jueves, 23 de enero de 2020
CAPITULO 101 (TERCERA HISTORIA)
Y se fugó, o eso intentó... Lo empujó para salir, pero, antes de poner un pie fuera del dormitorio, él le cerró el paso, interponiéndose en su camino. En ese momento, la observaba furioso.
—¿Qué haces aquí? —le exigió Pedro en un tono hostil.
—Yo... —carraspeó—. Tu abuela me pidió que le recogiera un regalo. Me dijo que estaba en esta habitación. No sabía que era la tuya. Es evidente que la entendí mal —se ruborizó, agachando la cabeza—. Lo siento, ya me iba.
Él gruñó. La sujetó por los hombros y la obligó a recular, avanzando Pedro a la vez. Echó el cerrojo, se apoyó en la pared e introdujo las manos en los bolsillos del pantalón del esmoquin.
Nadie se comparaba a su gallardía aristocrática.
Exudaba un místico poder divino. Su apariencia sosegada, su intachable comodidad en sí mismo y su irresistible exterior lo convertían en el hombre más guapo que había conocido en su vida. Y de esmoquin, la segunda ocasión en que lo veía así...
¡Respira, que te vas a caer redonda al suelo!
—Mis abuelos ya le han dado el regalo a mi padre esta mañana —le dijo Pedro, clavando los ojos en los suyos.
Paula se rodeó el cuerpo de forma instintiva.
—Lo que significa... —continuó él— que mi abuela nos ha tendido una trampa, porque a mí me ha dicho que tenía una sorpresa para mí esperando en mi cuarto. Y resulta que te encuentro a ti.
Ella inhaló aire y lo expulsó de manera irregular, pues su interior era un completo desbarajuste.
—Ha sido muy bonito el detalle de la tarta —comentó con una pequeña sonrisa. Estaba tan nerviosa que no sabía qué decir para romper la tensión.
—No tanto como tú... —susurró, contemplándola de los pies a la cabeza con ojos resplandecientes.
Paula reprimió un sollozo a tiempo.
—Debe... Debería... regresar.
—Vete.
Pero ninguno se movió.
—Repítelo —le ordenó él en un tono áspero—. Repite lo que has dicho ahí dentro —señaló con la cabeza la sala donde estaban los trofeos.
Ella enmudeció. De hecho, se quedó sorda, ciega y pálida. ¿Algo más?
—Si me has oído, ¿por qué quieres que lo repita? —pronunció Paula en un hilo de voz.
—Porque quiero que me lo digas a la cara.
Ella empezó a sufrir espasmos. Retrocedió. Le costaba respirar y enfocar la visión. Sintió una opresión en el pecho. El miedo la paralizó.
Él tiene razón. ¡Eres una cobarde!
De repente, Pedro la sujetaba por las mejillas.
—Coge aire conmigo, Pau. Vamos... —ambos inhalaron y exhalaron de manera pausada muchas veces—. Así... —sonrió con cariño, acariciándole el rostro con los pulgares y masajeándole el cuello—. Otra vez, Pau... Otra
vez... —le retiró los mechones hacia atrás—. Mi muñeca... —recostó la frente en la suya—. Tan frágil... Tan pequeña... Déjame cuidarte... —la atrajo a su cálido cuerpo, envolviéndola entre sus protectores brazos—. Solo quiero cuidarte...
Ella suspiró, llorando ya. Se aferró a su héroe, que la meció con ternura.
—¿Desde cuándo tienes ataques de ansiedad? —le preguntó él con suavidad.
—Desde que me prometí a Ramiro.
En cuanto su novio le había colocado el anillo sin que Paula respondiera o aceptara, su interior se había bloqueado. Tammy, la jefa de enfermeras de la planta de Neurocirugía, se había hecho cargo de la crisis. Ese fue el primero desde que despertó del coma.
Entonces, el jaleo de la carpa se incrementó.
Pedro la giró y le tapó los ojos con una mano. Le rodeó la cintura con el brazo libre y la instó a caminar hacia adelante. Se tropezó un par de veces, pero él la tenía muy bien agarrada y no sintió miedo, todo lo contrario.
—¿Preparada, muñeca?
—¿Preparada para qué?
Retiró la mano.
Un silbido acompañado de una luz roja diminuta despegó del jardín hacia el cielo y estalló en una lluvia de fuegos artificiales.
—No he podido compartir contigo la tarta, pero esto sí —la abrazó con fuerza y la besó en la cabeza.
—Qué bonito...
—No tanto como tú —la besó en la sien.
Las lágrimas, por enésima vez esa noche, se deslizaron por sus mejillas, pero en esa ocasión fueron de felicidad. Levantó las manos y enterró los dedos en los sedosos cabellos de su héroe.
—Hoy no te has peinado.
—No —la besó en la mejilla—. ¿Te molesta? Porque rápido me peino.
Ella se rio.
—No me importa que te peines o no, porque seguirás siendo mi héroe.
Él respiró hondo profundamente.
—Y tú siempre serás mi muñeca.
—Nuestro pecado...
—Solo nuestro.
CAPITULO 100 (TERCERA HISTORIA)
Se encaminó hacia el interior de la mansión.
Subió la escalera de mármol y atravesó el pasillo. Al fondo, se topó, en efecto, con otro corredor, perpendicular al primero. Existían tres puertas bien separadas entre sí. Giró a la izquierda y abrió la estancia que le había precisado Ana. Presionó el interruptor para encender la luz.
Analizó el lugar, pues le extrañó el hecho de que hubiera una única cama individual, no una de matrimonio, o dos simples, por tratarse de Ana y de Miguel. Estaba al fondo, debajo de la ancha ventana. Un edredón negro y cojines también negros, pegados a la pared, la cubrían. A la izquierda, había dos puertas, una en cada extremo de la pared y, en medio, un escritorio y una silla. El armario empotrado se situaba a la derecha.
Avanzó hasta el centro del espacio, justo debajo de la lámpara de techo y pisando la alfombra blanca, desgastada adrede como el resto del mobiliario.
No había ningún paquete. Arrugó la frente. Se aproximó a una de las puertas: el baño.
Continuó hacia la otra. Encendió la lámpara pequeña del techo. Y se quedó boquiabierta... Era una pequeña estancia con una única ventana enfrente; las paredes laterales eran dos estanterías del suelo al techo: la de la derecha tenía libros, cuadernos, apuntes... y la de la izquierda... ¡estaba repleta de premios!
Paula se tapó la boca. Su corazón se disparó.
Era la habitación de Pedro Alfonso.
Se acercó, temblando. Laureles, medallas, coronas, trofeos... Golf, hípica, pádel, tenis, esquí... Y todo era en recompensa a un primer puesto, el mejor.
Entornó los ojos al toparse con un libro grueso, de piel negra. Lo cogió y lo abrió. Sonrió, fascinada. Eran fotografías y recortes de periódicos relacionados exclusivamente con Pedro. Una de las imágenes la impactó: salía él de niño, enseñándoles una medalla de oro a Mauro y a Manuel, de perfil
los tres, ajenos a la cámara; los dos hermanos mayores sonreían con evidente orgullo hacia su hermano pequeño, pero este, no... Su expresión era de temor.
Y ella recordó... Y comprendió al niño, y sintió ese lazo intrínseco que la unía a él, un lazo que no había experimentado con nadie más.
—Mi héroe... —acarició la foto—. Ahora te amo mucho más...
Sintió su interior explotar de amor y de admiración. Se limpió las lágrimas que había derramado sin darse cuenta. Cerró el álbum y lo guardó en su correspondiente lugar. Cuando se giró para regresar a la fiesta, porque era obvio que allí no había ningún regalo, soltó un grito, cubriéndose los labios, horrorizada al descubrir que no estaba sola...
Pedro estaba apoyado en el marco de la puerta, mirándola. Sus brazos, que estaban cruzados al pecho, cayeron inertes. Su atractivo semblante era un amasijo de emociones. Sus labios se habían entreabierto.
¡Ay, cielo santo, me ha oído! ¡¿Qué hago ahora?! ¡Desaparecer!
CAPITULO 99 (TERCERA HISTORIA)
A los pocos minutos, las doncellas comenzaron a indicar a los invitados cuáles eran sus asientos para la cena. Ramiro y ella estaban asignados en una mesa de abogados y fiscales con sus respectivas parejas. Su novio los conocía a todos por haber coincidido en los tribunales.
Como era su costumbre, se acomodó enfrente de Paula antes siquiera de que ella eligiera uno de los silloncitos de mimbre. Y no le quedó otra opción que el único libre, pues fue la última en llegar a la mesa.
Cuando agarró el asiento, una mano se posó en la parte baja de su espalda.
Paula giró el rostro y descubrió a Pedro, que le retiró el silloncito y la empujó ligeramente para que se acomodara, comprimiendo la mandíbula y aleteando las fosas nasales. Ella se movió en trance, abrasada por el contacto.
A continuación, Pedro se dirigió a su propia mesa, justo a su derecha, con sus hermanos, sus cuñadas, Daniel, Christian, Mauricio y Lucas.
La cena fue deliciosa, exquisita, de ocho platos y de casi cuatro horas de duración, y resultó como todas a las que asistía Paula como acompañante de Ramiro: silenciosa y ausente. Él la ignoró, solo se interesaba por ella en presencia de Karen y de Elias, cosa que también le había reprochado dos noches atrás.
Ramiro lo había negado, por supuesto.
En el postre, las luces se apagaron. La bellísima canción My way, entonada por Fran Sinatra, resonó en los altavoces repartidos en las esquinas del techo.
Numerosas exclamaciones de sorpresa y de entusiasmo poblaron el ambiente.
Por la izquierda de la barra, aparecieron los tres hermanos Alfonso conduciendo una mesa con ruedas, donde reposaba una tarta inmensa, blanca, de diez pisos circulares de mayor a menor tamaño y con infinitas velas negras; en la cima, había un estetoscopio gigante clavado en el último pastel, parecía de chocolate.
Catalina y Samuel, en el centro del salón, se levantaron, emocionados.
Sus hijos, sonriendo, pararon frente a su padre.
Los presentes se incorporaron para no perderse detalle.
—¡No puedo yo solo! —gritó el señor Alfonso—. ¡Zaira, Rocio, venid! ¡Mamá, papá!
Sus dos nueras no perdieron el tiempo, corrieron hacia ellos. Ana y Miguel lo hicieron más despacio, pero igual de encantados.
—¡A la de tres! —señaló Samuel, rodeando a su mujer por la cintura.
—¡Uno! —indicaron algunos invitados a coro.
—¡Dos! —se sumaron los demás.
—¡TRES!
Los nueve integrantes de esa extraordinaria familia soplaron las velas. La carpa estalló en aplausos y vítores. El señor Alfonso abrazó con fuerza a sus cinco hijos.
Pedro buscó a Paula entre la muchedumbre. Ella le dedicó una sonrisa, tan temblorosa como lo estaba su cuerpo; tenía una mano en el corazón y empezó a derramar lágrimas, sobrecogida por la preciosa escena que acababa de ver. En ese instante, lo supo: quería formar parte de esa maravillosa familia, los Alfonso, pero, sobre todo, compartir aquellos momentos tan bonitos y mágicos con su héroe...
Su alma se resquebrajó en miles de pedazos. Él frunció el ceño al percatarse de su estado en apenas un instante y avanzó hacia Paula, pero ella retrocedió y huyó. Si Pedro se acercaba, Paula cometería el terrible error de humillar a sus padres y a Ramiro delante de tanta gente, porque se arrojaría a sus brazos para no despegarse nunca más, como una lapa...
Sin embargo, antes de poner un pie fuera de la carpa, Ana la agarró de la muñeca.
—Ahora, tesoro —le sonrió.
Paula asintió, incapaz de hablar.
—Sube a la segunda planta —le indicó la anciana—. Al fondo del pasillo, hay otro, perpendicular a él. La puerta de la izquierda del todo —la besó en la mejilla—. En cuanto lo veas, sabrás cuál es mi regalo. Gracias, tesoro —sus ojos resplandecieron—. Gracias... —insistió y se fue.
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