miércoles, 18 de diciembre de 2019

CAPITULO 2 (TERCERA HISTORIA)




—Me vas a decir ahora mismo dónde demonios está la educación que, supuestamente, te hemos inculcado tu padre y yo, Pedro Alfonso —lo regañó su madre, entrando en la cocina con los puños en la cintura y arrugando la frente por el enfado.


—No pinta nada aquí, mamá —se cruzó de brazos—. Y no sé quién le ha dado esta dirección, pero —se inclinó, receloso— ¿desde cuándo se presenta un paciente en casa de la familia de su médico?


—Sal a la calle y reza para que Paula siga allí —lo señaló con el dedo índice—. Le pides disculpas y la invitas a cenar —se acercó y lo agarró de la oreja—. Como Paula se haya ido, prepárate, querido, prepárate...


—¡Mamá! —se quejó, agachándose por el tirón que estaba recibiendo—. ¡Suéltame!


—¿Es así como le hablas a tu madre?


Él masculló una serie de incoherencias malsonantes que provocaron que su madre apretara.


—¡Joder!


—Esa boca, Pedro Alfonso, esa boca... —chasqueó la lengua.


—¡Está bien, lo siento!


Catalina lo soltó. Pedro se frotó la oreja, molesto. Su madre tenía esa forma tan particular de castigarlo desde que era muy pequeño. A Mauro le pellizcaba el brazo y a Manuel solo lo regañaba con palabras, pero a Pedro siempre le tiraba de la oreja, ¡siempre!


Se dirigió a la puerta principal, furioso. El mayordomo, Augusto, un hombre de mediana edad, con una buena tripa, uniformado en su característico traje y corbata negros y camisa blanca, le sonrió con cariño.


—Me he tomado la libertad de llamar a un taxi, señorito Pedro —le dijo, abriendo la puerta—. No tardará más de cinco minutos.


—Gracias, Augusto —le contestó, sonriendo con fingida serenidad—, pero no hará falta. La señorita Chaves se quedará a cenar, esperemos.


Salió al porche de entrada de la mansión, caminó por el sendero que conducía a la verja que cercaba la propiedad y la vio. Estaba de espaldas a él, abrazándose a sí misma como si estuviera destemplada, con la cabeza agachada y los hombros encogidos.


—Señorita Chaves.


Ella se sobresaltó, se giró y lo miró. Se estiró con naturalidad, aunque parecía seguir con... ¿frío?


—Doctor Pedro —asintió.


Las piernas de Pedro se aflojaron al escuchar esa voz delicada y extremadamente suave, como si el mero roce del pétalo de una flor acabara de sanarle una herida. Sus pómulos se encendieron como brasas, igual que su propio cuerpo al observarla. Sintió la imperiosa necesidad de envolverla entre sus brazos.


Era una muñeca, y tan bonita que cuando la contemplaba, y la había contemplado durante mucho tiempo en el hospital, él exhalaba el último suspiro y renacía de nuevo. Cada vez que Pedro Alfonso la miraba, pecaba, porque Paula era su único pecado. Y sucumbir al pecado era sentenciarse a sí mismo, pero continuó observándola porque no podía apartar los ojos de los de ella.A los ojos se los llamaba los espejos del alma y los de Paula transmitían
ese miedo que demostraba su actitud. Eran dos verdes luceros hondos y enormes, ovalados, ligeramente inclinados, cuyos rabillos estaban más altos que los lagrimales. Auténticos luceros, porque eran tan claros, de un tono tan raro, que parecían dos haces de luz resplandeciente.


No obstante, se fijó bien y se percató en ese instante de que no era miedo lo que su postura y su mirada transmitían, sino amargura, o derrota... como si almacenara una pesada imposición. ¿Sería por la muerte de su hermana? ¿Habrían estado muy unidas? 


Después de todo, hacía más de tres años que
Lucia había fallecido y Paula tenía veinticinco en ese momento, había perdido a su hermana, quizás su mejor amiga, con veintiuno, demasiado pronto... Si a él le ocurriera lo mismo... no se lo quiso ni imaginar.


En cualquier caso, sus inverosímiles ojos y su lechosa piel, tan limpia como la nieve virgen, le recordaban a una leona blanca, su animal preferido justamente por su extrañeza.


Según las creencias africanas, los leones blancos eran seres divinos que otorgaban la felicidad a cualquiera que se cruzase en su camino; no podían sobrevivir en la naturaleza salvaje debido a que no tenían el camuflaje adecuado, lo que significaba que, además de ser interesantes y llamativos por su singularidad, se los debía cuidar y proteger, exactamente lo que Pedro quería hacer con ella. 


Y descubrir su sonrisa. Y borrarle la condena que arrastraba.


Su pequeña y respingona nariz, en cambio, contrarrestaba esa fachada de muñeca, denotando rebeldía. Quizás era, en efecto, una leona.


—Siento haberla tratado así —le dijo él en un tono ronco. Carraspeó—. No la esperaba y reaccioné de malas maneras. Le pido perdón. Y me gustaría enmendar mi error invitándola a cenar. Por favor, ¿me acompaña? —alzó la mano en dirección a la casa.


Un taxi aparcó en doble fila frente a la mansión.


—Pero el taxi...


—No se preocupe —le aseguró Pedro, que se acercó y entregó al hombre dinero suficiente para que no se molestase por haberlo avisado en vano. Regresó junto a ella—. ¿Entramos?
Paula tragó y se retiró de la frente un mechón oscuro que entorpecía su visión —el flequillo, desigual en los laterales, le rozaba las largas pestañas, y estas, a su vez, cuando parpadeaba, removían el pelo con sencillo encanto.


—No pretendía molestar —se excusó ella, apretándose el cuello de la cazadora vaquera con una mano; con la otra, estrujaba la correa de su bolso bandolera de piel marrón, el mismo tono que sus cabellos ondulados, recogidos en una coleta baja y lateral que le caía por el hombro izquierdo, y sujeta por una cinta azul celeste—. Lamento haberlo importunado. Creo que no será necesario que me quede. Solo quería agradecerle su trabajo.


Por alguna ocasión en que le había tocado el cabello al tratarla, recordaba lo sedosas que eran esas hebras oscuras. Además, lo tenía muy largo, le alcanzaba la cintura. Karen Chaves le había cortado las puntas cada dos meses para mantenerlo intacto, y él apenas la había rapado para la intervención, le había afeitado un trozo muy pequeño, lo necesario para quitarle el coágulo, un trozo que ya contaba con pelo corto y que ella ocultaba bien.


—Pues agradézcamelo permitiendo que la invite a cenar, por favor — sonrió.


Paula tragó otra vez, pero se fijó en la boca de Pedro, un gesto que él no solo no pasó por alto, sino que lo incomodó y desvaneció su sonrisa.



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