martes, 5 de noviembre de 2019
CAPITULO 40 (SEGUNDA HISTORIA)
Un sinfín de sensaciones inconexas la condujeron hacia las estrellas. Nunca nadie había acariciado su inocencia. No era virgen cuando se acostó con Pedro, pero la primera y única vez que había hecho el amor en su vida había sido dolorosa y humillante. No hubo mimos, ni besos, ni arrumacos, ni palabras cariñosas, tan solo un universitario lo suficientemente borracho como para aprovecharse de una adolescente de diecisiete años tontamente enamorada.
En cambio, Pedro... ¡Dios mío!
Su orgulloso guerrero se apoderó de su cuello, se lo lamió y se lo mordió, a la vez que la acariciaba con mano experta, audaz, peligrosa, ardiente... Y, sin previo aviso, su cuerpo explotó en un indescriptible holocausto que la cegó, la
enmudeció y la despojó de toda su voluntad.
Él escondió el rostro en su pelo, abrazándola por la cintura con ternura, besándole los mechones de forma distraída. Paula se dejó caer sobre él,
exhausta, intentando recuperar el aliento. Pedro la sostuvo sin esfuerzo como si se tratara de una niña y la transportó a la cama, donde la sentó y la cubrió con el edredón.
—Voy a ducharme.
Ella asintió con los ojos vidriosos y los músculos flácidos. Cuando su marido se encerró en el baño, se derrumbó en el colchón. Y, cuando lo escuchó rugir en la lejanía, sonrió, saciada y feliz.
Respiró hondo y encendió las lamparitas de las mesitas de noche. Sacó el pequeño equipaje que había en el armario, junto al servicio y frente al lecho.
Estiró la ropa en la cama y se vistió. Había elegido unas mallas negras que se ajustaban como un guante a sus piernas. Las conjuntó con una camisola blanca que le alcanzaba la mitad de los muslos, de manga larga, con las muñecas
ligeramente abombadas y cuello redondo. Se ajustó un cinturón trenzado de piel, fino y de color beis. Se puso unos calcetines de lana y unos botines planos y anchos del mismo tono que el cinturón.
Se desenredó los cabellos en la habitación, con la raya en el centro. Se los alborotó al terminar para que se secasen con la naturalidad de sus ondas. Y, por último, se enrolló con doble vuelta una pashmina verde en el cuello. Se sentó en el borde de la cama y esperó a que saliera Pedro.
Él abrió la puerta del servicio en ese instante, vestido solo con unos vaqueros claros y desabrochados, que dejaban entrever el filo blanco de sus boxer. Paula desorbitó los ojos y se le desencajó la mandíbula. Y se arrepintió
por haberse abrigado el cuello porque, de repente, hacía demasiado calor...
¡Madre mía!
Pedro sonrió, henchido de satisfacción, al pasar por su lado y comprobar el efecto que le había causado, el muy tunante... ¡Lo había hecho a posta!
Era la segunda vez que lo veía con el torso desnudo y su corazón se precipitó de igual modo que la primera.
Definitivamente, nunca me acostumbraré...
No se esperaba toparse con él de esa guisa.
Pedro Alfonso era digno de explorar, reconocer y palpar una memorable eternidad. Si ella fuera médico, se tomaría todas las libertades con su paciente. Incluso siendo enfermera, se entregaría a su doctor Alfonso como la mejor de todas sus empleadas. Soltó una carcajada espontánea ante tal pensamiento.
—¿Qué pasa? —se preocupó él, que acababa de colocarse una camiseta blanca de manga corta, ceñida a su portentosa anatomía, envidiable para la población masculina y provocadora de infartos en la femenina.
—Nada —se incorporó de un salto.
Cogió el estuche de sus pinturas y entró en el baño. Reprimió un gemido al inhalar la fragancia de madera acuática de Pedro. Meneó la cabeza para despejarse y se aplicó un tono rosa intenso en los labios y rímel en las pestañas, nada más, sus mejillas ya estaban coloradas y sus ojos brillaban, y no era para menos. El famoso mujeriego Pedro Alfonso sí sabía cómo hacer
disfrutar a una mujer...
Al salir al dormitorio, lo descubrió ojeando el móvil. Llevaba un jersey distinto al de antes, de color azul y cuello en pico, debajo de una americana a juego que marcaba sus hombros y estilizaba su figura. Tenía los pies enfundados en unas preciosas zapatillas de ante y lazada azul marino. Informal y muy atractivo. Paula tembló con solo mirarlo.
Se reunieron con Catalina y Samuel en el salón-comedor. El bebé estaba en los brazos de su abuela, despierto.
—¡Hola, gordito! —saludó a su hijo, acunándolo en el pecho y haciéndole suaves cosquillas en la barbilla, que estimularon sus inocentes risas.
Se acomodaron en los sofás y charlaron sobre la boda.
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