martes, 5 de noviembre de 2019

CAPITULO 41 (SEGUNDA HISTORIA)




Un rato después, recogieron sus pertenencias y partieron rumbo al apartamento.


Mauro estaba cocinando; Zaira y Bruno se encontraban en el sillón y Caro con ellos, en su cuco. Los recién casados deshicieron el equipaje y se acoplaron a la cena. Paula disfrutó como una niña pequeña que veía por primera vez la nieve, en compañía de su nueva familia. Pedro, además, se comportó como un auténtico caballero, atento y amable con ella. 


Vieron una película en el salón, comiendo palomitas. Después, Mauro se llevó a su mujer en brazos a la cama, se había dormido; Bruno se metió en su cuarto y Pedro y ella acostaron a Gaston en la cuna.


Paula se descalzó en el vestidor y se puso uno de sus largos camisones de seda, con tiras en la espalda y encaje bordeando los senos. Se sentó en el tocador y se peinó los cabellos, que recogió en un moño alto y deshecho para que no la molestaran al dormir. Observando el suelo, caminó con premura hacia el baño, donde se limpió la cara y se la masajeó con una crema especial.


A continuación, se dirigió a la cama. Sin embargo, su interior se envalentonó al reparar en Pedro, tumbado en el baúl, debajo de la cristalera, leyendo un libro. Llevaba el pantalón del pijama, nada más.


—P... Pedro... —titubeó como una colegiala frente al profesor más guapo de la escuela.


Él la miró con seriedad.


—¿Dónde vas a dormir? —atinó Paula a preguntar.


—En el sofá.


—Yo... —carraspeó y se tiró de la oreja izquierda.


Pedro sonrió al fijarse en el gesto, cerró el libro y se aproximó a ella. La tomó de las manos y se las apretó.


—¿Qué quieres, rubia?


A ti, soldado...


—Bueno, es que... Ya que estamos...


—¿Casados? —la ayudó él, arqueando las cejas, regocijado en su nerviosismo—. ¿Quieres que duerma contigo?


—No es... No quiero que... —se soltó y retrocedió un par de pasos—. Es tu cama también y... —se irguió—. Somos adultos.


—Vale. Cumpliré tu deseo —se cruzó de brazos, fingiendo indiferencia—. Dormiré contigo si es lo que quieres. Reconozco que soy irresistible —dijo con petulancia.


—¡Oh! —exclamó Paula, avergonzada—. ¡Yo no he dicho eso!


Entonces, su marido estalló en carcajadas. 


Había picado de nuevo... Y se contagió de la risa.


—Pero... —añadió él, levantando una mano—. Si duermo hoy, duermo siempre, sin excepción.


—¿Aunque discutamos o nos insultemos? —sonrió—. Tu casa, tus normas. Entendido.


—Nuestra casa, nuestras normas, rubia —la observó, hambriento de los pies a la cabeza—. Precisamente, cuando discutamos o nos insultemos, dormiremos más juntos.


Paula se introdujo entre las sábanas de inmediato para no desmayarse a sus pies por aquellas palabras, pero, más, por su significado.


Pedro la imitó. Apagaron las luces. Se colocaron  de espaldas. Ella tenía tanto miedo de moverse por si lo rozaba que apenas respiró. Le costó un esfuerzo sobrehumano conciliar el sueño y, justo cuando su cuerpo comenzaba a relajarse, Gaston sollozó.


—Ya voy yo —anunció su marido, con una voz demasiado despierta.


Ella se sentó y observó cómo él cogía al bebé con cuidado y ternura, susurrándole tiernas palabras que consiguieron calmarlo. Después, se acercó y lo tumbó en el colchón, entre los dos. La pareja se acostó bocabajo, frente a Gaston, que estiraba y encogía las extremidades de forma frenética para atraparse un piececito que se le escapaba. Ambos sonrieron, enamorados de su bebé.—Se parece mucho a Ale y Ale se parece mucho a ti —le comentó Pedro con dulzura.


—Sí... —suspiró, entristecida.


—¿Qué pasó para que te marcharas?


Aquella pregunta la pilló desprevenida. Su mente rememoró la discusión que provocó su huida de Nueva York. El dolor, los insultos recibidos, la desesperación, la asfixia...


De repente, Elizabeth Paula Chaves fue engullida por la oscuridad.


—¿Rubia? Mírame... Respira hondo... ¡Chaves! ¡No me obligues a llamarte por tu nombre, joder! ¡Vuelve conmigo!


Aquella orden la devolvió al presente.


—Joder... Uf... Ya era hora... —emitió Pedro en un silbido de alivio—. ¡Está bien! —gritó en dirección a la puerta.


Ella frunció el ceño. Estaba en su regazo y él la mantenía abrazada contra su pecho. ¿Cuándo había llegado ahí? ¿Qué demonios...?


—¿Pedro? —se incorporó, pero le sobrevino un mareo—. Ay, Dios...


—Ya... Tranquila... —la recostó en los almohadones—. No te muevas —se sentó en el borde de la cama y comprobó sus constantes vitales—. ¿Cómo te sientes?


—¿Qué ha pasado? —se notaba el cuerpo entumecido y pesado.


—Te has desmayado.


—¡¿Qué?! —exclamó, alucinada—. Nunca me he desmayado... — palideció.


Mauro y Bruno entraron en el dormitorio. Pedro levantó una ceja y fue suficiente para demostrar que no la creía en absoluto.


Paula se ruborizó y giró el rostro para que ninguno se percatara de su embuste.


—Vámonos —le indicó Mauro a Bruno, comprendiendo la inquietud de ella—. Si sucede algo más, despiértanos, no importa la hora, Pedro.


Él asintió y ellos se marcharon.


—La última vez que me desmayé fue hace nueve años —respondió ella en un hilo de voz.


Pedro soltó un gruñido, la sujetó por la cabeza y la obligó a mirarlo. Sus ojos desprendían una cruda preocupación. A Paula se le formó un grueso nudo en la garganta, se mordió los labios para que cesaran de vibrar, pero rompió a llorar de manera desconsolada. No podía parar... La sensación era horrible, la angustia martilleaba por dentro...




CAPITULO 40 (SEGUNDA HISTORIA)




Un sinfín de sensaciones inconexas la condujeron hacia las estrellas. Nunca nadie había acariciado su inocencia. No era virgen cuando se acostó con Pedropero la primera y única vez que había hecho el amor en su vida había sido dolorosa y humillante. No hubo mimos, ni besos, ni arrumacos, ni palabras cariñosas, tan solo un universitario lo suficientemente borracho como para aprovecharse de una adolescente de diecisiete años tontamente enamorada. 


En cambio, Pedro... ¡Dios mío!


Su orgulloso guerrero se apoderó de su cuello, se lo lamió y se lo mordió, a la vez que la acariciaba con mano experta, audaz, peligrosa, ardiente... Y, sin previo aviso, su cuerpo explotó en un indescriptible holocausto que la cegó, la
enmudeció y la despojó de toda su voluntad.


Él escondió el rostro en su pelo, abrazándola por la cintura con ternura, besándole los mechones de forma distraída. Paula se dejó caer sobre él,
exhausta, intentando recuperar el aliento. Pedro la sostuvo sin esfuerzo como si se tratara de una niña y la transportó a la cama, donde la sentó y la cubrió con el edredón.


—Voy a ducharme.


Ella asintió con los ojos vidriosos y los músculos flácidos. Cuando su marido se encerró en el baño, se derrumbó en el colchón. Y, cuando lo escuchó rugir en la lejanía, sonrió, saciada y feliz.


Respiró hondo y encendió las lamparitas de las mesitas de noche. Sacó el pequeño equipaje que había en el armario, junto al servicio y frente al lecho.


Estiró la ropa en la cama y se vistió. Había elegido unas mallas negras que se ajustaban como un guante a sus piernas. Las conjuntó con una camisola blanca que le alcanzaba la mitad de los muslos, de manga larga, con las muñecas
ligeramente abombadas y cuello redondo. Se ajustó un cinturón trenzado de piel, fino y de color beis. Se puso unos calcetines de lana y unos botines planos y anchos del mismo tono que el cinturón.


Se desenredó los cabellos en la habitación, con la raya en el centro. Se los alborotó al terminar para que se secasen con la naturalidad de sus ondas. Y, por último, se enrolló con doble vuelta una pashmina verde en el cuello. Se sentó en el borde de la cama y esperó a que saliera Pedro.


Él abrió la puerta del servicio en ese instante, vestido solo con unos vaqueros claros y desabrochados, que dejaban entrever el filo blanco de sus boxer. Paula desorbitó los ojos y se le desencajó la mandíbula. Y se arrepintió
por haberse abrigado el cuello porque, de repente, hacía demasiado calor...


¡Madre mía!


Pedro sonrió, henchido de satisfacción, al pasar por su lado y comprobar el efecto que le había causado, el muy tunante... ¡Lo había hecho a posta!


Era la segunda vez que lo veía con el torso desnudo y su corazón se precipitó de igual modo que la primera.


Definitivamente, nunca me acostumbraré...


No se esperaba toparse con él de esa guisa. 


Pedro Alfonso era digno de explorar, reconocer y palpar una memorable eternidad. Si ella fuera médico, se tomaría todas las libertades con su paciente. Incluso siendo enfermera, se entregaría a su doctor Alfonso como la mejor de todas sus empleadas. Soltó una carcajada espontánea ante tal pensamiento.


—¿Qué pasa? —se preocupó él, que acababa de colocarse una camiseta blanca de manga corta, ceñida a su portentosa anatomía, envidiable para la población masculina y provocadora de infartos en la femenina.


—Nada —se incorporó de un salto.


Cogió el estuche de sus pinturas y entró en el baño. Reprimió un gemido al inhalar la fragancia de madera acuática de Pedro. Meneó la cabeza para despejarse y se aplicó un tono rosa intenso en los labios y rímel en las pestañas, nada más, sus mejillas ya estaban coloradas y sus ojos brillaban, y no era para menos. El famoso mujeriego Pedro Alfonso sí sabía cómo hacer
disfrutar a una mujer...


Al salir al dormitorio, lo descubrió ojeando el móvil. Llevaba un jersey distinto al de antes, de color azul y cuello en pico, debajo de una americana a juego que marcaba sus hombros y estilizaba su figura. Tenía los pies enfundados en unas preciosas zapatillas de ante y lazada azul marino. Informal y muy atractivo. Paula tembló con solo mirarlo.


Se reunieron con Catalina y Samuel en el salón-comedor. El bebé estaba en los brazos de su abuela, despierto.


—¡Hola, gordito! —saludó a su hijo, acunándolo en el pecho y haciéndole suaves cosquillas en la barbilla, que estimularon sus inocentes risas.


Se acomodaron en los sofás y charlaron sobre la boda.





CAPITULO 39 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula abrió los párpados cuando una luz la molestó. Fue a moverse, pero no pudo, una roca cálida la inmovilizaba. Giró el rostro.


¿Estoy soñando?


Pedro, dormido, la ceñía entre sus brazos. Sus labios carnosos estaban ligeramente separados y su aliento sosegado le cosquilleaba la mejilla. 


Era tan guapo su guerrero... Se le aceleró la respiración y se le inundaron los ojos de lágrimas. La había defendido frente a su padre. Si no hubiera sido por él, Antonio hubiera hecho lo que hubiera querido con ella, como antaño. A pesar de la fuerte discusión de nueve años atrás, el desencadenante de su huida de Nueva York, era más que evidente que ella no había aprendido nada...


Se giró y escondió el rostro en los cojines. 


Dirigió las rodillas a su pecho y lloró en silencio. Sin embargo, no pudo reprimir un sollozo sonoro cuando pensó en su madre. Su marido se estiró, pero ella no se percató hasta que él la besó en la cabeza y la abrazó con más fuerza al sentir sus lágrimas.


Pedro... —cerró los ojos.


—Rubia... —le dijo, ronco por el sueño—. Estoy aquí...


Ella suspiró de manera irregular, se aferró a su guardián imperioso y se desahogó hasta quedarse dormida de nuevo.


Sí, es mi guardián, queramos los dos o no...


Cuando despertó, estaba anocheciendo.


La habitación se hallaba a oscuras. Tenía el móvil en la mesita, comprobó la hora. No escuchaba nada, así que se levantó y, alumbrando el camino con la linterna de su iPhone, consiguió alcanzar el servicio. Prendió la luz, que por un momento la cegó, y accionó la bañera. Necesitaba desentumecer los músculos.


Se despojó de las ropas del día anterior. Lanzó a un rincón el arrugado vestido de novia, la ropa interior y las medias y se metió en el agua caliente llena de espuma. Gimió de placer en cuanto introdujo la cabeza unos segundos.


Le resultaba complicado lavarse el pelo en una bañera, pero lo hizo tan bien como pudo. 


Después, se escurrió los cabellos y se los tapó con un paño de lino pequeño. A continuación, se incorporó y salió del agua. Se anudó una
toalla grande en las axilas para taparse el cuerpo y se dio la vuelta para regresar al dormitorio y vestirse, pero...


—¡Pedro! —gritó, con la mano en el corazón, asustada, de repente, al verlo apoyado en el marco de la puerta abierta.


Su marido la contemplaba hipnotizado, igual que el día en que se había arrodillado a sus pies y le había besado las piernas... Ella retrocedió por instinto. Él se mordió el labio inferior, aleteando las fosas nasales a su vez; avanzó y no se detuvo hasta que la acorraló contra los azulejos de la pared del fondo, entre la bañera y la ducha.


—Eres mi mujer... —le susurró Pedro, arrastrando las sílabas para enfatizar su significado, mientras colocaba las manos a los lados de la cabeza de ella —. Y mi mujer es... —despacio, le retiró el paño del pelo.


Paula estaba paralizada, apenas respiraba, al contrario que él, que parecía llevar varias millas corriendo, incluso le brillaba la frente por el sudor, y no era consecuencia del espeso vapor que reinaba en el espacio... No sabía cuánto tiempo la había estado mirando, y tal pensamiento le robó un resuello entrecortado. Tampoco notó lo mojados que estaban sus mechones enredados, que se pegaron a su nuca, a sus hombros y a su escote.


Pedro no permaneció quieto un segundo, sino que cogió el extremo de la toalla que la cubría y tiró. Sus erguidos senos se descubrieron.


—Joder... —aulló él, con los ojos chispeando, poseídos por algo más que pura lujuria, algo que ella no consiguió identificar, pero que oprimió su interior en un nudo.


Paula se sujetó a sus hombros de inmediato, se le aflojaron las piernas. Tal movimiento hizo que la toalla cayera al suelo. Y Pedro jadeó.


—Tienes razón —observó su desnudez con ardiente curiosidad, humedeciéndose los labios—. Contigo no sirven las palabras —suspiró discontinuo—. Dijiste que una mirada podía fundir el hielo. ¿Te das cuenta de cómo te miro, rubia? No he mirado a ninguna mujer como te estoy mirando a ti ahora... —inhaló aire y lo expulsó con excesiva fuerza.


Pedro... —articuló en un hilo de voz por la vulnerabilidad que sentía y la impaciencia que padecía—. Por favor...


—No lo haré —dijo Pedro, sin elevar el tono ni aclarar su ronquera, adivinando sus más perversos pensamientos—. Todavía no, rubia. Quiero disfrutarte durante horas... —alzó una mano y le rozó la mejilla con los nudillos—. Quiero que te entregues a mí porque me necesites como necesitas el oxígeno para vivir —le acarició la cara con suma delicadeza, trazando sus facciones con las yemas de los dedos de las dos manos, quedándose ella envuelta por su dura y heroica anatomía—. Quiero confinarte a un lugar donde nunca hayas estado y del cual te resistas a volver. Quiero que tus ojos solo vean los míos. Quiero que tu boca implore la mía —le rozó los labios, se los perfiló—. Quiero que tu piel sienta alivio solo gracias a mí —descendió a los brazos y, enseguida, a los costados, que manoseó hacia arriba y hacia abajo sin descanso—. Quiero que tu cuerpo solo se rinda al mío. Quiero tantas cosas contigo, rubia —resopló—, tantas...


Aquellas palabras la abrasaron. Bajó los pesados párpados, que había obligado a mantener abiertos para admirar el chocolate negro de sus magnéticos ojos. Le estrujó el fino jersey a la altura de sus latentes e imponentes pectorales. Tragó saliva con dificultad.


Pedro trazó con un dedo el recto recorrido desde su barbilla hasta su vientre, entre los pechos, por el ombligo... Paula contrajo los músculos y abrió los párpados de golpe. Su marido tenía la cabeza ladeada y continuaba analizándola, en ese momento, con un alarmante martirio en su mirada.


—¿Cómo pude acostarme contigo en un ascensor? —murmuró para sí mismo con voz castigada—. Ahora lo entiendo... —silueteó sus senos, uno después del otro, que se alzaban de manera acelerada al compás de su exaltado corazón—. Escondes muchas cosas, señora Alfonso —suspiró de forma entrecortada, bordeando su cadera—. Pero no me arrepiento —chasqueó la lengua, dirigiendo el dedo a la curva de su trasero—. Fueron los dos mejores
polvos de mi vida. Sin embargo... —inspiró una gran bocanada de aire—, ahora quiero más —le sujetó la nuca y cerró los ojos un instante antes de añadir—: Ahora te quiero a ti —y la besó con rudeza.


La joven gritó en su boca, gritó de alivio. Su lengua la embistió con osadía.


Su guerrero había vuelto... Ella se retorció, alzó una pierna para rodearlo.


Entonces, Pedro le apretó las nalgas y la impulsó del suelo. Paula lo envolvió por la cintura y por el cuello. Ambos jadeaban, extraviados en aquellos besos tan adictivos.


Su marido estaba vestido por completo, con la ropa empapada por culpa de ella. Intentó quitarle el jersey, pero él se lo impidió, apresándole las manos por encima de la cabeza con una de las suyas. Entonces, Pedro se despegó de su boca y dirigió la mano libre a su vientre.


—No... —pronunció Paula, temblorosa.


Toda la fortaleza que ella demostraba de cara a los demás, en concreto en presencia de los hombres, se fragmentó. Y eso solo lo lograba una persona: Pedro Alfonso.


—¿No? —repitió su marido con una pícara sonrisa—. Te diré algo —bajó hacia su intimidad—. Para mí, un no es un sí.


Y la tocó.


—¡Oh, Dios! —gimió ella; su cabeza aterrizó en los azulejos.