miércoles, 19 de febrero de 2020
CAPITULO 190 (TERCERA HISTORIA)
Pedro alzó los pesados párpados. Una luz lo cegó. Se cubrió la cara con una mano y frunció el ceño.
—¡Joder! —exclamó, al notarse la ceja demasiado tirante.
—Esa boca, querido —lo reprendió una voz muy familiar.
Enfocó la visión y descubrió a su madre, sonriéndole con ojos vidriosos.
—¿Qué tal te encuentras, cariño? —le preguntó Catalina, acariciándole el rostro—. Antes de que te asustes, estás bien. Tienes un par de contusiones y la ceja partida, pero nada grave. Tuviste un accidente con el coche. ¿Te acuerdas de algo?
Pedro parpadeó, intentado recordar lo sucedido.
Sí se acordaba de algo... Por desgracia, la realidad seguía siendo la misma: Paula se había ido.
Se incorporó hasta sentarse. Le molestaba el cuerpo. Estaba en una cama de hospital. Tenía una vía en la mano izquierda.
—Avisaré al médico —anunció su madre—. Dijo que, en cuanto despertaras, podías irte a casa. Enseguida vuelvo. Por cierto, te traje ropa — señaló una bolsa que había a su izquierda.
—Mamá...
—Dime, cielo.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Dos días, durmiendo, pero no inconsciente —sonrió con tristeza—. Estás con insomnio otra vez, ¿no?
Él giró la cara en dirección contraria.
Una hora más tarde, salía del General, con Catalina, Rocio y Zaira. Era noche cerrada.
Al llegar al todoterreno de su madre, notó un fuerte tirón en la oreja.
—¡Ay, joder!
—¡Eso es por el susto que nos has dado! —lo regañó Catalina, enfadada y llorando al mismo tiempo—. ¡Eres tonto, hijo! ¡¿Se puede saber qué clase de locura se te pasó por la cabeza para querer estrellarte con el coche, por Dios?!
A él se formó un nudo en la garganta al ver a su familia conmocionada, por su culpa.
—Lo siento... —se disculpó en un hilo de voz, agachando la cabeza.
Sus cuñadas y su madre lo abrazaron enseguida, vibrando por el miedo.
Pedro también se estremeció. Lo apretaron fuerte, en llanto todos.
—Lo siento... —repitió.
—Bueno —dijo Catalina, colgándose de su brazo, más recompuesta, secándose las lágrimas—, será mejor que nos vayamos. Tendrás hambre, cariño. Tus hermanos están con la abuela. Se ha puesto muy nerviosa cuando se lo hemos contado. Quería venir, pero le aconsejé que te esperara en casa.
Aquello lo inquietó todavía más. Lo último que deseaba era agravar la delicada salud de Ana...
Unos minutos después, el chófer de la señora Alfonso aparcaba en el garaje de la mansión, en Suffolk.
Manuel y Samuel lo abrazaron con cuidado.
Mauro, en cambio, ni siquiera lo miraba.
—¿Y la abuela? —se interesó Pedro, dolido por el rechazo de su hermano mayor.
—Está arriba —contestó Samuel—, en tu habitación —sonrió—. Es donde ha querido quedarse desde que le dieron el alta, ya la conoces.
Pedro asintió y subió a su habitación.
—Abuela...
—¡Cariño mío!
Pedro corrió hasta la cama. Se arrodilló y se arrojó a los brazos de Ana, quien lo acunó en su pecho.
—Mi niño preferido... Mi niño precioso...
Ambos lloraron.
Unos minutos después, su familia entró en la habitación. La expresión de todos, incluida la de Mauro, era... muy extraña. Algo había pasado.
Esas caras tan familiares lo observaron con gran nerviosismo. Sus cuñadas lloraban en silencio, abrazándose la una a la otra. Sus hermanos y su padre tenían el ceño fruncido. Catalina se sentó en la cama y enlazó una mano con la de su suegra.
—¿Lo saben todos? —le preguntó la anciana a su nuera.
—Se lo acabo de contar.
—¿Qué es lo que pasa? —quiso saber Pedro, que se incorporó, asustado—. ¡Hablad!
—Lo haré yo, cariño —contestó Ana, sonriendo con tristeza—. Tiene que ver con mi amago de infarto.
Él se cruzó de brazos. Quería borrar aquella noche de su vida, tanto por el susto que se llevó por su abuela como por la manera en que Paula se alejó de su vida. Sin embargo, no había visto a la anciana desde que entró por la puerta de Urgencias del General.
—Estuve todo el día de la gala sintiendo náuseas —comenzó Ana con voz pausada—. Apenas cené. Lo poco que probé fue el postre —hizo un ademán con la mano libre, pues no se soltaba de su nuera—. Cuando se inició el baile, tuve que ir al servicio. Me encerré en uno de los apartados. Estuve un rato. La cabeza me daba vueltas y me dolían el brazo y el pecho. Al poco de estar allí, entró Paula —respiró hondo—. Preguntó por ti. Te nombró. Te estaba
buscando.
—¿En el baño? —repitió Pedro, extrañado, dejando caer los brazos a ambos lados del cuerpo—. No estuve con Paula en el baño en ningún momento. De todas formas —arrugó la frente—, no sé por qué estamos hablando de Paula.
—Cállate y escucha —lo reprendió su madre con suavidad.
—La cuestión —continuó su abuela, mirándolo a él— es que quien entró a continuación fue Ramiro —sufrió un escalofrío—. Paula le preguntó que qué hacía él allí y que dónde estabas tú. Ramiro... —suspiró, cerrando los ojos un instante—. Ramiro le dijo que solo quería hablar con ella, pero... —se detuvo unos segundos en los que Catalina le frotó los nudillos—. La amenazó.
Pedro palideció.
Una sospecha comenzó a gestarse en su interior.
—Ramiro amenazó con destruir el bufete de su padre si no te dejaba y se casaba con él el día veintitrés de septiembre —prosiguió Ana, cuyo rostro reflejó pavor—. No solo eso... Ramiro le dijo que había sobornado a unos abogados para que renunciaran a su puesto de trabajo en el bufete. Pero Paula no cedió —movió la cabeza en gesto negativo—. Le gritó que jamás te abandonaría, que se lo contaría a su padre y que lo denunciaría. Entonces, Ramiro... —tragó saliva, llevándose la mano a la mejilla—. Ramiro... Dios mío... No puedo...
—Tranquila, Ana —la animó su nuera—. Yo lo haré. Respira hondo. No debes alterarte —observó a su hijo pequeño—. Pedro, Ramiro es un asesino. Lucia sufrió el derrame cerebral por una droga, no sabemos cuál, que le suministró Ramiro, tampoco sabemos cómo.
Sus cuñadas gimieron de horror.
A Pedro se le nubló la vista. Tuvo que apoyarse en la pared.
—Lo último que le dijo a Paula fue que, si ella no se casaba con él, destruiría el bufete de Elias, después al propio Elias de la misma manera que lo hizo con Lucia y... —se humedeció los labios—. Y a ti, Pedro —se levantó —. También la amenazó con acabar contigo.
—Pedro... —lo llamó su abuela, más debilitada que al principio de verla —. Tienes que impedir esa boda.
—Fue ella quien me llamó, Pedro —le confesó su madre.
—¿Qué? —pronunció él en un hilo de voz—. ¿Quién te llamó para qué?
—Tenías a Paula como el primer teléfono de contacto en caso de emergencia —lo tomó de las manos—. El hospital la llamó y ella enseguida me llamó a mí. Ha estado en el hospital. Anoche.
Aquello le provocó un nudo lacerante en la garganta. De repente, se sintió perdido. Caminó por la estancia apenas sin aliento.
—Pedro... Cariño...
Era su abuela.
Pero él no respondió.
—Paula fue a verte anoche al hospital —señaló Mauro, que lo sujetó por los hombros con fuerza—. No estuvo ni dos segundos en la habitación. Mamá la dejó entrar. Y, en cuanto te vio, se echó a llorar y se marchó corriendo. No sabemos nada más de ella, excepto lo que salió en el periódico, el anuncio de su boda. Nos acabamos de enterar de lo de la abuela —le apretó—. Paula te necesita, Pedro. Paula te ama...
Pau...
—Tengo que... —empezó Pedro, pero paró la frase—. Me escribió una carta —se alejó de su hermano y miró a los presentes—. Me pidió que no me pusiera en contacto con ella, ni la llamara, ni le enviara mensajes y, mucho menos, la buscara. Pero necesito hablar con Pau... —se le quebró la voz. Se revolvió los cabellos—. No lo puedo creer...
No... No podía creer nada de eso...
Esto es una pesadilla, ¡tiene que serlo!
—¿Anderson mató a Lucia? —dijo Pedro en un tono casi inaudible—. Pero... Joder...
—Anderson ya le desvió una vez el teléfono a Paula —le recordó Manuel—. Si ella te ha pedido que no la busques ni intentes localizarla por el móvil, no solo será por las amenazas, sino también porque la tendrá más controlada que nunca —gruñó—. Hay que demostrarlo.
La rabia, la impotencia y la desesperación cegaron a Pedro.
—Para demostrar lo de Lucia se necesitaría realizar una autopsia del cuerpo. Y para eso, hay que pedir una exhumación porque Lucia murió hace casi cuatro años. Los padres de Paula son los únicos que pueden solicitarlo.
Y tardarían semanas. No hay tiempo. Hoy es trece de septiembre. La boda es el día veintitrés.
Quiso gritar, pero se contuvo.
—Yo... —balbuceó, de pronto, retrocediendo hasta la puerta, trastabillando con sus propios pies—. Necesito... —y se fue.
Requería aire... Requería pensar... Requería asimilar... Requería a su muñeca...
Le pidió al chófer de su madre que lo llevara al ático.
Encontró la carta de Paula, arrugada y rota debajo de la cama. Cogió cinta transparente y unió los trozos. La leyó de nuevo. Y comprendió ciertas frases: Solo hay una razón, que te he repetido muchas veces, por la cual no puedo verte más... Sabes cuál es... Nuestra corta amistad ha sido muy bonita... Por favor, nunca dudes de que lo que hago es porque te amo...
Esas palabras tenían coherencia en lo referente a ellos dos.
Sí. Lo amaba. Y ahora que Pedro conocía la verdadera razón por la que ella lo abandonó la noche de la gala, entendía a la perfección su reacción. Él hubiera actuado igual. Si alguien pretendiera hacerle daño a Paula de algún modo, a ella y a su familia, no lo dudaría, renunciaría a ser feliz con tal de ver a las personas que quería sanas y salvas, y más si había un asesinato de por medio...
Mi muñeca está con él, asustada, sola, sin mí...
Pedro no podía permitir que Anderson ganara.
No podía permitir que Anderson no pagara por sus actos. No podía permitir que Anderson saliera inmune.
Salió del dormitorio y se topó con sus hermanos y con sus cuñadas en el salón, todavía con las chaquetas puestas porque acababan de llegar.
—Necesito vuestra ayuda —les rogó, firme y determinado—. Y la de Claudio King.
CAPITULO 189 (TERCERA HISTORIA)
—¡SE ACABÓ! —vociferó Mauro, irrumpiendo en la habitación—. ¡Qué mal huele, joder! Hay que ventilar esto.
—Ya me encargo yo de las ventanas —dijo Zaira, descorriendo los estores y abriendo los cristales.
El frescor propio del mes de septiembre y los rayos del sol de mediodía solo consiguieron que Pedro se tapara la cara con una de las almohadas.
Pero Mauro se la quitó y le golpeó la espalda con ella.
—Levanta el culo, si no quieres que te lo levante yo, Mauro Alfonso.
Dúchate. Te esperamos en el salón. Cinco minutos, o vuelvo a entrar.
Él no se inmutó. Tenía los hinchados párpados cerrados.
Desde que su novia lo abandonó, siete días atrás, no se había movido de la cama. Ni siquiera había avisado en el hospital. El jefe de la planta de Neurocirugía del Hospital General de Massachusetts llevaba una semana entera sin acudir al trabajo. Poco le importaba. Paula se había marchado de su vida. Ya nada tenía sentido.
De repente, unas manos lo agarraron y lo arrastraron hasta tirarlo al suelo.
—¡Joder! —gritó Pedro, furioso y con la voz ronca por no haber pronunciado palabra aún—. ¡Déjame en paz!
—¡Ni hablar! —contestó su hermano mayor, enfadado, señalándolo con el dedo—. Ya le han dado el alta a la abuela. Está en casa de mamá y papá. ¿Sabes de quién te hablo? —inquirió con voz cortante—. De esa anciana que bebe los vientos por ti. Esa anciana que te adora como si fueras su hijo, no su nieto. Esa anciana que hace siete días sufrió un amago de infarto. Esa anciana que no ha parado de preguntar por ti. Esa anciana a la que te has negado a visitar. ¡Espabila, joder! Dúchate. Te espero en el salón. Y, como me hagas entrar en esta pocilga otra vez... —dejó la frase en el aire y se fue dando un
portazo que retumbó en la tarima.
Ana...
Paula...
Pedro suspiró. Al menos, por su abuela, lo haría.
Se incorporó con esfuerzo. Le punzaban las articulaciones. Notaba pinchazos al caminar, al hacer cualquier movimiento.
Obedeció a Mauro, aunque tardó mucho más de cinco minutos. Se duchó y se puso unos vaqueros y una camiseta. Descalzo, se reunió con sus dos hermanos y sus dos cuñadas en el salón. Se sentó en uno de los taburetes de la barra americana y se cruzó de brazos. Clavó la mirada en el suelo.
Rocio se acercó y apoyó las dos manos en sus rodillas.
—Háblanos, por favor... —le rogó, en un tono quebrado por la tristeza.-Por favor...
Esas dos palabras aguijonearon su estómago.
—No tengo nada que decir —señaló él, encogiéndose de hombros—. Paula se ha ido. Me dejó una carta donde me lo explicaba. Fin de la historia.
Manuel, serio y silencioso, le tendió el periódico que llevaba en la mano.
Pedro lo aceptó. Estaba abierto en la página de sociedad. Había una foto de Ramiro y Paula, sonriendo, abrazados. El titular de la noticia decía: ¡Suenan campanas de boda!
Lanzó el periódico al suelo profiriendo un rugido animal.
Se casaban... Su muñeca había retomado su relación con el abogado, ese hombre que había estado a punto de violarla. Se casaban...
De muñeca, nada.
¿Y me dice en la carta que, por favor, nunca dude de que todo lo que hace es porque me ama? ¡Y una mierda!
El dolor que padecía su alma fue reemplazado por un odio inhumano.
Se encerró en el dormitorio. Se calzó las zapatillas, cogió un jersey que se colgó del hombro y las llaves del coche y se marchó del ático.
Condujo sin rumbo hacia las afueras de la ciudad. Aceleró en la autopista.
Pisó a fondo, descargando la adrenalina, la ira, el sufrimiento, las heridas que lo estaban desgarrando por dentro... Y chilló como un loco... Lloró como un niño...
—¡TE ODIO, PAU! ¡TE ODIO!
Golpeó el volante una y mil veces.
Y lo soltó sin darse cuenta.
Y el coche se desestabilizó.
Volcó en una curva.
Su último pensamiento antes de ser atrapado por la oscuridad fue... ella.
CAPITULO 188 (TERCERA HISTORIA)
—Ha sido un amago de infarto —les informó el doctor Astor, el cirujano cardiólogo que se había encargado de Ana en cuanto la ambulancia se había parado en la puerta de Urgencias del General—. Necesita descansar. Estará en Cuidados Intensivos durante cuarenta y ocho horas. Y, por favor, nada de visitas. No se puede alterar. Es importante que esté tranquila estos dos primeros días, ¿de acuerdo?
—Gracias, Astor —le dijo su padre, estrechándole la mano al cardiólogo.
—Un placer, Samuel—se despidió de todos y se fue.
La familia Alfonso soltó el aire que había retenido. Pedro, en cambio, apoyado en la pared del pasillo que conducía a los quirófanos, se deslizó hacia el suelo; el miedo todavía lo tenía paralizado. Había estado a punto de perder a su abuela...
—Cariño —lo llamó su madre, zarandeándolo por el hombro—. ¿No debería haber llegado ya Paula? Acércate a la entrada, a lo mejor no le han dejado pasar al no ser familiar directo de la abuela.
Aquella pregunta lo despertó del trance. Se incorporó de un salto. Sacó el iPhone del bolsillo interior de la chaqueta y telefoneó a su novia. Pero no dio señal. Frunció el ceño. Probó con el otro móvil que ella tenía. Apagado.
—Qué raro... —murmuró Pedro—. Voy a buscarla.
Salió del hospital y corrió hacia el hotel Liberty. Estaba apenas a diez minutos del General andando, por lo que tardó bastante menos.
La gala había finalizado por lo acontecido con Ana. No había ningún invitado en el gran salón. Los empleados del hotel estaban recogiendo y
limpiando la estancia.
Se dirigió al loft.
—¿Pau? —pronunció nada más abrir—. ¡Pau!
Recorrió el apartamento entero.
No estaba.
El último lugar que le quedaba era el ático.
La niñera que cuidaba de Caro y Gaston estaba dormida en el sofá del salón.
Sigiloso, entró en su habitación. Encendió la luz.
Olía a ella... pero hacía seis días que no habían pisado esa casa...
—¿Pau?
Tampoco estaba.
Se desesperó. La telefoneó de nuevo.
Nada. Los dos iPhones estaban desconectados.
—¡Dónde estás, joder! —se tiró del pelo, nervioso.
Entonces, algo llamó su atención.
La leona blanca de peluche estaba encima de la cama. Había un sobre apoyado en una de las patas de la leona. Avanzó y lo cogió. Su nombre,
Pedro, estaba escrito con la caligrafía delicada, fina e inclinada de Paula. Y ya solo su mero nombre, que no el apodo cariñoso doctor Pedro, lo alertó. Se sentó en el borde del colchón y rompió el sobre. Desdobló el papel del interior y
procedió a leer.
Una vez me dijiste que, si no quería verte más, tenía que decírtelo mirándote a la cara. Y, si después de decírtelo, tú te lo creías, entonces desaparecerías de mi vida, aceptando mi decisión. Pero seamos sinceros... carezco de valentía en lo referente a ti. Te lo he demostrado en más de una ocasión.
No puedo verte más, Pedro... Lo nuestro es imposible. Ha sido imposible desde el principio. Los dos lo sabemos. No te merezco. Eres demasiado bueno para alguien como yo. Te he complicado la vida y te la seguiré complicando si seguimos juntos.
Solo hay una razón, que te he repetido muchas veces, por la cual no puedo verte más... Sabes cuál es.
No me llames. No me escribas. No me busques. Olvídate de mí.
Ojalá algún día puedas perdonarme...
Te deseo todo lo mejor, porque no te mereces otra cosa...
Nuestra corta amistad ha sido muy bonita...
Paula.
P.D.: No tengo derecho, pero te pido un favor: POR FAVOR, nunca dudes de que todo lo que hago es porque te amo.
Pedro releyó la carta una y otra vez hasta que le dolieron los ojos.
Se levantó de la cama y caminó hacia el armario.
Respiró hondo con el corazón en un puño.
Lo abrió.
Y se desplomó en el suelo.
Paula se había ido...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)