jueves, 19 de diciembre de 2019
CAPITULO 7 (TERCERA HISTORIA)
El edificio era una vivienda grande que la señora Adela Robins había reformado unos años atrás para que simulara un portal, instalando un ascensor y creando ocho lofts, dos en cada planta, todos alquilados, menos el de Adela, en la segunda.
Era una anciana agradable y bondadosa, pero muy entrometida. Siempre se enteraba de quién salía y quién entraba, a qué hora y con quién. Paula solo llevaba seis días viviendo allí, pero la señora Robins ya había conocido a su novio, Ramiro Anderson, a quien había sometido a un exhaustivo interrogatorio.
El loft de Paula estaba en el último piso. Apenas eran sesenta metros cuadrados, pero se había enamorado a primera vista del ático. Subió las escaleras y se introdujo en su coqueto apartamento abuhardillado, de paredes de color crema, grandes ventanales, pocos muebles, de color blanco gastado, pufs bajos y mullidos, y un sinfín de cojines, tanto en la cama como en el sofá.
Dejó las llaves en la mesita circular pegada al perchero, junto a la puerta.
En ese momento, su móvil sonó dentro del bolso. Lo sacó y descolgó.
—Hola, mamá —se apoyó en la puerta.
—Hola, tesoro —respondió Karen—. ¿Qué tal con el doctor Pedro?
—Acabo de llegar a casa. Fui a la dirección que me proporcionó su hermano Mauro y resultó que era la mansión de su familia y que se celebraba el cumpleaños del doctor Pedro. Me invitaron a cenar.
—Solo conozco a Rocio, pero en el hospital decían que la mujer de Mauro era otro cielo personificado. Me gusta esa familia, tesoro.
—Se llama Zaira y se parece bastante a Lucia... —se le apagó la voz—. Estoy cansada, mejor me acuesto y mañana te llamo, ¿de acuerdo?
—Claro, hija. ¿Te acompaño al fisio?
—No te preocupes, mamá.
—No es ninguna molestia, tesoro, ya sabes que me gusta estar contigo.
—De acuerdo —accedió—. Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, tesoro.
Colgaron.
Paula suspiró, agotada, y caminó hacia su cuarto. A la derecha, estaba la cocina con barra americana, frente al salón y al comedor, los cuales ofrecían unas vistas a lo lejos de las copas de los frondosos árboles del Boston Common, el parque más antiguo de la ciudad.
A la izquierda de la puerta principal, pasada la cocina, se hallaba su habitación, una estancia separada del resto por una cortina de color crema y fija al techo, hasta la tarima, a modo de flecos. El baño era lo único que estaba apartado, en una sala con puerta, dentro del dormitorio.
Atravesó los flecos blancos, pisó la alfombra que había a los pies de su gigantesca cama, a la
derecha, debajo de los ventanales, y se derrumbó sobre los almohadones. Se quitó las zapatillas con los pies y cerró los ojos sin molestarse en cambiarse de ropa.
Todo había sido muy rápido. El mismo día que había recibido el alta, sus padres le habían dado la noticia de que habían encontrado un piso ideal para ella, y habían acertado. Paula había estado cinco semanas y media recuperándose en la habitación del hospital y ojeando en el periódico un posible alquiler. Karen y Elias Chaves respetaban su privacidad y su independencia. Eran los mejores padres del universo: cariñosos, atentos, pacientes... Y habían aceptado sin titubear el deseo de su única hija de establecerse sola al salir del General, algo que agradeció, porque jamás les negaba nada y, si ellos hubiesen insistido en que viviera en casa de los Chaves, habría accedido para no defraudarlos, aunque no quisiera. Odiaba defraudarlos, a cualquier persona, pero en especial a Karen y a Elias.
Se quedó dormida pensando en su hermana, como de costumbre.
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