jueves, 28 de noviembre de 2019
CAPITULO 95 (SEGUNDA HISTORIA)
Salió al pasillo sin darles la oportunidad de responder. Se le quitaron las ganas del café. No estaba intranquila, de hecho, se sentía realmente bien. Por primera vez desde que regresó de Europa, el pasado de su marido quedó relegado a eso, al pasado. Él la amaba, aunque no se lo hubiera confesado, ni ella le hubiera declarado sus sentimientos; al fin y al cabo, Pedro y Paula no eran una pareja normal... Las palabras se marchitaban, pero los gestos y las miradas podían fundir el hielo, y ella se derretía en su presencia. Sonrió, con las mejillas coloradas, al recordar el último despertar...
Cuando se acercó a recepción, su jefa, que la había seguido, se situó a su derecha.
—Tiene que ser genial ser la mujer del mosquetero mujeriego Pedro Alfonso —le comentó Emma con ironía, sonriendo con malicia y en un tono lo suficientemente alto como para que la oyeran todos los que estaban a su alrededor—. Te felicito. ¿Cómo llevas eso de cruzarte con sus amantes? Se ha acostado con casi todo el General. Te admiro —aplaudió, consiguiendo la atención de los presentes, ya fueran visitas de los pacientes o empleados—. Si yo trabajara en el mismo hospital que él, no me atrevería a levantar los ojos del suelo. Menuda vergüenza... ¿Qué se siente al ser la que se sale de su regla inquebrantable? Eres rubia y estás gorda —estiró el cuello—. Se casó contigo solo por el bebé, si es que es suyo... —soltó una carcajada.
¡Oh, no! ¡Eso sí que no!
La ira la poseyó. Notó cómo se le inyectaban los ojos en sangre. Su cuerpo se incendió.
—Retira tus palabras ahora mismo, Emma —sentenció Paula, sombría.
—Solo he dicho la verdad. Eres una puta vaca asquerosa y cornuda.
Se escucharon exclamaciones de asombro.
—Eso me da igual —se contuvo para no insultarla—. Lo de mi hijo.
Emma se echó a reír.
—¿Pedro se ha hecho las pruebas de paternidad? —insistió su jefa, retirándose el lacio cabello de los hombros con coquetería—. ¡Venga ya, Paula! Es bastante patético que hayas acorralado a un hombre como él de esa
manera. ¿No te fuiste a Europa con el empresario Ariel Howard? Eso tiene un nombre... —se golpeó la barbilla con dos dedos, fingiendo pensar en la palabra—. ¿Hace falta que lo diga? —dibujó una amplia sonrisa en su rostro —. A saber quién es el padre de...
Paula la abofeteó tan fuerte que le cruzó la cara. Emma se cubrió la mejilla, enmudecida y asustada. El silencio reinó en el lugar.
—Vuelve a dudar de mi hijo y no me controlaré, porque no será una bofetada lo que recibas, ¿entendido, jefa? —emprendió la marcha por el corredor en dirección a la habitación de Nicole Hunter, pero Emma decidió cometer un terrible error...
—Solo un hombre como Pedro es capaz de estar con una puta vaca como tú.
—¿Y cómo es Pedro, Emma? ¡Ilústrame! —desplegó los brazos en cruz.
—Un cualquiera a quien le vale cualquiera —bufó, indignada y resentida.
—Ay, Emma... —meneó la cabeza—. Ni mi marido es un cualquiera ni le vale cualquiera, porque si le valiera cualquiera se hubiera acostado contigo, y no lo ha hecho. Nunca.
No tuvo tiempo de darse la vuelta, cuando su jefa acortó la distancia y agarró su coleta.
—¡Ay! —exclamó Paula—. ¡Suéltame!
Una enfermera corrió por el pasillo y otra se perdió de vista por las escaleras, alarmadas las dos. Pero eso no detuvo a Emma, porque esta tiró con fuerza de su pelo hacia atrás para empujarla hacia delante, provocando que se cayera de bruces contra el suelo. Sus rodillas se resintieron.
¡Esta zorra se va a enterar!
—Serás... —se levantó y se lanzó hacia su jefa.
Se olvidaron del lugar donde se encontraban y se defendieron como dos tigresas salvajes. Trastabillaron y rodaron por el suelo. La rabia que inundaba a Paula era la misma que poseía a Emma.
—¡Separadlas! —gritó una mujer—. ¡Que alguien haga algo!
Varios se aproximaron con dicho propósito, pero ellas estaban demasiado enzarzadas, por lo que se formó un círculo en torno a las luchadoras.
—¡Emma, Paula, ya basta! —clamó un hombre, a lo lejos.
—¡Largo de aquí! —vociferó otro.
CAPITULO 94 (SEGUNDA HISTORIA)
—¡Hola, cariño! —la saludó Catalina, en la recepción de la planta de Neurocirugía.
—¡Hola! —correspondió Paula, sin esconder la felicidad que la abrumaba desde que se había despertado, de madrugada, en los brazos de su ardiente marido.
—Espero que no te importe que haya venido sin avisar. ¿Tienes un descanso?
Bruno, a su lado, besó a su madre en la mejilla.
—Bajad a la cafetería —les dijo él, con su sonrisa tranquila—. Es la hora del almuerzo y esto está tranquilo. Mauro, Pedro y yo no tardaremos.
La señora Alfonso se colgó del brazo de Paula y se marcharon, encantadas. Se acomodaron en una de las mesas de la terraza acristalada. Todos a su paso saludaban a Catalina con respeto y admiración. La mujer respondía con una sonrisa deslumbrante. Era muy conocida, no solo a nivel social y porque fuera la madre de los tres mosqueteros, sino porque había sido una cirujana de gran reputación cuando había ejercido la profesión.
—Llamé a tu madre —le contó Catalina—. Me dijo que intentarían venir, pero que no me lo confirmaba porque tenía que preguntárselo a tu padre.
Paula agachó la cabeza.
—La echas de menos —afirmó su suegra, acariciándole las manos.
—Mucho... —se le formó un nudo en la garganta.
—Los invité a quedarse en casa en vez de en un hotel —frunció el ceño—. No me parecía bien. Son tu familia, independientemente de que... —se detuvo de sopetón.
De repente, unos brazos rodearon la cintura de Paula; esta giró el rostro y observó a Pedro, arrodillado a su lado. No pudo disimular la tristeza que la invadía. Él arrugó la frente y la escrutó.
—Estoy bien —mintió ella, al percibir su preocupación.
Él enarcó una ceja sin creerla en absoluto. Paula suspiró de forma entrecortada.
—Calcetín... —pronunció ella en un hilo de voz.
Pedro no tardó ni dos segundos en levantarse y arrastrarla fuera de la cafetería. Se dirigieron a un rincón oscuro para que nadie los molestara o los vigilara, detrás de las escaleras. Él apoyó las manos en la pared a ambos lados de sus hombros, encerrándola adrede.
—No creo que mi familia asista a la gala —declaró Paula, desviando la mirada—. Tu madre los ha invitado a su casa, pero mi madre ha dicho que todo depende de mi padre, así que... De todas maneras, tengo guardia ese día.
—Cámbiala.
—Pedro, no puedo. Es Emma quien asigna las guardias y el fin de semana pasado y este que viene los tengo libres. Me tocan dos seguidos de trabajo y dos seguidos libres.
—¿Desde cuándo una enfermera trabaja diecinueve días seguidos? — entornó los ojos, enfadándose poco a poco—. Eso va en contra del reglamento. Desde que has entrado a trabajar aquí, solo has descansado cuatro días y llevas un mes. Hablaré con Emma.
—¡No! —lo sujetó de las solapas de la bata—. ¿Crees que no sé que me están probando? No soy estúpida, Pedro. Soy la única que hace fines de semana de guardias seguidos y que trabaja diecinueve días para tener dos libres. Todas mis compañeras se turnan. Ninguna hace más de uno mensual. Lo sé.
—Y, ¿por qué lo permites? —estalló. Retrocedió y se pasó las manos por la cabeza—. Me da igual lo que digas, hablaré con Emma. ¿Lo sabe Bruno?
—No lo sé —se recostó en la pared, derrotada.
—¿Qué más? —reclamó él, cruzándose de brazos—. ¿Qué más te están haciendo?
—En realidad, solo he trabajado cuando estuve en el turno de noche —le confesó Paula, ofreciéndole el perfil.
—¿Qué significa eso? —la agarró de la muñeca y la obligó a darse la vuelta.
—El primer día, Emma me dijo que estaría bajo la supervisión de Sabrina, que yo no haría nada excepto obedecer a Sabrina, hasta que Emma creyese conveniente que estoy capacitada para enfrentarme sola a los pacientes de manera profesional.
—¿Se puede saber quién cojones se cree Emma que es? ¿Y te pone con Sabrina? ¿Es una puta broma? —alzó los brazos al techo y los dejó caer.
—No es ninguna broma, te lo aseguro... —se tiró de la oreja izquierda—. Pedro, no quiero que hagas nada. No necesito que seas mi guardián en esto, ¿de acuerdo? —se enojó—. Sé luchar solita mis propias batallas.
—¡Pues quién lo diría, joder!
La contempló, todavía más furioso, un largo rato.
—He respetado siempre todas tus decisiones —señaló Pedro con voz contenida. Apretaba los puños—. Antes de irnos a Los Hamptons, me pediste que no me inmiscuyera en tu trabajo. En tu primer día, me echaste de Neurocirugía. Y no se me olvida —arqueó las cejas— que me exigiste tiempo y espacio y que te cambiaste de turno durante dos semanas para no cruzarte conmigo. Y todo lo hiciste pensando únicamente en ti. Yo te di igual —rechinó los dientes—. Lo siento por ti, pero ahora tomaré cartas en el asunto. Se acabaron los juegos —acortó la distancia y la cogió por los hombros—. Eres mi mujer y no voy a permitir más mierdas sobre ti. Y, sí, soy tu guardián, no te atrevas a negarlo una segunda vez —la soltó y se fue como un vendaval.
Ella, atónita, regresó a la mesa. Su marido no estaba. Tampoco preguntó por él. Comieron una ensalada. Después, se despidieron de Catalina en la puerta principal del hospital y cada uno volvió a su trabajo.
Sin embargo, cuando Paula se acercó a la sala de descanso para prepararse un café, encontró a Emma y a Sabrina cuchicheando.
—Tú —le dijo, sin educación, su jefa, apuntándola con el dedo índice y echando humo por todos los poros de lo enfadada que estaba—. Te crees una reina, ¿eh?
La rodearon. Ella no se amilanó ni se inquietó, sino que suspiró con desgana.
—Lo único que voy a consentir es que hagas una guardia de un fin de semana al mes como las demás —prosiguió Emma, colorada por la rabia—. Nada más, vaca Alfonso. Continuarás como hasta ahora, bajo las órdenes de Sabrina y de mí, porque yo así te lo mando como tu jefa que soy. ¿Vaca Alfonso?
Paula se echó a reír. ¡Qué poco la conocían!
—Pedro no tardará en buscarse a otra —escupió Sabrina, sacando pecho —. Eres una vaca cornuda, o lo serás dentro de poco.
—Pues aquí la vaca Alfonso —se señaló a sí misma, sonriendo con satisfacción— se ha casado con vuestra mayor fantasía frustrada. Y me lo pidió él. De hecho —levantó una mano para enfatizar—, al principio lo rechacé —avanzó hacia Sabrina—. Tú te abriste de piernas igual que yo, ¿no? Esas fueron tus palabras exactas. Pues, ¿sabes qué te digo yo a ti ahora? —se inclinó, sin perder la diversión—. Se ha casado conmigo, no contigo, por algo será, Sabrina. Y, obviamente —se giró para enfrentarse a Emma—, contigo no llegó ni a eso —caminó hacia la puerta.
—Soy tu jefa, te exijo respeto.
—Y lo estás teniendo, Emma —le contestó con tranquilidad. La miró—. Tú me has insultado y yo a ti, no.
—¡Eres una puta vaca asquerosa! —le gritó su jefa, colérica.
—¿No se te ocurre algo mejor? —se carcajeó ella.
Patéticas y ridículas... ¡Vaya par!
—¡Puta vaca asquerosa y cornuda! —convino Sabrina, demostrando carecer de personalidad.
—Os repetís —Paula les dedicó una mirada divertida—. No me afectan vuestros insultos, ni siquiera que me hagáis trabajar más que a ninguna, porque, cuando me despierto cada día, lo hago entre sus brazos y con nuestro hijo al lado. Solo por eso, merece la pena sacrificarme en el hospital y soportar vuestra presencia. Y, ¿sabéis más? —ladeó la cabeza—. No he utilizado mis influencias porque quería hacerme valer como la excelente enfermera que soy —colocó las manos en la cintura y adelantó una pierna—, pero me acabo de dar cuenta de que no necesito demostrar nada, y mucho menos a dos verduleras como vosotras, por mucha jefa que seas, Emma, así que se acabó. Soy la mujer de Pedro y la cuñada de Bruno y Mauro, aceptadlo y asumidlo porque eso no va a cambiar.
CAPITULO 93 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se acomodó. Con los hombros, le indicó que se expusiera aún más a él, de forma delicada, pero decidida. Le apresó el trasero con las manos, masajeándoselo, estimulándola todavía más, a juzgar por la manera en que apretaba los labios para no gemir ruidosa.
Contempló sus exóticos ojos, que traspasaron su piel hasta clavarse en su corazón. Bajó los párpados y descendió despacio hacia su intimidad.
Y ambos fallecieron...
Joder... Definitivamente he muerto...
Pedro cerró los párpados y... la idolatró. Se adueñó de su inocencia siguiendo sus instintos.
Sí, era la primera vez que besaba ese preciado tesoro a una mujer. Inocencia en estado puro. Y era extraordinario... Se alegró infinitamente por haberse reservado para su rubia.
Notó cómo Paula se deshacía, cómo se acercaba al abismo, arqueándose hacia su boca con frenesí, delirante por el goce que estaba experimentando. Él estuvo a punto de estallar en los pantalones del pijama cuando ella, al fin, halló su ansiada liberación... Pedro jadeó, fue inevitable. Paula se derritió gracias a él y eso supuso el mayor placer que jamás había sentido.
Besó sus muslos con ternura, se incorporó y se tumbó de nuevo sobre ella.
Sonrió, sosteniendo su peso para no hundirla.
Estaba dolorido más allá del límite, pero no le importaba.
—Eres tan dulce, rubia —le susurró al oído, rozándoselo con los labios—. Me encantas...
Paula le envolvió la cintura con las piernas debilitadas y lo abrazó por el cuello. Pedro le besó la mandíbula, la mejilla, las cejas...
—¿Te cuento un secreto? —le preguntó él, acariciándole la nariz con la suya.
Ella asintió.
—Nunca lo había hecho —confesó Pedro, con los pómulos ardiendo.
—Pero si tú... tú... —balbuceó, cubriéndose la boca con las manos.
—Te contaré otro secreto —sonrió con cierta timidez—. Para mí, los besos son especiales. Y lo que acabo de hacer ha sido besarte.
—¿Por qué yo? —su voz se quebró por la emoción.
—Ya te lo dije una vez —acortó la escasa distancia—: eres una pieza única.
—Pedro... —le acarició el rostro, seria—. No me dejes nunca... —le temblaron los labios.
—Nunca, Paula —contestó con rudeza—. Nunca.
Una lágrima descendió por su rostro y él se la besó. Y la abrazó. Paula emitió un sollozo entrecortado y lo apretó con fuerza. Pedro escondió la cara en sus cabellos desordenados. Permanecieron en esa postura, sin despegarse, hasta que el bebé soltó un gritito agudo seguido de un llanto desconsolado.
—Yo le daré el biberón —anunció él, levantándose.
Ella se dirigió desnuda al baño.
—Buenos días, bribón —saludó Pedro a su hijo, cogiéndolo en brazos. El bebé se calmó de inmediato y sonrió al reconocerlo—. Tienes hambre, ¿verdad? Uf... Yo, también...
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