jueves, 19 de diciembre de 2019
CAPITULO 8 (TERCERA HISTORIA)
A la mañana siguiente, se despertó al amanecer.
Se despojó de las ropas de la noche anterior y se duchó. Eligió unos shorts vaqueros claros, una camisola blanca y de manga larga, que le alcanzaba la mitad del trasero, y una rebeca verde de punto. Llenó una bolsa con ropa de deporte para la sesión del fisioterapeuta.
Se preparó una infusión en la cocina y un sándwich de pavo, tomate y orégano.
Su madre se presentó cuando Paula se calzaba las Converse verdes en el sofá, de tres plazas, piel blanca y con el respaldo recto y bajo. Karen tenía un juego de llaves, pero prefería llamar para no incomodarla, así se lo había hecho saber varias veces. Paula cogió el bolso y un fular estampado de flores, era mayo, pero aún refrescaba por las mañanas y por las noches, y se reunió con su madre.
Caminaron en silencio hacia el hospital, a apenas cinco minutos de distancia, colgada Karen de su brazo. Entraron por la puerta principal y se dirigieron directamente a la consulta del doctor Collins, en el área de Rehabilitación Física, en una planta inferior a la principal, en el otro extremo de la cafetería del complejo y cerca del gimnasio que utilizaban para los pacientes que requerían terapia.
—Buenos días, señora Chaves, Paula —las saludó el doctor Adrian Collins, levantándose de la silla, detrás del escritorio—. ¿La señora Chaves nos acompañará hoy? —preguntó, con una sonrisa cautivadora, acercándose a las recién llegadas.
Paula ocultó una risita ante el sonrojo de su madre, quien sonrió como una adolescente, embelesada en el doctor Collins. A ella no le atraía para nada su físico, no le gustaban los rubios, ni los ojos azules, ni los cuerpos con los músculos demasiado marcados, como era el caso de su fisioterapeuta.
—Si no es molestia... —dijo Karen—. Y llámeme Karen, por favor.
—Por supuesto que no es ninguna molestia, Karen —y añadió hacia la paciente—: Primero, el masaje y, después, un corto circuito conmigo, como siempre.
Ella asintió y se desnudó tras un biombo de madera, en la esquina más alejada de la puerta, en la parte derecha del despacho. En ropa interior, sencilla y blanca, sin adornos, se tumbó en la camilla. Adrian le colocó una toalla para cubrirla, desde los senos hasta las ingles, se quitó la bata y se remangó la camisa. A continuación, se embadurnó las manos de crema, se las frotó y empezó el masaje en las piernas. Le molestaba la fuerte fricción, pero no se quejó porque luego su cuerpo lo agradecería. Notaba sus músculos cargados y pesados desde que había despertado del coma, aunque cada día menos. Fueron diez minutos y, luego, tocó el circuito.
—Si vienes a diario, Paula, en un mes te daré el alta y podrás retomar tus clases de yoga para antes del verano.
Una hora más tarde, se vestía de nuevo. Guardó la ropa de deporte que había utilizado para el circuito, que había consistido en ejercicios de elasticidad y estiramientos en el gimnasio.
—Gracias, doctor Collins —se despidió.
—Hasta mañana, Paula. Karen, espero verte también.
—Claro, doctor Collins —aseguró su madre, con las mejillas más rojas que los fresones.
Cuando salieron al pasillo, Paula se rio y Karen la imitó.
—¿Qué quieres hacer ahora, tesoro? —le preguntó su madre.
—Nada importante —mintió—. ¿Qué quieres tú, mamá?
—Vamos a ver a tu padre y a Ramiro. Hay que pensar ya en la fecha de la boda.
—Claro —suspiró. No había otra opción.
CAPITULO 7 (TERCERA HISTORIA)
El edificio era una vivienda grande que la señora Adela Robins había reformado unos años atrás para que simulara un portal, instalando un ascensor y creando ocho lofts, dos en cada planta, todos alquilados, menos el de Adela, en la segunda.
Era una anciana agradable y bondadosa, pero muy entrometida. Siempre se enteraba de quién salía y quién entraba, a qué hora y con quién. Paula solo llevaba seis días viviendo allí, pero la señora Robins ya había conocido a su novio, Ramiro Anderson, a quien había sometido a un exhaustivo interrogatorio.
El loft de Paula estaba en el último piso. Apenas eran sesenta metros cuadrados, pero se había enamorado a primera vista del ático. Subió las escaleras y se introdujo en su coqueto apartamento abuhardillado, de paredes de color crema, grandes ventanales, pocos muebles, de color blanco gastado, pufs bajos y mullidos, y un sinfín de cojines, tanto en la cama como en el sofá.
Dejó las llaves en la mesita circular pegada al perchero, junto a la puerta.
En ese momento, su móvil sonó dentro del bolso. Lo sacó y descolgó.
—Hola, mamá —se apoyó en la puerta.
—Hola, tesoro —respondió Karen—. ¿Qué tal con el doctor Pedro?
—Acabo de llegar a casa. Fui a la dirección que me proporcionó su hermano Mauro y resultó que era la mansión de su familia y que se celebraba el cumpleaños del doctor Pedro. Me invitaron a cenar.
—Solo conozco a Rocio, pero en el hospital decían que la mujer de Mauro era otro cielo personificado. Me gusta esa familia, tesoro.
—Se llama Zaira y se parece bastante a Lucia... —se le apagó la voz—. Estoy cansada, mejor me acuesto y mañana te llamo, ¿de acuerdo?
—Claro, hija. ¿Te acompaño al fisio?
—No te preocupes, mamá.
—No es ninguna molestia, tesoro, ya sabes que me gusta estar contigo.
—De acuerdo —accedió—. Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, tesoro.
Colgaron.
Paula suspiró, agotada, y caminó hacia su cuarto. A la derecha, estaba la cocina con barra americana, frente al salón y al comedor, los cuales ofrecían unas vistas a lo lejos de las copas de los frondosos árboles del Boston Common, el parque más antiguo de la ciudad.
A la izquierda de la puerta principal, pasada la cocina, se hallaba su habitación, una estancia separada del resto por una cortina de color crema y fija al techo, hasta la tarima, a modo de flecos. El baño era lo único que estaba apartado, en una sala con puerta, dentro del dormitorio.
Atravesó los flecos blancos, pisó la alfombra que había a los pies de su gigantesca cama, a la
derecha, debajo de los ventanales, y se derrumbó sobre los almohadones. Se quitó las zapatillas con los pies y cerró los ojos sin molestarse en cambiarse de ropa.
Todo había sido muy rápido. El mismo día que había recibido el alta, sus padres le habían dado la noticia de que habían encontrado un piso ideal para ella, y habían acertado. Paula había estado cinco semanas y media recuperándose en la habitación del hospital y ojeando en el periódico un posible alquiler. Karen y Elias Chaves respetaban su privacidad y su independencia. Eran los mejores padres del universo: cariñosos, atentos, pacientes... Y habían aceptado sin titubear el deseo de su única hija de establecerse sola al salir del General, algo que agradeció, porque jamás les negaba nada y, si ellos hubiesen insistido en que viviera en casa de los Chaves, habría accedido para no defraudarlos, aunque no quisiera. Odiaba defraudarlos, a cualquier persona, pero en especial a Karen y a Elias.
Se quedó dormida pensando en su hermana, como de costumbre.
CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)
Pedro la ayudó a subir y, a continuación, se montó en el asiento del conductor, sin tocar ni regular los espejos, era su coche, pensó ella, ajustándose el cinturón.
—¿Dónde vive, señorita Chaves?
—En el número 23 de Garden St, en Beacon Hill, muy cerca del General.
—Sé dónde es.
Los minutos que duró el trayecto fueron silenciosos.
Garden St era una calle pequeña con automóviles aparcados en las dos aceras. Su coche estaba entre ellos, en la misma puerta del edificio donde vivía. Sus padres se lo habían regalado por su recuperación. Era un precioso Mini Cooper de color verde botella, descapotable y con el número diecisiete en las puertas laterales, un número que le recordaba los maravillosos años que había vivido con su hermana.
—Es aquí —anunció Paula.
Pedro paró el todoterreno, que ocupaba casi toda la calzada.
—Gracias, doctor... —se detuvo al verlo apearse del coche y dirigirse a su puerta, que abrió, y le ofreció una mano para descender al suelo.
No estaba acostumbrada a recibir ese trato tan caballeroso y los nervios la asaltaron.. Entonces, el cálido contacto de su mano mitigó, de pronto, su ansiedad. Respiró hondo con suavidad.
—Gracias —repitió ella, alejándose unos pasos hacia la acera.
—Es tarde. Sus padres estarán descansando. Salúdelos de mi parte, por favor.
—No —buscó las llaves en el bolso—. Vivo sola. Ellos viven frente al Boston Common.
—¿Vive sola? —inquirió Pedro, frunciendo el ceño y cruzándose de brazos—. Hace siete semanas que ha despertado de un coma de más de un año. No debería vivir sola.
—Estoy bien. El doctor Walter me ha dicho que empiece a hacer mi vida normal, aunque de momento, hasta que mi cuerpo no esté físicamente recuperado, no trabaje, algo bastante acertado dado que soy profesora de yoga y mi flexibilidad ha empeorado después de tantos meses postrada en una cama.
—Vaya despacio, no corra. Como usted bien acaba de decir, ha estado muchos meses postrada en una cama. Necesita tiempo.
Paula se enfadó... ¿Primero la echaba de su casa, luego la invitaba y la ignoraba y, ahora, le decretaba cómo tenía que vivir?
—Gracias, doctor Pedro —se estiró el vestido mientras hablaba—, pero, cuando requiera consejos sobre mi salud, se los pediré a mi médico, el doctor Walter. Buenas noches —se giró y subió los tres peldaños de la entrada del edificio.
—Disculpe si la he ofendido —le dijo él a su espalda en una especie de gruñido.
Ella se giró y arrugó la frente.
—Discúlpeme a mí por mi brusquedad —se excusó Paula enseguida, aunque se obligó a hacerlo. Estaba más que acostumbrada a contener su genio en presencia de cualquiera, así la habían educado siempre, pero, curiosamente, con el doctor Pedro no le apetecía, toda una novedad—. Gracias por todo, doctor Pedro. Le deseo lo mejor —extendió la mano.
Pedro observó el gesto sin variar la gravedad de su expresión. Se la estrechó de forma muy lenta, provocando que su piel se erizase.
Ella, sin poder evitarlo, se fijó en sus ojos del color de las castañas, con varias tonalidades en degradado, desde el marrón claro —alrededor de las pupilas— hacia el marrón oscuro. Y brillaban bajo las farolas de la calle y, al parpadear, gracias a las preciosas pestañas rizadas que tenía, envolvieron a Paula en un aura mística, irreal, llena de paz... Poco a poco, la seriedad de esos mágicos ojos marrones se fue transformando en meteoros cegadores que nublaron su razón, su coherencia, su lógica y su mente, alejándola por completo de la realidad.
Y se quedó prendada de su hermoso rostro, de su cuadrada mandíbula, marcada, fuerte y recia, su recta y refinada nariz, sus cejas no muy gruesas, sus labios finos y alargados, sus pómulos altos... Recordaba unos hoyuelos al sonreír. ¿Los volvería a ver algún día? ¿Volvería a ver al doctor Pedro que había conocido por Lucia?
La magia se evaporó.
Paula se separó y agachó la cabeza para contemplar su anillo de compromiso. Estrujó la mano en un puño y abrió la puerta. Cerró sin mirar atrás, aunque no se inmutó hasta que escuchó el coche alejarse, varios minutos después...
—¿Paula, eres tú? —le preguntó la propietaria del edificio, desde la escalera.
—Soy yo, señora Robins —sonrió—. Buenas noches.
—Buenas noches, chiquilla —sonrió—. Que descanses —y se metió en su casa.
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