martes, 24 de septiembre de 2019

CAPITULO 52 (PRIMERA HISTORIA)




Y tan veloz como la había tomado, la apartó. No la soltó, sino que la mantuvo agarrada por la cintura, mientras respiraba de forma acelerada y la contemplaba con un intenso brillo en los ojos. 


Paula inhaló aire y lo expulsó con fuerza. Carraspeó. Pedro parpadeó, regresando a la realidad; sonrió, se inclinó y le besó la frente. A continuación, la empujó hacia la puerta, le arrebató las llaves y abrió el portal. Ella se rio.


—Gracias —se puso de puntillas y depositó un dulce beso en su mejilla.


Eso lo sobresaltó, no se lo esperaba. Paula ocultó una sonrisa y se metió en el edificio, sin girarse. Entró en su apartamento suspirando de felicidad.


Corrió a su habitación y, sin encender la luz, se subió a la cama y gateó hasta la ventana. El doctor Alfonso observaba en su dirección, con el ceño fruncido porque no la veía. Paula retiró la cortina, abrió el cristal, asomó la cabeza y agitó una mano. Él, entonces, le guiñó un ojo, después, se giró y desapareció de su vista.


Se dejó caer sobre el colchón. Pataleó, dichosa. 


Se tapó la cara con uno de los almohadones y se echó a reír sin control. ¡Estaba emocionada!


Su móvil vibró unos minutos más tarde:
Pedro: Jamás jugaría contigo.


El corazón de Paula sufrió una sacudida. Se quitó los tacones y se sentó, con las piernas flexionadas debajo del trasero.


Paula: Me gustan tus mensajes... ¿Vas a salir con tus amigos?


Pedro: Me han llamado, pero ya estoy en casa. Ahora mismo no sería una buena compañía.


Paula se preocupó.


Paula: ¿Te pasa algo? ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?


Pedro: Sí. No. Sí.


Ella soltó una carcajada.


Paula: Buenas respuestas...


Pedro: Lo que me pasa, por lo que no estoy bien y lo que necesito se resume en un solo punto: tú.


Paula se derritió. Dejó de respirar.


Paula: ¿Y qué hacemos al respecto? Porque no quiero ser la causa de tu malestar.


Pedro: ¿Me dejas raptarte?


Paula: Depende de para qué...


Se mordió el labio por el significado que escondía la frase que acababa de escribirle.


Pedro: No me vuelvas a decir algo así. Buenas noches, Paula.


Desorbitó los ojos ante la respuesta recibida.


Paula: Lo siento. Buenas noches, doctor Alfonso.


Tiró el teléfono a la cama y se dirigió al baño para desmaquillarse, rumiando incoherencias. 


¿Qué diantres le ocurría al dichoso médico? Se puso el pijama. Fue a programar la alarma en el móvil y se encontró con un nuevo mensaje:
Pedro: No te enfades, por favor, pero... No puedo decirte lo que te haría si me dejaras raptarte, porque saldrías huyendo como la primera vez que te besé.


Paula: Tendré veintidós años, pero no soy una niña.


Pedro: ¡Ese es el problema, que no eres ninguna niña, Paula! Pero sí que eres una niña...


Paula: ¿En qué quedamos, en que soy una niña o no?


Pedro: Eres una mujer, créeme, una verdadera mujer... pero, también, eres inocente... No quiero asustarte.


Ahí estaba la palabra... inocente. Recordó la charla con Stela, de que algunos hombres, como Pedro, se acobardaban ante la inocencia, pero él no tenía miedo de nada, ¿o sí?


Paula: Dime lo que me harías si te dejara raptarme. No voy a huir. Estoy en la cama. No me voy a ir a ninguna parte.


Pedro: Y tampoco te enfadarás...


Paula: Tampoco.


Pedro: ¿Segura?


Paula: Te lo prometo.


Pedro: ¿No te lo imaginas?


Paula: Pues no.


El siguiente mensaje tardó unos minutos interminables...


Pedro: Te besaría una eternidad en los labios y otra eternidad, en cada porción de tu piel... Te acariciaría una eternidad con mis labios y otra eternidad, con mis manos, en cada rincón de tu cuerpo, sin saltarme nada... Solo pienso en que te haría tantas cosas una jodida eternidad, pero cosas buenas, buenísimas... Nunca te haría daño. Me gustas, Paula, me gustas muchísimo... Me encanta besarte, me encanta abrazarte, me encanta mirarte, me encanta olerte... Ahora puedes salir corriendo, lo entenderé.


Paula estaba petrificada en el colchón. 


¿Enfadarse? No. ¿Salir corriendo?


Sí, pero para arrojarse a sus brazos...


Aún sin reaccionar, sin haber asimilado tales palabras, escribió la respuesta.


Paula: Sigo aquí.


Pedro: ¿Te irás?


Paula: No.


Pedro: Lo siento, no debería haberte dicho esas cosas. Olvídalas.


Paula: No. Ni tú lo sientes ni yo voy a olvidarlas. Jamás podría olvidarlas...


Pedro: Ni yo quiero que las olvides... No me entiendo ni yo... ¿Qué me has hecho, bruja? Dulces sueños...


Sonrió.


Paula: Dulces sueños, doctor Alfonso.




CAPITULO 51 (PRIMERA HISTORIA)




Ella se dio la vuelta y emprendió la marcha hacia su mesa, pero, antes de salir del pasillo, un brazo de hierro la rodeó desde atrás, pegándola a un cuerpo muy tentador. Unos labios le rozaron la sien. Un aliento agitado le erizó la piel. Paula cerró los ojos un instante. Pedro se separó de ella, arrastrando los dedos por el vestido.


Y regresó a su no cita.


—Perdona —sonrió sin humor.


—Vaya llamada larga... —comentó Ernesto, con la frente arrugada, analizando cada gesto de Paula.


—Sí —contestó, escueta, notando cómo sus mejillas continuaban tan calientes que podían incendiar la sala entera.


El camarero les retiró los platos y les preguntó si deseaban postre o café.


—Lo siento, Ernesto, pero tengo que irme. Mi abuela me necesita —le dijo, firme, tamborileando los dedos encima del mantel.


—Si tan enferma está, habrá que llevarla a urgencias. Lo haremos en mi coche.


—No. Sé perfectamente lo que mi abuela necesita —masculló ella.


Sullivan la observó un largo momento. Estaba enfadado y no lo escondía.


Pidió la cuenta, pagó y se levantaron.


—Gracias por la cena —añadió Pau—. Ya nos veremos —se giró.


Él la agarró del brazo.


—¿Adónde vas? —le exigió, con voz afilada.


Paula se soltó bruscamente. No le respondió esa vez, no se lo merecía, y se dirigió al servicio. Se encerró con pestillo y sacó el móvil del bolso. 


Tenía un mensaje de Pedro: la esperaba en el bar del hotel. Ella salió al restaurante, no vio a Sullivan por ninguna parte, y buscó a Pedro.


Se encontraba en un lateral de la barra rectangular, a la izquierda, tomándose una cerveza, sentado en un taburete, de espaldas a Paula. Caminó por la moqueta, que silenció sus tacones, se acomodó a su lado, dejando un asiento entre los dos, adrede, cruzó las piernas y apoyó el abrigo y el bolso sobre ellas.


—Una cerveza, por favor —le solicitó al camarero, que se la sirvió enseguida—. Gracias —dio un corto trago.


—Hola —le susurró su doctor Alfonso.


—Hola.


Se miraron. Ella sonrió, pero él, no. Esas profundidades grises, que parpadearon, soltando fogonazos de luz, se clavaron en su pecho y hasta creyó que rasgaron su piel. No llevaba gafas...


Paula, hipnotizada, se cambió de taburete, estiró las manos y le tocó los párpados. Él cerró los ojos y suspiró con suavidad.


—Hay que limpiar bien la carita —pronunció Paula en tono bajo. Sus dedos acariciaron ese rostro esculpido por los dioses, incluido el cuello, lentamente, con cariño—. Aplicamos bien la cremita —repitió el gesto, notando cómo se relajaba bajo su contacto—. El último paso... es el mejor... —se le quebró la voz. Pedro elevó los párpados—. Ahora toca... pensar en cosas bonitas... para tener los dulces sueños que te mereces...


Trazó sus cejas ligeramente gruesas y curvas en los extremos, la diminuta arruga que se le formaba en las terminaciones de los ojos, su recta y refinada nariz, sus altos pómulos teñidos de un suave rubor, su mandíbula cuadrada y marcada, sus labios entreabiertos... Sin soltarlo, se inclinó y depositó en ellos un beso casto, pero en el que le entregó todo el amor que sentía por él, porque lo amaba con todo su corazón.


Pedro limpió las lágrimas que Paula había derramado sin poder evitarlo.


—¿Quién te enseñó eso? —le preguntó en un susurro.


—Mi padre —sonrió ella con tristeza—. Era pediatra, como tú.


Él no dijo nada. La levantó del asiento, sin esfuerzo, y la acomodó en su regazo. Paula apoyó la cabeza en su pecho, balanceando los pies en el aire.


Escuchó el latido fuerte y pausado de su doctor Alfonso. Se percató, entonces, de que acababa de descubrir su lugar favorito.


Se bebieron la cerveza en silencio, sin variar la postura.


—Paula, Sullivan no... —gruñó—. Sullivan no es bueno para ti.


—No ha sido una cita —le confesó, seria, incorporando la cabeza—. En la fiesta de tus padres, cuando tu madre me lo presentó, Ernesto me contó que pertenecía a la sociedad que iba a demoler Hafam —jugueteó con el nudo de su corbata—. Me dijo que tu madre había intentado convencerlo de que no cerraran la escuela, pero que prefería escucharme a mí. No hablamos más, hasta el día siguiente, cuando me crucé con él en el Boston Common y me invitó a un café. Hablamos de Hafam... nada más.


—¿Nada más? —se inclinó él, alzando las cejas.


—Bueno... —desvió la mirada— me dijo más cosas, pero no...


—¿Qué te dijo? —la cortó.


Paula respiró hondo, nerviosa.


—Me preguntó cuántos años tenía y dijo que yo era demasiado joven para ti. Nos había visto salir juntos de la fiesta y... —se calló de golpe.


—Me estás ahogando... —señaló Pedro con un poco de dificultad.


—¡Lo siento! —soltó la corbata de inmediato, ruborizada por la vergüenza.


Él se rio, rodeándola por la cintura.


—¿Qué más, Paula? —quiso saber.


—Nada, que... ¡Nada! —sonrió ella, demasiado feliz.


Pedro arrugó la frente, por lo que Pau desistió:
—Que mi... Que yo... —se mordió el labio, incapaz de continuar.


Él la tomó por la nuca, obligándola a mirarlo. 


Estaba serio y preocupado.


—Que estaba seguro de que yo nunca... —agregó Paula, al fin— me he acostado con un hombre.


—¡¿Perdona?! —exclamó él, alucinado, dejando caer los brazos—. Lo que tú hagas o dejes de hacer en tu vida privada no es asunto suyo —inhaló una profunda bocanada de aire con el semblante cruzado por el enfado, que no se molestaba en disimular—. ¿De qué más hablasteis?


—De la escuela. Me dijo que procuraría convencer a sus socios, pero que no me prometía nada —dio otro trago a la bebida—. El viernes pasado, después de la conferencia, ayudé a tu madre a ultimar detalles de la gala. Cuando volvía a mi casa, Ernesto me interceptó en la calle.


—¿Te interceptó? —repitió, entornando los ojos.


—Es que estuvo llamándome al móvil —le explicó. Se retorcía los dedos en el regazo—. La primera vez, se lo cogí, pero, tras hablar con Manuel, no... — suspiró de manera entrecortada—. Tu hermano vino a verme el martes de la semana pasada para decirme que me alejara de Manuel. No cree que me cruzase por casualidad con él en el parque.


—Yo tampoco lo creo —bufó—. Vive en Suffolk. El Boston Common está bastante retirado de su casa, y además un domingo, que, para Sullivan, los domingos son sagrados en su casa. Lo sé.


Paula también sabía algo: la razón por la cual Pedro conocía tan bien a Ernesto, por Alejandra. Se enfadó y se sentó en el taburete, lejos de su contacto. Él se percató de su inquietud y sonrió con picardía.


—No es lo que estás pensando —la tomó de la muñeca.


Ella no se lo permitió, sino que se irguió, para infundir respeto, pero no lo consiguió, porque el doctor Alfonso se carcajeó y la levantó sin esfuerzo de nuevo.


—¡Pedro!


La acomodó entre sus brazos por segunda vez, apretándola para que no se apartase.


—No grites —le susurró antes de besarle la sien—. Sigue hablando —y añadió al camarero—: Dos cervezas, por favor.


Paula reprimió el impulso de abrazarlo. Se ruborizó. Su vientre recibió un pinchazo.


—Cuando me interceptó en la calle —continuó ella, algo desorientada por la hierbabuena—, me reconoció que me había seguido porque no le cogía el teléfono. Sus socios estaban dispuestos a hablar conmigo para no cerrar la escuela. Cenaría con ellos hoy, aquí, pero...


Les sirvieron las cervezas.


—Déjame adivinar —musitó Pedro—, solo se ha presentado Sullivan.


—Sí.


—Paula, Sullivan te quiere para él —declaró sin dudar—, y no me gusta. Sé qué clase de hombre es. Ya te lo dije, que no se detiene ante nada y, ahora, se ha fijado en ti. Manuel y Bruno también lo creen así.


Aquello le produjo un inquietante escalofrío, que él percibió. La atrajo hacia su pecho y apoyó la cabeza en la suya, ofreciéndole la protección que necesitaba en ese momento. Cualquiera que los viera daría por hecho que tenían una relación. Sus mejillas no dejaban de arder desde hacía un rato, pero se incendiaron aún más por ese abrazo tan maravilloso...


—Trabajas mañana, ¿no?


—Sí —asintió ella.


—¿Hasta qué hora?


—Termino a las cinco y media —respondió ella, recostándose sobre él—, pero, a veces, antes o después, depende del jaleo que tenga Stela para la siguiente semana.


Bebieron en un cómodo silencio. Luego, se colocaron los abrigos y salieron a la calle. Pedro la acompañó a su casa, rodeando el parque. Paula creyó que estaba en una nube... No se rozaban, pero sí se mantenían a escasos centímetros.


—Hemos llegado —anunció él, en la puerta del portal.


—Pues... ya nos veremos —le dijo ella, sacando las llaves del bolso.


En un segundo, Pedro gruñó y la estrechó con fuerza entre sus brazos, se apoderó de su boca sin permitirle negarse, alejarse o concederle tregua por la impresión.


Paula se paralizó, pero, rápidamente, lo correspondió; era imposible no obedecer las normas que le dictaban, en silencio, esos extraordinarios labios.


Estaba atrapada en un hechizo que le impedía actuar con normalidad; sus facultades y su raciocinio se eclipsaban cuando se trataba de ese hombre tan irresistible. Y, encantada, se dejó guiar por él.





CAPITULO 50 (PRIMERA HISTORIA)





Paula estaba en estado de shock.


—¿Te encuentras bien? —se preocupó Ernesto, frente a ella.


—Tengo que hacer una llamada —se disculpó, levantándose.


—¿Tu abuela? —pronosticó él, con una expresión de puro hastío.


—Sí, lo siento.


No lo sentía en absoluto. Que Sara estuviera enferma era una excusa vana que Sullivan no se había creído, aunque no había mencionado nada al respecto, cosa que agradeció. Pero tampoco era tonta... La cena iba a ser con los socios que querían demoler Hafam, pero, por casualidades de la vida, fallaron todos en el último momento, excepto Ernesto, claro. Y no pudo rechazarlo, su educación se lo había impedido.


Salió del saloncito privado y se dirigió a los servicios. Nada más poner un pie en el pasillo estrecho que conducía a los baños, la hierbabuena envolvió su piel. Y lo vio. ¡Estaba ahí! ¡No era un sueño!


Pedro escuchó cómo Paula ahogaba una exclamación y se apartó de la pared de un salto. Se miraron.


Qué guapo eres...


Paula tragó saliva, su garganta se había secado al descubrirlo allí, tan atractivo, tan irresistible, tan... perfecto.


—¿Qué haces aquí? —se atrevió ella a preguntar, en un hilo de voz, a cada segundo con menos pulsaciones; su vida corría un excitante peligro.


Los ojos grises de ese hombre la taladraron. El cazador había regresado.


—Esto... —anunció el doctor Alfonso antes de acortar la distancia, tomarla de la nuca y besarla.


Gimieron en el instante en que sus bocas se unieron.


Ahí está el pinchazo en mi vientre... ¡Cuánto lo he echado de menos!


No perdieron el tiempo. Paula le rodeó el cuello y él la estrechó entre sus cálidos y fibrosos brazos, lamiéndole los labios con su maravillosa lengua.


Ella abrió la boca, acatando la sutil orden, encantada, poseída por la boca de él, tan dominante... Pedro jadeó y, seguidamente, le chupó los labios, uno a uno, con una destreza embriagante. Sabía a cerveza y a él... Y Paula degustó ambos, ansiosa por explorar el revuelo de sensaciones que experimentaba cuando la besaba, porque conseguía que se sintiese hermosa, especial y, también, vulnerable, pero protegida; le regalaba el alma en cada beso, en cada abrazo, en cada caricia, en cada mirada... de su doctor Alfonso. Quiso creer que era suyo, decidió soñar que lo era, durante ese beso lo era...


Mi doctor Alfonso... Mío ahora... Mío para siempre...


Su cuerpo empezó a disolverse, pero, por suerte, Pedro la sostenía con firmeza. Giraron y la aplastó contra la pared sin separarse ni un ápice. Paula se arqueó, de puntillas, porque, a pesar de los tacones, necesitaba alcanzarlo más, mucho más... Le arrugó el jersey en los hombros, desesperada, sin percatarse de que lo hacía. En realidad, eran sus instintos los que hablaban, los que actuaban... Era ese hombre quien la inspiraba, quien la elevaba hacia el sol, porque estaba en el cielo...


Las manos de él descendieron hacia sus caderas, las apretó, mientras su lengua clamaba la suya. Y la encontró. Se enredaron entre gemidos irregulares, agudos y roncos. Se sumergieron en un beso insaciable... Ladearon la cabeza a la vez, sujetando cada uno la del otro, obligándose a no alejarse. Pedro enterró los dedos entre sus cabellos sueltos y, por un segundo, se paralizó, pero se los apresó en dos puños y le propinó un suave tirón que se clavó en su vientre, le aflojó las rodillas y le robó el aliento.


Pedro... —articuló, extasiada, sin abrir los ojos.


—Joder... —suspiró con fuerza.


La abrazó y la alzó del suelo, igualando la altura de sus rostros, facilitándole a ella un total acceso a su boca, además de sumirla en un extraño tormento al empujarla con las caderas... 


Y Paula lo correspondió de manera febril, retorciéndose, pegada a su cuerpo atlético, flexible, tan viril... Podía hacer lo que quisiera con ella, no se negaría a nada; ni quería ni podía...


Estaba atada a esa anatomía que ardía por encima del jersey, la camisa y la corbata... a esas manos que no paraban quietas, que recorrían sus curvas con vehemente frenesí... 


Se dejó llevar por esos labios hambrientos que la mordisqueaban, la chupaban, la torturaban... por esos dientes que la pellizcaron, provocándole un exquisito escozor, para, después, apaciguarla con la lengua, su traviesa lengua...


¡Por Dios, qué calor!


Justo en ese momento, cuando creía que sufriría un ataque por la elevada temperatura que había adquirido su cuerpo, y porque hacía un rato que no escuchaba latido ninguno, alguien carraspeó, devolviéndolos al presente, de golpe.


Detuvieron el beso. A la izquierda, se hallaba un camarero que, procurando reprimir la risa, sin éxito. Los dejó solos. Pedro la bajó al suelo y le estiró el vestido, un gesto que le provocó a Paula una tímida sonrisa y un revoloteo en el estómago. Concentrado, él le peinó los cabellos que, seguramente, se habían convertido en una maraña nada estética, pero estaba tan aturdida que nada le importaba. 


Levantó los brazos, sin pensar, y le acarició los labios hinchados.


Su doctor Alfonso, tan controlado, tan serio, jadeó...


—Has venido con Ernesto, pero seré yo quien te acompañe a casa —le susurró Pedro, apresándole la mano para depositar un jugoso beso en su muñeca—. Avísame cuando termine la cena. Invéntate cualquier excusa —le dio otro beso ardiente, sin dejar de mirarla—, porque querrá llevarte en su coche, lo sé, lo conozco —la besó de nuevo.


Paula suspiró de forma entrecortada y asintió, no pudo formular una frase coherente.


—Ahora, vete —le dijo él—. Yo esperaré unos segundos —la soltó y retrocedió.