jueves, 19 de diciembre de 2019

CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)




Pedro la ayudó a subir y, a continuación, se montó en el asiento del conductor, sin tocar ni regular los espejos, era su coche, pensó ella, ajustándose el cinturón.


—¿Dónde vive, señorita Chaves?


—En el número 23 de Garden St, en Beacon Hill, muy cerca del General.


—Sé dónde es.


Los minutos que duró el trayecto fueron silenciosos.


Garden St era una calle pequeña con automóviles aparcados en las dos aceras. Su coche estaba entre ellos, en la misma puerta del edificio donde vivía. Sus padres se lo habían regalado por su recuperación. Era un precioso Mini Cooper de color verde botella, descapotable y con el número diecisiete en las puertas laterales, un número que le recordaba los maravillosos años que había vivido con su hermana.


—Es aquí —anunció Paula.


Pedro paró el todoterreno, que ocupaba casi toda la calzada.


—Gracias, doctor... —se detuvo al verlo apearse del coche y dirigirse a su puerta, que abrió, y le ofreció una mano para descender al suelo.


No estaba acostumbrada a recibir ese trato tan caballeroso y los nervios la asaltaron.. Entonces, el cálido contacto de su mano mitigó, de pronto, su ansiedad. Respiró hondo con suavidad.


—Gracias —repitió ella, alejándose unos pasos hacia la acera.


—Es tarde. Sus padres estarán descansando. Salúdelos de mi parte, por favor.


—No —buscó las llaves en el bolso—. Vivo sola. Ellos viven frente al Boston Common.


—¿Vive sola? —inquirió Pedro, frunciendo el ceño y cruzándose de brazos—. Hace siete semanas que ha despertado de un coma de más de un año. No debería vivir sola.


—Estoy bien. El doctor Walter me ha dicho que empiece a hacer mi vida normal, aunque de momento, hasta que mi cuerpo no esté físicamente recuperado, no trabaje, algo bastante acertado dado que soy profesora de yoga y mi flexibilidad ha empeorado después de tantos meses postrada en una cama.


—Vaya despacio, no corra. Como usted bien acaba de decir, ha estado muchos meses postrada en una cama. Necesita tiempo.


Paula se enfadó... ¿Primero la echaba de su casa, luego la invitaba y la ignoraba y, ahora, le decretaba cómo tenía que vivir?


—Gracias, doctor Pedro —se estiró el vestido mientras hablaba—, pero, cuando requiera consejos sobre mi salud, se los pediré a mi médico, el doctor Walter. Buenas noches —se giró y subió los tres peldaños de la entrada del edificio.


—Disculpe si la he ofendido —le dijo él a su espalda en una especie de gruñido.


Ella se giró y arrugó la frente.


—Discúlpeme a mí por mi brusquedad —se excusó Paula enseguida, aunque se obligó a hacerlo. Estaba más que acostumbrada a contener su genio en presencia de cualquiera, así la habían educado siempre, pero, curiosamente, con el doctor Pedro no le apetecía, toda una novedad—. Gracias por todo, doctor Pedro. Le deseo lo mejor —extendió la mano.


Pedro observó el gesto sin variar la gravedad de su expresión. Se la estrechó de forma muy lenta, provocando que su piel se erizase.


Ella, sin poder evitarlo, se fijó en sus ojos del color de las castañas, con varias tonalidades en degradado, desde el marrón claro —alrededor de las pupilas— hacia el marrón oscuro. Y brillaban bajo las farolas de la calle y, al parpadear, gracias a las preciosas pestañas rizadas que tenía, envolvieron a Paula en un aura mística, irreal, llena de paz... Poco a poco, la seriedad de esos mágicos ojos marrones se fue transformando en meteoros cegadores que nublaron su razón, su coherencia, su lógica y su mente, alejándola por completo de la realidad.


Y se quedó prendada de su hermoso rostro, de su cuadrada mandíbula, marcada, fuerte y recia, su recta y refinada nariz, sus cejas no muy gruesas, sus labios finos y alargados, sus pómulos altos... Recordaba unos hoyuelos al sonreír. ¿Los volvería a ver algún día? ¿Volvería a ver al doctor Pedro que había conocido por Lucia?


La magia se evaporó.


Paula se separó y agachó la cabeza para contemplar su anillo de compromiso. Estrujó la mano en un puño y abrió la puerta. Cerró sin mirar atrás, aunque no se inmutó hasta que escuchó el coche alejarse, varios minutos después...


—¿Paula, eres tú? —le preguntó la propietaria del edificio, desde la escalera.



—Soy yo, señora Robins —sonrió—. Buenas noches.


—Buenas noches, chiquilla —sonrió—. Que descanses —y se metió en su casa.




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