miércoles, 18 de diciembre de 2019
CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)
El cansancio empezó a apoderarse de Paula.
—Aquí tienes —Zaira le entregó un vaso de agua.
—Gracias —sonrió.
Le encantaba esa chica, Zaira. Le recordaba a su hermana Lucia por el color del cabello y por su entrañable simpatía.
Paula había conocido a Mauro esa misma mañana, cuando se había acercado a su despacho para preguntarle dónde podía encontrar al doctor Pedro. Solo deseaba agradecerle sus cuidados en ese tiempo en que había estado en coma, pero no lograba coincidir con él desde que se había despertado, hacía ya más de un mes, por lo que había estado indagando. Las enfermeras de Neurocirugía le habían hablado sobre los famosos hermanos
Alfonso, apodados en el hospital como los tres mosqueteros. Se los había considerado como los tres solteros más codiciados de la ciudad hasta que el mayor y el mediano habían contraído matrimonio hacía pocos meses, con apenas dos semanas de diferencia entre las dos bodas.
Mauro, el mosquetero protector, y Manuel, el mosquetero seductor, eran muy atractivos, quizás, demasiado para la salud... No era ciega, tenía ojos en la cara, y describirlos como menos era mentir. Toda la familia Alfonso lo era, además de que la educación y la amabilidad no les faltaba. Eran encantadores, en especial la pelirroja y la rubia.
—¿Cómo te sientes, Paula? —se interesó Rocio, que tenía un precioso niño de unos diez meses en los brazos, su hijo, Gaston—. La semana pasada te dieron el alta, ¿no? No hemos coincidido. Me incorporé el lunes.
—¿Has vuelto al hospital?
—Sí —sonrió, orgullosa de su profesión—. Por el tumor, he estado de baja, y luego me cogí unas semanas para estar al cien por cien, pero me gusta mucho trabajar. Solo voy por las mañanas, así tengo tiempo para cuidar de mi gordito —besó al niño, que emitió un ruidito de júbilo por las atenciones.
—Te recuerdo perfectamente porque fuiste la primera persona que vi al despertarme —declaró Paula, sonriendo, antes de beberse el agua de un trago —. Gracias por calmarme ese día. Despertarse desorientada y sin conocer a nadie a mi alrededor... —arqueó las cejas—. Me asusté, pero tú y el doctor Pedro aliviasteis mi ansiedad.
Las tres se rieron con suavidad.
—Y, ahora —le dijo Zaira, seria—, ¿has retomado tu vida o todavía no puedes?, ¿qué te ha dicho Pedro?
—Pedro ya no la trata, Zai —aclaró la rubia.
—¿No? —se extrañó la pelirroja.
—No —contestó Paula, negando con la cabeza—. Tengo varios médicos: mi neurocirujano es Hernan Walter, mi psicólogo es Juan Fitz y mi fisioterapeuta es Adrian Collins.
—Los tres son muy buenos —convino Rocio—. Hernan es un caballero y un gran médico. A Fitz no lo conozco, pero he oído hablar muy bien de él. Y Collins... —carraspeó, ocultando una sonrisa—. De Collins, los rumores dicen que se entrega demasiado a sus pacientes, termina acostándose con casi todas.
Paula y Zaira desorbitaron los ojos y la rubia estalló en carcajadas.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Manuel, abrazando a Rocio por la espalda.
—Paula tiene a Collins como fisioterapeuta.
—Pues te deseo suerte, Paula —señaló el mediano de los Alfonso antes de besar la mandíbula de su esposa—. A Collins no le frenará ni siquiera el anillo que llevas.
Ella observó su anillo de compromiso, un diamante de diez quilates y oro blanco.
—Debería irme.
—¿Ya te vas, cielo? —le preguntó Catalina, que la había oído.
—Es tarde —se excusó ella.
—¿Te esperan en casa?
—No, vivo sola. Pero mañana tengo fisio a primera hora y me gusta ir descansada, si no es molestia.
—Por supuesto, tesoro —accedió enseguida—. Espérame aquí, ¿de acuerdo? —le pidió antes de marcharse.
Paula llevaba dos horas en el cumpleaños del doctor Pedro y todavía no había podido hablar con él. En primer lugar, había sido un grosero al principio y, en segundo lugar, había sido un grosero aún mayor el resto del tiempo al ignorarla, no mirarla e, incluso, esquivarla, porque necesitaba hablar con Pedro, él lo sabía, por eso ella estaba allí.
El problema era que esa grosería no había disminuido los confusos sentimientos que Paula le profesaba desde hacía más de tres años, desde que su hermana había ingresado en el General por un derrame cerebral. Habían sido cinco días horribles, los peores de su vida, en los que solo la sonrisa del joven doctor Pedro la había inundado de paz unos minutos; escasos, en realidad, porque la muerte de Lucia se llevó consigo la mitad de su alma y ninguna sonrisa consiguió hacer desaparecer la inmensa tristeza que asoló a Paula, una tristeza con la que había aprendido a convivir.
Sin embargo, no había olvidado la sonrisa de Pedro Alfonso, como tampoco su voz profunda, aterciopelada y de bajo tono, una voz con la que soñaba desde que lo conoció, incluido su estado de coma, aunque eso solo lo sabía su psicólogo. El coma era un misterio sin resolver, extraño, impreciso, borroso, donde la realidad se transformaba en fantasía y viceversa, es decir, que se desconocía lo que era realidad y lo que era fantasía.
—La acompaño, señorita Chaves —le dijo él a su espalda.
Paula se dio la vuelta al instante y asintió. Se despidió de todos y lo siguió hacia la puerta.
Era incapaz de desacelerar su encabritado corazón y de reprimir el mariposeo de su estómago. Era un hombre que exudaba desenvoltura, gravedad en lo referente a ella, y una gallardía que la imponía, a pesar de que no vestía traje ni corbata como en el hospital, sino una camiseta blanca de manga corta, unos vaqueros negros con rotos en las piernas y unas Converse negras, una ropa muy informal que se ceñía a su atlética fisiología. Los que no sabían quién era jamás creerían que se trataba de uno de los neurocirujanos más acreditados de Massachusetts así vestido.
No obstante, a pesar de su particular estilo y de sus ondulados cabellos despeinados en miles de direcciones, que le cubrían las orejas, la frente y parte de la nuca, era insuperable, el mejor de los tres mosqueteros. Mauro y Manuel eran atractivos, sí, pero como Pedro, el más delgado y desaliñado de los tres, ninguno... Irresistible para Paula. Lo apodaban en el hospital como el
mosquetero sonriente, porque decían que siempre sonreía, aunque ella, por desgracia, no había atisbado esa sonrisa todavía desde que había tratado a Lucia.
Aun así, se le secó la boca al admirar cómo se le contraían los músculos de la espalda al caminar, los de sus brazos, sus amplios y definidos hombros relajados, sus estrechas caderas, su trasero prieto, sus piernas labradas, sus largas zancadas pausadas, pero resueltas, su flexibilidad, su aplomo...
La camiseta y los vaqueros conectaban con su imbatible anatomía como si estuvieran hechos a medida, exclusivos para él, resaltando con creces sus encantos, sellando así su irresistible masculinidad.
No le extrañaba que las mujeres con las que había charlado en el hospital hablaran del doctor Pedro de manera acalorada y con las respiraciones alteradas. Paula estaba más que afectada por él...
—Aquí tiene, señorita —Augusto le entregó la cazadora y el bolso.
—Gracias —se los colocó con rapidez, cuanto antes saliera de allí, mejor —. La cena estaba riquísima —añadió hacia Pedro, mirándolo con seriedad —. Disculpe por haberme presentado sin avisar y gracias por la invitación. No lo molestaré más, doctor Pedro —se giró hacia la puerta, pero él la agarró del brazo, frenando su avance.
—Por aquí —le indicó, señalando con la cabeza la escalera de mármol del recibidor—. La llevaré a casa.
—No, por favor, no hace falta —sintió sus mejillas arder.
Él apretó la mandíbula un segundo y tiró de ella, conduciéndola a una puerta que había detrás de la escalinata. Descendieron una escalera y llegaron al garaje. No la soltó hasta que abrió la puerta del copiloto de un impresionante todoterreno gris metalizado, un Mercedes GLC.
—Qué bonito... —murmuró Paula sin darse cuenta.
CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)
Su cuñada seguía siendo toda una belleza a pesar de su cortísimo cabello rubio. Su intachable seguridad y su fiera confianza en sí misma la convertían en el alma gemela de su hermano Manuel, sin duda.
Hacía cuatro meses que Pedro le había extirpado un tumor cerebral benigno.
Quería mucho a sus dos cuñadas, pero a Paula la adoraba. No solo era su amiga, sino que también formaba parte de su equipo en el General. Había estado presente, junto a él, en el momento exacto en que Paula había despertado del coma, y, si no llega a ser por su cuñada, Pedro no hubiera reaccionado.
Rocio había estado de baja por el tumor, luego se había tomado unas semanas de vacaciones, pero le encantaba su profesión, por lo que se había reincorporado al hospital en jornada reducida, solo trabajaba por las mañanas, así disfrutaba de su hijo, Gaston.
—¿Cómo es que dejaste de tratar a Paula? —inquirió ella, sonriendo con picardía—. Ha dicho que hace semanas que no te ve.
Él se encogió de hombros y dio un largo trago al botellín.
—Te dije que la trataría como un paciente más cuando despertase, y eso es lo que he hecho.
—Ya... ¿Tu actitud no tendrá nada que ver con cierto anillo de compromiso que lleva en el dedo?
Pedro desvió los ojos al césped. Su amiga acortó la distancia y se puso de puntillas.
—Si te sirve de algo —le susurró al oído—, todavía no tiene fecha de boda.
—Rocio, por favor...
—Está bien, me callo —retrocedió—. Por cierto, si quieres saber quién le ha dado la dirección de la mansión, habla con Mauro —y se fue.
Él frunció el ceño. ¿Mauro?
¡Joder!
Se acercó a su hermano, en el extremo del tablero.
—Espero que esto no tenga nada que ver con cierto baile de graduación — le dijo Pedro a Mauro en voz baja para que no lo escuchara nadie.
Mauro le dedicó una sonrisa de triunfo.
—La venganza es un plato que se sirve frío, Pedro. Hice el ridículo en mi baile de graduación por tu culpa, y te avisé de que me vengaría —le palmeó la espalda y lo dejó plantado y furioso en mitad del jardín.
Pedro dejó el botellín vacío en la mesa y se sirvió otro. Se propuso ignorar a Paula. Cuanto más lejos de ella estuviese, mejor para su cuerpo, para su mente y para su odiosa e incontrolable erección.
¡Pues, entonces, deja de mirarla, joder!
CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)
Ella entró primero y Pedro la siguió, impregnándose de su fresca fragancia floral. Y no pudo evitar admirar su aspecto cuando el mayordomo se hizo cargo de su chaqueta y su bolso. Llevaba un vestido primaveral con un
estampado de flores diminutas azules y amarillas sobre fondo blanco, de manga corta, ceñido en el pecho, fruncido en la cintura, suelto hasta la mitad de los muslos, revelando unas piernas preciosas, brillantes, seguramente por alguna crema, esbeltas, proporcionadas a su menudo cuerpo —Pedro le sacaba más de una cabeza—.
Lo que de verdad lo apasionó fueron sus Converse amarillas tipo zapatillas, y que por cierto estaban con los cordones flojos. Él se consideraba un amante ferviente de las All Star, mucho más que su cuñada Zaira, ¡y ya era decir!
Paula era muy discreta para su gusto, pero se sentía irremediablemente atraído por ella desde hacía demasiado tiempo. Y, ¿quién, en su sano juicio, se cautivaba por una paciente en coma, por muy bonita que fuera? Se había cuestionado tal hecho durante meses y la respuesta seguía siendo la misma: le hacía falta una mujer para resolver su incomprensible exaltación hacia Paula.
En ese instante, contaba con una lacerante erección que estiraba los botones de sus vaqueros negros. Y, sí, llevaba ya un año y medio de celibato, no porque no lo hubiera intentando, sino porque ninguna mujer lo había tentado lo suficiente como para poner fin a su castidad. En las últimas semanas, había retomado su vida privada y social, pero no había logrado estimularse con ninguna, excepto si sus pensamientos se dirigían a su antigua paciente...
Paula no se asemejaba en nada a sus ligues, era sencilla, discreta, excesivamente educada y, a pesar de su retraimiento, no apartaba los ojos de los suyos cuando le hablaba, algo que a él le encantaba, lo que demostraba que era una persona de fiar, honesta. Pedro había estado con mujeres extrovertidas, divertidas, que le ayudaban a desconectar de tanto hospital; quizás, por eso, ninguna de sus cortas relaciones había cuajado. Ninguna de ellas era como Paula Chaves.
Con lo a gusto que estaba intentando olvidarla...
La consideraba una muñeca, no solo por su precioso rostro tan perfectamente esculpido, de facciones tan delicadas como su voz, muy femeninas, de labios finos y pómulos alzados y sonrosados, sino también porque las muñecas eran juguetes y, por tanto, se podían romper, ya fueran de porcelana, de plástico o de trapo. Él podía continuar su lista de contras, pero su cuerpo solo respondía al de ella, ni siquiera acataba las órdenes del propio Pedro, iba a su libre albedrío. Y eso no le había ocurrido nunca. Con Paula, experimentaba un desconcertante desasosiego.
Debía alejarse de ella, que era lo que, en teoría, había hecho hasta que ella se había presentado en la mansión de sus padres esa noche.
¿Quién le habrá dado la dirección?
Paula y Pedro atravesaron el amplio hall, en línea recta hacia el gran salón, enfrente, dejando la escalera a la derecha, que conducía al único piso superior. Las tres puertas acristaladas que accedían al jardín estaban abiertas.
Las doncellas salían y entraban con bandejas llenas y vacías, de comida y bebida.
—Me alegro de volver a verte, cielo —señaló Catalina, colgándose del brazo de Paula con su característico cariño—. Disculpa al mocoso de mi hijo.
—Joder... —siseó Pedro, apretando los puños.
El resto de los presentes se acercó para saludar a la recién llegada. Él se sirvió una cerveza.
El jardín era muy grande, en consonancia a la vivienda. Era todo césped.
Al fondo, estaba la jardinera en forma de U invertida. Las macetas se disponían continuando las tres paredes de ladrillos, cubiertas por una enredadera que su madre había plantado cuando los hermanos Alfonso eran pequeños.
En el centro del lugar, se encontraban el tablero y las sillas de mimbre que, normalmente, se hallaban a la derecha, en la única parte techada
del jardín, donde, además, estaba la barbacoa fija a la pared.
Su padre, Samuel, su abuelo, Miguel, el padre de su cuñada Zaira, Carlos Hicks, y el director del hospital, Jorge West, actual pareja de la madre de su cuñada Rocio, Juana, preparaban las costillas, bebían vino y charlaban de manera animada.
—¿Estás más tranquilo, Pedro? —le dijo Rocio, reuniéndose con él.
CAPITULO 2 (TERCERA HISTORIA)
—Me vas a decir ahora mismo dónde demonios está la educación que, supuestamente, te hemos inculcado tu padre y yo, Pedro Alfonso —lo regañó su madre, entrando en la cocina con los puños en la cintura y arrugando la frente por el enfado.
—No pinta nada aquí, mamá —se cruzó de brazos—. Y no sé quién le ha dado esta dirección, pero —se inclinó, receloso— ¿desde cuándo se presenta un paciente en casa de la familia de su médico?
—Sal a la calle y reza para que Paula siga allí —lo señaló con el dedo índice—. Le pides disculpas y la invitas a cenar —se acercó y lo agarró de la oreja—. Como Paula se haya ido, prepárate, querido, prepárate...
—¡Mamá! —se quejó, agachándose por el tirón que estaba recibiendo—. ¡Suéltame!
—¿Es así como le hablas a tu madre?
Él masculló una serie de incoherencias malsonantes que provocaron que su madre apretara.
—¡Joder!
—Esa boca, Pedro Alfonso, esa boca... —chasqueó la lengua.
—¡Está bien, lo siento!
Catalina lo soltó. Pedro se frotó la oreja, molesto. Su madre tenía esa forma tan particular de castigarlo desde que era muy pequeño. A Mauro le pellizcaba el brazo y a Manuel solo lo regañaba con palabras, pero a Pedro siempre le tiraba de la oreja, ¡siempre!
Se dirigió a la puerta principal, furioso. El mayordomo, Augusto, un hombre de mediana edad, con una buena tripa, uniformado en su característico traje y corbata negros y camisa blanca, le sonrió con cariño.
—Me he tomado la libertad de llamar a un taxi, señorito Pedro —le dijo, abriendo la puerta—. No tardará más de cinco minutos.
—Gracias, Augusto —le contestó, sonriendo con fingida serenidad—, pero no hará falta. La señorita Chaves se quedará a cenar, esperemos.
Salió al porche de entrada de la mansión, caminó por el sendero que conducía a la verja que cercaba la propiedad y la vio. Estaba de espaldas a él, abrazándose a sí misma como si estuviera destemplada, con la cabeza agachada y los hombros encogidos.
—Señorita Chaves.
Ella se sobresaltó, se giró y lo miró. Se estiró con naturalidad, aunque parecía seguir con... ¿frío?
—Doctor Pedro —asintió.
Las piernas de Pedro se aflojaron al escuchar esa voz delicada y extremadamente suave, como si el mero roce del pétalo de una flor acabara de sanarle una herida. Sus pómulos se encendieron como brasas, igual que su propio cuerpo al observarla. Sintió la imperiosa necesidad de envolverla entre sus brazos.
Era una muñeca, y tan bonita que cuando la contemplaba, y la había contemplado durante mucho tiempo en el hospital, él exhalaba el último suspiro y renacía de nuevo. Cada vez que Pedro Alfonso la miraba, pecaba, porque Paula era su único pecado. Y sucumbir al pecado era sentenciarse a sí mismo, pero continuó observándola porque no podía apartar los ojos de los de ella.A los ojos se los llamaba los espejos del alma y los de Paula transmitían
ese miedo que demostraba su actitud. Eran dos verdes luceros hondos y enormes, ovalados, ligeramente inclinados, cuyos rabillos estaban más altos que los lagrimales. Auténticos luceros, porque eran tan claros, de un tono tan raro, que parecían dos haces de luz resplandeciente.
No obstante, se fijó bien y se percató en ese instante de que no era miedo lo que su postura y su mirada transmitían, sino amargura, o derrota... como si almacenara una pesada imposición. ¿Sería por la muerte de su hermana? ¿Habrían estado muy unidas?
Después de todo, hacía más de tres años que
Lucia había fallecido y Paula tenía veinticinco en ese momento, había perdido a su hermana, quizás su mejor amiga, con veintiuno, demasiado pronto... Si a él le ocurriera lo mismo... no se lo quiso ni imaginar.
En cualquier caso, sus inverosímiles ojos y su lechosa piel, tan limpia como la nieve virgen, le recordaban a una leona blanca, su animal preferido justamente por su extrañeza.
Según las creencias africanas, los leones blancos eran seres divinos que otorgaban la felicidad a cualquiera que se cruzase en su camino; no podían sobrevivir en la naturaleza salvaje debido a que no tenían el camuflaje adecuado, lo que significaba que, además de ser interesantes y llamativos por su singularidad, se los debía cuidar y proteger, exactamente lo que Pedro quería hacer con ella.
Y descubrir su sonrisa. Y borrarle la condena que arrastraba.
Su pequeña y respingona nariz, en cambio, contrarrestaba esa fachada de muñeca, denotando rebeldía. Quizás era, en efecto, una leona.
—Siento haberla tratado así —le dijo él en un tono ronco. Carraspeó—. No la esperaba y reaccioné de malas maneras. Le pido perdón. Y me gustaría enmendar mi error invitándola a cenar. Por favor, ¿me acompaña? —alzó la mano en dirección a la casa.
Un taxi aparcó en doble fila frente a la mansión.
—Pero el taxi...
—No se preocupe —le aseguró Pedro, que se acercó y entregó al hombre dinero suficiente para que no se molestase por haberlo avisado en vano. Regresó junto a ella—. ¿Entramos?
Paula tragó y se retiró de la frente un mechón oscuro que entorpecía su visión —el flequillo, desigual en los laterales, le rozaba las largas pestañas, y estas, a su vez, cuando parpadeaba, removían el pelo con sencillo encanto.
—No pretendía molestar —se excusó ella, apretándose el cuello de la cazadora vaquera con una mano; con la otra, estrujaba la correa de su bolso bandolera de piel marrón, el mismo tono que sus cabellos ondulados, recogidos en una coleta baja y lateral que le caía por el hombro izquierdo, y sujeta por una cinta azul celeste—. Lamento haberlo importunado. Creo que no será necesario que me quede. Solo quería agradecerle su trabajo.
Por alguna ocasión en que le había tocado el cabello al tratarla, recordaba lo sedosas que eran esas hebras oscuras. Además, lo tenía muy largo, le alcanzaba la cintura. Karen Chaves le había cortado las puntas cada dos meses para mantenerlo intacto, y él apenas la había rapado para la intervención, le había afeitado un trozo muy pequeño, lo necesario para quitarle el coágulo, un trozo que ya contaba con pelo corto y que ella ocultaba bien.
—Pues agradézcamelo permitiendo que la invite a cenar, por favor — sonrió.
Paula tragó otra vez, pero se fijó en la boca de Pedro, un gesto que él no solo no pasó por alto, sino que lo incomodó y desvaneció su sonrisa.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)