sábado, 23 de noviembre de 2019
CAPITULO 78 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro la tomó de la mano para sacarla de la cafetería, lo que aumentó las risas de los presentes, que les marcaron un sendero hacia la salida.
—¡Bien hecho, Pedro! —gritó uno.
—¡Vivan los novios! —proclamó otro.
La pareja se rio, ruborizados los dos. Él, además, la paró y la obligó a girar sobre sí misma.
—¡Pedro! —se quejó ella, muy colorada, pero encantada.
Pedro la atrajo a su cuerpo y selló su boca de forma sonora. Voces de aprobación inundaron la estancia. Y se metieron en el ascensor.
—Tengo que trabajar, Pedro, no puedo...
—Tenemos que hablar —la cortó. El elevador abrió sus puertas en la sexta planta—. Así conoces a Bonnie.
Seguían cogidos de la mano y, aunque ella procuraba alejarse, su marido se lo impedía apretándole más la mano.
—¿Quién es Bonnie?
—Mi secretaria.
—¿Tienes secretaria? No me lo puedo creer... —meneó la cabeza—. No solo voy a enfrentarme a diario con una manada de gatas en celo, también a una secretaria. Seguramente será morena y soltera, ¿me equivoco?
Pedro emitió una carcajada y abrió su despacho.
La soltó y, con la mano, le indicó que lo precediera. Entró. Olía a limón, a madera acuática fresca y limpia y a una fragancia floral muy sutil. Inhaló los aromas con una sonrisa.
El sonido de un bolígrafo golpeando un papel la alertó. Observó el biombo que dividía en dos partes la estancia. Se vislumbraba la silueta de una persona.
—Bonnie —la llamó él—. Quiero que conozcas oficialmente a alguien.
—Sí, doctor Alfonso—contestó una mujer de voz melodiosa.
La silueta se levantó de una silla. Unos suaves tacones se acercaron.
—¿Tú eres... Bonnie? —pronunció Paula, con las cejas arqueadas.
—Y usted es la enfermera y señora Alfonso —afirmó, con una preciosa sonrisa, tendiéndole la mano—. Veo que no me recuerda de la boda. Soy Bonnie Taylor, la secretaria de su marido. Es un placer.
Pedro la empujó para que reaccionase.
—Perdón —se disculpó ella, estrechando su mano—. El placer es mío.
—Es rubia, está felizmente casada y espera su primer bebé —le susurró él.
Bonnie era guapa, cariñosa, simpática y, sobre todo, ¡rubia! Sus bonitos ojos saltones la impactaron. Llevaba un vestido rojo y ajustado que revelaba su barriga y una larga rebeca de lana fina y gris, abierta; las medias y los zapatos eran también grises.
—Por favor, tutéame y llámame Paula —le pidió ella, sonriendo.
—Claro, Paula —aceptó la secretaria—. Iré a estirar las piernas, doctor Alfonso. Nos veremos a menudo, Paula.
—Gracias, Bonnie —le dijo él.
Bonnie cerró al salir.
—Tu despacho no es como el de Mauro —comentó Paula, caminando hacia la silla de piel—. No hay camilla —se sentó y admiró el espacio, girando en el asiento rotatorio—. Tampoco hay sofá. Parece más serio y a la vez más acogedor.
—¿A qué te refieres? —se situó a su espalda y frenó la silla.
—Creo que es el olor. Nuestra habitación también huele a limón, como aquí, pero es como si hubiera flores.
—La colonia de Bonnie —se agachó y le besó el pelo—. Si no te gusta, le diré que se cambie de perfume.
—Huele muy bien —se rio y cruzó las piernas.
—Creía que no te gustaban las flores —le besó la sien.
Ella suspiró de manera entrecortada y bajó los párpados. Pedro la movió, le separó las rodillas con cuidado y apoyó los brazos en sus muslos, acuclillado a sus pies.
—¿Alguna vez...? —comenzó Paula, pero no se atrevió a terminar la pregunta.
—No —contestó él, ronco—. Te aclararé algo porque lo necesitamos los dos —se incorporó y apoyó las caderas y las manos en el escritorio. Clavó la mirada en el suelo—. Antes de estar contigo en la gala, no fui ningún santo. Por desgracia, es algo que no puedo cambiar. Y, créeme, lo haría si pudiera — la observó en silencio unos segundos, fruncía el ceño, preocupado—. No me he acostado con todas las solteras del hospital, ni siquiera me acerco a una tercera parte, hay más mentira que verdad en los rumores que circulan sobre mí. Con Sabrina, sí. Fue una sola vez y terminamos mal.
—¿Mal? —repitió, tranquila.
Detestaba escuchar sus innumerables victorias amatorias, pero su marido estaba en lo cierto: necesitaban hablar de ello. Sin embargo, el dolor comenzó a rasgar su alma.
—Estuvo una semana entera mandándome mensajes para decirme lo contenta que estaba por nuestra relación y que sus padres querían conocerme —hizo una mueca de disgusto—. Le dije que lo que pasó entre ella y yo había sido un error. Me amenazó con vengarse en el futuro. Y temo que lo haga contigo.
—Puedo lidiar con sus pullas —le reconoció Paula a regañadientes, celosa perdida—. Lo que sí quiero saber son los nombres de las demás —y añadió con sarcasmo—: Si Sabrina se ha molestado en contarme lo salvaje — recalcó adrede— que eres en la cama, prefiero estar preparada para las otras.
Pedro palideció. Ella se levantó y paseó por el despacho, apretando la mandíbula y los puños. Las lágrimas estaban a punto de estallar, hasta le costaba ya respirar.
—Me dijiste que nunca... —suspiró con fuerza y continuó—. Dijiste que nunca habías sido con ninguna el hombre que eres conmigo, pero... —se frotó los brazos al sentir un horrible escalofrío—. Conmigo eres... eres un bruto, Pedro, y salvaje es sinónimo de bruto. Yo... —se cubrió la cara—. No sé si puedo soportarlo...
Su marido la rodeó, pero Paula se apartó.
—No, Pedro —su rostro ya estaba mojado. No se molestó en secarlo—. Me duele... —estrujó la camiseta del uniforme entre los dedos—. Me duele que hayas estado con otras, que... —tragó con dificultad—. Miro esta mesa —la señaló— y te imaginó con Sabrina o con cualquier otra de mis compañeras. Yo trabajé aquí —se apuntó a sí misma con un dedo, rechinando los dientes—. Yo escuché las historias calientes que circulaban sobre ti, embustes o verdades, no importa. ¡Y duele, joder, duele mucho! —exclamó, llorando de forma histérica.
Pedro la abrazó de inmediato. Ella lo golpeó para soltarse, pero él se lo impidió aumentando la fuerza del agarre.
—¡Déjame! —le gritó Paula.
—¡No! —la empujó contra la pared, inmovilizándole las manos a la altura de los hombros—. Por favor, no pienses en ello. Por favor... Nunca traje a ninguna aquí —sus ojos revelaron tormento—. Por favor, créeme...
—No es solo tu despacho... El hospital es muy grande, Pedro...
Él retrocedió, cabizbajo.
—Confía en mí, Paula, por favor —le suplicó en un hilo de voz, con los hombros caídos—. No escuches a nadie... Por favor...
—No confío en mí misma —avanzó y posó una mano en el centro de sus pectorales—. Intentaré... —tragó de nuevo—. Intentaré no pensarlo, pero... Dame tiempo. Necesito tiempo.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó en un tono quebrado. Sus ojos brillaban demasiado...
—Necesito acostumbrarme a... —se alejó unos pasos hacia la puerta— a tu vida, Pedro —le ofreció la espalda—. Tu pasado, por desgracia para mí, es nuestro presente. Necesito espacio para asimilarlo.
Y se fue. Corrió por el pasillo hasta un baño, echó el pestillo, se deslizó hacia el suelo y lloró, escondiendo la cara en las manos.
CAPITULO 77 (SEGUNDA HISTORIA)
Se acomodaron en una silla cada uno a ambos lados de Joe, el encargado de los monitores donde saldría la ecografía bidimensional correspondiente al cerebro del paciente. Este estaba tumbado en una camilla especial, que se acababa de deslizar dentro de una cámara angosta. Un cristal los separaba de la cámara.
—Cuando estuve en el Kindred, vi algunas TC —le contó Paula, con una amplia sonrisa. Se recostó en el asiento y cruzó las piernas.
—Me gustan tus Converse —le obsequió su cuñado—. Soy tan adicto a ellas como Zai.
—No me sorprende —comentó, divertida—. Eres tan niño como Zai, Bruno.
Él se encogió de hombros, sonrojado, y ella se rio.
Las luces se apagaron, excepto por el haz de rayos X de la cámara angosta que comenzó a girar alrededor del paciente, tan quieto y estático como una tabla. Una enfermera le había suministrado un sedante para tranquilizarlo. Diez minutos más tarde, la imagen transversal del cerebro se mostró completa en una pantalla y en otra, la del cuerpo entero.
—Dime qué ves, Paula—le pidió Bruno, analizando la ecografía cerebral.
Ella observó con atención una mancha en el lado derecho.
—Es pequeño, parece un tumor primario, ¿no?
—Lo es —sonrió él con aprobación—. Algunos tumores no causan síntomas hasta que son bastante grandes y otros los muestran lentamente, lo que significa que el paciente ha recurrido a nosotros en cuanto se ha notado extraño, una actitud que lo va a beneficiar. Otros tardan en acudir al médico — sacó el móvil del bolsillo de la bata y tecleó un mensaje, luego lo guardó—. Al ser tan pequeño —la miró—, podemos extirparlo en su totalidad.
—El resto del cuerpo está limpio —anunció, examinando la otra imagen.
—¿Y qué significa eso?
—Que no se ha propagado el tumor a tejidos de otros órganos —declaró Paula, concentrada—. Es un tumor benigno, ¿no?
—Eso parece, enfermera Alfonso. Esto se te da bien.
Fue a contestar, pero un intenso aroma a madera acuática y fresca la enmudeció. Se levantó de un salto. Su corazón bombeó con fuerza mientras se giraba.
Ahí estaba... su marido.
—Hola, rubia —la saludó Pedro con su sonrisa juguetona.
Esa sonrisa... ¡Oh, Dios mío! ¡Reacciona! ¡Se supone que estás enfadada con él!
Reaccionó, sí, pero de qué manera...
Para asombro de los presentes, incluida la enfermera que, en ese momento, sacaba al paciente de la sala, Paula acortó la distancia con Pedro, le arrojó los brazos al cuello y lo besó en los labios entreabiertos. Él gruñó, la abrazó al instante y la correspondió con rudeza, como un... salvaje.
¡Mierda!
Ella se retorció hasta que consiguió separarse con brusquedad.
—Eres un imbécil —siseó, ruborizada y exaltada.
Lo que más deseaba era perderse en sus besos, que había extrañado demasiado en los últimos cuatro días, pero no. El problema había sido esa
maldita sonrisa embrujadora que la había trastornado. Solo esperaba que no se volviera a repetir... Rezó para mantener el control sobre sí misma la próxima vez que lo viera sonreír, porque era obvio que, en lo referente a Pedro Alfonso, su voluntad se anulaba.
—¿Se puede saber qué coño te pasa, joder? —le exigió Pedro, enfadado.
—Pregúntaselo a Sabrina —rebatió la joven, entornando la mirada.
Él chasqueó la lengua, entre furioso y desalentado.
—¿Para qué me has llamado, Bruno? —pronunció Pedro en un tono hostil, pasando a su lado sin rozarla.
—Quiero que veas esto.
Bruno le mostró las ecografías para que se inclinara sobre los monitores y analizara las imágenes.
—No parece complicado ni profundo y tampoco ha dañado otros tejidos — murmuró él, incorporándose—. ¿Cuándo lo vas a operar?
—Lo prepararé para mañana —se levantó—. ¿Quieres hacerlo tú?
—No —sonrió, palmeándole el hombro—. Te lo dejo a ti.
—Y a Paula—añadió Bruno, señalando a la aludida con la cabeza.
Pedro la contempló con el ceño fruncido, igual que ella a él. Se batieron en un duelo muy, pero que muy, intenso.
—Entonces, me apunto —dijo Pedro, sin variar el enfado.
—Muy bien —Bruno escondió una risita—. ¿Comemos, Paula? ¿Te vienes, Pedro?
—Claro —respondieron al unísono.
Salieron los tres al pasillo en un tenso silencio y subieron una planta por las escaleras, a la cafetería exclusiva para el personal. La sala era muy grande, carecía de puertas y contaba con una amplia terraza acristalada, al fondo; a la derecha, estaba el bufé, seguido de una barra. Cogieron un sándwich y un refresco cada uno y se sentaron en una de las mesas de la terraza.
Paula percibió numerosos ojos a su espalda, vigilando todos sus movimientos, lo que la enervó aún más. Prefirió no darse la vuelta, pero, entonces, cuando se disponía a comer, comenzó a escuchar murmullos a su alrededor.
Inhaló aire y lo expulsó lentamente. Mordió el sándwich.
—¿Cómo puede estar con ella? —comentó una voz femenina—. Pero ¿tú has visto lo que está comiendo? Como se atiborre a sándwiches, no va a caber por la puerta del hospital, aunque poco le falta... Vaya culo gordo...
Oyó risitas.
—Sabrina me ha dicho que la ha pillado comiendo chocolatinas a escondidas —agregó otra—. Emma tiene razón: es una vaca.
Más carcajadas.
¡Eso es mentira!
Paula notó cómo le ardían las mejillas por la rabia. Soltó el sándwich con repugnancia. Sus ansias por abofetear a esas dos cotorras le nublaron el entendimiento. Quiso hacerlo.
¡Quería pegarlas! Pero no merecía la pena malgastar sudor y esfuerzo por gente de esa calaña.
—Es evidente que se ha casado con ella por el niño —prosiguió la primera —. Míralo a él y mírala a ella. ¡Qué pena me da! Va a ser una cornuda de por vida.
Se acabó. Me largo de aquí.
Ya no pudo seguir escuchando más. Se levantó y rodeó la mesa para marcharse, pero una mano sujetó su muñeca, frenándola en seco. Al segundo, tiró de ella y la hizo chocar contra una roca dura y cálida con aroma a madera acuática... Sin darle tiempo a reaccionar, otra mano la sostuvo por la nuca y unos labios carnosos, suaves y húmedos se apoderaron de los suyos con una autoridad incuestionable.
Paula ahogó una exclamación. ¡Pedro la estaba besando! Cerró los ojos y le devolvió el beso de inmediato, envolviéndole los hombros con los brazos. Se alzó de puntillas, desesperada por abarcarlo, por que él la estrechara con su fuerte anatomía, por sentir cada uno de sus portentosos músculos consolidados a ella... Y Pedro le concedió el deseo: la abrazó por la cintura, alzándola unos centímetros. La anatomía de su guerrero la obsesionó. Suspiró, desmayada...
Se olvidaron de la realidad, de las exclamaciones de estupor que oyeron.
Se succionaron los labios, movidos por sus oscuros instintos, enlazaron las lenguas y cedieron a lo inevitable: a paladearse, a complacerse mutuamente a través de besos abrasadores que les arrancaron jadeos roncos y agudos.
Su marido la bajó al suelo y resbaló las manos a su trasero, muy despacio, arrastrando las palmas por su cuerpo, por sus curvas. Se lo apretó y ella se derritió por el fulgor que traspasó y erizó su piel. Gimió, tirando del cuello de su bata blanca. Esa boca... era demencial. Dulce y violenta a la vez. Y él... El corazón de Pedro latía tan apresurado como el suyo.
Entonces, los aplausos y los vítores los detuvieron.
La mirada de su marido resplandecía y sonreía con ternura. Se inclinó:
—Te he echado de menos, rubia —le susurró, acariciándole la oreja con los labios.
—Pedro... —lo contempló, temblando sin remedio—. Lo has hecho por ellas.
Su más que atractivo semblante se tornó grave.
—Llevo cuatro días queriendo besarte —confesó él en un tono apenas audible por el jaleo—. Y porque nos han interrumpido, que si no... —gruñó y le clavó los dedos en las nalgas.
—¿Y Sabrina? —no escondió la punzada de celos que la sobrevino.
CAPITULO 76 (SEGUNDA HISTORIA)
Cuando Paula salió de la reunión, creyó que su primer día sería bueno, el principio de una nueva etapa. Pues no. Se dirigió al vestuario con su jefa, que le entregó un uniforme de su talla a estrenar y una chapa plateada con su nombre y su nuevo apellido: Paula Alfonso. Emma le pidió que se cambiara lo antes posible para enseñarle el funcionamiento de la planta. Hasta ahí todo bien. Clark era fría y estricta, pero educada.
No obstante, justo cuando se marchaba, pareció pensárselo mejor y le dijo que no por ser la cuñada de Bruno iba a consentir una sola falta leve por su parte, además de insinuar que
Paula se había reincorporado al General por ser la mujer del doctor Pedro Alfonso, íntimo amigo del director.
Ese fue el primer golpe de la mañana. El segundo vino de la mano de una enfermera llamada Sabrina... De veinticuatro años, tenía el pelo negro y suelto hasta la cintura, los ojos azules bordeados por una línea negra, los labios muy finos pintados de rosa chicle; era de su altura y muy delgada. La enfermera se coló en el vestuario al salir la jefa.
—Tú eres Paula —le dijo, cruzándose de brazos, mostrando una considerable talla de pecho—, la nueva adquisición de Pedro.
Paula se rio, no pudo evitarlo. Meneó la cabeza y se mentalizó para armarse de paciencia. No le hizo falta más para saber que su compañera Sabrina había sido una de esas mujeres que se querían acostar con su marido y habían fallado en el intento.
—Soy su mujer, no su nueva adquisición —la corrigió, quitándose el jersey para ponerse el uniforme blanco—, pero puedes llamarme señora Alfonso — ocultó una sonrisa.
Sabrina gruñó y se colocó frente a ella. Paula suspiró con desgana y se sentó en el banco alargado de madera que había en el centro de la estancia, donde se calzó sus Converse rojas, que se había comprado solo para trabajar.
—¿Sabes cuántas conocemos a Pedro? —inquirió su compañera, con una sonrisa maliciosa.
—Estoy segura de que todo el hospital —ironizó con voz cansada, atándose los cordones despacio, tomándose su tiempo—, más que nada porque es el jefe de Oncología. Y, para ti, no es Pedro, sino el doctor Alfonso.
—Me sorprende que te casaras con él —ignoró su comentario—. Supongo que, al final, eres igual que las demás, mucho odio que fingías demostrar, pero, luego, bien que te abriste de piernas —se carcajeó—. Es todo un semental, ¿verdad? Coincidirás conmigo en que los rumores son ciertos: Pedro —recalcó el nombre aposta— es un salvaje en la cama.
Pues resulta que Sabrina no solo fue un intento...
Aquello supuso, en efecto, el segundo golpe del día... Paula se paralizó. Su compañera se rio y se marchó. Le costó un par de minutos serenarse. Caminó sin rumbo por el vestuario, controlando su agitada respiración, hasta que recibió un mensaje de su marido, en el que le deseaba suerte en su primer día y le preguntaba si comían juntos. Por supuesto, ella aprovechó la ocasión para nombrarle a Sabrina y el muy cobarde no respondió. Esperó otros dos minutos y, al percatarse de que no iba a recibir ningún mensaje, guardó el móvil en el bolsillo del pantalón y salió de la estancia, cerrando de un portazo.
El resto de la mañana fue una odisea. Emma le había ordenado que se pegara a Sabrina como si se tratase de su sombra, que aprendiera de su compañera y que no hiciera nada hasta que la propia Emma se cerciorase de que podía intervenir. Fue un completo aburrimiento, en especial porque Sabrina era torpe en ejecutar las acciones, apenas sabía cómo cambiar el suero de los pacientes. Paula se mordió la lengua más de una vez y apretó los puños otras tantas.
Bruno la rescató a la hora del almuerzo, asomándose a la habitación donde estaban las dos enfermeras.
—¿Me acompaña, enfermera Alfonso? —le preguntó su cuñado, con una sonrisa pícara—. La necesito urgentemente.
—Claro, doctor Alfonso —contestó Paula, con fingida seriedad.
—Emma ha dicho que no puede separarse de mí —se quejó Sabrina.
—Bueno, Sabrina, pues le dices a Emma—le indicó Bruno, tirando del brazo de Paula—, que el jefe de Neurocirugía necesitaba urgentemente a la enfermera Alfonso. Seguro que lo entenderá.
Salieron al pasillo.
—Tengo que hacer unas pruebas a un paciente y pensé que te gustaría venir —le dijo él, rumbo a los ascensores—. ¿Qué tal con Sabrina?
—¿Te refieres a una de las ex de mi marido? —señaló ella, sonriendo sin humor.
—Por eso te lo preguntaba... —le devolvió el gesto y entraron en uno de los elevadores—. Espero que no haya sido Sabrina tan mala como para decírtelo a la cara.
Paula enarcó una ceja como respuesta. Bruno gimió lastimero.
—Lo siento, Paula —presionó una tecla que conducía a una de las plantas bajas.
—No pasa nada —su interior sufrió una sacudida desagradable—. No es tu culpa que me haya casado con un hombre que se ha tirado a medio hospital — agachó la cabeza, dolida por el significado de sus propias palabras—. Y no son celos.
—Lo sé —le acarició la mejilla con cariño. El ascensor se detuvo—. Venga, que voy a enseñarte algo que espero que te guste —le guiñó un ojo—. Y, después, comemos.
Ella se limpió una lágrima con discreción y siguió a su cuñado por un corredor hacia una sala donde iban a realizar una tomografía computarizada — más comúnmente llamada TC— a un paciente que había llegado al hospital con fuertes jaquecas, dos horas antes. Bruno intuía que se debía a un tumor cerebral.
—La tomografía computarizada ayuda a hacer el diagnóstico correcto, diferenciando el área cerebral afectada por el trastorno neurológico —le explicó Bruno—. Hola, Joe.
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