa de perfecta educación, pero la sonrisa se le congeló al descubrir a su invitado sorpresa, y no era Adela...




CAPITULO 45 (TERCERA HISTORIA)




Las dos familias intercambiaron unas frases de cortesía y se despidieron. Pedro le acarició la muñeca antes de regresar a su mesa, de forma tan sutil que ella creyó imaginárselo.


—Tenías razón en que Zaira se parece a Lucia, tesoro —señaló su madre al sentarse—. Es una buena familia. Son muy simpáticos y agradables. Y muy sencillos. Son muy queridos y conocidos en la alta sociedad.


Paula no comentó nada al respecto, pues los suspicaces ojos de su padre la inquietaron. Se colocó la servilleta sobre las rodillas para distraerse.


—No sabía que te llevases tan bien con ellos —le comentó Elias, sin variar su astuta mirada, la mirada de un gran observador, paciente y taimada—. ¿Estaban ayer en el Club de Campo?


—Sí —respondió Ramiro—. El doctor Pedro formó parte de mi equipo en el partido de polo. Por desgracia, no es buen jugador porque se le iban todas las pelotas al equipo contrario, ¿verdad, Paula? Confundía el territorio —se rio.


Pedro era un magnífico jugador, pero Paula decidió no decir nada, su novio la estaba provocando, ya no había duda.


—Pero tú sí que lo eres, Ramiro —le obsequió Karen—. Le mostrarías las reglas, aunque perdierais, ¿no?


—Por supuesto. En ocasiones, uno debe marcar el área para afianzar su propiedad.


El camarero los atendió en ese instante. 


Pidieron la comida y la bebida.


Disfrutaron de un aperitivo previo, aunque Paula no lo cató, su estómago se cerró en un puño.


—Creo que me perdí, Ramiro —sonrió Elias, sin humor—. ¿Estás hablando de deporte?


Paula dio un respingo por la cuestión planteada y, sin pensar, giró el rostro y buscó a Pedro, que la estaba mirando. El mariposeo de su interior se
aceleró. Él le guiñó el ojo y ella se ruborizó, sonriéndole con timidez.


—Paula —la llamó Ramiro, sobresaltándola.


Paula se giró de nuevo y ahogó un grito. Su novio se encontraba a un milímetro de su cara. La sujetó por la nuca y le estampó un beso casto, pero prolongado y húmedo en exceso, en la boca. Después, la soltó y retomó la conversación con sus futuros suegros.


Ella se sintió asqueada, se le revolvieron las tripas. Se disculpó y se encaminó hacia el servicio, en el otro extremo del restaurante, donde se encerró y respiró hondo repetidas veces hasta que su corazón se normalizó. 


Se refrescó la nuca y regresó a su asiento.


—Bueno, ahora hablemos de la boda, niños —anunció Karen, dichosa—. ¿Ya reservaste, Ramiro?


—Sí, Karen. El hotel Harbor ya está reservado. Tenemos que ir esta semana para ultimar los detalles, pero yo estoy muy ocupado —sonrió—. Confío en ti, querida suegra.


—Por supuesto, Ramiro —le devolvió una sonrisa deslumbrante—. Paula y yo nos encargaremos de todo. Además, cariño —añadió a su hija, acariciándole la mano—, ya pedí cita para tu vestido, mañana, a las once, en
el taller de Stela Michel.


Paula comenzó a asfixiarse. Un horrible sudor le inundó las manos.


—Tengo clase de yoga a las once y media, mamá. No puedo.


—Pues la cancelas —zanjó su novio, ladeando la cabeza—. Nos casamos dentro de tres meses y todavía no tienes vestido, ni lista de invitados, ni regalos, ni flores... nada. Necesitas todo tu tiempo. ¿O acaso no quieres casarte, cariño?


Ella, sin pensar, buscó a Pedro, que en ese momento se reía por una broma de su hermano Manuel.


—Paula —Ramiro la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo. Sonreía, aunque sus ojos azules transmitían su característica frialdad—. ¿Tus clases son más importantes que nuestra boda? —se recostó en el sillón—. No entiendo por qué te has empeñado en volver a tus clases de yoga y a vivir sola. Viviremos en mi casa y no te hará falta trabajar. Por cierto... —frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos de la americana—. Vaya... —chasqueó la lengua—. Se me ha olvidado la llave. Ya te hice la copia. Lo siento —se encogió de hombros, despreocupado y dio un sorbo al vino—. La próxima vez te la daré.


¿Ya te hice la copia? Pero ¿de qué está hablando?


—¡Uy, qué casualidad! —exclamó su madre, sacando un juego de llaves del bolso—. Toma, Ramiro —se lo entregó—. Paula lo tenía preparado para ti.


Paula desorbitó los ojos. ¡Eran de sus padres, no de su novio!


Bueno, no te preocupes que Ramiro odia a la señora Robins.


Karen le propinó una suave patada a su hija.


—Gracias, cariño —le dijo Ramiro, antes de besarla de nuevo en la boca.


La comida fue la más larga de su vida... No habló. No comentó nada.


Asintió a todo y fingió alegría. Después, su padre pagó la cuenta y se acercaron a la mesa de la familia Alfonso para despedirse de ellos, aunque Paula rehuyó a Pedro, ni siquiera lo miró.